Ignoro quién tuvo el acierto de bautizarla con tal tenebrosa denominación ni cuando lo hizo. Razones no le faltaron. Recuerdo que siendo yo aú nuna niña, allá en la aldea, siempre que tenía ocasión de hablar con alguno de los viejos del lugar, les preguntaba si conocían de dónde procedía esta denominación tan mortecina de nuestra costa. Tuve muchas y variadas respuestas.
Algunos ancianos defendía que es el justo calificativo para un lugar donde, hasta hace muy pocos años, la piratería lugareña cercenó muchas vidas de pacíficas tripulaciones que navegaban por sus aguas costeras, originando una sombría leyenda, que sigue pesando, aún hoy, sobre sus pobladores.
Otros, menos crédulos, rechazaban por aldeanas y fantasiosas las leyendas que escucharon a sus padres y otorgaban a nuestra mar traicionera la verdadera razón de su nombre, a esa mar que se estrella rabiosa contra el litoral, engullendo sin piedad en su fondo, en demasiadas ocasiones, a barcos y hombres.
También oí explicaciones de tintes más históricos, las basaban en el hecho de que en la antigüedad, los geógrafos veían que este temido Finisterre era el final del mundo conocido, la frontera con la mar infinita, con la muerte.
Era nuestra costa, entonces, la línea que separaba la vida conocida del enigmático más allá.
Existían también interpretaciones más esotéricas, defensores de la existencia de una legendaria tradición de caminantes, predecesores de los actuales peregrinos que acuden caminando a Santiago de Compostela, viajeros que procedentes del norte de Europa, de las tierras húmedas de los druidas, llegaban tras largas jornadas de camino hasta nuestras costas, punto final de una travesía hacia la muerte alegórica, al lugar donde cada día muere el sol para renacer a otra nueva vida de luz. Eran, según me contaban algunos ancianos, celtas como nosotros, hablaban nuestra antigua lengua, aquella que perdimos cuando los romanos colonizaron nuestras tierras.
Otros más apegados a la tradicional cultura de la muerte, tan arraigada en nuestras aldeas, fundamentaban sus creencias en la presencia casi obsesiva de la muerte en nuestras vidas cotidianas, resaltaban la importancia y veneración que en esta tierra se le da a esa muerte que impregna todo cuanto hacemos, a esa mezcla de temor y seducción con la que convivimos en complicidad y absoluta familiaridad.
La muerte está presente en nuestras vidas desde el mismo momento de nacer, en la intimidad de la familia, en nuestras impenetrables creencias paganas, y en las abundantes leyendas que han esculpido desde antiguo nuestra cultura.
Ninguna de aquellas explicaciones llegó a satisfacer totalmente a la curiosa rapaza que yo era entonces, aunque todas ellas tenían un fundamento razonable.
Esta porción de costa maldita está ubicada en extremo occidental de Europa, en el ocaso, allá donde la tierra termina para dar paso al ancho océano. Es esta, verdaderamente, una tierra de antiguas y profundas tradiciones, de supersticiones y leyendas que tienen a la muerte como protagonista principal. Leyendas que han sido trasmitidas entre susurros de padres a hijos, al calor del hogar, en las tertulias familiares de las largas tardes de invierno, en esas jornadas en las que los temporales impiden zarpar a las chalanas en busca del pescado de cada día.
Estas leyendas son secretos de familia, secretos de aldea custodiados con complicidad. No aptas para ser narradas a personas extrañas.
A “Costa da Morte” es una comarca de profundos silencios, de aldeas aparentemente vacías y fantasmales, donde el forastero, al adentrase en sus solitarias calles, percibe la extraña sensación de estar vigilado por cientos de curiosas miradas que surgen detrás de cada ventana.
Es una tierra triste y húmeda, teñida de gris por las insistentes brumas que ascienden solemnes desde la mar océana y regada uno y mil días por el pertinaz orvallo.
El fondo de sus aguas es desde hace siglos un enorme campo santo, donde reposan entre achatarrados barcos hundidos, cientos de marinos ahogados.
En su abrupto litoral golpea la mar con fuerza demoledora, provocando la secular cadena de hundimientos y tragedias que, según sostenían algunos, han dado el nombre a esta costa, al propio tiempo que se iba mezclando en la tradición popular la realidad con la fantasía, la historia con la fábula y se iba cimentando la macabra leyenda de a "Costa da Morte".
Esta leyenda de a Costa da Morte, como todas las leyendas que allí se cuentan, se enmarcan dentro de la tradición mitológica celta de sus habitantes y se desconoce a ciencia cierta a que épocas se remonta.
Es evidente que esta historia o leyenda de la "Costa da Morte" tuvo que originarse en tiempos remotos, en fechas en las que no existían en las costas cercanas faros de navegación, o acaso, sólo uno, el ubicado en la llamada Torre de Hércules de A Coruña.
Eran tiempos lejanos, donde tal vez, las dos únicas señales marítimas posibles, fueran la ancestral costumbre de hacer sonar con sus soplidos las caracolas de mar en los días de niebla y las pequeñas hogueras que las mujeres encendían en los cabos y atalayas para señalar a sus hombres el camino de regreso a tierra.
Cuenta la leyenda que en este territorio, prácticamente aislado por tierra de cualquier contacto con otros pueblos, sus gentes malvivían casi exclusivamente del trabajo de los hombres en la mar, alternando las faenas marineras con la labor de las mujeres que se dedicaban al cultivo de pequeñas huertas y la cría de algunos animales domésticos. Aún, cuando yo era una niña, la alimentación en la aldea se restringía primordialmente al consumo de pescado y patatas, algo de carne y casi ninguna verdura ni fruta, sólo aquellas que se cosechaban en el huerto familiar.
Y si por tierra hemos estado aislados secularmente, por mar estábamos saturados de visitantes. Nuestro litoral siempre ha congregado uno de los mayores tránsitos marítimos de Europa. Desde tiempos inmemoriales todos los barcos que provenientes del norte de Europa se encaminan hacia el Mediterráneo o África, tienen que bordear a “Costa da Morte” antes de enfilar sus proas hacia sus deseados destinos. Destinos que lamentablemente en ocasiones se tuercen, quedándose hombres y barcos fondeados para siempre en las profundidades de nuestros acantilados.
La llamada leyenda de a "Costa da Morte" se sustenta en un hecho real, el excesivo número de hundimientos que verdaderamente se han dado a lo largo del litoral, culpabilizando de ello, a los nativos de la región.
La leyenda cuenta que en las noches de temporal y de poca visibilidad, cuando las lluvias tempestuosas o las brumas impedían a los navegantes avistar la costa, pequeños grupos de paisanos acudían con sus bueyes a pasearlos por los límites de los cabos, colgaban de los cuernos de las bestias pequeños faroles encendidos que simulaban, con el andar cansino de los animales, el balanceo de las luces de otras embarcaciones navegando.
Los patrones de los buques que cruzaban la costa, al confundir la luz de estas farolas con la luz de alguna otra embarcación que navegaba más a tierra y a mayor resguardo de la tempestad, optaba por imitarla, aproximándose ellos también a la costa, cayendo en una trampa mortal, y precipitándose inevitablemente contra los escollos.
En pocos minutos el barco engañado estaba perdido, aprovechando entonces la turba de lugareños para saquearlo y si fuera preciso, asesinar a los atemorizados e indefensos náufragos.
Otras versiones más benévolas y menos siniestras, ubican a los piratas, tras provocar los hundimientos, en las playas interiores de las rías, esperando pacientemente a que las corrientes marinas se encargaran de transportar hasta la orilla el ansiado botín.
Lo que haya de verdad en esta historia es algo imposible de conocer, ya que nunca nadie ha reconocido públicamente haber participado en tal bastardo proceder, si bien es cierto que, aún hoy, los más viejos de lugar recuerdan haber acudido a las playas a incautarse de los enseres y la carga de los navíos hundidos fortuitamente y que la mar varaba entre las rocas y los arenales de las rías.
Se desconoce si por el carácter individualista y retraído que caracteriza a sus gentes o por ese silencio secular que los paisanos mantienen sobre los asuntos delicados que no van con ellos, se nos ha podido privar de conocer que hay de cierto en estas historias o leyendas que nuestros padres y abuelos nos han ido transmitiendo a través de los años y quizás, sea ese silencio cómplice, el que ha impedido que nunca se haya denunciado ni probado por la justicia este bárbaro proceder, si es que alguna vez lo hubo.
Hoy en día, sucede algo similar con las actuaciones delictivas del estraperlo, contrabando y narcotráfico. Todos en cada aldea sospechan o conocen con certeza a quiénes hacen dinero con estos deshonestos menesteres, se murmura por bajines entre amigos en las tascas, se comenta en la intimidad del hogar familiar y sin embargo, en las calles, ante los extraños, se comportan como si nadie lo supiera.
Sea cierto o no, eran muchos los que sostenían que el nombre de nuestra costa se lo debemos a esta luctuosa leyenda, obviando el hecho de que tan numerosas singladuras de buques por una zona tan peligrosa, puede ser la verdadera causa de tan dolorosos acontecimientos, sin que los lugareños tengan nada que ver realmente con ello.
Hace ya muchos años que vienen funcionando los faros de navegación a todo lo largo de la costa y que las autoridades marítimas controlan el tráfico naval, ya no existen sospechas de piratería y sin embargo, desgraciadamente, desde la Islas Sisargas hasta el cabo de Finisterre, en estos últimos años son decenas los barcos que se han hundido y centenares los marineros muertos o desaparecidos.
Argumentos no les faltaban a los que se afanan en negar la veracidad de esta leyenda, son conocidos muchos casos en los que gracias a la actitud memorable de los lugareños se han evitado numerosas pérdidas humanas.
A finales del siglo pasado acaecieron dos grandes siniestros que están bien documentados por la nada sospechosa marina inglesa y donde no existe el menor atisbo de piratería. En 1890 el buque escuela británico "The Serpent" naufragó en nuestro litoral salvándose solo tres hombres de los más de trescientos tripulantes que iban abordo, los vecinos de las cercanas aldeas costeras tuvieron que ir durante muchas jornadas a la playa, pero no fueron a rapiñar ni los enseres ni la carga del buque que las mareas arrojaban a la costa, sino a rescatar los cientos de cadáveres que la mar iba paulatinamente devolviendo a tierra para poder inhumarlos cristianamente.
Seis años después se produjo el naufragio de otro buque inglés, el "City of Agra", del que sólo se pudieron salvar quince de sus tripulantes, y ello, gracias al valor de los pescadores del lugar, quienes con riesgo de perder sus propias vidas, con una gran mar arbolada no dudaron en hacerse a la mar para poder socorrer a los náufragos. Este heroico gesto les valió a los lugareños do concello de Camelle el reconocimiento del Almirantazgo de la Corona Británica.
Quizá pues, no sea la piratería la madrina de nuestra costa y acaso, tampoco lo sea la obstinada realidad de la pérdida de tanto marino en nuestro litoral, porque la muerte es una constate en todas nuestras aldeas, basta observar un poco y fijarse en sus mujeres, casi todas ellas vestidas perpetuamente de luto.
En esas mujeres que tan bien describió Araceli Asturiano en un poema, escrito la primera vez que visitó a "Costa da Morte":
"Sólo tiene doce años
y ya es toda una mujer
y toda vestida de negro
Ayer fue su abuelo
una leyenda de mar
que ella cuenta
a sus muñecos.
Hoy, su padre
un telegrama...
pétrea mirada de viuda
flotando en el hogar.
Mañana será el hermano
un aprendiz de ahogados
con sólo quince años.
Y pasado su hijo
o, tal vez, el nieto
si le dan tiempo.
Pero Ella
que tiene más posibilidades
será huérfana, viuda
de mar y temporales
Será joven, hermosa
y arrugada
pero será negra
como el fondo del mar
donde yacen los hombres
que la amaron y la dejaron
sola y toda
vestida de negro".
Aunque tal vez el origen de esa familiaridad con la muerte, esa resignación para preparar el paso hacia ese otro mundo de los muertos, esas creencias en las ánimas errantes, tengan su origen en ese punto final del Camino. Son muchos siglos de peregrinaje, tantos que ya nadie recuerda cuando comenzó todo, fue mucho antes de la cristianización de nuestra tierra, antes de que nadie bautizara con el nombre de Santiago al Camino.
Cuentan que hasta el extremo de nuestros cabos llegaban exhaustos cada año hombres del norte, venían caminando desde sus tierras frías, buscando una muerte simbólica que les condujera hacia otra nueva vida, venían a morir al occidente, al lugar donde muere cada atardecer la luz.
En un rito hermético arrojaban al mar todo cuanto portaban de valor, despojándose de todo aquello que les encadenara a su vida anterior, para comparecer pobres y desnudos al ritual de iniciación de su nueva existencia.
Era el Camino una ruta iniciática cuyo rumbo está marcado en los cielos de las noches estrelladas, escrito en las piedras, en esas piedras graníticas con que se construyeron nuestros dólmenes, nuestros hórreos y nuestros cruceiros, esas piedras brutas a las que la mano artesana de nuestros canteros, armada del cincel y el mazo, va transformando en objetos concretos que tan bien representan la sabiduría, la fuerza y la belleza de nuestro pueblo. Sí, el camino, igual que nuestra tierra, representa al unísono la vida y la muerte, es punto final y punto de la nueva partida, siglos de óbitos que eyaculan nuevas vidas, modelando una cultura de muerte plenamente vivida que ha arraigado en lo más profundo de nuestras conciencias.
Sí, quizá nuestra costa esté adecuadamente bautizada con su mortecino nombre, pero no debemos olvidar que en ella hay una vida fecunda, vida que se aparea cada día con la muerte, alumbrando una cultura pletórica de sabiduría que goza de la belleza de vivir y conserva la fuerza suficiente para comprender que vivir, es ya, ir muriendo poco a poco.
La pobreza en la que históricamente han vivido sus pobladores, es una pobreza material que los ha condenado a vivir con estrecheces y privaciones, compensando estas carencias con una riqueza espiritual y una innata aptitud para la fantasía y la imaginación, atesorando un amplio abanico de creencias paganas, ritos iniciáticos, premoniciones de la muerte y leyendas, que han cimentando una cultura enigmática y popular, donde se funden, en convivencia armónica, el temor a lo desconocido, el goce de la sensualidad y la aceptación de la muerte inevitable.