Érase una vez un mundo raro, un lugar donde lo imposible se volvía cotidiano y lo cotidiano parecía un sueño. En este mundo, el cielo no era azul ni gris, sino una mezcla de colores que cambiaban constantemente como si fuera un lienzo que se pintaba y se borraba a cada instante. Las nubes no eran de vapor de agua, sino de suaves algodones de azúcar que se podían comer cuando te daba hambre.
En este extraño lugar, los árboles no crecían hacia arriba, sino hacia los lados, formando túneles naturales por los que la gente caminaba como si estuviera en un laberinto verde y fresco. Las flores, en lugar de abrirse durante el día, florecían bajo la luz de las estrellas, brillando con una luz tenue y cantando suaves melodías que susurraban secretos a quienes se detenían a escuchar.
Los animales tampoco eran lo que uno esperaría. Los gatos tenían alas de mariposa y se deslizaban suavemente por el aire, cazando rayos de luz como si fueran pequeños peces dorados. Los perros, en cambio, tenían piel de terciopelo y sus ladridos eran tan suaves que parecían más una caricia al oído que un sonido fuerte. Aquí, las estaciones del año se sucedían al revés: el invierno traía el calor del verano y la primavera, el frío del otoño.
En este mundo raro, la gente no caminaba sobre el suelo, sino que se movía sobre el aire como si estuvieran flotando en una piscina invisible. Para desplazarse, simplemente pensaban en su destino, y el suelo se inclinaba suavemente en esa dirección, llevándolos sin esfuerzo. Las casas no tenían puertas ni ventanas, pues las paredes eran transparentes y cambiaban de forma según la necesidad de cada momento.
Los habitantes de este mundo raro no tenían nombres. En vez de palabras, se reconocían por melodías, cada uno con su propia canción única que flotaba a su alrededor como una estela musical. La comunicación no se hacía con la voz, sino con la mente, y los sentimientos eran visibles como pequeños fuegos artificiales que explotaban suavemente en el aire alrededor de las personas.
Un día, algo curioso ocurrió: una joven llamada Luna, que no pertenecía a este mundo, apareció de repente. Ella era de un lugar donde las cosas eran sólidas, donde los cielos eran de un solo color y los árboles crecían hacia arriba. Al principio, todo le parecía maravilloso, pero pronto se dio cuenta de que, aunque este mundo raro era hermoso, también tenía su lado oscuro.
Luna se dio cuenta de que la gente en este mundo nunca dormía; no tenían sueños porque todo lo que deseaban aparecía instantáneamente. No había anhelos, ni esfuerzos, ni logros. La vida aquí era fácil, pero carecía de la chispa de la lucha y la emoción del descubrimiento. Los habitantes eran felices, pero de una forma plana, sin los altibajos que Luna conocía y apreciaba de su propio mundo.
Luna comenzó a extrañar su hogar, donde cada paso que daba requería esfuerzo y donde los días podían ser largos y duros, pero también estaban llenos de momentos que valían la pena. Así, decidió encontrar una manera de regresar. Mientras se preparaba para partir, se dio cuenta de que, aunque este mundo raro era mágico y especial, ella prefería la complejidad y la belleza imperfecta de su propio mundo.
Y así, con un último adiós a las nubes de algodón y a los gatos con alas, Luna cerró los ojos y se dejó llevar por la melodía de su propio corazón. Cuando los abrió, estaba de vuelta en casa, donde el cielo era azul, los árboles crecían hacia arriba, y la vida, aunque no siempre fácil, era real y llena de posibilidades.
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