La tarde caía sobre la ciudad con un cielo teñido de malva y dorado. Helena caminaba por la avenida con paso ligero, sintiendo el fresco de la brisa primaveral sobre su piel. Su vida transcurría entre los libros de la pequeña librería que regentaba y las tardes de café con su mejor amiga. No esperaba sorpresas. No creía en ellas.
Pero aquel día, el destino tenía otros planes.
Al girar la esquina, chocó con un hombre de complexión firme y mirada intensa. Sus libros cayeron al suelo, y cuando él se apresuró a recogerlos, sus manos se rozaron. Helena sintió un estremecimiento inesperado.
—Perdona, no te vi venir —se disculpó él, sonriendo con un brillo travieso en los ojos.
—No pasa nada… —murmuró ella, turbada.
—Eres Helena Márquez, ¿cierto?
Ella lo miró con sorpresa.
—Sí… ¿Nos conocemos?
—Soy Alejandro Ferrer. Solíamos jugar juntos en la vieja casa de campo cuando éramos niños.
Helena lo recordó de inmediato. Aquel niño travieso que solía tirarle del cabello y robarle las manzanas del huerto. Pero el niño se había convertido en un hombre apuesto, con el cabello oscuro y revuelto y una sonrisa que le robó el aliento.
—Has cambiado mucho —musitó ella, sin saber qué más decir.
—Tú sigues igual de hermosa —replicó él con una sinceridad que la dejó sin palabras.
Desde ese día, Alejandro se convirtió en una presencia constante en su vida. Aparecía en la librería con cualquier excusa, la invitaba a pasear y compartían largas conversaciones hasta el anochecer. Helena intentó resistirse, convencida de que un hombre como él, con su mundo de negocios y viajes, no podía fijarse en alguien como ella. Pero cada vez que la miraba con aquella intensidad, sus defensas flaqueaban.
Una noche, bajo la tenue luz de la farola frente a su portal, Alejandro tomó sus manos entre las suyas.
—Helena, nunca dejé de pensar en ti. Desde el primer instante en que te volví a ver, supe que quería quedarme a tu lado.
El corazón de Helena latía desbocado. Durante años había creído que el amor solo existía en las novelas que vendía, pero en ese momento supo que estaba equivocada.
—Yo… también siento lo mismo —confesó en un susurro.
Alejandro sonrió antes de inclinarse para besarla con la dulzura de quien ha esperado demasiado por un amor que, finalmente, ha encontrado su destino.
Y así, bajo el cielo estrellado, Helena entendió que el amor, cuando es verdadero, siempre llega… aunque sea de la manera más inesperada.