En la amanecida, la niebla aún se enroscaba entre las encinas. El silencio del campo se rompía solo por el rumor de los riachuelos y el leve crujir de las ramas bajo los cascos de los toros. Eran animales de una nobleza antigua, hijos del sol y de la tierra, criados entre los pastos dorados de la dehesa extremeña.
Don Anselmo los observaba desde la loma, apoyado en su cayado. Llevaba cuarenta años criando toros bravos, y cada uno de ellos era como una historia escrita con músculo y bravura. Sabía reconocerlos desde lejos: el negro zaino de mirada fija, el cárdeno con la cornamenta abierta como un desafío al cielo, el jabonero que embestía hasta el viento.
—No son bestias —solía decir—, son reyes que no saben que lo son.
En las noches de verano, cuando el campo dormía y solo cantaban los grillos, Anselmo se acercaba al cercado. Les hablaba en voz baja, como si el alma del toro pudiera entender el lenguaje del hombre. Había aprendido que la bravura no se enseñaba, se heredaba; que la nobleza se templaba con respeto, y que un toro sin miedo tampoco era un toro, sino un fantasma del campo.
El día que se llevaron al “Lucero”, su toro más bravo, el silencio en la dehesa se volvió más espeso. Don Anselmo no fue a la plaza; no podía. Prefería recordarlo libre, con el sol encendido en el lomo y el polvo subiendo tras su trote. Dicen que aquel toro, antes de morir, se giró hacia los tendidos y lanzó una mirada tan honda que muchos guardaron silencio, sin saber por qué.
Aquel invierno, Don Anselmo murió en su cama, con el bastón apoyado junto al cabecero. Los pastores juraron haber visto, la misma noche, a un toro negro cruzar la dehesa bajo la luna. Algunos decían que era Lucero que volvía a buscar a su criador.
Desde entonces, cuando el amanecer se abre entre los encinares y suenan los cencerros lejanos, parece escucharse un bramido profundo, antiguo, como el eco de un pacto sagrado entre el hombre y la bestia.

 
No hay comentarios:
Publicar un comentario