Trifón Liliosa nació raquítico y contrahecho, y tuvo la mala ventura de no morirse en la niñez. Con los años creció más que su cuerpo su fealdad, y se desarrolló su imaginación combustible, su exaltado amor propio y su nervioso temperamento de artista y de ambicioso. A los quince, Trifón, huérfano de madre desde la cuna, no había escuchado una palabra cariñosa; en cambio, había aguantado innumerables torniscones, sufrido continuas burlas y desprecios y recibido el apodo de Fenómeno; a los diecisiete se escapaba de su casa y, aprovechando lo poco que sabía de música, se contrataba en una murga, en una orquesta después. Sus rápidos adelantos le entreabrieron el paraíso: esperó llegar a ser un compositor genial, un Weber, un Listz. Adivinaba en toda su plenitud la magnificencia de la gloria, y ya se veía festejado, aplaudido, olvidaba su deformidad, disimulada y cubierta por un haz de balsámicos laureles. La edad viril -¿pueden llamarse así a los treinta años de un escuerzo?- disipó estas quimeras de la juventud. Trifón Liliosa hubo de convencerse de que era uno de los muchos llamados y no escogidos; de los que ven tan cercana la tierra de promisión, pero no llegan nunca a pisar sus floridos valles. La pérdida de ilusiones tales deja el alma muy negra, muy ulcerada, muy venenosa. Cuando Trifón se resignó a no pasar nunca de maestro de música a domicilio, tuvo un ataque de ictericia tan cruel, que la bilis le rebosaba hasta por los amarillentos ojos.
Lecciones le salían a docenas no sólo porque era, en realidad, un excelente profesor, sino porque tranquilizaba a los padres su ridícula facha y su corcova. ¿Qué señorita, ni la más impresionable, iba a correr peligro con aquel macaco, cuyo talle era un jarrón; cuyas manos, desproporcionadas, parecían, al vagar sobre las teclas, arañas pálidas a medio despachurrar? Y se lo espetó en su misma cara, sin reparo alguno, al llamarle para enseñar a su hija canto y piano, la madre de la linda María Vega. Sólo a un sujeto «así como él» le permitiría acercarse a niña tan candorosa y tan sentimental. ¡Mientras mayor inocencia en las criaturas, más prudencia y precaución en las madres!
Con todo, no era prudente, y menos aún delicada y caritativa la franqueza de la señora. Nadie debe ser la gota de agua que hace desbordar el vaso de amargura, y por muy convencido que esté de su miseria el miserable, recia cosa es arrojársela al rostro. Pensó, sin duda, la inconsiderada señora que Trifón, habiéndose mirado al espejo, sabría de sobra que era un monstruo; y, ciertamente, Trifón, se había mirado y conocía su triste catadura; y así y todo, le hirió, como hiere el insulto cobarde, la frase que le excluía del número de los hombres; y aquella noche misma, revolviéndose en su frío lecho, mordiendo de rabia las sábanas, decidió entre sí: «Ésta pagará por todas; ésta será mi desquite. ¡La necia de la madre, que sólo ha mirado mi cuerpo, no sabe que con el espíritu se puede seducir a las mujeres que tienen espíritu también!».
Al día siguiente empezaron las lecciones de María, que era, en efecto, un niña celestial, fina y lánguida como una rosa blanca, de esas que para marchitarlas basta un soplo de aire. Acostumbrado Trifón a que sus discípulas sofocasen la carcajada cuando le veían por primera vez, notó que María, al contrario, le miraba con lástima infinita, y la piedad de la niña, en vez de conmoverle, ahincó su resolución implacable. Bien fácil le fue observar que la nueva discípula poseía un alma delicada, una exquisita sensibilidad y la música producía en ella impresión profunda, humedeciéndose sus azules ojos en las páginas melancólicas, mientras las melodías apasionadas apresuraban su aliento. La soledad y retiro en que vivía hasta que se vistiese de largo y recogiese en abultado moño su hermosa mata de pelo de un rubio de miel, la hacían más propensa a exaltarse y a soñar. Por experiencia conocía Trifón esta manera de ser y cuánto predispone a la credulidad y a las aspiraciones novelescas. Cautivamente, a modo de criminal reflexivo que prepara el atentado, observaba los hábitos de María, las horas a que bajaba al jardín, los sitios donde prefería sentarse, los tiestos que cuidaba ella sola; y prolongando la lección sin extrañeza ni recelo de los padres, eligiendo la música más perturbadora, cultivaba el ensueño enfermizo a que iba a entregarse María.
Dos o tres meses hacía que la niña estudiaba música, cuando una mañana, al pie de cierta maceta que regaba diariamente, encontró un billetito doblado. Sorprendida, abrió y leyó. Más que declaración amorosa, era suave preludio de ella, no tenía firma, y el autor anunciaba que no quería ser conocido, ni pedía respuesta alguna: se contentaba con expresar sus sentimientos, muy apacibles y de una pureza ideal. María, pensativa, rompió el billete; pero el otro día, al regar la maceta, su corazón quería salirse del pecho y temblaba su mano, salpicando de menudas gotas de agua su traje. Corrida una semana, nuevo billete -tierno, dulce, poético, devoto-; pasada otra más, dos pliegos rendidos, pero ya insinuantes y abrasadores. La niña no se apartaba del jardín, y a cada ruido del viento en las hojas pensaba ver aparecerse al desconocido, bizarro, galán, diciendo de perlas lo que de oro escribía. Mas el autor de los billetes no se mostraba, y los billetes continuaban, elocuentes, incendiarios, colocados allí por invisible mano, solicitando respuestas y esperanzas. Después de no pocas vacilaciones, y con harta vergüenza, acabó la niña por trazar unos renglones que depositó en la maceta, besándola; y eran la ingenua confesión de su amor virginal. Varió entonces el tono de las cartas: de respetuosas se hicieron arrogantes y triunfales; parecían un himno; pero el incógnito no quería presentarse; temía perder lo conquistado. «¿A qué ver la envoltura física de un alma? ¿Qué importaba el barro grosero en que se agitaba un corazón?» Y María, entregado ya completamente el albedrío a su enamorado misterioso, ansiaba contemplarle, comerle con los ojos, segura de que sería un dechado de perfecciones, el ser más bello de cuantos pisan la tierra. Ni cabía menos en quien de tan expresiva manera y con tal calor se explicaba, que María, sólo con releer los billetes, se sentía morir de turbación y gozo. Por fin, después de muchas y muy regaladas ternezas que se cruzaron entre el invisible y la reclusa, María recibió una epístola que decía en sustancia: «Quiero que vengas a mí»; y después de una noche de desvelo, zozobra, llanto y remordimiento, la niña ponía en la maceta la contestación terrible: «Iré cuándo y cómo quieras.»
¡Oh! ¡Que temblor de alegría maldita asaltó a Trifón, el monstruo, el ridículo Fenómeno, al punto en que dentro de carruaje sin faroles donde la esperaba, recibió a María con los brazos! La completa oscuridad de la noche -escogida, de boca de lobo- no permitía a la pobre enamorada ni entrever siquiera las facciones del seductor... Pero balbuciente, desfallecida, con explosión de cariño sublime, entre aquellas tinieblas, María pronunció bajo, al oído del ser deforme y contrahecho, las palabras que éste no había escuchado nunca, las rotas frases divinas que arranca a la mujer de lo más secreto de su pecho la vencedora pasión..., y una gota de humedad deliciosa, refrigerante como el manantial que surte bajo las palmeras y refresca la arena del Sahara, mojó la mejilla demacrada del corcovado... El efecto de aquellas palabras, de aquella sagrada lágrima infantil, fue que Trifón, sacando la cabeza por la ventanilla, dio en voz ronca una orden, y el coche retrocedió, y pocos minutos después María, atónita, volvía a entrar en su domicilio por la misma puerta del jardín que había favorecido la fuga.
Gran sorpresa la de los padres de María cuando se enteraron de que Trifón no quería dar más lecciones en aquella casa; pero mayor la incredulidad de los contados amigos que Trifón posee cuando le oyen decir alguna vez, torvo, suspirando y agachando la cabeza:
-También a mí me ha querido, ¡y mucho!, ¡y desinteresadamente!, una mujer preciosa...
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