viernes, 20 de noviembre de 2015

Casa en el árbol




Era Noche de Brujas y los chicos se contaban historias de terror.
    Estaban los cuatro en la casa del árbol que solían utilizar como punto de encuentro. Eran las doce y media de la noche y los haces de las linternas formaban sombras movedizas en los rincones. Los rostros de los chicos, todos ellos pálidos y tensos, flotaban como globos en la oscuridad. Era el turno de Ramiro de contar su historia, y comenzó así:
    -No voy a hablar de vampiros, tampoco de hombres lobos ni cementerios abandonados, sino de algo que ocurrió de verdad. Aquí, en esta cuadra. Para ser más precisos, en este mismo árbol.
    -Somos todos oídos- dijo Federico, algo burlón.
    -Un vecino se colgó de una de las ramas- dijo Ramiro, señalando hacia fuera-. Fue hace mucho. El viejo Jeremía, que vive a la vuelta de mi casa, me contó la historia. Dijo que el tipo se llamaba Martínez, y estaba totalmente loco. Todo el mundo le tenía miedo. Por las noches gritaba y se escuchaban extrañas voces en su casa, aunque el tipo vivía solo. Y los perros. Siempre aparecía un perro muerto en su vereda. Algunos decían que él los envenenaba. Otros, que los utilizaba como sacrificio para el Demonio. Decían que susurraba cosas terribles, y que en una ocasión atacó con un cuchillo a un repartidor de pizzas que pasaba por el lugar. Lo metieron en el loquero, pero al año salió. Y un mes después lo encontraron colgado de las ramas de este mismo árbol.
    -¿Eso es todo?- dijo Agustina, algo decepcionada con la historia.
    El otro chico negó con la cabeza, apesadumbrado.
    -Hace unos meses, yo andaba en bici por aquí, cuando alcé la mirada y lo vi. Vi a Martínez. Estaba colgado de una rama. Al principio pensé que se trataba de un muñeco que alguien había puesto allí como broma. Pero no era un muñeco, era una aparición. Sus pies aún pataleaban y emitía unos horribles sonidos de ahogamiento. Y luego quedó quieto. Era la hora de la siesta, recuerdo, y no andaba nadie en la calle. Yo corrí y me metí en mi habitación, y no volví a salir el resto de la tarde. Dos días después volví a verlo. Era de noche, y estaba a punto de dormirme cuando escuché un ruido afuera. Me asomé a la ventana: su cabeza, colgada de una soga, se balanceaba mecida por el viento. Y sus ojos… sus ojos estaban fijos en mí. Brillaban en la oscuridad. Cerré la ventana y recé hasta quedar dormido. Al día siguiente, Coli, mi perro, amaneció muerto.
    -Oh, por Dios- dijo Agustina, llevándose una mano a la boca.
    -Creo que será mejor que pares, ¿vale?- tartamudeó Federico, mirando de reojo a su amigos-. Estás asustando a Agus...
    -Mi perro estaba muerto en el jardín- alzó la voz Ramiro, sin poder contenerse-. Duro como una piedra. Lo enterramos en el patio, y cuando miré hacia el árbol, el tipo estaba ahí, colgado y sonriéndome burlón. Esa fue la última vez que lo vi. Por lo menos hasta hoy. Ahora quiero invocarlo. Quiero tenerlo cara a cara, y vengarme por la muerte de mi perro.
    -Estás loco- susurró Federico, ya incapaz de disimular el miedo-. ¿Qué rayos piensas hacer?
    -Hoy es Noche de Brujas, y la línea que nos separa del mundo de los muertos es más delgada que nunca-dijo Ramiro, sacando una cuchara de su bolsillo-. Esto pertenecía al muerto. Estuve leyendo un libro de magia negra, y sé cómo invocarlo.
    -Cállate de una vez, por favor- dijo Agustina, con voz desmayada.
    -Te invoco. Yo te invoco, Martínez- dijo Ramiro, colocando la cuchara entre sus manos ahuecadas. De repente sus ojos se pusieron en blanco y su cuerpo comenzó a mecerse de atrás hacia adelante, como sumido en un trance-. Te invoco en nombre de tu Señor, Amo y Morador de las Tinieblas. Deberás responder por la muerte de mi perro, y por todo el daño que has hecho en esta vida.
    -¡Cállate de una vez, imbécil! ¡Lo envenené yo!
    Por un momento, en la casita del árbol, nadie habló. Lenta, muy lentamente, Ramiro fue recuperando la compostura. Y luego observó a Agustina, con una expresión de dolida incredulidad.
    -¿De qué diablos estás hablando, Agus?
    -Lo odiaba- dijo la chica-. Odiaba a Coli. Lo siento. Cada vez que pasaba por ahí, tu perro trataba de morderme. Te dije que le pusieras correa, pero tú siempre te burlabas. Y un día no pude más y le arrojé carne envenenada. Por eso tu perro murió. No fue ningún maldito espíritu. ¡Fui yo!
    -No puedo creerlo…
    Quedaron los cuatro en silencio, sin saber qué decir y evitando cruzar las miradas. Y fue ahí que escucharon el crujido. Un crujido como el de una hamaca balanceándose en la oscuridad. Sólo que no había ninguna hamaca ahí afuera, y los chicos lo sabían. Se miraron entre sí, con los rostros contraídos por el miedo. Y entonces el árbol comenzó a sacudirse con violencia. Las hojas caían de a miles y se escuchaba el ruido seco de las ramas partidas. Se sujetaron de donde pudieron y gritaron hasta quedar roncos. La endeble puerta de la casita se abrió y Agustina fue la primera en caer al vacío. Le siguió Ariel y finalmente Ramiro. Quedó Federico, aferrándose con fuerza a una madera astillada que sobresalía de las paredes. Las sacudidas se hicieron más fuertes y el chico gritó y lloró al mismo tiempo.
    -Qué es lo que quieres?- chilló ya sin fuerzas-. ¿Qué es lo que quieres?
    Y escuchó una voz, una voz oscura y demoníaca desde profundidades del follaje, que decía:
    -Más perros. Más animales. Más sacrificios para nuestro Amo.
    -¡Lo haré!- sollozó Federico-. ¡Juro por lo que más quieras que lo haré! Pero por favor, déjame vivir...
    El árbol comenzó a inclinarse peligrosamente, y la casita de madera cayó.
    Federico fue el único y milagroso superviviente de la tragedia. Los otros tres murieron aplastados por el árbol. “El terrible accidente de la casita del árbol”, titularon los periódicos sensacionalistas.
    Cinco días después, la señora Perkins, vecina del barrio, como era costumbre se levantó temprano para barrer el patio. Se detuvo en la verja que daba a la calle y dejó caer la escoba, horrorizada. Sobre la acera, dispuestos en tétrica fila, había docenas de perros, todos inmóviles, todos muertos; sus vísceras estaban al descubierto y brillaban bajo el tibio sol de la mañana.

jueves, 19 de noviembre de 2015

La Cola del Diablo




En el hospital las horas se sucedían muy lentamente, sobre todo en el turno de noche, y las enfermeras tenían la costumbre de contarse historias entre ellas, de todo tipo: divertidas, dramáticas, de terror y de amor. Pero eran las historias de terror las que preferían las novatas. Una vez, una de las enfermeras más viejas, Mercedes, durante una noche contó lo siguiente:
“Hace mucho tiempo, en la década de los setenta, tuvimos como paciente a un anciano de unos ochenta años, el señor Moore, que llegó al hospital con un cuadro agudo de peritonitis. Lo operaron de urgencia y en esa misma operación descubrieron que sus tripas estaban carcomidas por el cáncer. Los doctores cerraron la herida y luego lo pusieron en la sala del pabellón tres, donde generalmente van a parar los pacientes que ya no tienen más remedio.

    Nadie quería atender al señor Moore. Las drogas y el dolor lo habían vuelto loco. Era muy agresivo y mordió en varias ocasiones a las enfermeras más distraídas. Lo ataron a la cama, pero aún así trataba de mordernos si nos acercábamos demasiado. Sus dientes castañeaban en el aire y aún recuerdo ese ruido escalofriante que hacían al chocar entre sí: “tic tic tic tic”.
     Una noche, escuché el timbre de uno de los pacientes y al ver el tablero me di cuenta que se trataba de la habitación de Moore. Como yo era la más nueva generalmente me mandaban a mí, por lo que no tuve más remedio que ir a ver qué pasaba. Pero cuando llegué a la habitación me encontré con una sorpresa. La cama de Moore estaba vacía, y había sangre en el centro de las sábanas. Mucha sangre. El paciente que compartía la habitación con él era quien había apretado el timbre, para alertarnos. Salí de la habitación para buscarlo, y de repente me sentí embargada por un terror inexplicable, que me sacudió de pies a cabeza. Ustedes saben que el pabellón tres es un lugar de por sí tétrico, la gente muere ahí todos los días, se escuchan lamentos, llantos, gemidos. Los pasillos siempre están mal iluminados y huele muy mal, aunque una termina por acostumbrarse. Miré hacia abajo y vi que un rastro de sangre se dirigía hacia los ascensores. Seguí el rastro con la mirada y al llegar al extremo del pasillo, donde hay una curva, vi que algo se arrastraba sobre el suelo. Parecía una serpiente, al principio pensé que era una serpiente, pero luego, con horror, me di cuenta que se trataban de las tripas del señor Moore.
     Se le había abierto la herida y arrastraba las tripas como una horrible cola de unos diez metros de longitud. Se tambaleaba en dirección a la puerta abierta del ascensor, con aquella asquerosidad siguiéndolo. Corrí hacia él y resbalé en la sangre del piso. Y creo que fue una suerte, porque cuando el señor Moore se metió al ascensor se dio vuelta y me sonrió. Fue la sonrisa más maligna y demencial que vi en mi vida. Sus ojos estaban negros por el dolor o la locura. Apretó el botón de la planta baja, y las puertas del ascensor se cerraron. Y gran parte de sus tripas había quedado afuera.
    No necesito decirles lo que ocurrió cuando el ascensor bajó, tampoco quiero hacerlo, porque fue repugnante y estremecedor. Incluso los médicos más experimentados vomitaban al ver el interior del ascensor. Pero el horror no terminó allí. Al cabo de una semana de haber muerto el señor Moore, una enfermera dijo haber visto a un anciano caminando por el pasillo del pabellón tres, con las tripas siguiéndolo como un rabo. La enfermera renunció algunos días después, y el mito del fantasma del señor Moore quedó, aunque nadie volvió a verlo”.
     Apenas la enfermera Mercedes terminó de contar esto, una de las novatas señaló con cara de espanto hacia el pasillo. Allí, a través de la puerta entreabierta, podía verse un intestino largo y ensangrentado, que con lentitud de gusano se arrastraba sobre el suelo en dirección a los ascensores.

jueves, 22 de octubre de 2015

El ciervo escondido



Un leñador de Cheng se encontró en el campo con un ciervo asustado y lo mató. Para evitar que otros lo descubrieran, lo enterró en el bosque y lo tapó con hojas y ramas. Poco después olvidó el sitio donde lo había ocultado y creyó que todo había ocurrido en un sueño. Lo contó, como si fuera su sueño, a toda la gente. Entre los oyentes hubo uno que fue a buscar el ciervo escondido y lo encontró. Lo llevó a su casa y dijo a su mujer:

-Un leñador soñó que había matado un ciervo y olvidó dónde lo había escondido y ahora yo lo he encontrado. Ese hombre sí que es un soñador.

-Tú habrás soñado que viste un leñador que había matado un ciervo. ¿Realmente crees que hubo leñador? Pero como aquí está el ciervo, tu sueño debe ser verdadero -dijo la mujer.

-Aun suponiendo que encontré el ciervo por un sueño -contestó el marido-, ¿a qué preocuparse averiguando cuál de los dos soñó?

Aquella noche el leñador volvió a su casa pensando todavía en el ciervo, y realmente soñó, y en el sueño soñó el lugar donde había ocultado el ciervo y también soñó quién lo había encontrado. Al alba fue a casa del otro y encontró el ciervo. Ambos discutieron y fueron al juez, para que resolviera el asunto. El juez le dijo al leñador:

-Realmente mataste un ciervo y creíste que era un sueño. Después soñaste realmente y creíste que era verdad. El otro encontró el ciervo y ahora te lo disputa, pero su mujer piensa que soñó que había encontrado un ciervo que otro había matado. Luego, nadie mató al ciervo. Pero como aquí está el ciervo, lo mejor es que se lo repartan.

El caso llegó a oídos del rey de Cheng y el rey de Cheng dijo:

-Y ese juez, ¿no estará soñando que Reparte un ciervo?



martes, 13 de octubre de 2015

Don Marcial y el angel





Todos los días por las callecitas del barrio, pasa Don Marcial, lo acompaña su hijo un jovencito de 20 años, de ojos claros, con signos evidentes de retraso mental. Van tomados de la mano como de paseo, son un padre y su hijo. En la mirada de don Marcial se refleja ternura; compromiso solidario y un amor inconmensurable. El muchacho va como dando saltitos, intentando ponerse en puntas de pié, pasa a veces por debajo del brazo de su padre creando una coreografía patética y casi cómica. Avanzan sin hablar, sin mirarse, cada cual en su mundo y los dos integrados en ese amor. La gente al pasar no los mira quizás por ese respeto que todos sentimos por el que sufre. El que por primera vez los ve, los observa de soslayo con curiosidad. Es extraño, ver ese joven de apariencia saludable, actuar como un niño de tres años, es como si una artera flecha hubiera hecho blanco en el centro de su entendimiento sin
permitirle avanzar hacía la adultez.
Después de tres meses sin verlos, ayer paso don Marcial, iba solo por el mismo camino de siempre, caía la tarde y una brisa fría presagiaba el invierno. A lo lejos se podía observar que un ángel lo llevaba de la mano.

lunes, 12 de octubre de 2015

Una Deuda de Amistad




Cierta vez un hombre llamó a la puerta de su mejor amigo para pedirle un favor:

– Necesito que me prestes dinero para pagar una deuda, querido amigo. ¿Puedes ayudarme?

una deuda de amistad . El otro contestó:

– Espéreme un momento.

Y, en seguida, fue a pedirle a su esposa que reuniese todo lo que tenían, aunque no fue suficiente con ello ya que tuvo que salir a la calle y pedirles dinero a los vecinos, hasta juntar la cantidad requerida.

Sin duda, habían hecho una buena obra a favor del amigo pero, cuando aquel se marchó, el esposo se descompuso. La señora, dándose cuenta del asunto, preguntó a su marido:

– ¿Por qué estás triste, querido esposo?

Pero él no contestó y ella insistió:

– ¿Tienes miedo de que ahora que nos hemos endeudado no consigamos pagar lo que debemos?

Ante la insistencia de mujer al fin, el esposo dijo:

– No, no es eso –dijo el esposo–. Estoy triste porque la persona que nos acaba de visitar es un amigo muy querido y, a pesar de ello, yo no sabía nada de su crítica situación. Solo me acordé de él cuando se vio obligado a llamar a mi puerta para pedirnos dinero prestado.

jueves, 20 de agosto de 2015

LA NOVELA DE RAIMUNDO




-¿Suponéis que no hay en mis recuerdos nada dramático, nada que despierte interés, una novela tremenda? -nos dijo casi ofendido el apacible Raimundo Ariza, a quien considerábamos el muchacho más formal de cuantos remojábamos la persona en aquella tranquila playa y nos reuníamos por las tardes a jugar a tanto módico en el Casino.

No pudimos menos de mirar a Raimundo con sorpresa y algo de incredulidad. Sin embargo, Raimundo no era feo, tenía estatura proporcionada, correctas facciones, ojos garzos y dulces, sonrisa simpática y blanca tez, pero su bonita figura destilaba sosería; no había nacido fascinador; parecía formado por la Naturaleza para ser a los cuarenta buen padre de familia y alcalde de su pueblo.

-Dudamos de tu novela romántica- exclamó al cabo uno de nosotros.

-Pues es de las de patente... -replicó Raimundo-. Hay dos clases de novelas, señores escépticos: las voluntarias y las involuntarias. Las primeras las buscan por la mano sus héroes. Las otras... se vienen a las manos. De éstas fue la mía. A ciertas personas suele decirse que «les sucede todo»; y es porque andan a caza de sucesos... A fe que si se estuviesen quietecitos, las mujeres no se precipitarían a echarles memoriales.

En mi pueblo, como sabéis, no suele haber grandes emociones, y cualquier cosa se vuelve acontecimiento. Todo constituye distracción, rompiendo la monotonía de aquel vivir. Hará cosa de tres años, en primavera, nos alborotó la llegada de una tribu errante de gitanos o cíngaros. Plantaron sus negruzcas tiendas y amarraron sus trasijadas monturas en cierto campillo árido, cercano a uno de los barrios en construcción, y formamos costumbre de ir por las tardes a curiosear las fisonomías y los hábitos de tan extraña gente.

Nos gustaba ver cómo remendaban y estañaban calderos y componían jáquimas y pretales, todo al sol y con la cabeza descubierta, porque dentro de las tiendas apenas podían revolverse. Comentábase mucho la noticia de que el jefe de una taifa tan sólida y desharrapada hubiese depositado en el Banco, el día de su arribo, bastantes miles de duros en ricas onzas españolas, de las que ya no se encuentran por ninguna parte. Viajaban con su caudal, y por no ser desvalijados, al sentar sus reales lo aseguraban así. Se decía también que poseían a docenas soberbias cadenas de oro y joyeles bárbaros de pedrería; pero es la verdad que, al exterior, sólo mostraban miserias, andrajos y densa capa de mugre, no teniendo poco de asombroso que tan mala capa no bastase a encubrir ni a degradar la noble hermosura y pintoresca originalidad de los bohemios que admirábamos.

Resaltaba esta belleza en todos los individuos jóvenes de la tribu; pero, como es natural, yo prefería observarla en las mujeres y solía acercarme a la tienda donde habitaba una gitanilla del más puro tipo oriental que pueda soñarse. Esbelta; de tez finísima y aceitunada; de ojos de gacela, tristes, almendrados e inmensos; de cabellera azulada a fuerza de negror y repartida en dos trenzas de esterilla a ambos lados del rostro, la gitana estaba reclamando un pintor que se inspirase en su figura. Aunque era, según supe después, esposa del jefe de la tribu, su vestimenta se componía de una falda muy vieja y un casaquín desgarrado, por cuyas roturas salía el seno, y en lugar de los fantásticos joyeles del misterioso tesoro, adornaba su cuello una sarta de corales falsos. Su tierna juventud y su singular beldad resplandeciente, iluminaban los harapos y el interior de la tienda, por otra parte semejante a un capricho de Goya, donde humeaba un pote sobre unas trébedes y un fuego de brasa atizado por una gitana vieja, tan caracterizada de bruja, que pensé que iba a salir volando a horcajadas sobre una escoba.

Así que me vio la gitanilla, con voz muy melodiosa y con gutural pronunciación extranjera, me pidió la mano para echarme la buenaventura. Se la tendí, con dos pesetas para señalar; y después de oídas las profecías que dicen siempre las gitanas, dejé gustoso las dos pesetas en su poder. La mujer hablaba aprisa, porque un chiquillo desnudo, de cobriza tez, arrastrándose por el suelo, lloriqueaba; así que su madre le tomó en brazos, calló agarrando el seno. De súbito la gitana exhaló un chillido de dolor: el crío acababa de morderla cruelmente, y ella, casi en broma, aplicó dos azotes ligeros a la criatura. No sé qué fue más pronto, si romper el chico en llanto desconsolador o entrar en la tienda el jefe de la tribu, un arrogante bohemio de enérgicas facciones y pelo rizado en largos bucles; y sin encomendarse a Dios ni al diablo, profiriendo imprecaciones en su jerigonza, soltarle a su mujer un feroz puntapié que la echó a tierra.

Indignado por tal brutalidad, me precipité a levantarla; se alzó pálida y temblando; sus ojos oblongos, tan dulces poco antes, fulguraban con un brillo sombrío, que me pareció de odio y furor; pero al fijarse en mí destellaron agradecimiento. No lo pude remediar; aunque por sistema por nadie ni en nada me meto, aquella escena me había transtornado; apostrofé e increpé al gitano, y hasta le amenacé, si maltrataba de tal suerte a una criatura indefensa, con denunciarle a la autoridad que le aplicaría condigno castigo. No sé qué pasaría por dentro del alma del bohemio, sé que me escuchó muy grave, que chapurreó excusas y, al mismo tiempo, a guisa de amo de casa que hace cortesía, me acompañó, sacándome fuera de su domicilio, a pretexto de enseñarme los caballos y los carricoches; en términos que, al despedirme de aquel hombre, me creí en el deber de aflojar unas monedas..., que aceptó sin perder dignidad.

Al día siguiente, y los demás, volví al campamento y fui derecho a la tienda de la gitana... ¡No arméis alboroto ni me deis broma! Yo no sentía nada parecido a lo que suele llamarse no ya amor, sino solo interés o capricho por una mujer. Quizá por obra de la suciedad salvaje en que la gitana vivía envuelta, o por el carácter exótico de su hermosura de dieciséis abriles, lo que me inspiraba era una especie de lástima cariñosa unida a un desvío raro; yo no concebía, con tal mujer, sino la contemplación desinteresada y remota que despierta un cuadro o un cachivache de museo. A veces me creía inferior a ella, que procedía de raza más pura y noble, de aquel Oriente en el que la Humanidad tuvo su cuna; otras, por el contrario, se me figuraba un animal bravío, un ser de instinto y de pasión, a quien yo dominaba por la inteligencia. Y encontraba gusto de ir a verla únicamente porque ella, al aparecer yo, mostraba una alegría pueril, una exaltación inexplicable, sonriendo con labios muy rojos y dientes muy blancos, diciéndome palabras zalameras, contándome sus correrías, sus fatigas y sus deseos de regresar a una patria donde el firmamento no tuviese nubes ni llorase agua jamás. «Feo cuando llueve», repetía. A esto se redujo nuestro idilio... No tengo nada de héroe, y así que note que el arrogante gitano fruncía las negrísimas y correctas cejas al encontrarme en sus dominios, espacié mis visitas y ni siquiera me despedí de mi amiga, pues los bohemios levantaron el campo de improviso una mañana y desaparecieron, sin dejar más huellas de su paso que varios montones de carbón y ceniza en el real, y dos o tres hurtos de poca monta que se les atribuyeron, quizá falsamente.

Hasta aquí la historia es bien sencilla... Lo novelesco empieza ahora.... y consiste en un solo hecho, que ustedes explicarán como gusten.... pues yo me lo explico a mi modo, y acaso esté en un error. Al mes de alejarse de mi ciudad la tribu cíngara, se supo por la prensa que en las asperezas de la sierra de los Castros habían descubierto unos pastores el cuerpo de una mujer muy joven, cuyas señas inequívocas coincidían con las de mi gitanilla. El cuerpo había sido enterrado a bastante profundidad, pero venteado por los perros y desenterrado prontamente, dio a la Justicia indicios de que se hallaba sobre la pista de un horrendo crimen. Se inició el procedimiento sin resultado alguno, porque los de la errante tribu estuvieron conformes en declarar que la gitanilla había huido, separándose de ellos, y que ellos no se habían acercado ni a veinte leguas de distancia de la sierra de los Castros. Las muerte de la gitanilla fue un negro misterio más de tantos como no desentraña la justicia nunca. Sólo yo creí ver claro en el lance... Acordeme de las palabras que Cervantes pone en boca del gitano viejo: «Libres y exentos vivimos de la amarga pestilencia de los celos; nosotros somos los jueces y verdugos de nuestras esposas y amigas; con la misma facilidad las matamos y las enterramos por las montañas y desiertos como si fuesen animales nocivos; no hay pariente que las vengue ni padres que nos pidan su muerte...»

miércoles, 19 de agosto de 2015

Consuelo




Teodoro iba a casarse perdidamente enamorado. Su novia y él aprovechaban hasta los segundos para tortolear y apurar esa dulce comunicación que exalta el amor por medio de la esperanza próxima a realizarse. La boda sería en mayo, si no se atravesaba ningún obstáculo en el camino de la felicidad de los novios. Pero al acercarse la concertada fecha se atravesó uno terrible: Teodoro entró en el sorteo de oficiales y la suerte le fue adversa: le reclamaba la patria.

Ya se sabe lo que ocurre en semejantes ocasiones. La novia sufrió síncopes y ataques de nervios; derramó lagrimas que corrían por su mejillas frescas, pálidas como hojas de magnolia, o empapaban el pañolito de encaje; y en los últimos días que Teodoro pudo pasar al lado de su amada, trocáronse juramentos de constancia y se aplazó la dicha para el regreso. Tales fueron los extremos de la novia, que Teodoro marchó con el alma menos triste, regocijado casi por momentos, pues era animoso y no rehuía ni aun de pensamiento, la aceptación del deber.

Escribió siempre que pudo, y no le faltaron cartas amantes y fervorosas en contestación a las suyas algo lacónicas, redactadas después de una jornada de horrible fatiga, robando tiempo al descanso y evitando referir las molestias y las privaciones de la cruel campaña, por no angustiar a la niña ausente. Un amigo a prueba, comisionado para espiar a la novia de Teodoro -no hay hombre que no caiga en estas puerilidades si está muy lejos y ama de veras-, mandaba noticias de que la muchacha vivía en retraimiento, como una viuda. Al saberlo, Teodoro sentía un gozo que le hacía olvidarse de la ardiente sed, del sol que abrasa, de la fiebre que flota en el aire y de las espinas que desgarran la epidermis.

Cierto día, de espeso matorral salieron algunos disparos al paso de la columna que Teodoro mandaba. Teodoro cerró los ojos y osciló sobre el caballo; le recogieron y trataron de curarle, mientras huía cobardemente el invisible enemigo. Trasladado el herido al hospital, se vio que tenía destrozado el hueso de la pierna -fractura complicada, gravísima-. El médico dio su fallo: para salvar la vida había que practicar urgentemente la amputación por más arriba de la rótula, advirtiendo que consideraba peligroso dar cloroformo al paciente. Teodoro resistió la operación con los ojos abiertos, y vio cómo el bisturí incidía su piel y resecaba sus músculos, cómo la sierra mordía en el hueso hasta llegar al tuétano y cómo su pierna derecha, ensangrentada, muerta ya, era llevada a que la enterrasen... Y no exhaló un grito ni un gemido: tan sólo, en el paroxismo del dolor, tronzó con los dientes el cigarro que chupaba.

Según el cirujano, la operación había salido divinamente. No hubo supuración ni calentura; cicatrizó el muñón bien y pronto, y Teodoro no tardó en ensayar su pierna de palo, una pata vulgar, mientras no podía encargar a Alemania otra hecha con arreglo a los últimos adelantos...

Al escribir a su novia desde el hospital, sólo había hablado de herida, y herida leve. No quería afligirla ni espantarla. Así y todo, lo de la herida alarmó a la muchacha tanto, que sus cartas eran gritos de terror y efusiones de cariño. ¿Por qué no estaba ella allí para asistirle, y acompañarle, y endulzar sus torturas? ¿Cómo iba a resistir hasta la carta siguiente, donde él participase su mejoría?

Aquellas páginas tiernas y sencillas, que debían consolar a Teodoro, le causaron, por el contrario, una inquietud profunda. Pensaba a cada instante que iba a regresar, a ver a su adorada, y que ella le vería también..., pero ¡cómo! ¡Qué diferencia! Ya no era el gallardo oficial de esbelta figura y andar resuelto y brioso. Era un inválido, un pobrecito inválido, un infeliz inútil. Adiós las marchas, adiós los fogosos caballos, adiós el vals que embriaga, adiós la esgrima que fortalece; tendría que vivir sentado, que pudrirse en la inacción y que recibir una limosna de amor o de lástima, otorgada por caridad a su desventura. Y Teodoro, al dar sus primeros pasos apoyado en la muleta, presentía la impresión de su novia, cuando él llegase así, cojo y mutilado -él, el apuesto novio que antes envidiaban las amigas-. Ver la luz de la compasión en unos ojos adorados.... ¡qué triste sería, qué triste! Mirose al espejo y comprobó en su rostro las huellas del sufrimiento, y pensó en el ruido seco de la pata de palo sobre las escaleras de la casa de su futura... Con el revés de la mano se arrancó una lágrima de rabia que surgía al canto del lagrimal; pidió papel y pluma y escribió una breve carta de rompimiento y despedida eterna.

Dos años pasaron. Teodoro había vuelto a la Península, aunque no a la ciudad donde amó y esperó. Por necesidad tuvo que ir a ella pocos días, y aunque evitaba salir a la calle, una tarde encontró de improviso a la que fue su novia, y, sofocado, tembloroso, se detuvo y la dejó pasar. Iba ella del brazo de un hombre: su marido. El amputado, repuesto, firme ya sobre su pata hábilmente fabricada en Berlín, maravilla de ortopedia, que disimulaba la cojera y terminaba en brillante bota, notó que el esposo de su amada era ridículamente conformado, muy patituerto, de rodillas huesudas e innoble pie... y una sonrisa de melancólica burla jugó en su semblante grave y varonil.


lunes, 17 de agosto de 2015

Sangre del brazo



El lunes de Pascua de Resurrección, con un sol esplendente y un aire tibio y perfumado, que provocaba impaciencias y fervorines primaverales en los retoños frescos de los árboles y en los senderos que deseaban florecer y donde a las últimas violetas descoloridas hacían competencia las primeras campánulas blancas y las margaritas de rosado cerco, unieron sus destinos en la capilla del restaurado castillo señorial la linda heredera de la noble casa y estados de Abencerraje y el apuesto y galán marquesito de Alcalá de los Hidalgos.

Todo sonreía en aquella boda, lo mismo la naturaleza que el porvenir de los desposados. Al cuadro de su juventud, del amor del novio, que revelaban mil finezas y extremos, y a la cándida belleza de la novia, servían de marco de oro y rosas la cuantiosa hacienda, la ilustre cuna, el respeto y cariño de la buena gente campesina y hasta la venturosa circunstancia de verse enlazadas por ella, ante el Cielo y ante el mundo, las dos casas más ricas y nobles de la provincia, las que la representaban en la historia nacional.

A la puerta de la capilla aguardaban el coche familiar que había de conducir a los esposos a la estación del camino de hierro. Iban a emprender uno de esos viajes que son la realidad de un sueño divino: Italia y sus ciudades-museos; Suiza y sus lagos, trozos de la bóveda azul del firmamento caídos sobre la nieve; Alemania con sus ríos, en que las ondinas nadan al rayo de la luna; después el Oriente, Grecia, Constantinopla y, por último, el invierno en París, entre los prestigios del lujo y la magia de refinadísima civilización; París con sus fiestas y sus elegancias exquisitas, sus nidos de coquetería y de molicie para la dicha renovada... La perspectiva de tantos días risueños y venturosos; más que todo la del amor puro, noble, legítimo, constante regocijo y secreta y dulce efusión del alma, hacía latir de gozo el corazón de la novia, de la rubia y tierna María de las Azucenas, cuando el coche arrancó al trote largo de los cuatro fogosos caballos que lo arrastraban, llevándosela a ella, al que ya era su dueño y a la doncella, Luisilla, aldeana viva y fiel, elegida y designada para acompañar y servir a María durante el viaje...

Por espacio de algunos meses fueron llegando al castillo faustas nuevas de los novios. Aun cuando la escondida aldea de Abencerraje distaba tanto de esas lejanas tierras por donde ellos paseaban la ufanía de su felicidad, por mil no sospechados conductos -cartas, sueltos de periódicos, referencias de otros viajeros, de cónsules, de amigos, de desconocidos quizá- en Abencerraje se sabía confusamente que el viaje era feliz, alegre, fecundo en incidentes gratos y que marido y mujer disfrutaban de salud y contento. Corrió así el verano, pasose el otoño y se averiguó que, cumpliendo estrictamente el programa, se encontraban ya en la capital de la República francesa los marqueses, divertidos, festejados, girando en el torbellino del placer. Hacia febrero o marzo se habló de que la recién casada sufría una grave enfermedad; pero casi se supo el mismo tiempo el mal y la mejoría. Y pocas semanas después, el lunes de Pascua de Resurrección, a la caída de una tarde admirable por lo serena, cuando las últimas violetas descoloridas exhalaban su delicado aroma y los árboles desabrochaban su flor de primavera, el país vio asombrado que el coche familiar regresaba de la estación con mucho repique de cascabeles, y las gentes que se asomaban curiosas a las puertas de las cabañas, no divisaron dentro del coche más que a María de las Azucenas, tan descolorida como las últimas violetas de los senderos, y a Luisilla, sentada a su lado, también desmejorada y amarillenta, sosteniendo en el hombro la fatigada cabeza de su señora; ambas mudas, ambas tristes, ambas con la huella del padecimiento en el rostro. Y ni aquel día, ni los siguientes, ni nunca más, asomó el marqués de Alcalá por el castillo de su mujer, ni por la comarca siquiera, y María y Luisilla vivieron solas, siempre juntas, más que como ama y criada, como hermanas amantísimas e inseparables.

Repicaron las lenguas y se fantasearon historias de ilícitas pasiones y desvaríos del marqués, tragedias horribles, duelos, conatos de envenenamiento y otras mil invenciones novelescas que prueban la ardorosa imaginación de los naturales de Abencerraje. La verdad no se supo hasta que corrieron algunos años, cuando el marqués de Alcalá comisionó a un sacerdote para lograr de su esposa que le perdonase y consintiese en vivir a su lado. Habiendo fracasado por completo la diplomacia del sacerdote, en los primeros momentos de contrariedad éste se espontaneó con el párroco de Abencerraje, éste con el boticario, éste con el médico, el notario, el alcalde.... y así llegó a conocer la comarca la siguiente aventura.

Después de un viaje que fue un idilio, llegaron a París los enamorados esposos en busca de alguna quietud, pues la reclamaba el estado interesante de María, expuesta a percances en fondas y trenes. A pesar del cuidado y del método que observó la marquesa, hacia el sexto mes de embarazo cayó en cama, con síntomas de parto prematuro. Acaeció la temida desgracia, y fue lo peor que una hemorragia violenta puso en peligro inminente la vida de la señora. «Se desangra; se nos va», había dicho el médico, un español ilustre, después de ensayar los recursos de su ciencia, luchando denodadamente con la muerte, que se aproximaba silenciosa. Y entonces, el marido que veía a su esposa desfallecer en síncope mortal, blanca como la almohada donde apoyaba su frente de cera, preguntó al doctor:

-Pero ¿no hay algún medio de salvarla? ¿No hay alguno?

-Hay uno todavía -respondió el médico-. Si se encuentra una persona sana, robusta, joven y que quiera lo bastante a esta señora para dar su sangre de las venas de su brazo.... verificaremos la transfusión y verá usted a la enferma resucitar.

Al hablar así el doctor miraba afanosamente al marqués, clavándole en el rostro, y mejor aún en el espíritu, sus ojos interrogadores y desengañados de hombre que ha presenciado en este pícaro mundo muchas miserias; y al notar que el marqués no contestaba y se volvía tan pálido como si ya le estuviesen extrayendo de las venas la sangre que le pedía de limosna el amor, el médico se encogió de hombros, murmurando vagamente:

-Pero es difícil... muy difícil. Hay que renunciar a esa esperanza.

En aquel punto mismo se levantó una mujer que permanecía acurrucada a los pies del lecho de la moribunda, y, sencillamente, presentando su brazo izquierdo desnudo, blanco, grueso, surcado de venas azules, exclamó:

-Ahí tiene, señor...; ahí tiene... Sangre no me falta, y sana estoy como las propias manzanas en el árbol... Ahí tiene, y ojalá que la sangre de una pobre aldeana sirva para resucitar a la señora.

Ni un minuto tardó el doctor en aceptar la oferta de Luisilla. Aplicando la cánula, sangró copiosamente el recio brazo, pues se necesitaba mucha, mucha sangre, setecientos gramos, para reparar las pérdidas sufridas. La muchacha, sonriente, no pestañeaba, repitiendo a cada paso:

-Saque señor; tengo yo la mar de sangre buena que ofrecer a mi ama.

El marqués había huido de la habitación. Cuando la sutil jeringuilla empezó a inyectar el precioso licor en el cuerpo de la agonizante, y ésta a notar el calor delicioso que de las venas pasaba al corazón reanimándolo; cuando su rostro de mármol se coloreó y sus ojos se abrieron lentamente, lo primero que buscaron fue al amado, a la mitad de su ser, pues había comprendido al revivir que alguien le daba su sangre en compensación de la que había perdido, y creía que sólo podía ser él, el esposo, el compañero, el adorado, el ídolo de su alma. Y al no encontrarle, al ver a Luisa, a quien vendaban y hacían beber café puro para reanimarla del desfallecimiento, la esposa comprendió y volvió a cerrar los ojos, como si aspirase al desmayo del cual sólo se despierta en los brazos de la muerte...

Apenas pudo ponerse en camino, María partió sin más compañera que la aldeanita, cuya humilde sangre llevaba en las venas y a quien debía el existir. Todas las gestiones del marqués de Alcalá se estrellaron contra la invencible repugnancia o más bien el horror de su mujer. Demasiado altiva para buscar consuelo de aquel desengaño, vivió con Luisilla, haciendo caridades y llorando a solas muchas veces, sobre todo en Pascua de Resurrección, cuando la implacable naturaleza reflorecía.



jueves, 13 de agosto de 2015

La bicha




¿Han leído ustedes a Selgas? -preguntó la discreta viuda, cerrando su abanico antiguo de vernis Martín, una de esas joyas que para todo sirven, excepto para abanicarse-. ¿Han leído a Selgas?

Los que formábamos peñita en la estufa, huyendo de los sofocados y atestados salones, movimos la cabeza. ¿Selgas? Un autor a quien, como suele decirse, «le ha pasado el sol por la puerta»... Nombre casi borrado ya...

-Pues era ingenioso -declaró la vuidita-, y a mí me divertía muchísimo... En no sé que libro suyo -las citas exactas, allá para sabihondos- sienta una teoría sustanciosa, no crean ustedes. A propósito del sistema parlamentario, que le fastidiaba mucho, dice que mientras nadie se queja de lo que no escoge, todo el mundo rabia con lo que escogió; que rara vez nos mostramos descontentos de nuestros padres ni de nuestros hijos, pero que de los cónyuges y de los criados siempre hay algo malo que contar. ¿Verdad que es gracioso? Sólo que en ese capítulo de la elección conyugal le faltó distinguir... Se le olvidó decir que sólo los hombres eligen, mientras las mujeres toman lo que se presenta... Y el caso es que la elección conyugal confirma la teoría de Selgas: los hombres, que escogen amplia y libremente, son los que escogen peor.

Esta afirmación de la viuda armó un barullo de humorísticas protestas entre el elemento masculino en la peñita.

-No hay que amontonarse -exclamó la señora intrépidamente-. Los hombres que aciertan, aciertan como «el consabido» de la fábula...: por casualidad. Y, si no..., a la prueba. Todos los jueves que nos reunamos aquí, en este rincón, a la sombra de estos pandanos tan colosales, cerca de esta fuente tan bonita con la luz eléctrica, me ofrezco a contarles a ustedes una historia de elección conyugal masculina..., que les parecerá increíble. Empezaremos ahora mismo... Ahí va la de hoy.

Cuando perdí a mi marido tuve que vivir varios años en una capital de provincia, desenredando asuntos de mucho interés para mí y para mis hijos. Ya saben ustedes que no soy huraña y, pasado el luto, aproveché las contadas ocasiones de ver gente que se ofrecían allí. Había una sociedad de recreo que daba en Carnaval dos o tres bailes de máscaras, y me gustaba ir a sentarme en un palco acompañada de varias amigas y amigos de los que solían hacerme tertulia, y divertirme en remirar los disfraces caprichosos, la animación y las bromas que se corrían abajo, en el hervidero de la sala. Eran bailes en que se mezclaban el señorío y la mesocracia con bastantes familias artesanas, sin que se conociesen mucho las diferencias entre estas clases sociales, porque las artesanas de M*** se visten, peinan y prenden con gusto, son guapas y tienen aire fino. La Junta directiva sólo excluía rigurosamente a las mujeres notoriamente indignas; y figúrense ustedes el espanto de la concurrencia cuando, la noche del lunes de Carnaval, empezó a esparcirse la voz de que estaba en el baile enmascarada y del brazo de un socio, la célebre Natalia, por otro nombre la Bicha (la Culebra); le daban este apodo por su fama de mala y engañadora o, según otros, porque tenía la cabeza pequeñita, la tez morena aceitunada y el pelo casi azulado de puro negro; señas de cuya exactitud pudimos cercionarnos todos, como verán ustedes.

Al saberse la noticia, justamente se hallaba en mi palco el presidente de la Sociedad, señor viudo, acaudalado y respetable, padre de una niña preciosa que yo me llevaba a casa por las tardes a jugar con la chiquilla mía. Sobrecogido y turbado, el presidente se agitaba en el asiento, haciendo coraje, como suele decirse, para bajar a cumplir su deber de expulsar a la intrusa. Comprenderán ustedes que no existe deber más penoso: ir a darle en público un bofetón a una mujer.... ¡sea cual sea! Todos seguíamos con los ojos a la máscara sospechosa, y la indignación fermentaba. Abandonada desde el primer runrún por el socio que la introdujo, y que se dio prisa a desaparecer; asaltada por unos cuantos mozalbetes, que la asaeteaban con insolentes pullas y dicharachos; aislada a la vez en un espacio libre -porque todas las demás mujeres se apartaban-, la Culebra, apretando contra el rostro su antifaz, recogiendo los pliegues de su manto de «beata», como para ocultarse, permanecía apoyada en una columna de las que sostienen los palcos, en actitud de fiera a quien acosan. Por fin, el presidente se decidió y, tomando precipitadamente el sombrero, salió al pasillo; pronto le vimos aparecer en el salón y dirigirse a donde estaba la Culebra. A las frases secas y rápidas, cual latigazos, del presidente, los mozalbetes se desviaron, dejando sola a la mujer, y ésta, con un movimiento de soberbia que remedaba la dignidad, revolviéndose bajo el ultraje, se arrancó de súbito la careta de raso negro, echó atrás el manto y, descubierta la cabeza, erguido el cuello, rechispeantes los ojos, miró, retó, fulminó al presidente, primero; después, circularmente, a todo el concurso; a las señoras, a las señoritas, que volvían la cara, ruborizándose; a los hombres, que cuchicheaban y se reían... Y despacio, sin bajar la frente, pasó por entre la multitud apiñada, que se estremecía a su contacto, y todavía desde la puerta, volviéndose, disparó el venablo de sus pupilas (¡qué mirada aquella, Dios mío!) al presidente, que accionaba entre un círculo de individuos de la Directiva y de señores que le felicitaban por su acción... Minutos después, muy exaltado, volvía al palco el buen señor, y al acompañarme, a la salida, todavía hablaba del descoco de la pájara, refiriéndonos, con el recato posible, su vida y milagros, capaces, ciertamente, de poner colorada a una estatua de piedra.

A la vuelta de cinco meses, cuando a las frioleras diversiones del Carnaval reemplazan los idílicos goces de las jiras y de las campestres romerías, empezó a susurrarse en M*** que el presidente de la Sociedad Centro de Amigos, el honrado y formal don Mariano Subleiras, con sus cincuenta del pico, su viudez y su niña encantadora, pasaba a segundas nupcias... ¿Ya han adivinado ustedes con quién?... ¡Con la propia Natalia, la Bicha, la prójima echada del baile! Al oírlo, sepan ustedes que no lo puse en duda ni un momento. Dirán ustedes que soy pesimista... Digan lo que quieran. ¡El caso es que yo en seguida creí firmemente que era gran verdad eso que a todos les parecía el colmo de lo absurdo! «Pero ¿no se acuerda usted? -me objetaban-. Pero ¡si fue él mismo quien la puso de patitas...» «Pues por eso, cabalmente por eso», contestaba yo, dejándolos con la boca de un palmo. Al fin, tanto me calentaron la cabeza con la boda dichosa, que entre el deseo de complacer y la lástima que me infundía la pequeña, aquella rubita monísima, amenazada de madrastra semejante, me decidí a meterme donde no me llamaban y a hacer a don Mariano el siempre inoportuno regalo del buen consejo... Le llamé a capítulo, le prediqué un sermón que ni un padre capuchino; estuve elocuente, les aseguro que sí... Y me puse muy hueca cuando, al terminar mi plática, don Mariano, al parecer conmovido, murmuró, aplicando el pico del pañuelo a los ojos: «Prometo a usted que no me casaré con la Natalia...».

-¿Y al poco tiempo se casó? -interrogaron con malicia los de la peña.

-No señores... No se casó al poco tiempo... ¡Cuando me empeñaba una palabra inquebrantable..., estaba ya casado... secretamente!

Hubo en el grupo exclamaciones, risas, comentarios, y Ramiro Nozales, que la echaba de observador, pronunció con énfasis:

-¡Qué humano es eso!

-Lo que a mí me preocupó mucho entonces -prosiguió la señora-, fue averiguar cómo se las había compuesto la lagarta para hacer presa en don Mariano. Su móvil era patente: una venganza que eriza el pelo... Pero ¿de qué medios se había valido? Cuando fue expulsada del baile, don Mariano sólo la conocía de vista y por su lamentable reputación... Excitada mi curiosidad, en que entraba tanto interés por la pobre niña, pude averiguar algo... ¡Algo que también va usted a decir que es «muy humano», amigo Nozales, porque conozco su escuela de usted!... Parece que la Bicha se presentó en casa de don Mariano días después de la expulsión, y bañada en lágrimas, y con hartos desmayos y suspiros, le pidió reparación del ultraje; reparación.... ¿cómo diré yo?, una reparación privada, una palabra benévola, una excusa, algo que la consolase, porque desde aquel episodio se sentía enferma, abatida y a punto de muerte... «De otra persona, mire usted, no me hubiese importado; pero de usted.... vamos, de usted.... un señor tan digno, un señor tan virtuoso...», dicen que silbaba la Culebra, empezando insensiblemente a enroscarse... De aquí al vasito de agua, al ofrecimiento de éter o vinagre, al abanicamiento con un periódico, a contar una larga historia, a ser escuchada y compadecida, visitada después, a enlazar con el primer anillo, a deslizarse, a abrazar ya con las roscas flexibles el pecho, la cabeza y el cuerpo todo.... el camino ni es largo ni difícil, y en cuatro meses y medio lo anduvo la Bicha.... hasta llegar a la iglesia. Al año siguiente, la noche del lunes de Carnaval, don Mariano y su señora ocupaban el palco fronterizo al mío... Fue la primera vez que aparecieron juntos en público. Después, ya nunca vimos solo a don Mariano; a ella, sí. Contaban que su mujer le mandaba de tal suerte, que al salir de casa, le dejaba encerrado...

-¿Y la niña? -preguntó Nozales con afán triste.

-¡Ah! -suspiró la señora-. ¡La niña.... me han escrito de allá que murió tísica!...


miércoles, 12 de agosto de 2015

MALDICIÓN DE GITANA




Siempre que se trata, entre gente con pretensiones de instruida, de agorerías y supersticiones, no hay nadie que no se declare exento de miedos pueriles, y punto menos desenfadado que Don Juan frente a las estatuas de sus víctimas. No obstante, transcurridos los diez minutos consagrados a alardear de espíritu fuerte, cada cual sabe alguna historia rara, algún sucedido inexplicable, una «coincidencia». (Las coincidencias hacen el gasto).

La ocasión más frecuente de hacer esta observación de superticiones la ofrecen los convites. De los catorce o quince invitados se excusan uno o dos. Al sentarse a la mesa, alguien nota que son trece los comensales, y al punto decae la animación, óyense forzadas risas y chanzas poco sinceras y los amos de la casa se ven precisados a buscar, aunque sea en los infiernos, un número catorce. Conjurado ya el mal sino renace el contento. Las risitas de las señoras tienen un sonido franco. Se ve que los pulmones respiran a gusto. ¿Quién no ha asistido a un episodio de esta índole?

En el último que presencié pude observar que Gustavo Lizana, mozo asaz despreocupado, era el más carilargo al contar trece y el que más desfrunció el gesto cuando fuimos catorce. No hacía yo tan supersticioso a aquel infatigable cazador y sportsman, y extrañándome verle hasta demudado en los primeros momentos, a la hora del café le llevé hacia un ángulo del saloncillo japonés, y le interrogué directamente:

-Una coincidencia -respondió, como era de presumir.

Y al ver que yo sonreía, me ofreció con un ademán el sofá bordado, en cuyos cojines una bandada de grullas blancas con patitas rosa volaba sobre un cañaveral de oro, nacido en fantástica laguna. Se sentó él en una silla de bambú y, rápidamente, entrecortando la narración con agitados movimientos, me refirió su «coincidencia» del número fatídico.

-Mis dos amigos íntimos, los de corazón, eran los dos chicos de Mayoral, de una familia extremeña antigua y pudiente. Habíamos estado juntos en el colegio de los jesuitas, y cuando salimos al mundo, la amistad se estrechó. Llamábanse el mayor Leoncio y el otro Santiago, y habrá usted visto pocas figuras más hermosas, pocos muchachos más simpáticos y pocos hermanos que tan entrañablemente se quisiesen. Huérfanos de padre y madre, y dueños de su hacienda, no conocían tuyo ni mío: bolsa común, confianza entera y, a pesar de la diferencia de caracteres (Leoncio, nervioso y vehemente hasta lo sumo, y Santiago, de un genio igual y pacífico), inalterable armonía. A mí me llamaban, en broma, su otro hermano, y la gente, a fuerza de vernos unidos, había llegado a pensar que éramos, cuando menos, próximos parientes los Mayoral y yo.

Apasionados cazadores los tres, nos íbamos semanas enteras a las dehesas y cotos que los Mayoral poseían en la Mancha y Extremadura, donde hay de cuanta alimaña Dios crió, desde perdices y conejos hasta corzos, venados, jabalíes, ginetas y gatos monteses.

Con buen refuerzo de escopetas negras y una jauría de excelentes podencos, hacíamos cada ojeo y cada batida, que eran el asombro de la comarca. De estas excursiones resolvimos una, cierto día de San Leoncio. No cabe olvidar la fecha. Nos había convidado juntos una tía de los de Mayoral, señora discretísima y madre de una muchacha encantadora, por quien Santiago bebía los vientos. Sutilizando mucho, creo que esta pasión de Santiago tuvo su parte de culpa en la desgracia que sucedió. Ya diré por qué.

Ello es que nos reunimos en la casa donde, con motivo de la fiesta, había otros varios convidados: amiguitas de la niña, señores formales, íntimos de la mamá... Y yo, que jamás contaba entonces los comensales, al pasar al comedor, involuntariamente, me fijo en los platos... ¡Eramos trece, trece justos!

Ni se me ocurrió chistar. Por otra parte, no sentía aprensión. Estaríamos a la mitad de la comida, cuando lo advirtió el ama de la casa, y dijo riéndose «¡Hola! ¡Pues con el resfriado de Julia, que la impidió venir, nos hemos quedado en la docena del fraile! No asustarse, señores, que aquí nadie ha cumplido los sesenta más que yo, y en todo caso seré la escogida.»

¿Qué habíamos de hacer? Lo echamos a broma también, y brindamos alegremente porque se desmintiese el augurio. Y había allí un señor que, presumiendo de gracioso, dijo con sorna: «Es muy malo comer trece..., cuando solo hay comida para doce.»

A la madrugada siguiente tomamos el tren y salimos hacia el cazadero. La expedición se presentaba magnífica. La temperatura era, como de mediados de septiembre, templada y deliciosa. Cada tarde, los zurrones volvían atestados de piezas, y, para mayor satisfacción, nos habían anunciado que andaban reses por el monte, y que el primer ojeo nos prometía rico botín. Decidimos que este ojeo principiase un miércoles por la mañana, y apenas despachadas las migas y el chocolate, salimos a cabalgar nuestros jacos, que nos esperaban a la puerta, entre el tropel de las escopetas negras y la gresca y alborozo de los perros. Como tengo tan presentes las menores circunstancias de aquel día, recuerdo que me extrañó mucho la furia con que los animales ladraban, y al asomarme fuera vi, apoyada en uno de los postes del emparrado que sombreaba la puerta, a una gitana atezada, escuálida, andrajosa.

Podría tener sus veinte años, y si la suciedad, la descalcez y las greñas no la afeasen, no carecería de cierto salvaje atractivo, porque los ojos brillaban en su faz cetrina como negros diamantes, los dientes eran piñones mondados, y el talle, un junco airoso. Los pingajos de su falda apenas cubrían sus desnudos y delgados tobillos, y al cuello tenía una sarta de vidrio, mezclada con no sé qué amuletos.

Dije que sus ojos brillaban, y era cierto. Brillaban de un modo raro, que no supe definir. Los tenía clavados en Santiago, que, lo repito, era un muchacho arrogante, rubio y blanco, y en aquel instante, subido al poyo de montar y con un pie en el estribo, con su sombrero de alas anchas, su bizarro capote hecho de una manta zamorana, de vuelto cuello de terciopelo verde, y sus altos zahones de caza, que marcaban la derechura de la pierna, aún parecía más apuesto y gallardo.

Y a Santiago fue a quien dirigió sus letanías la egipcia, soltándole esos requiebros raros que gastan ellas, y ofreciéndose a decirle la buenaventura. En aquel, momento, Santiago, de seguro, pensaba en el dulce rostro de su novia, y el contraste con el de la gitana debió de causarle una impresión de repugnancia hacia ésta; porque era galante con todas las mujeres y, sin embargo, soltó una frase dura y hasta cruel, una frase fatal...; yo así lo creo...

-¿Qué buenaventura vas a darme tú? -exclamó Santiago-. ¡Para ti la quisieras! ¡Si tuvieses ventura, no serías tan fea y tan negra, chiquilla!

La gitana no se inmutó en apariencia, pero yo noté en sus ojos algo que parecía la sombra de un abismo, y fijándolos de nuevo en Santiago, que estaba a caballo ya, articuló despacio, con indiferencia atroz y en voz ronca:

-¿No quieres buenaventuras, jermoso? Pues toma mardisiones... Premita Dios.... premita Dios.... ¡que vayas montao y vuelvas tendío!

Yo no sé con qué tono pudo decirlo la malvada, que nos quedamos de hielo. Leoncio, en especial, como adoraba en su hermano, se demudó un poco y avanzó hacia la gitana en actitud amenazadora. Los perros, que conocen tan perfectamente las intenciones de sus amos, se abalanzaron ladrando con furia. Uno de ellos hincó los dientes en la pierna desnuda de la mujer, que dio un chillido. Esto bastó para que Leoncio y yo, y todos, incluso Santiago, nos distrajésemos de la maldición y pensásemos únicamente en salvar a la bruja moza, en riesgo inminente de ser destrozada por la jauría. Contenidos los perros, cuando volvimos la cabeza la gitana ya no parecía por allí. Sin duda se había puesto en cobro, aunque nadie supo por dónde.

Al llegar aquí de su narración Gustavo, me hirió de súbito un recuerdo:

-Espere, espere usted... -murmuré recapacitando-. Creo que conozco el final de la historia... Cuando usted nombró a los Mayoral empezó a trabajar mi cabeza... El nombre «me sonaba»... Tengo idea de que conozco a los dos hermanos, y ya voy reconstruyendo su figura... Leoncio, vivo, moreno, delgado; Santiago, rubio y algo más grueso... ¿Fue en esa cacería donde...?

-Donde Leoncio, creyendo disparar a un corzo, mató a Santiago de un balazo en la cabeza -respondió lentamente Gustavo, cruzando las manos con involuntaria angustia-. Santiago «volvió tendido»... Perdí a la vez mis dos amigos, porque el matador, si no enloqueció de repente, como pasa en las novelas y en las comedias, quedó en un estado de perturbación y de alelamiento que fue creciendo cada día. Y quizá por olvidar cortos instantes la horrible escena, se entregó, él que era tan formalillo que hasta le embromábamos, a mil excesos, acabando así de idiotizarse. Después de saber esta «coincidencia», ¿extrañará usted que me agrade poco sentarme a una mesa de trece? Por más que quiero dominarme, se me conoce el miedo... ¡El miedo, sí: hay que llamar a las cosas por su nombre!

-¿Y volvió a parecer la gitana? -pregunté con curiosidad.

-¡La gitana! ¡Quién sabe adónde vuelan esas cornejas agoreras! -exclamó Gustavo sombríamente-. Los de esa casta no tienen poso ni paradero... Como dice Cervantes, a su ligereza no la impiden grillos, ni la detienen barrancos, ni la contrastan paredes... Cuando velábamos al pobre Santiago, y tratábamos de impedir que se suicidase el desesperado Leoncio, ya la bruja debía de estar entre breñas, camino de Huelva o de Portugal.


viernes, 24 de julio de 2015

EL UNGÜENTO DE LA BRUJA




Al igual que sucede en Nafarroa, en las zonas del sur de Araba no se conservan tantas  leyendas como en el norte. Tal vez esto se deba también a que están menos pobladas y a que la  influencia de otras culturas ha sido más fuerte en esta zona.
Sin embargo, existen algunas leyendas de “moros y cristianos”, cuyas raíces se encuentran seguramente en la larga convivencia y las luchas que mantuvieron unos y otros.

    Hace muchos siglos, cuando los alaveses sostenían duras batallas contra los musulmanes que habían atacado sus tierras, tuvo un hecho singular en la zona de Zaitegi (Cigoitia).

    En una ocasión en la que los alaveses habían causado muchas bajas al ejército enemigo y esperaban que éste se rindiese o se retirase, se encontraron con la sorpresa de que, al día siguiente, el ejército musulmán era igual de numeroso que la víspera. De nuevo volvieron a luchar y a vencer, dejando el campo lleno de cadáveres, pero al amanecer el enemigo volvió a presentar batalla con el mismo número de soldados que los dos días anteriores.

    Una y otra vez ocurría lo mismo, hasta que, un día, un soldado alavés decidió averiguar la razón de hecho tan misterioso. Después de la batalla, y mientras sus compañeros dormían, el joven se quedó de centinela, sin perder de vista el campo enemigo.

    A medianoche apareció una sombra, que se agachó junto a uno de los soldados musulmanes que había muerto aquella misma tarde, cogió un poco de ungüento de un pucherillo de barro que llevaba, untó con los dedos las heridas del muerto y, al momento, éste se levantó como si acabase de dormir una siesta.

    El alavés no creía lo que veían sus ojos. Acercándose con sigilo, pudo comprobar que se trataba de una bruja que había sido expulsada de Araba debido a sus malas artes y que,  para vengarse, vivía con los enemigos y los resucitaba para que pudiesen vencer a los alaveses.

    Sin pensárselo dos veces, el joven cogió su lanza y atravesó con ella a la bruja y al musulmán recién resucitado. Los dos cayeron muertos. Cogió entonces el puchero y untó la herida de la vieja con un poco de ungüento para ver si realmente funcionaba. La bruja resucitó al instante y le dijo:

—¡No me mates otra vez, por favor! Yo te enseñaré a hacer este ungüento prodigioso.

    Pero el soldado, sin hacerle caso, le clavó la lanza y la mató definitivamente.

    Muy contento por lo que acababa de averiguar, el joven corrió a su campamento y les contó a los demás lo que había ocurrido. Los otros no podían creérselo; entonces, él les dijo:

—Matadme y luego me untáis bien las heridas con este ungüento. ¡Ya veréis!

    Naturalmente, sus compañeros no querían hacerlo, pero él insistió tanto que, al fin, lo mataron; después, lo untaron bien con el ungüento, y al punto resucitó.Rápidamente, utilizaron la pócima mágica para resucitar a todos los alaveses que habían muertos durante los días anteriores, y esta vez vencieron a los musulmanes para siempre.

    ¿Y qué pasó con el ungüento? Bueno..., se les acabó y no se les ocurrió guardar un poco para hacer más, así que la fórmula mágica se perdió, y aunque muchos han sido los que han intentado descubrirla, que nosotros sepamos, nadie lo ha conseguido..., todavía..

jueves, 23 de julio de 2015

EL PERRO PASTOR DE LEGAIRE






Cuenta una leyenda de la Sierra de Entzia, que en una de las chozas de las Campas de Legaire hace muchos años, cuando aún abundaban en nuestra tierra los lobos, vivía un pastor con su rebaño y un hermoso y hambriento perro de raza "pastor vasco rojillo" llamado Oski. 

Un día que el pastor tenía que bajar a Agurain para aprovisionarse de comida para una temporada, dejó al perro al mando del rebaño. Pasó el día en el pueblo y al volver con las provisiones, se encontró con un espectáculo aterrador, el rebaño que había dejado tranquilamente pastando se encontraba totalmente atemorizado, algunas de la ovejas se encontraban salvajemente heridas y otras yacían muertas, habían sido atacadas brutalmente por algún animal. 

El pastor al no ver a Oski, creyó que el causante de la barbarie era su hambriento perro, enfurecido cogió su escopeta y fue en su búsqueda, en ese preciso momento el can apareció entre las hayas cubierto de sangre, al verlo con la boca llena de sangre, éste interpretó que había sido su perro el causante de la masacre, el pastor fuera de sí y lleno de furia le disparo con su escopeta. 

Al poco tiempo salió corriendo, buscando más ovejas heridas y se encontró con un enorme lobo muerto y se dio cuenta de su gran error, la sangre que traía el perro pastor era de la lucha que había mantenido con el lobo y no por haber atacado a sus ovejas. 

Cuando el pastor se dio cuenta de lo que había hecho con su fiel perro y que había sido el lobo quien había atacado al rebaño, cogió la escopeta instintivamente y aguantando el gatillo se apuntó con ella, en ese mismo momento antes de que se volara la cabeza, el pastor contempló como el perro, todavía atontado, por el tiro que le había dado de refilón en la cabeza se levantaba e iba hacia él dispuesto a olvidar la injusticia y perdonar su gran equivocación... y de paso seguir matando lobos..... 

miércoles, 22 de julio de 2015

LEYENDA DE ROLDAN Y EL GIGANTE FERRAGUT




Una de las leyendas más extendidas en el Camino de Santiago es la que nos cuenta la batalla entre Roldan y el gigante Ferragut.

Según nos cuenta la leyenda; cerca de la ciudad navarra de Nájera y en un cerro que lleva por nombre el Poyo de Roldan, sucedieron los hechos y fueron sus protagonistas Roldan sobrino del emperador franco Carlomagno y el gigante Ferragut.

Ferragut era un gigante musulman procedente de Siria, cuya principal caracteristica era su fuerza, valor e invulnerabilidad, no temiendo ni a nada ni a nadie.

Enterado Carlomagno de la existencia de este gigante, acudió con sus tropas a Najera, y una vez ambos ejercitos frente a frente, el gigante retó en singular combate a cualquier franco que quisiera combatir con él en singular combate. Carlomagno envió a varios de sus mejores paladines a combatir con Ferragut, pero uno tras otros fueron derrotados, sin que hubiera ningún combatiente en campo cristiano capaz de derrotarlo. Pidió permiso Roldan a su tio para combatir con el gigante y una vez obtenido el permiso empezó el singular combate.

Despues de un largo dia de lucha en los que ambos contendientes lucharon con especial esfuerzo, la batalla no estaba decidida. En la batalla rompieron sus espadas y lanzas y murieron sus caballos e incluso pelearon con piedras y puños, pero al finalizar el día la batalla no estaba decidida, por eso optaron por darse una tregua para seguir el combate al dia siguiente.

Durante el dia siguiente el combate continuó sin tregua, sin que ninguno de los contendientes pudiera dar como ganado el duelo, por lo que al atardecer decidieron un descanso para recuperar fuerzas, por lo que ambos se sentaron a descansar en el campo de batalla.

Durante el descanso los dos contricantes se pusieron a hablar sobre la fé de Roland, y la religión cristiana. En uno de los momentos de la conversación Ferragut confió a Roldan el secreto de su invulnerabilidad, este era que sólo podía ser herido en el ombligo.

Esta camaderia que en principios nos puede resultar chocante, es o era habitual entre caballeros tanto cristianos como musulmanes, y ambos aunque de distinta religión eran caballeros y como tal actuaban.

Una vez finalizado el descanso y vuelto al combate Roldan, conocedor del secreto del gigante Ferragut, se las ingenió para clavar su daga en el ombligo de su enemigo, matandolo y dando por finalizado el combate para las armas cristianas.

Esta leyenda unida al poema del Cantar de Roldan, donde se narra la muerte del héroe circuló por el camino de Santiago y en su parte navarra; por ser este, el lugar donde se desarrollaron los hechos. Las aventuras de Roldan o Rolando fueron un hito en el camino de Santiago, y los lugares citados en el poema eran muy visitados por parte de los peregrinos francos que realizaban el viaje y que no dudaban de ninguna manera de la veracidad de los hechos y de los lugares de leyenda. En el Palacio de los Reyes de Navarra en la localidad de Estella, único edificio románico civil que nos queda del antiguo Reino de Navarra, podemos encontrar un capitel donde se representa la lucha entre Roldan y el gigante Ferragut, capitel muy famoso en toda Navarra. En él podemos ver a Roldan montado a caballo en el momento de clavar su lanza en el ombligo de Ferragut que también va montado en su caballo.






martes, 21 de julio de 2015

LA MORA DE ZALDIARAN




Los peines de oro tienen una gran importancia en las leyendas vascas. Mari se peina con un
peine de oro y también las lamias lo utilizan para peinar sus largos cabellos dorados al borde de las
fuentes y los arroyos. Es menos corriente que el peine de oro lo utilicen las brujas y las humanas,
aunque también se dan estos casos.
    La siguiente leyenda nos habla de una mora misteriosa que es, seguramente, resultado de la
larga convivencia entre vascos y musulmanes en las zonas del sur de Euskal Herria. La mención de
esta mora la recoge J. M. de Barandiaran en su libro «El mundo en la mente popular vasca».

    Hace muchos siglos había en Zaldiaran, en Araba, una hermosa torre, de la que hoy, desgraciadamente, sólo quedan las ruinas.
    Don Pedro, señor de la torre, era respetado y amado por sus gentes debido a su valor y buen hacer en la defensa y administración de las tierras que gobernaba. Estaba casado con doña Assona, y su vida transcurría sin muchos sobresaltos.
    Pero, después de un largo período de paz, los navarros musulmanes Banu Qasi, que ocupaban las tierras del Ebro, penetraron en Araba, y el señor de Zaldiaran, al igual que otros muchos, tuvo que disponer a sus hombres para la lucha.
    Don Pedro se distinguía por su bravura al entrar en combate contra el enemigo; siempre iba a la cabeza de los suyos y no permitía que otro ocupase su lugar en los momentos de peligro. Pero, un día, durante un combate especialmente duro, un soldado musulmán le atravesó el costado con su lanza y el caballero cayó del caballo sin sentido. Cuando sus hombres lo vieron en el suelo, cubierto de sangre, creyeron que estaba muerto y emprendieron la retirada. Pronto llegó la mala noticia a la torre de Zaldiaran, y todos
lloraron con doña Assona la muerte de tan querido señor.
    Pero don Pedro no había muerto. Abrió los ojos e intentó moverse.

—No te muevas, la herida no se ha cerrado —oyó que le decía una voz de mujer.

    La que así hablaba era una joven, hermosa como un sueño, que le sonreía mientras pasaba un paño mojado por su frente. El caballero intentó hablar, pero tenía la boca seca.

—No hables. Estás en una fortaleza de los Banu Qasi y temo que tendrás que quedarte aquí durante mucho tiempo.

    El señor de Zaldiaran se curó, pero lo mantuvieron como rehén, al igual que a otros
caballeros alaveses cogidos prisioneros.
    Durante cuatro largos años estuvo don Pedro en aquella fortaleza sin poder comunicarse con los suyos, pero la joven que lo había cuidado, cuyo nombre era Zaida, era tan dulce y tan hermosa que no tardó en enamorarse de ella. De aquellos amores nacieron dos niños, y el caballero llegó a olvidar su casa y su esposa, doña Assona, que, en Zaldiaran, lloraba todavía su pérdida.
    Pero, al igual que llegó la guerra, llegó la paz, y los rehenes fueron liberados. Don Pedro sintió una gran necesidad de regresar a su hogar. Partió, pues, no sin antes prometer a su amada que regresaría para buscarlos a ella y a los niños. Zaida lo vio marchar con lágrimas en los ojos desde las almenas de la fortaleza.
    El regreso del señor de la torre fue una fiesta. Doña Assona no cabía en sí de felicidad; los parientes y amigos y todas las personas de la torre festejaron durante muchos días el regreso del que creían muerto.
    Don Pedro no volvió a acordarse de su otra mujer, la joven mora, y de los hijos que había dejado en la fortaleza de los Banu Qasi. Abandonó su torre de Zaldiaran y se fue a vivir a Gasteiz, donde ocupó un cargo importante al lado del conde de Araba. Pero Zaida no había olvidado y continuaba esperando el regreso de su enamorado. Esperó y esperó, y pasaron otros cuatro años. Entonces, decidió ir en su busca. Cogió a sus
hijos y se encaminó por tierras alavesas hasta llegar a la torre de Zaldiaran, pero allí ya no
vivía nadie.

—Ésta es su casa y algún día volverá, y nosotros estaremos aquí esperándole —pensó Zaida, y se sentó a esperarle en los escalones de la entrada.

    Pero don Pedro no volvió.
    Pasaron los años y los siglos. Un día, una pastora que andaba con su rebaño por los alrededores de las ruinas de la torre vio algo que la dejó asombrada: allí, en los escalones de lo que una vez había sido la entrada principal, estaba sentada una señora, y dos niños jugaban tranquilamente a su lado. Llevaban ropas extrañas y la señora se peinaba sus largos cabellos negros con un peine de oro que brillaba al sol. La pastora se acercó llena de curiosidad, pero, en cuanto la vieron, los tres desaparecieron entre las ruinas. La joven
cogió el peine de oro que la extraña dama había perdido en la huida. Llamó, pero nadie le respondió, así que se guardó el peine y fue a recoger el rebaño para volver a casa.
    No había andado ni veinte pasos cuando oyó una voz que le decía:

—Dame mi peinedere.

    Al girarse, vio que la dama misteriosa le seguía. Sintió miedo y echó a correr, pero la dama también echó a correr, repitiendo sin cesar:

—Dame mi peinedere, dere, dere.

    La pastora tiró el peine al suelo y siguió corriendo sin volver la vista atrás.
    Desde entonces, muchos han sido los que han querido ver a Zaida y a sus hijos, aunque, que se sepa, hasta hoy nadie lo ha conseguido.

lunes, 20 de julio de 2015

EL CARBONERO Y LA MUERTE




La muerte suele ser protagonista de algunas leyendas, en las que suele adoptar el aspecto de un personaje o de un genio con el que se habla normalmente, como si fuera un ser humano.En un tiempo en el que la media de vida era más corta que la actual y en la que no había  preocupación más importante que la muerte, era lógico que las gentes sencillas explicaran ciertos  fenómenos luminosos o atmosféricos como señales del Más Allá. De ahí los relatos sobre aparecidos,  almas errantes, animales que de hecho eran espíritus que no habían encontrado el descanso, voces,  luces, etc.
R. Mª de Azkue recoge en su «Euskalerriaren Yakintza» numerosos ejemplos de prácticas  relacionadas con la muerte, de las cuales más de una subsiste aún en nuestros tiempos.


    Hace mucho, mucho tiempo vivía en Elbatea, en el valle del Baztan, un carbonero tan mísero que apenas si tenía un mendrugo de pan negro que llevarse a la boca. Vivía en el monte, en una chabola que él mismo había construido con ramas y pajas, y pasaba los días soñando con una vida mejor y renegando por su mala fortuna.

    Una noche llamaron a su puerta.

—¿Quién es? —preguntó.
—Soy Dios —respondió una voz.
—¿Y qué quieres? —preguntó de nuevo el carbonero.
—Cobijo para esta noche.

    El carbonero no se lo pensó dos veces.

—¡Márchate! —gritó muy enfadado—. ¡No te daré cobijo ni hoy ni nunca! No eres justo. A unos les das mucho y a otros, como yo, nos dejas morir de hambre. ¡Vete, te digo!

    Al poco rato volvieron a llamar a su puerta, y el hombre se sobresaltó.

—¿Será otra vez Dios? —pensó temeroso, y luego preguntó—: ¿Quién es?
—Soy la Muerte —le respondió una voz tenebrosa.
—¿Y qué quieres?
—Cobijo para esta noche.

    El carbonero abrió la puerta y se encontró con un personaje vestido de negro, cuya
mirada no tenía fin.

—¡Pasa! —le invitó el hombre con una sonrisa—. A ti sí te daré cobijo porque tú eres
igual para todos. Lo mismo te llevas al rico que al pobre. Pasa, pasa...

    La Muerte entró en la chabola, y juntos compartieron lo poco que el carbonero tenía.

    A la mañana siguiente, la Muerte se dispuso a proseguir su camino.

—¿Deseas que haga algo por ti? —preguntó al carbonero antes de despedirse.
—Bueno —respondió éste—, la verdad es que me gustaría vivir un poco mejor, dormir en una cama mullida y no tener que pensar cada día si tendré algo que comer. ¡Esto no es vida!
—Escucha bien —dijo la Muerte fijando en él su mirada sin fin—: cuando entres en la habitación de un enfermo y me veas sentada a la cabecera de la cama, ten por seguro que morirá. Si, por el contrario, me ves a los pies, el enfermo sanará con cualquier cosa que tú le des.

    Y la Muerte desapareció sin decir ni media palabra más.

    Pocos días después, el carbonero tuvo noticias de que la esposa del rey estaba muy enferma y que éste había prometido grandes riquezas a quien fuera capaz de curarla.

    El hombre se presentó en palacio, pero los soldados no quisieron dejarlo pasar. Tanto y tanto insistió que, finalmente, consiguió ver a la reina.
   
    La Muerte se hallaba sentada a los pies de la cama, así pues el carbonero pidió unas
cuantas hierbas inofensivas, hizo una tisana que la enferma bebió y enseguida sanó.

    El rey colmó de riquezas y poderes a su nuevo médico oficial, lo nombró consejero y le brindó su amistad más sincera. El antiguo carbonero se convirtió en un hombre famoso
y respetado, encantado con su nueva vida.

    Un día, poco tiempo después, paseando por los jardines de su propio palacio, vio que
la Muerte se dirigía hacia él.

—¡Vaya! —exclamó sorprendido—. ¿Cómo tú por aquí?
—Vengo a llevarte conmigo —le respondió la Muerte.
—¡Oh! ¡No me hagas eso! —suplicó el antiguo carbonero—. Me dejaste vivir muchos años en la miseria y ahora, que soy rico, vienes a buscarme...

    La Muerte miró al hombre con su mirada sin fin e hizo una mueca que quería ser una
sonrisa.

—Tú mismo dijiste que yo era igual para todos, ahora te ha tocado el turno. ¡Ven!

    Y la Muerte se llevó al carbonero, porque ella no hace diferencias entre los seres
humanos.

martes, 14 de julio de 2015

LA YEGUA BLANCA




Según cuenta J. M. de Barandiaran en su obra Diccionario ilustrado de la mitología vasca, el caballo era un animal muy apreciado por los antiguos vascos, que incluso determinó algunas formas de expresión o símbolos de su vida espiritual. Ciertos genios subterráneos eran representados en forma de caballo.

En la región de Atharratze existe la creencia de que de la cueva de Laxarrigibele, cerca de Alzai, sale un genio en forma de caballo blanco. Existen varios relatos en los que aparecen caballos, casi siempre blancos, aunque también se dan casos de “suzko zaldiak” o caballos de fuego.

La siguiente narración se cuenta en la zona de Lapurdi.



Erase una vez un hombre que tenía tres hijas. Un día algo le molestó detrás de una oreja, y pidió a su hija más pequeña que mirase lo que era. La hija, Anderkina, encontró un piojo. El hombre ordenó que metiesen el piojo en un puchero pero, al poco tiempo, el piojo engordó tanto que reventó el puchero. Entonces metieron al piojo en una barrica, y también reventó la barrica. Entonces mataron al piojo y pusieron su piel colgando de una ventana.

El hombre hizo saber que daría la mano de una de sus hijas a quien adivinase a qué animal pertenecía la piel. Como era rico, no faltaron los pretendientes, pero ninguno supo dar la respuesta correcta

Finalmente, un día apareció un hombre extraño vestido con un traje de oro y, plantándose delante de la casa, gritó:

—¡Ésa es la piel de un piojo!

El padre, encantado de poder contar con un yerno tan listo, le pidió que eligiese por esposa a una de sus tres hijas, pero el hombre extraño vestido con un traje de oro contestó que lo haría después de la cena.

Algo más tarde, la joven Anderkina salió al jardín para coger unas flores con las que adornar la mesa. Al pasar por delante del establo oyó una voz que la llamaba. Sorprendida, miró y sólo vio a la yegua blanca de su padre.

—No te asombres —le dijo la yegua—. Sólo quiero advertirte que el hombre vestido con un traje de oro es el diablo, y es a ti a quien elegirá como esposa. ¡Acuérdate de lo que voy a decirte! Cuando tu padre te ofrezca dinero, dile que no lo quieres, que quieres la yegua blanca.

Y, en efecto, después de la cena, el diablo pidió a la hija más pequeña por esposa, y anunció que debían partir inmediatamente. Tal y como la yegua había dicho, el padre de la joven le ofreció todo el dinero que deseara, pero Anderkina le pidió la yegua blanca.

Al ira montarse en la carroza del diablo, la joven pidió que la dejasen hacer el viaje montada en la yegua, y así se hizo. Habían recorrido ya un trecho cuando la yegua pateó el suelo y la tierra se abrió en dos.

—¡Entra ahí durante siete años! —gritó la yegua.

Al instante, la carroza y el diablo desaparecieron en el interior de la tierra, quedando Anderkina y la yegua en la superficie.

—Tendrás paz durante siete años —le dijo el animal a la joven, y los dos continuaron el viaje.

Tras mucho caminar, divisaron un castillo.

—¿Qué te parece si nos detenemos aquí? —preguntó la yegua—. En este castillo vive un joven caballero con el que te casarás.

Como había profetizado la yegua blanca, el joven caballero se enamoró de Anderkina, y poco después se casó con ella en medio de grandes festejos.

—Es hora de que yo me marche —le dijo la yegua a la recién casada después de la boda—, pero, antes, quiero darte esta xirula como regalo. Tócala cuando tengas algún problema, y yo acudiré enseguida.

Anderkina se encontró con una pequeña flauta de oro en las manos, pero cuando levantó la vista del instrumento, el caballo había desaparecido.

La joven y el caballero vivieron felices y tuvieron dos hijos. Pero un día el marido tuvo que ir a la guerra. Anderkina y sus hijos se quedaron en el castillo esperando su vuelta.

Habían transcurrido ya siete años, y una mañana, el diablo se presentó ante la mujer.

—¡Sigúeme! —le ordenó—. Ahora tendré tres almas en lugar de una.

Anderkina no tuvo más remedio que seguirle con sus dos niños. Anduvieron un largo trecho y penetraron en un bosque muy oscuro.

—Aquí es donde vais a morir —le informó el diablo.

—Deja que antes toque la xirula para mis hijos —le rogó ella—. Será nuestra despedida.

El diablo aceptó la petición, y entonces Anderkina se llevó la flauta de oro a los labios. Había tocado un par de notas cuando apareció la yegua blanca.

—¡Ah! ¡Aquí estás de nuevo! —exclamó la yegua al ver al diablo—. ¡Ya no harás más daño a nadie!

Y golpeando la tierra con sus pezuñas, gritó:

—¡Tierra! ¡Ábrete y trágate al diablo para siempre!

La tierra se abrió y se tragó el diablo.

—Ahora puedes regresar a tu casa, querida amiga —dijo la yegua blanca—. Ya no me necesitarás nunca más.

El maravilloso animal desapareció, y Anderkina volvió al castillo con sus hijos. Allí esperaron el regreso del caballero, a quien relataron lo ocurrido y vivieron felices hasta el final de sus días.