miércoles, 19 de agosto de 2015

Consuelo




Teodoro iba a casarse perdidamente enamorado. Su novia y él aprovechaban hasta los segundos para tortolear y apurar esa dulce comunicación que exalta el amor por medio de la esperanza próxima a realizarse. La boda sería en mayo, si no se atravesaba ningún obstáculo en el camino de la felicidad de los novios. Pero al acercarse la concertada fecha se atravesó uno terrible: Teodoro entró en el sorteo de oficiales y la suerte le fue adversa: le reclamaba la patria.

Ya se sabe lo que ocurre en semejantes ocasiones. La novia sufrió síncopes y ataques de nervios; derramó lagrimas que corrían por su mejillas frescas, pálidas como hojas de magnolia, o empapaban el pañolito de encaje; y en los últimos días que Teodoro pudo pasar al lado de su amada, trocáronse juramentos de constancia y se aplazó la dicha para el regreso. Tales fueron los extremos de la novia, que Teodoro marchó con el alma menos triste, regocijado casi por momentos, pues era animoso y no rehuía ni aun de pensamiento, la aceptación del deber.

Escribió siempre que pudo, y no le faltaron cartas amantes y fervorosas en contestación a las suyas algo lacónicas, redactadas después de una jornada de horrible fatiga, robando tiempo al descanso y evitando referir las molestias y las privaciones de la cruel campaña, por no angustiar a la niña ausente. Un amigo a prueba, comisionado para espiar a la novia de Teodoro -no hay hombre que no caiga en estas puerilidades si está muy lejos y ama de veras-, mandaba noticias de que la muchacha vivía en retraimiento, como una viuda. Al saberlo, Teodoro sentía un gozo que le hacía olvidarse de la ardiente sed, del sol que abrasa, de la fiebre que flota en el aire y de las espinas que desgarran la epidermis.

Cierto día, de espeso matorral salieron algunos disparos al paso de la columna que Teodoro mandaba. Teodoro cerró los ojos y osciló sobre el caballo; le recogieron y trataron de curarle, mientras huía cobardemente el invisible enemigo. Trasladado el herido al hospital, se vio que tenía destrozado el hueso de la pierna -fractura complicada, gravísima-. El médico dio su fallo: para salvar la vida había que practicar urgentemente la amputación por más arriba de la rótula, advirtiendo que consideraba peligroso dar cloroformo al paciente. Teodoro resistió la operación con los ojos abiertos, y vio cómo el bisturí incidía su piel y resecaba sus músculos, cómo la sierra mordía en el hueso hasta llegar al tuétano y cómo su pierna derecha, ensangrentada, muerta ya, era llevada a que la enterrasen... Y no exhaló un grito ni un gemido: tan sólo, en el paroxismo del dolor, tronzó con los dientes el cigarro que chupaba.

Según el cirujano, la operación había salido divinamente. No hubo supuración ni calentura; cicatrizó el muñón bien y pronto, y Teodoro no tardó en ensayar su pierna de palo, una pata vulgar, mientras no podía encargar a Alemania otra hecha con arreglo a los últimos adelantos...

Al escribir a su novia desde el hospital, sólo había hablado de herida, y herida leve. No quería afligirla ni espantarla. Así y todo, lo de la herida alarmó a la muchacha tanto, que sus cartas eran gritos de terror y efusiones de cariño. ¿Por qué no estaba ella allí para asistirle, y acompañarle, y endulzar sus torturas? ¿Cómo iba a resistir hasta la carta siguiente, donde él participase su mejoría?

Aquellas páginas tiernas y sencillas, que debían consolar a Teodoro, le causaron, por el contrario, una inquietud profunda. Pensaba a cada instante que iba a regresar, a ver a su adorada, y que ella le vería también..., pero ¡cómo! ¡Qué diferencia! Ya no era el gallardo oficial de esbelta figura y andar resuelto y brioso. Era un inválido, un pobrecito inválido, un infeliz inútil. Adiós las marchas, adiós los fogosos caballos, adiós el vals que embriaga, adiós la esgrima que fortalece; tendría que vivir sentado, que pudrirse en la inacción y que recibir una limosna de amor o de lástima, otorgada por caridad a su desventura. Y Teodoro, al dar sus primeros pasos apoyado en la muleta, presentía la impresión de su novia, cuando él llegase así, cojo y mutilado -él, el apuesto novio que antes envidiaban las amigas-. Ver la luz de la compasión en unos ojos adorados.... ¡qué triste sería, qué triste! Mirose al espejo y comprobó en su rostro las huellas del sufrimiento, y pensó en el ruido seco de la pata de palo sobre las escaleras de la casa de su futura... Con el revés de la mano se arrancó una lágrima de rabia que surgía al canto del lagrimal; pidió papel y pluma y escribió una breve carta de rompimiento y despedida eterna.

Dos años pasaron. Teodoro había vuelto a la Península, aunque no a la ciudad donde amó y esperó. Por necesidad tuvo que ir a ella pocos días, y aunque evitaba salir a la calle, una tarde encontró de improviso a la que fue su novia, y, sofocado, tembloroso, se detuvo y la dejó pasar. Iba ella del brazo de un hombre: su marido. El amputado, repuesto, firme ya sobre su pata hábilmente fabricada en Berlín, maravilla de ortopedia, que disimulaba la cojera y terminaba en brillante bota, notó que el esposo de su amada era ridículamente conformado, muy patituerto, de rodillas huesudas e innoble pie... y una sonrisa de melancólica burla jugó en su semblante grave y varonil.


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