jueves, 1 de noviembre de 2012

LA INICIACIÓN






 Aquella noche había dormido mal. La inquietud me había provocado pesadillas. Al alba, con los primeros cantos del gallo me levanté. Aunque era muy temprano, no podía conciliar el sueño. Cuando bajé a la cocina, mi abuela estaba ya cocinando, preparaba una empanada para celebrar el día de fiesta. Con un rodillo de madera prensaba una y otra vez la pasta, espolvoreándola con harina, mientras en la sartén freía bacalao desmigado rehogándolo con mucha cebolla picada y pimientos verdes troceados.

Era el día de mi primera comunión, por primera vez en mi joven vida iba a asistir a un acto solemne y me hallaba muy intranquilo. Los siete niños que íbamos a comulgar habíamos ensayado el ritual todas las tardes durante la última semana bajo la atenta mirada de Don Joaquín, el cura párroco de la aldea. Repetíamos cada día toda la ceremonia de principio a fin, intentando no dejar al azar ningún detalle para que la celebración no perdiera la solemnidad requerida.

A pesar de las múltiples sugerencias que nos había transmitido Don Joaquín, para que nos mantuviéramos tranquilos y naturales durante el transcurso de la función, yo antes de comenzar, ya me encontraba preso de mis nervios.

Mi abuela al verme llegar a la cocina, me sonrió y sin decirme palabra alguna, me invitó con un leve movimiento de cabeza a que me sirviera el desayuno. 

En esta ocasión no me bastó, como en otras ocasiones, su sonrisa silenciosa para tranquilizarme. Más que tomarme el desayuno, lo engullí. Según nos había adoctrinado Don Joaquín, teníamos que abstenernos de tomar alimento alguno, desde una hora antes de la comunión y aunque todavía tenía tiempo suficiente, me daba pavor el  no cumplir con aquel sagrado precepto y verme impedido de celebrar mi primera comunión junto con mis compañeros.   

Tras desayunarme me ofrecí a ayudarla a terminar de preparar la empanada. Cogí un extraño utensilio al que ella llamaba untadeira y comencé a untar con él la empanadera. Era un palo delgado envuelto en uno de sus extremos con un lienzo blanco, lo utilizábamos sumergiéndolo en el tazón de aceite y extendiendo con él una fina capa sobre toda la superficie de la empanadera para que no se pegase la masa al cocer la empanada.

Luego ella posó con delicadeza la masa, ajustándola al contorno de la cazuela y mientras proseguía vertiendo el refrito, yo iba formando las letras iniciales de mi nombre con la masa de harina para decorar la superficie de la empanada.

Cuando terminamos fui a lavarme. Mi abuela me había calentado agua en un puchero, la vertí dentro del barreño, añadiendo varios cazos de agua fría hasta que estuvo templada. Coloqué el barreño cerca del fogón para no enfriarme, me desnudé y seguidamente me bañé. Ella me ayudó a lavarme frotándome la espalda con una esponja y rociándome con un cacillo la cabeza para quitarme el jabón. Luego me secó. Antes de cubrirme con la toalla me perfumó con agua de yerbas aromáticas. 

Envuelto en la toalla subimos a mi habitación. Mamá Sofía siguió ayudándome a vestirme el traje de primera comunión. Era un traje de marinero que había comprando de segunda mano a una vecina. Aquellas prendas habían sido utilizadas por el hijo de una de nuestras vecinas en su primera comunión el año anterior.

Por lo ajadas que se encontraban aquellas vestimentas, sospeché que mi vecino no habría sido tampoco la persona que las había estrenado, que otros muchos las habrían utilizado antes que nosotros. Pero no me importaba. Yo me sentía muy dichoso vestido con aquel lazo de tafetán negro y el elegante peto de gala.

En mi fantasía infantil me veía como si fuera ya un marino de verdad. Era una manera de anticiparme al tiempo, de hacer realidad el sueño que compartía con todos los demás niños de la aldea, llegar a ser un buen marinero

Mientras mi abuela me peinaba, comenzó a hablarme en un tono muy solemne. Algo extraño en ella. Recuerdo que entonces no comprendí la profundidad de sus palabras, sin embargo aquellas palabras resuenan claras aún hoy en mi mente.

Empezó explicándome que aquel día de mi primera comunión iba a tener, por primera vez en mi vida, la opción de elegir entre dos caminos espirituales; uno religioso, el de mi primera comunión y otro esotérico, en el que ella me iniciaría con un ritual hermético a lo largo del día.

Comenzó describiéndome que la vida es como una larga corredoira llena de encrucijadas y que, según vamos caminando por ella, tenemos que optar en cada cruce y elegir solamente uno de los senderos que de allí parten.

Una vez que dirigimos nuestros pasos por el nuevo camino, se nos cierra la posibilidad de volver atrás. Recorrido un trecho, nuevamente nos volvemos a tropezar con otra encrucijada similar, con nuevos senderos que parten de ella. En cada cruce existen carteles con sugerentes palabras escritas, con promesas de dichas o amenazas de castigos.

Cuando dudes no te sientas inseguro, todo hombre inteligente duda. Siéntate tranquilo en la vereda, escudriña en las piedras con que están hechos los caminos, observa las pisadas de anteriores caminantes, lee en sus signos y escucha el silencio antes de tomar la decisión. Hoy te encontrarás con tu primera encrucijada. Yo voy a mostrarte otra senda por la que puedes, si lo deseases, dirigir tu existencia. No es ni mejor ni peor que otras, es simplemente diferente.

Hizo un largo silencio y prosiguió con su discurso.

Para poder optar libremente y trazar tu rumbo por el sendero de la existencia, es importante que lleves siempre el corazón rebosante de sentimientos y la cabeza colmada de razonamientos, sólo manteniendo el equilibrio entre la razón y el sentimiento podrás sentirte libre y optar con cordura.

Antes de elegir un nuevo sendero, reflexiona e invoca al Creador que  llevas dentro, pídele siempre a tu corazón y a tu cabeza que el camino que escojas, pueda ser conducido con prudencia durante toda la vida y clausurado a la hora de tu muerte, en paz y armonía.

No te fijes en lo superfluo, no importa cómo sea el camino sino hacia dónde conduce. Nunca olvides que cuando arribaste a este mundo, llegaste desnudo y pobre, tal como naciste.

La riqueza verdadera es un tesoro que guardamos escondido en el interior de cada uno de nosotros y sólo gozamos de ella cuando conseguimos hacer de un hombre bueno, otro mejor.

No entendía nada. Aquellas palabras rebuscadas me recordaron a los sermones que Don Joaquín nos daba en la Iglesia.

 

Cuando terminó de vestirme me calzó unos zapatos de charol. Aún hoy recuerdo aquellos, mis primeros zapatos. Eran unos zapatos negros con unos cordones muy largos. Hoy los evoco relucientes como espejos. Me quedaban pequeños y me oprimían de un modo tortuoso los talones. Al atardecer, cuando me los descalcé, tenía dos grandes ampollas en los talones, pero no me importó, aquel día fui feliz con mis zapatos nuevos de charol.

Creo que no llegué a calzármelos nunca más, imagino que mi abuela los guardó con sumo mimo con la espera de que se presentara alguna otra efeméride para volver a ponérmelos. Pero en aquella perdida aldea escaseaban los acontecimientos significativos y jamás volví a verlos.

Ella, igual que siempre, se vistió de color negro. Los únicos cambios perceptibles en sus vestimentas eran que no llevaba su pañuelo negro cubriendo la cabeza y que portaba un bolso de mano, también negro.

Antes de salir de casa metió en el bolso un pequeño misal, un rosario y una mantilla negra de encaje, mi abuela nunca iba a la iglesia y recuerdo que me extrañó que tuviera tantos objetos religiosos.

Cuando estuvo preparada para partir enrolló un pañuelo grande, haciendo con él una especie de corona que se colocó sobre su cabeza y encima posó con mucho cuidado la empanadera.




Mi abuela, como todas las mujeres de la aldea, tenía una rara habilidad para portar sobre su cabeza los más diversos y pesados utensilios caseros, manteniendo un sutil equilibrio sin que jamás se les cayera nada.

Las mujeres de la aldea desde niñas se ejercitaban en este arte, iban y venían a la fuente de la plaza en busca del agua que luego portaban en sus pesadas sellas  colocadas sobre su cabeza. Caminaban erguidas, con un porte elegante y muy femenino, podría decirse que majestuoso. En su ir y venir, parecían que desfilasen como las modelos actuales de alta costura, aunque imagino que aquellas pesadas vasijas llenas de agua, habrán descoyuntado más de un espinazo.

De camino hacia la iglesia mi abuela hizo un alto en la panadería, dejó allí la empanada para que el panadero la cociera en el horno de leña mientras nosotros acudíamos a la misa de mi primera comunión. Mientras ella charlaba con el panadero yo la esperé en la puerta, saludando con cierta vanidad de niño a toda la gente del pueblo que se dirigía hacia la iglesia.

Me sentía importante vestido con el traje de marinero. Cuando pasó por mi lado mi amigo Xocas acompañado de sus padres y sus hermanas, me guiñó un ojo y me sonrió con complicidad. El  también comulgaba por primera vez aquel día.

Mi arrogancia hizo que me fijara en su traje y lo comparará con el mío. Pensé que el mío era más bonito.

Cuando mi abuela terminó de charlar con el panadero, proseguimos la marcha hacia la iglesia. Mi abuela caminaba erguida, agarrándome de la mano. Tuve la sensación de que se sentía muy orgullosa. Me pareció raro verla tan presumida, nunca la había visto así. Ella siempre halagaba la humildad como el paradigma de toda virtud. 

Recuerdo que yo no comprendía muy bien todo aquel ajetreo de la comunión y la catequesis. Me encontraba un poco confuso en medio de aquel trajín, no entendía por qué mi abuela me obligaba a hacer la primera comunión y a asistir a la catequesis católica, si realmente ella tenía una idea muy diferente de la religión. Con mi mentalidad de niño aquella situación me producía una cierta contradicción.

Durante las semanas previas a la comunión asistí con regularidad a las clases de catequesis, cuando retornaba a casa, mi abuela me interrogaba sobre lo que nos había enseñado el cura párroco.

Si Don Joaquín nos hablaba de la caridad como una obligación y un medio para alcanzar la vida eterna; mi abuela me daba otra versión,  diciéndome que la caridad y la misericordia nunca podrían ser el fruto de una imposición, que la verdadera caridad no debe basarse ni en el temor a un hipotético castigo ni en la esperanza de alcanzar algún provecho divino de goce eterno. La caridad debe ser un acto de libertad, la muestra de un sentimiento humano de fraternidad con nuestros iguales, exento de cualquier esperanza de reconocimiento. Me reiteraba una y otra vez que nunca debe olvidarse el favor recibido; pero que el favor proporcionado debía olvidarse en el instante mismo de consumarlo.

  Cuando el cura nos hablaba de los mártires que habían ofrecido su vida por la fe, ella me replicaba explicándome que la generosidad, el martirio o el espíritu de sacrificio de los seguidores de cualquier religión, ni evidencian ni contribuyen lo más mínimo a la autenticidad de sus creencias.

Don Joaquín siempre nos hablaba de la religión como una revelación de Dios que estaba recogida en los Libros Sagrados; nos instruía en los dogmas de la Iglesia y sin embargo, mi abuela me había educado desde niño a ser especulativo y no aceptar ninguna clase de dogma, ella repudiaba a la gente que por sus incertidumbres se cobijaba en cualquier tipo de creencia basada en un fideismo inocente, en el fanatismo o en la superstición.

Mama Sofía tenía una visión del universo que la empujaba a concebir que el cosmos en su totalidad, podía llegar a interpretarse de un modo racional, bien como la consecuencia de un proceso de autoorganización propio de la naturaleza o como la obra de un desarrollo perfecto regido por una mente desconocida que lo gobernara.

Una y otra vez me sugería que observase el comportamiento armonioso de la naturaleza. La naturaleza nos invita a pensar que su proceder lógico debe brotar de una mente racional y sobre todo creativa, que su gobierno perfecto no puede ser un montaje del azar. Pero de ahí a inferir que el Creador tenía que ser el Dios verdadero que cada religión predicaba como propio, le parecía una arriesgada especulación.

Si realmente existiera un solo Creador revelado, cómo podía comprenderse el que todas las religiones aseguraran que era el suyo, justo el verdadero.

En los días previos a mi primera comunión, una y otra vez me repetía que las enseñanzas morales de todas las religiones, son aceptables; pero que ella consideraba que la religión debe entenderse en un sentido laico, como un compromiso con el resto de nuestros iguales a través de la generosidad y la probidad. Me explicaba que la única obligación para con cualquier tipo de Dios, es el mantenimiento, en todo momento, de una actitud de estricto respeto. Esa es la única manera de vivir en sociedad con tolerancia, respetando al Dios que cada cual lleve en su conciencia. Para ella, todas las religiones eran similares y merecerían el mismo respeto, en la medida que todas ellas tienen algo de verdad, y del mismo modo, en la medida en que igualmente, todas ellas se equivocan en algo.

Cuando llegamos a la iglesia deje de pensar en las enseñanzas de mi abuela y en las múltiples contradicciones que inundaban mi adolescente raciocinio.

En la puerta nos esperaba Don Joaquín. Vino directo a saludar  afectuosamente a mi abuela. Curiosamente y a pesar de la fama de hereje de mi abuela, Don Joaquín y Mamá Sofía se respetaban profundamente y creo, sin temor a equivocarme, que ambos se tenían una mutua simpatía.

Entramos en la iglesia. El templo estaba abarrotado de gente. Supuse que habrían venido de otras aldeas los familiares del resto de los niños. Mi pequeña gran familia estabamos al completo. Mi abuela Mamá Sofía y yo.

   Mi abuela se sentó en uno de los bancos de la parte trasera de la iglesia, recuerdo que cuando me separé de ella para ir a ocupar mi sitio en la primera fila, la miré extrañado. Ella me sonrió y me hizo un gesto con su cabeza indicándome que fuera a ocupar mi puesto y no me preocupara de nada más.

De la ceremonia no recuerdo nada en especial, sé que tuve que recitar una pequeña invocación en voz alta, era una especie de voto de renuncia a Satanás, a sus obras y a sus acciones. Cuando terminó la ceremonia la gente permaneció sentada en sus bancos mientras los niños que habíamos hecho la primera comunión salíamos fuera de la iglesia los primeros, desfilando por el pasillo central del templo al tiempo que los familiares y curiosos nos miraban con simpatía.

Con motivo de aquella efeméride se había desplazado hasta nuestra aldea un fotógrafo. Mi abuela le solicitó que nos hiciera una fotografía a los dos juntos y otra a mí solo. Aquella fue la primera y única vez que me retrataron en la aldea. Aún guardo aquellas descoloridas fotografías en una pequeña cajita, junto con otros recuerdos de mi abuela.

Casi sin darme tiempo a despedirme de mis amigos, mi abuela me ordenó ponernos en camino de vuelta hacía nuestra casa.

Hicimos una primera parada en el puesto de un buhonero donde me compró unas golosinas, luego nuevamente se detuvo en la panadería para recoger la empanada ya cocida. Se la colocó sobre su cabeza y proseguimos nuestro camino.

Cerca ya de nuestra casa vimos a Pedro el cantero, estaba trabajando junto a un pequeño roquedal, tallaba sillares de granito. Mi abuela se sentó en el pretil de una huerta vecina. Con una leve sonrisa saludó al cantero. Él nos dedicó una mirada cómplice y prosiguió con su tarea.

Por la forma en que respiraba, deduje que mi abuela estaba fatigada. Estaba ya muy vieja y estas largas caminatas cargada con la empanada la ahogaban, le faltaba el resuello. Me senté a su lado. Entonces ella me pidió que observara atentamente a Pedro, que prestara suma atención a su trabajo. Me fijé atentamente en su tarea, cogía grandes piedras irregulares, las medía con un pequeño metro y luego les iba dando forma golpeando con sutileza el mazo contra el cincel. Cuando concluía de moldear una piedra dándole una forma cúbica, la apilaba en su carreta.

No sé cuanto tiempo estuvimos allí sentados, a mí se me hizo eterno. Mi abuela permanecía en silencio mirándome fijamente, cuando distraía mi mirada, ella, con un ligero movimiento de cabeza, me ordenaba continuar en mi papel de atento espectador.

   Al rato volvió a colocarse la empanadera sobre su cabeza y proseguimos caminando hacia nuestra casa. Al llegar le ayudé a poner la mesa. Luego comimos. Durante la comida charlamos de mis impresiones de la experiencia vivida durante aquella mañana de mi primera comunión. Ella me escuchaba atentamente mientras yo le iba narrado mis vivencias.

Cuando me cansé de contarle mis experiencias, ella  me interrogó sobre lo que había percibido observando a Pedro el cantero. Con toda naturalidad le comenté lo que realmente había visto, un hombre que trabajaba tallando sillares, ayudado por sus tres herramientas, un metro con el que medir las dimensiones de cada piedra, un mazo para golpear el cincel y allanar los salientes hasta darle una forma regular a las piedras brutas.

Luego me interrogó sobre las prendas con las que se protegía el cantero. Dudé antes de contestar, recordaba vagamente que portaba un mandil de cuero y unos gruesos guantes. Así se lo hice saber. Ella asintió con un gesto. Luego se puso muy litúrgica y me pidió que la acompañara al cuarto que llamábamos oscuro.

Antes de entrar en el cuarto mi abuela me despojó de todos mis objetos metálicos, cegó mis ojos tapándomelos con un lienzo negro, me descalzó el pie izquierdo recogiéndome los pantalones hasta la rodilla y dejó mi pecho al descubierto. Intuí que estaba tratando de darme el aspecto de un indigente. Temí por mi nuevo traje de marinero.

Participé desconcertado en un rito extraño. Arrodillado prometí guardar en secreto cuanto allí ocurrió. Al concluir desveló mis ojos y vi la luz. Entonces pude ver la extraña decoración del cuarto, débilmente iluminada con tres cirios azules.

Asió con fuerza mis manos, dándole un mayor ceremonial a sus palabras. Me trasmitió el simbolismo del trabajo del picapedrero. Me sugirió que aprendiera, imitando el oficio del cantero, mi oficio de hombre y del mismo modo que el cantero daba forma perfecta a la piedra bruta, yo debía esforzarme en moldear con armonía mi persona.

El cantero - prosiguió - investido con un humilde mandil muestra la grandeza del trabajo. Imitando al Creador, transforma un trozo de roca en un sillar geométrico. El mandil, ese sencillo atuendo, simboliza la humildad que brota golpe tras golpe por medio del esfuerzo. Es un signo de igualdad entre todos los hombres.

Sus guantes, deben recordarte siempre que un hombre íntegro no debe mancharse las manos con la infamia ni debe humillar a ningún otro ser humano.

Y sus tres herramientas debes emplearlas siempre en un sentido alegórico, el metro representa la medida del tiempo, debe enseñarte a tener mesura y repartirlo de un modo armonioso, dedicando una tercera parte del día al trabajo, otra al descanso, para de ese modo poder reponer las fuerzas perdidas y la tercera a servir a la familia y al amigo que esté necesitado. El mazo representa la fuerza de la voluntad que nos hace libres, la debemos emplear para disipar toda aspiración abyecta y todo pensamiento deshonroso, a fin de que nuestras obras y nuestros actos nos ayuden a encontrar nuestro propio camino. El cincel nos instruye sobre los beneficios de la perseverancia, virtud que nos alumbra en los momentos de debilidad ayudándonos a ser miembros merecedores de alcanzar las metas que nos propongamos.

Aquella ceremonia fue muy impactante aunque en aquel momento no comprendí la trascendencia de aquella prédica ni aquel extraño rito. Durante días meditaba cada noche en las palabras de mi abuela Mamá Sofía. No recuerdo cuando fue, ni sé si hubo realmente un día concreto, pero gradualmente fui interiorizando aquellas alegorías y fui haciéndolas mías.

 

Hoy ya no tengo dudas. Hoy sé que aquel día de mi primera comunión, en que sellé mi obligación con la Iglesia, también me inicié en un nuevo y largo camino que aún no he terminado de recorrer. Es un sendero que conduce hacia la luz, una senda incómoda de búsqueda de la perfección personal que te ayuda a sobrevivir en esta jungla, sembrando solidaridad allá donde florece la codicia, haciendo brotar la igualdad en el lugar donde reina la soberbia y cantando a la libertad entre los plomizos silencios de la tiranía.  

 



miércoles, 31 de octubre de 2012

LA LEYENDA DE LA CALAVERA



Era yo un niño cuando me enamoré por primera vez. Aquella rapaza llamada Flora creo que fue mi primer gran amor. Debía de ser tres o cuatro años mayor que yo. Era rubia y muy alegre. Era guapa y lo sabía. En el verano su rostro se veía invadido de diminutas pequillas que daban a su cara una pincelada de inocencia. Casi todos los chicos mayores de las aldeas del contorno andaban tras ella, mis amigos aunque eran mucho más jóvenes que Flora, también estaban encandilados con su atractivo. Creo que mis amigos sólo la admiraban por el éxito que causaba entre los jóvenes de su misma edad y por el perverso deseo lascivo que despertaba entre ellos; mis sentimientos eran diferentes, yo la adoraba de un modo sublime, tal como imagino se debe adorar a una criatura vestal.

Para mí, era la mujer soñada. Simbolizaba a aquellas hadas vírgenes de las leyendas que me contaban mi abuela. Recuerdo ahora con nostalgia cómo dejaba volar libre mi imaginación mientras mirando al mar soñaba con ella, o cuántas veces, tracé a escondidas un corazón con su nombre en la arena de la playa, viendo cómo las olas jugueteando con su ir y venir lo borraban una y otra vez.

Todo en ella me parecía hermoso, su gracia al caminar, la elegancia con la que gesticulaba, los largos dedos de sus manos, pero sobre todo me atraía su figura vista desde atrás, aquellas largas piernas, el garbo con el que mecía de sus recios glúteos, su menguada cintura y su alargado y elegante cuello.

En primavera y verano, cuando los días se alargaban, mi abuela me permitía bajar al pueblo después de cenar y acudir al paseo.

Entonces mi única ilusión era verla desde lejos paseando junto a sus amigas. Nunca hablé con ella, sólo con mirarla me ruborizaba. Cuando la presentía cercana me cambiaba la voz, mi verbo perdía su fluidez y mis palabras surgían confusas; en aquellas ocasiones no atendía a la conversación de mis amigos y una y otra vez mi mirada se extraviaba buscando su figura entre el gentío.

Cuántas veces soñé despierto, pensando en cómo me gustaría estar todo un día, con su noche incluida, admirándola en silencio, acariciando con las yemas de mis dedos la sedosa piel de su rostro, verla adormecida arrullándose en mi regazo, sentir su respiración profunda, oír sus suspiros mientras durmiera, descubrirla al despertar despeinada y ojerosa, percibir su primer olor al alba. Luego cuando despertaba de mis entonaciones y percibía lo quimérico de mis anhelos, me animaba especulando con un mañana reluciente en el que la providencia hiciera que mis sueños se convirtieran en realidad.



Pero a todo sueño le llega la hora de la vigilia, a este le llegó un atardecer de verano, era un día de bochorno, el viento que iba surgiendo desde la mar, anunciaba la esperada galerna. Estabamos pescando un grupo de chicos sentados en el borde del muelle, cuando uno de mis amigos llegó con la trágica noticia, entre susurros nos reveló el último cascabillo, se había enterado que Flora estaba preñada.

Cuando lo oí un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Flora, mi idolatrada Flora mancillada. No comenté nada. Estremecido escuché en silencio. Cada comentario jocoso que murmuraban mis amigos entre risas, yo lo sufría como una puñalada. Mi mente se sacudía con locura, un cúmulo de pensamientos me asaltaban. No comprendía nada, una mujer tan tierna como ella, cómo podía haber cometido tamaña equivocación.

El padre de la criatura que esperaba, decían que era Bruno, el hijo de Rita da Paxairiña. Bruno no era una buena persona, tenía fama de pendenciero y no le gustaba el trabajo. De él se murmuraba en la aldea que no respetaba a su madre, según decían, en más de una ocasión le había propina buenas tundas para obligarla a que le diera dinero. Era guapo, muy alto y fuerte, rubio y con ojos azules.

Quiso el destino que en aquellos instantes de desasosiego nos alcanzara la galerna y comenzara a llover, aproveché la ocasión para recoger mi aparejo y abandonar a mis amigos.

Camino de mi casa, bajo la lluvia, lloré de rabia. No podía comprender cómo aquella mujer que yo había idealizado, equiparándola con una hada virgen, pudiera haberse prostituido con tan despreciable individuo.

Me sentí herido de muerte y con toda mi alma desee la muerte de ella, pensé que si no era mía, mejor que no fuera de nadie. Los celos me mortificaban, cogí un palo y lo golpeé con saña contra un árbol. Creí que el mundo se agrietaba bajo mis pies y me precipitaba a los infiernos, en aquellos momentos no encontraba sentido a la vida.

Lloré amargamente durante un buen rato, aún recuerdo cómo babeaba y cómo mis mocos colgaban de mi nariz mezclándose con las lágrimas derramadas y el agua de la lluvia que iba empapando mi rostro.

Cuando llegué a casa, debía tener el rostro demacrado. Mi abuela corrió hacia mí asustada. Ella no sabía lo que me ocurría pero por la imagen que le transmitía, debió temer que algo horrendo me hubiera acaecido.

Azorada, una y otra vez, me imploraba que le contara lo que me había sucedido. Yo amparado en mi infantil tozudez me mantenía en el más absoluto silencio.

Por fin, tras largos y fallidos intentos logró arrancarme la revelación del hecho que me angustiaba. En aquel momento de impotencia habló mi rabia y proferí palabras que incomodaron a mi abuela. Manifesté lleno de ira mi deseo de ver muerta a aquella joven sino era mía.

Mi abuela cerró sus ojos con dolor. Mamá Sofía no sufría por mi pérdida, sino por mi reacción pusilánime. Nunca había visto a mi abuela tan enojada, por un momento pensé que podría propinarme un bofetón. Ella jamás me había pegado. Fui consciente de mi error y reaccioné a tiempo, antes de que ella perdiera el control y sinceramente arrepentido, le pedí perdón por la estupidez que había proferido.

Aquella noche mi abuela Mamá Sofía me habló por primera vez del amor. Me dijo que si de verdad amara a alguien, tendría que encontrarme dichoso viendo que la persona amada se sintiera feliz.

El amor es generosidad, no posesión, me explicó que nunca debemos enamorarnos por los ojos. Un cuerpo sólo es un cascarón efímero de piel y pelo, más o menos hermoso; es la envoltura exterior de una criatura; tampoco debemos enamorarnos con el corazón, el amor, el verdadero amor debe surgir desde la cabeza, debe ser un ejercicio de libre voluntad.

Me dijo que hay muchas personas que, igual que me había ocurrido a mí con aquella rapaza a la que ni tan siquiera conocía realmente, se enamoran de un cuerpo sólo por su hermosura, otras lo hace desde el corazón y anhelan torpemente una vida perdurable en pareja por amor, sin embargo, lo acertado, me explicó, es enamorarse con la cabeza, prendarse de otro ser y emparejarse para amar, no por amor. Amar es querer querer, y sólo queriendo querer al otro, se consigue amarlo.

 Me dijo que recordara siempre aquello que me había enseñado el día de mi iniciación. Saber es recordar y nunca debes olvidar aquellas tres herramientas alegóricas del cantero, el metro que simbolizaba la mesura; el cincel que encarna la constancia necesaria para alcanzar las metas propuestas; y el mazo, representación de la fuerza de la voluntad.

Aquellas herramientas que debía emplear para poder dar una forma armoniosa a la piedra bruta que todos los humanos representamos, a nuestro yo interior, pero que de nada me serviría si no utilizaba aquel sillar perfecto para encajarlo junto a otros sillares similares y poder construir el gran edificio de la Humanidad.



Me narró que el tallista que daba forma perfecta a las piedras brutas, era una alegoría que representaba el intento de perfeccionar a la persona, pero que esas piedras labradas tenían como única finalidad, utilizando otras herramientas, ser debidamente ajustadas a otras piedras también labradas, que simbolizan a las otras personas, y todas unidas dar forma a una construcción, que encarna la aspiración de perfeccionar a toda la comunidad humana.

La ética humana consiste en sustentar la convicción y defenderla ante el resto de la sociedad, de que es mejor padecer la arbitrariedad y la injusticia, que provocarla o desearla a otras personas.

Rememoró la enorme cantidad de leyendas que me había narrado durante toda mi infancia. Leyendas que hablaban de riquezas y tesoros, unos escondidos en laberínticas cavernas, otros enterrados bajo los castros o hundidos en profundos pozos. En todas aquellas leyendas existían gentiles o gigantes, mouros y hadas que guardaban celosamente los tesoros y siempre, en todas las leyendas, por causa de la ambición desmedida, o por la traición a la palabra empeñada, los lugareños que trataban de alcanzarlos, no sólo fracasaban una y otra vez en el intento, sino que muchos, incluso, encontraban la muerte en lugar de los anhelados tesoros.

Las leyendas populares muchos las toman a guasa, piensan que son humildes cuentos sin sentido que se narran a los niños en las largas tardes de invierno para tenerlos entretenidos, esas ignorantes personas son gentes sin espíritu crítico, que no alcanzan a comprender la sabiduría que encierran estas leyendas en su significado metafórico. El tesoro y el mouro, la fortuna y el gigante, son los dos rostros del ser humano, su bondad y su maldad, el bien y el mal que se esconde tras toda obra humana.

Toda persona, por muy prosaica que podamos considerarla, esconde encerrado en lo más íntimo de su ser un gran tesoro. Es el tesoro de su intimidad que no desea compartir con quien le es extraño y para protegerlo, utiliza su mouro o gigante particular, escudándose tras una impenetrable coraza de acero.

Los seres humanos somos mamíferos, seres gregarios que estamos condenados a convivir en sociedad. Algunos, tal vez desgraciadamente sean una inmensa mayoría, entienden que la convivencia diaria es una especie de contienda en la que todos quieren conquistar a su prójimo. Asentados en su codicia, su fanatismo o su ignorancia, quieren hacerse con ese tesoro privativo de cada persona, profanando su individualidad, el derecho que le asiste al ajeno y surge entonces el mouro, el hada o el gigante que emerge desde el interior de su caverna y batalla para preservar su intimidad.

Las leyendas nos enseñan que no se trata de conquistar, sino de compartir y para lograrlo sólo tenemos un camino, debemos cambiar la codicia por la generosidad, el fanatismo por la tolerancia y la ignorancia por la educación. Sólo así se puede llegar a descubrir y disfrutar de esos tesoros personales que cada ser humano oculta en lo más profundo de su intimidad.



Tras la larga charla de mi abuela me retiré a mi dormitorio, antes de dormir reflexioné sobre todo lo que había escuchado. Probablemente tendría razón, pero a mí no me servía de consuelo. Mi cruda realidad se ceñía a algo muy concreto y simple, mi sueño idílico se desvanecía, con mi primer amor ultrajado, me sentía preso de la incertidumbre y en adelante, presentía, que tendría que sobrevivir sin conocer la dicha ni lo que en el futuro me aguardaba.  Aquel niño que yo era entonces, no podía concebir que estaba dando sus primeros pasos hacia la madurez afectiva.

Pasaron muchos días hasta la celebración de la boda de Flora y Bruno. Fue, según me dijeron, una boda íntima, sólo asistieron a la ceremonia los padres, los hermanos de los cónyuges y algún que otro familiar muy cercano.

En el banquete algo raro debió ocurrir, pronto las habladurías fueron propalándose por la aldea. Mis amigos, cada tarde, al juntarnos antes de ir a cenar, narraban una versión diferente de lo acaecido en el banquete de la boda de Flora.

En cierta ocasión uno de ellos nos contó que había oído cómo su madre le contaba en secreto a su padre, lo que una invitada a la boda, familiar de Flora, le había revelado. Según nos explicó nuestro amigo, al comienzo del banquete, con gran turbación de todos los presentes, se había presentado un esqueleto exigiendo su lugar en la mesa y que Flora y Bruno, muy asustados, habían accedido a que el esqueleto compartiera mesa con ellos.

Las carcajadas con las que acogimos todos los chicos la historia que nos relataba, hizo que nuestro amigo enmudeciera y no continuara con su narración. Sin embargo y aunque a mí también me parecía una solemne tontería lo que acababa de escuchar, no podía librarme de la curiosidad que sentía por conocer lo que hubiera podido suceder en la boda de mi idolatrada Flora.

Recuerdo que pasé muchos días fantaseando con la historia de aquel esqueleto que, según las habladurías, acudió como invitado al banquete de Bruno. Me regocijaba pensando como se habría deslucido su fiesta, me solazaba especulando en el sobrecogimiento que habría invadido a la traidora Flora teniendo que compartir su mesa con una sonriente calavera, sólo lamentaba no haber podido gozar con mi presencia en aquella tétrica fiesta y sentir con alborozo la frustración de la recién casada pareja.

  Una noche, mientras cenábamos mi abuela y yo sardinas asadas con cachelos, recuerdo que me quedé mirando fijamente a los protuberantes ojos saltones de una de las sardinas que me acababa de comer. Aquellos ojos de mirada pétrea me recordaron la imagen de una calavera. La apariencia de aquella cabeza de sardina unida a una larga espina que finalizaba en un trocito de cola, se asemejaba extraordinariamente a una calavera que me mirara desde la profundidad de sus cavernas oculares, riéndose permanentemente con sus grandes dientes al descubierto, mientras portaba como colgajos el resto de los huesos del esqueleto.

Tuve miedo. Me sobrecogí pensando que aquella visión pudiera ser el augurio de algún maleficio con el que se me castigara por mis pecaminosos deseos y por el morbo con el que fantaseaba sobre el banquete de la boda de Flora y Bruno.

Le comenté a mi abuela lo que había oído sobre la boda de Flora y Bruno. Ella me miraba fijamente mientras yo le iba narrando la fabulosa historia. Guardó silencio, no me contestó palabra alguna y siguió cenando.



Tras la cena le ayudé recogiendo la mesa mientras ella iba fregando los platos y cubiertos. La radio estaba sintonizaba en la emisora costera, oíamos los partes meteorológicos y las conversaciones que mantenían los marineros desde alta mar con sus familias en tierra. Cuando ella hubo terminado de cenar se sirvió una copa de orujo de yerbas. En la radio escuchábamos como una mujer lloraba mientras hablaba con palabras entrecortadas con su marido embarcado, había dado a luz un hijo y intentaba explicarle torpemente a su esposo cómo era el niño, trataba de transmitirle una imagen de su hijo recién nacido; el padre probablemente tardaría meses en arribar de nuevo a puerto, estaba embarcado en un bacaladero que faenaba cerca de las costas de Terranova.

Mi abuela apagó la radio. Cerró los ojos mientras que, con una rara solemnidad, alzo la copa de orujo y brindó por todos los marineros pobres y en la desesperación, esparcidos por la tierra y los mares del ancho mundo, deseándoles alivio a sus males y un rápido regreso a sus hogares, si ése fuera su deseo. Se bebió la copa de un solo trago. Luego me miró y con un gesto de su cabeza me ordenó retirarme a mi habitación.

Cuando estuve acostado, vino a arroparme. Entonces me pidió que me imaginara a una pareja de jóvenes, ella inocentemente enamorada, él bravucón y mujeriego. Ella resistiéndose atemorizada a los intentos de seducción, dudando de las intenciones del hombre y no creyéndose del todo las mentiras de amor por él proferidas.

Así debió de ser. En una noche de luna llena, Bruno con engaños condujo a Flora hasta el campo santo, solos en medio del silencio de la noche, mecidos con el rumor grácil del viento, profanaron el sueño de los muertos, amándose desnudos sobre la losa de una sepultura. Tras la consumación de la desfloración, ella lloró por la gracia perdida, mientras él, prepotente, rió ufano por el nuevo trofeo conquistado. Jactancioso, embriagado de vanidad por su nueva conquista, prometió a Flora que invitaría a su banquete de boda al cadáver enterrado bajo la losa que hizo las veces tálamo, si, como ella temía, quedara embarazada por la cópula de esa primara noche.

    Pasaron los días. Flora con gran desconcierto confirmó su temido embarazo. Él trató de persuadirla para que acudiera a la casa de una vieja meiga que conocía los secretos de las yerbas para poder abortar sin riesgo alguno. Flora cedió nuevamente a los caprichos de su amado y aceptó resignada perder el hijo que esperaba. Cuando Bruno fue a visitar a la vieja meiga, ésta le contestó que, esta vez, no podría acceder a sus deseos. La criatura que esperaban, había sigo concebida en un lugar bendecido y había proferido una sagrada promesa que debían cumplir, pues de lo contrario, las desgracias asolarían a sus familias. Entonces Bruno recordó la promesa que había declarado entre bromas de invitar a su boda al cadáver enterrado bajo aquella losa dónde habían consumado su amor.

Resignado aceptó casarse con Flora. La víspera del día de su boda, siguiendo los consejos de la vieja meiga, Bruno volvió al cementerio, atemorizado se plantó ante la tumba donde en tantas ocasiones y con tantas mujeres había fornicado, miró fijo hacia la lápida, comentando en voz alta que estaba allá para comunicar al alma de la persona que allí se encontraba enterrada, que él estaba dispuesto a cumplir su promesa. Que al día siguiente se casaba y dejaría un hueco libre en la mesa del banquete con platos, vasos y cubiertos y sin ocupar por nadie, sería el lugar que podría acomodarse el alma del muerto, si verdaderamente desease acudir al convite.

Tras la celebración del casamiento en la Iglesia, acudieron a casa de Bruno, cuando los comensales estaban comenzado a ocupar sus lugares en torno a la mesa, se oyeron tres golpes secos en la puerta de la casa. Bruno miró temeroso a Flora y corrió a abrir la puerta. No le dio tiempo a llegar hasta ella. Todos los invitados se estremecieron de pánico al ver como un esqueleto traspasaba la puerta y se dirigía altivo hacia la mesa.

La calavera pasó entre los invitados, saludando con una gran sonrisa a todos ellos. Se sentó en el lugar que para ella había reservado Bruno y dirigiéndose a él, le dijo,

- Como puedes comprobar he acudido solícito a tu invitación

Bruno estaba lívido y no acertaba a pronunciar palabra alguna. El resto de los invitados miraban atónitos. El esqueleto saludó con un gesto cortes a Flora y con voz ronca habló de nuevo a Bruno

- Estoy aquí porque soy considerado y no he podido rechazar tu invitación. Ya sabrás que en el mundo de los muertos de nada nos sirve el alimento, allí nunca comemos. Quiero mostrarte mi agradecimiento y corresponder a tu acogida convidándote a que la próxima noche de luna llena vengas de nuevo a verme al cementerio, celebraremos allí una fiesta muy especial y me agradaría infinitamente que aceptaras mi invitación.

Dicho esto, la calavera cerró la boca, se levantó y dirigiéndose hacia la entrada de la casa, traspasó nuevamente la puerta, saliendo a la calle y perdiéndose entre las sombras.

Durante los días que restaban hasta la próxima luna llena, Bruno se atormentaba pensando a quién podía dirigirse para pedir consejo sobre si debía o no, acudir a la cita en el cementerio. Cuanto más cavilaba, más tenebrosos eran sus presagios. Dudaba entre acudir a solicitar el consejo del cura párroco o el de la vieja meiga, sin decidirse por ninguno de ellos.

La víspera de la noche de luna llena, llamó a su puerta un viejo harapiento que solicitaba una limosna. Bruno, absorto en sus pensamientos, ordenó a Flora que sirviera a aquel viejecillo de grandes arrugas y barba blanca, un buen tazón de caldo y un vaso de vino. Mientras el viejo daba cuenta de lo servido, Bruno, con la mirada perdida, seguía cavilando conturbado sin saber que era lo más conveniente para no herir el orgullo de la calavera.

Al viejo no le pasó desapercibida la actitud de Bruno y le preguntó cuál era la causa de su desasosiego. Bruno, aunque algo remiso a contar sus preocupaciones a un viejo al que no conocía de nada, pensó que un hombre que había vivido tantos años, conocería mucho mundo y tal vez pudiera darle un buen consejo, aprovechó la ocasión para desahogarse y le relató al viejo mendigo todo cuanto le había ocurrido.

El anciano escuchó con atención todo cuanto Bruno le contó. Al finalizar, el viejo le pidió un cigarrillo y el joven se lo dio. Fumó el cigarrillo en silencio reflexionando sobre la historia que Bruno le había contado. Cuando consumió el cigarrillo, lo tiró al suelo y lo apagó pisándolo con su pie. Miró a bruno fijamente a sus ojos y le indicó

- Acude a la invitación, si no acudieras la desgracia asolará a tu familia. Ve sin temor, lleva contigo un frasco con agua bendita para rociar el suelo en torno a la tumba y un crucifijo que depositarás sobre la losa. Pregúntale en qué puedes ayudarle para la salvación de su alma y prométele que con la misma solemnidad con que cumpliste la promesa de invitarlo a tu boda, cumplirás con lo que ahora te pida. Ruégale que te perdone si algún daño pudiste hacerle llevando a tus amantes a su tumba y pídele que te permita volver en paz junto a tu mujer y esperar juntos el nacimiento de vuestro hijo.

A la noche siguiente Bruno acudió al cementerio con el crucifijo y el frasco de agua bendita y procedió según las instrucciones que le había transmitido el anciano. Cuando se le personó ante sí la calavera, temeroso y con la voz entrecortado él le recitó las palabras que le había recomendado el viejo mendigo.

- No temas - le contesto el esqueleto - el anciano mendicante al que ayer socorriste es mi padre, desde mi muerte el pobre vive de la limosna, tu acto de misericordia con él te ha salvado, ve a tu casa junto a tu mujer, acompáñala en su espera, vete tranquilo ya que no voy a hacerte daño alguno, pero jamás olvides que nunca debe profanarse el sueño de los muertos ni se debe, entre los vivos, desamparar a los necesitados.

Nunca supe si aquella historia que me contó mi abuela, era una invención suya o era verdaderamente lo que les había acaecido a Flora y Bruno. Jamás me importó conocer la verdad, me bastó con comprender la percepción que de aquello tenía Mamá Sofía.

Ella me había educado a ser estrictamente respetuoso con el descanso de los muertos y a ser misericordioso con los necesitados.



Pasados los años, cuando por causa de la muerte de mi abuela tuve que retornar a la aldea, reconocí a Flora entre las mujeres que acudieron al entierro. Aquella joven hermosa que me había cautivado hasta conducirme casi a la locura, aquella chavala de largas y bellas piernas que con un garbo singular mecía sus tersos glúteos era ahora una mujer envejecida prematuramente, embozada en negros ropajes ajados, con unas enormes nalgas flácidas; sus dorados cabellos se habían mudado estropajosos y la alegría de sus grandes ojos azules se había invertido en una mirada triste y atormentada.

Cuando vino a darme el pésame me interesé por cómo le iba la vida, me dijo que tenía cuatro hijos y que su marido, aquél joven pendenciero, era un buen esposo que se ganaba la vida navegando en un barco de cabotaje.

Al despedirme de ella, me apiadé por su desgracia existencia y en mi interior pedí perdón al Creador por lo mucho que la maldije amparado en mi rabia y en mis prejuicios adolescentes.

Tras el entierro, de vuelta a casa, mis amigos me comentaron que Bruno era ahora una buena persona, un hombre sencillo que auxiliaba de buena gana a todo el que se le acercaba pidiéndole ayuda.

Recordé entonces la historia de la calavera que me había contado mi abuela y pensé que quizá, sólo quizá... fuera cierta.