Clara solía pasear cada tarde por el malecón del puerto, sola, con los auriculares puestos y una libreta en la mano. Llevaba meses sintiéndose fuera de lugar, como si su vida se hubiera detenido en una estación vacía mientras los trenes de los demás seguían pasando.
Aquel junio, el aire olía a sal, a madera húmeda y a promesas no cumplidas.
Le gustaba sentarse en el banco más cercano al faro, donde podía ver cómo las olas golpeaban el espigón y los barcos regresaban lentamente al puerto. Escribía pequeñas historias sobre desconocidos, sobre personas que, como ella, buscaban algo que no sabían nombrar.
Un día, mientras el sol se hundía en el horizonte, un golpe de viento arrancó una hoja de su libreta y la hizo volar hacia el paseo. Corrió tras ella, riendo por primera vez en semanas, hasta que alguien la atrapó al vuelo.
Era un chico de su edad, con una sonrisa tranquila y los ojos del color del mar en calma.
—Creo que esto es tuyo —dijo él, tendiéndole la hoja.
Clara asintió, algo avergonzada.
—Gracias… es solo un borrador. No tiene importancia.
—Todo lo que escribes tiene importancia —respondió él, con una naturalidad que desarmó su timidez.
Se llamaba Leo. Había llegado hacía poco al pueblo para trabajar en el taller de su tío, un hombre que reparaba barcos y sabía más de mareas que de relojes. Leo venía de una ciudad lejana y buscaba algo de paz, después de un año difícil que no solía mencionar.
Al día siguiente volvieron a coincidir. Luego al otro. Pronto dejaron de fingir que era casualidad. Caminaban juntos al atardecer, compartiendo helados, risas y silencios que no pesaban. A veces se quedaban simplemente observando cómo el mar se tragaba el último hilo de luz del día.
Clara le habló de su sueño de ser escritora, de sus miedos, de las noches en las que dudaba de todo. Leo, a su vez, le contó que soñaba con recorrer el mundo en una furgoneta vieja, arreglándola con sus propias manos y durmiendo bajo las estrellas.
—Podrías escribir nuestras rutas —dijo él una tarde, mientras dibujaba líneas imaginarias sobre la arena—. Así el viaje nunca terminaría.
Desde entonces, comenzaron a construir ese sueño. Cada fin de semana exploraban pueblos cercanos, hacían fotografías, llenaban cuadernos con anécdotas, con frases sueltas y promesas pequeñas. A veces se discutían por tonterías, pero nunca dejaban de reír juntos después.
El verano fue pasando, pero algo había cambiado en ellos. Ya no se sentían solos. En sus miradas había un refugio, una certeza. Cuando llegaba la noche, se quedaban mirando las luces del puerto, con los dedos entrelazados y el corazón ligero.
Una noche de agosto, Leo la llevó al faro. Tenía las manos manchadas de pintura y una sonrisa nerviosa.
—He terminado algo —dijo.
Le mostró una pequeña furgoneta azul, vieja pero restaurada con paciencia. En el lateral, había pintado una frase: “Donde el viento nos lleve.”
Clara no dijo nada, solo lo abrazó con fuerza.
Un año después, cumplieron su promesa: partieron hacia el sur con la furgoneta llena de mapas, libros, guitarras desafinadas y la esperanza de que el camino les enseñara quiénes eran. Clara llevaba su libreta en el regazo; Leo, la guitarra que nunca había aprendido del todo a tocar.
Mientras el paisaje se abría ante ellos, Clara escribió la primera frase de su libro:
“A veces, el amor llega sin ruido, como una hoja que el viento arrastra hasta las manos de quien más lo necesita.”
El viaje fue largo. Atravesaron montañas, playas, ciudades llenas de luces y aldeas dormidas al borde del camino. Conocieron gente amable, tuvieron días difíciles y noches de lluvia en las que solo el calor del otro bastaba para seguir adelante.
Un día, al llegar a un acantilado frente al mar, Clara cerró su libreta y miró a Leo.
—¿Te das cuenta? —susurró—. Ya no escribo sobre soledad.
Él sonrió, tomándola de la mano.
—Porque la encontraste.
—¿El amor?
—El futuro —respondió él.
Y así, entre kilómetros y sonrisas, comprendieron que la felicidad no estaba en un lugar, sino en la persona que camina a tu lado.
