jueves, 1 de noviembre de 2012

LA INICIACIÓN






 Aquella noche había dormido mal. La inquietud me había provocado pesadillas. Al alba, con los primeros cantos del gallo me levanté. Aunque era muy temprano, no podía conciliar el sueño. Cuando bajé a la cocina, mi abuela estaba ya cocinando, preparaba una empanada para celebrar el día de fiesta. Con un rodillo de madera prensaba una y otra vez la pasta, espolvoreándola con harina, mientras en la sartén freía bacalao desmigado rehogándolo con mucha cebolla picada y pimientos verdes troceados.

Era el día de mi primera comunión, por primera vez en mi joven vida iba a asistir a un acto solemne y me hallaba muy intranquilo. Los siete niños que íbamos a comulgar habíamos ensayado el ritual todas las tardes durante la última semana bajo la atenta mirada de Don Joaquín, el cura párroco de la aldea. Repetíamos cada día toda la ceremonia de principio a fin, intentando no dejar al azar ningún detalle para que la celebración no perdiera la solemnidad requerida.

A pesar de las múltiples sugerencias que nos había transmitido Don Joaquín, para que nos mantuviéramos tranquilos y naturales durante el transcurso de la función, yo antes de comenzar, ya me encontraba preso de mis nervios.

Mi abuela al verme llegar a la cocina, me sonrió y sin decirme palabra alguna, me invitó con un leve movimiento de cabeza a que me sirviera el desayuno. 

En esta ocasión no me bastó, como en otras ocasiones, su sonrisa silenciosa para tranquilizarme. Más que tomarme el desayuno, lo engullí. Según nos había adoctrinado Don Joaquín, teníamos que abstenernos de tomar alimento alguno, desde una hora antes de la comunión y aunque todavía tenía tiempo suficiente, me daba pavor el  no cumplir con aquel sagrado precepto y verme impedido de celebrar mi primera comunión junto con mis compañeros.   

Tras desayunarme me ofrecí a ayudarla a terminar de preparar la empanada. Cogí un extraño utensilio al que ella llamaba untadeira y comencé a untar con él la empanadera. Era un palo delgado envuelto en uno de sus extremos con un lienzo blanco, lo utilizábamos sumergiéndolo en el tazón de aceite y extendiendo con él una fina capa sobre toda la superficie de la empanadera para que no se pegase la masa al cocer la empanada.

Luego ella posó con delicadeza la masa, ajustándola al contorno de la cazuela y mientras proseguía vertiendo el refrito, yo iba formando las letras iniciales de mi nombre con la masa de harina para decorar la superficie de la empanada.

Cuando terminamos fui a lavarme. Mi abuela me había calentado agua en un puchero, la vertí dentro del barreño, añadiendo varios cazos de agua fría hasta que estuvo templada. Coloqué el barreño cerca del fogón para no enfriarme, me desnudé y seguidamente me bañé. Ella me ayudó a lavarme frotándome la espalda con una esponja y rociándome con un cacillo la cabeza para quitarme el jabón. Luego me secó. Antes de cubrirme con la toalla me perfumó con agua de yerbas aromáticas. 

Envuelto en la toalla subimos a mi habitación. Mamá Sofía siguió ayudándome a vestirme el traje de primera comunión. Era un traje de marinero que había comprando de segunda mano a una vecina. Aquellas prendas habían sido utilizadas por el hijo de una de nuestras vecinas en su primera comunión el año anterior.

Por lo ajadas que se encontraban aquellas vestimentas, sospeché que mi vecino no habría sido tampoco la persona que las había estrenado, que otros muchos las habrían utilizado antes que nosotros. Pero no me importaba. Yo me sentía muy dichoso vestido con aquel lazo de tafetán negro y el elegante peto de gala.

En mi fantasía infantil me veía como si fuera ya un marino de verdad. Era una manera de anticiparme al tiempo, de hacer realidad el sueño que compartía con todos los demás niños de la aldea, llegar a ser un buen marinero

Mientras mi abuela me peinaba, comenzó a hablarme en un tono muy solemne. Algo extraño en ella. Recuerdo que entonces no comprendí la profundidad de sus palabras, sin embargo aquellas palabras resuenan claras aún hoy en mi mente.

Empezó explicándome que aquel día de mi primera comunión iba a tener, por primera vez en mi vida, la opción de elegir entre dos caminos espirituales; uno religioso, el de mi primera comunión y otro esotérico, en el que ella me iniciaría con un ritual hermético a lo largo del día.

Comenzó describiéndome que la vida es como una larga corredoira llena de encrucijadas y que, según vamos caminando por ella, tenemos que optar en cada cruce y elegir solamente uno de los senderos que de allí parten.

Una vez que dirigimos nuestros pasos por el nuevo camino, se nos cierra la posibilidad de volver atrás. Recorrido un trecho, nuevamente nos volvemos a tropezar con otra encrucijada similar, con nuevos senderos que parten de ella. En cada cruce existen carteles con sugerentes palabras escritas, con promesas de dichas o amenazas de castigos.

Cuando dudes no te sientas inseguro, todo hombre inteligente duda. Siéntate tranquilo en la vereda, escudriña en las piedras con que están hechos los caminos, observa las pisadas de anteriores caminantes, lee en sus signos y escucha el silencio antes de tomar la decisión. Hoy te encontrarás con tu primera encrucijada. Yo voy a mostrarte otra senda por la que puedes, si lo deseases, dirigir tu existencia. No es ni mejor ni peor que otras, es simplemente diferente.

Hizo un largo silencio y prosiguió con su discurso.

Para poder optar libremente y trazar tu rumbo por el sendero de la existencia, es importante que lleves siempre el corazón rebosante de sentimientos y la cabeza colmada de razonamientos, sólo manteniendo el equilibrio entre la razón y el sentimiento podrás sentirte libre y optar con cordura.

Antes de elegir un nuevo sendero, reflexiona e invoca al Creador que  llevas dentro, pídele siempre a tu corazón y a tu cabeza que el camino que escojas, pueda ser conducido con prudencia durante toda la vida y clausurado a la hora de tu muerte, en paz y armonía.

No te fijes en lo superfluo, no importa cómo sea el camino sino hacia dónde conduce. Nunca olvides que cuando arribaste a este mundo, llegaste desnudo y pobre, tal como naciste.

La riqueza verdadera es un tesoro que guardamos escondido en el interior de cada uno de nosotros y sólo gozamos de ella cuando conseguimos hacer de un hombre bueno, otro mejor.

No entendía nada. Aquellas palabras rebuscadas me recordaron a los sermones que Don Joaquín nos daba en la Iglesia.

 

Cuando terminó de vestirme me calzó unos zapatos de charol. Aún hoy recuerdo aquellos, mis primeros zapatos. Eran unos zapatos negros con unos cordones muy largos. Hoy los evoco relucientes como espejos. Me quedaban pequeños y me oprimían de un modo tortuoso los talones. Al atardecer, cuando me los descalcé, tenía dos grandes ampollas en los talones, pero no me importó, aquel día fui feliz con mis zapatos nuevos de charol.

Creo que no llegué a calzármelos nunca más, imagino que mi abuela los guardó con sumo mimo con la espera de que se presentara alguna otra efeméride para volver a ponérmelos. Pero en aquella perdida aldea escaseaban los acontecimientos significativos y jamás volví a verlos.

Ella, igual que siempre, se vistió de color negro. Los únicos cambios perceptibles en sus vestimentas eran que no llevaba su pañuelo negro cubriendo la cabeza y que portaba un bolso de mano, también negro.

Antes de salir de casa metió en el bolso un pequeño misal, un rosario y una mantilla negra de encaje, mi abuela nunca iba a la iglesia y recuerdo que me extrañó que tuviera tantos objetos religiosos.

Cuando estuvo preparada para partir enrolló un pañuelo grande, haciendo con él una especie de corona que se colocó sobre su cabeza y encima posó con mucho cuidado la empanadera.




Mi abuela, como todas las mujeres de la aldea, tenía una rara habilidad para portar sobre su cabeza los más diversos y pesados utensilios caseros, manteniendo un sutil equilibrio sin que jamás se les cayera nada.

Las mujeres de la aldea desde niñas se ejercitaban en este arte, iban y venían a la fuente de la plaza en busca del agua que luego portaban en sus pesadas sellas  colocadas sobre su cabeza. Caminaban erguidas, con un porte elegante y muy femenino, podría decirse que majestuoso. En su ir y venir, parecían que desfilasen como las modelos actuales de alta costura, aunque imagino que aquellas pesadas vasijas llenas de agua, habrán descoyuntado más de un espinazo.

De camino hacia la iglesia mi abuela hizo un alto en la panadería, dejó allí la empanada para que el panadero la cociera en el horno de leña mientras nosotros acudíamos a la misa de mi primera comunión. Mientras ella charlaba con el panadero yo la esperé en la puerta, saludando con cierta vanidad de niño a toda la gente del pueblo que se dirigía hacia la iglesia.

Me sentía importante vestido con el traje de marinero. Cuando pasó por mi lado mi amigo Xocas acompañado de sus padres y sus hermanas, me guiñó un ojo y me sonrió con complicidad. El  también comulgaba por primera vez aquel día.

Mi arrogancia hizo que me fijara en su traje y lo comparará con el mío. Pensé que el mío era más bonito.

Cuando mi abuela terminó de charlar con el panadero, proseguimos la marcha hacia la iglesia. Mi abuela caminaba erguida, agarrándome de la mano. Tuve la sensación de que se sentía muy orgullosa. Me pareció raro verla tan presumida, nunca la había visto así. Ella siempre halagaba la humildad como el paradigma de toda virtud. 

Recuerdo que yo no comprendía muy bien todo aquel ajetreo de la comunión y la catequesis. Me encontraba un poco confuso en medio de aquel trajín, no entendía por qué mi abuela me obligaba a hacer la primera comunión y a asistir a la catequesis católica, si realmente ella tenía una idea muy diferente de la religión. Con mi mentalidad de niño aquella situación me producía una cierta contradicción.

Durante las semanas previas a la comunión asistí con regularidad a las clases de catequesis, cuando retornaba a casa, mi abuela me interrogaba sobre lo que nos había enseñado el cura párroco.

Si Don Joaquín nos hablaba de la caridad como una obligación y un medio para alcanzar la vida eterna; mi abuela me daba otra versión,  diciéndome que la caridad y la misericordia nunca podrían ser el fruto de una imposición, que la verdadera caridad no debe basarse ni en el temor a un hipotético castigo ni en la esperanza de alcanzar algún provecho divino de goce eterno. La caridad debe ser un acto de libertad, la muestra de un sentimiento humano de fraternidad con nuestros iguales, exento de cualquier esperanza de reconocimiento. Me reiteraba una y otra vez que nunca debe olvidarse el favor recibido; pero que el favor proporcionado debía olvidarse en el instante mismo de consumarlo.

  Cuando el cura nos hablaba de los mártires que habían ofrecido su vida por la fe, ella me replicaba explicándome que la generosidad, el martirio o el espíritu de sacrificio de los seguidores de cualquier religión, ni evidencian ni contribuyen lo más mínimo a la autenticidad de sus creencias.

Don Joaquín siempre nos hablaba de la religión como una revelación de Dios que estaba recogida en los Libros Sagrados; nos instruía en los dogmas de la Iglesia y sin embargo, mi abuela me había educado desde niño a ser especulativo y no aceptar ninguna clase de dogma, ella repudiaba a la gente que por sus incertidumbres se cobijaba en cualquier tipo de creencia basada en un fideismo inocente, en el fanatismo o en la superstición.

Mama Sofía tenía una visión del universo que la empujaba a concebir que el cosmos en su totalidad, podía llegar a interpretarse de un modo racional, bien como la consecuencia de un proceso de autoorganización propio de la naturaleza o como la obra de un desarrollo perfecto regido por una mente desconocida que lo gobernara.

Una y otra vez me sugería que observase el comportamiento armonioso de la naturaleza. La naturaleza nos invita a pensar que su proceder lógico debe brotar de una mente racional y sobre todo creativa, que su gobierno perfecto no puede ser un montaje del azar. Pero de ahí a inferir que el Creador tenía que ser el Dios verdadero que cada religión predicaba como propio, le parecía una arriesgada especulación.

Si realmente existiera un solo Creador revelado, cómo podía comprenderse el que todas las religiones aseguraran que era el suyo, justo el verdadero.

En los días previos a mi primera comunión, una y otra vez me repetía que las enseñanzas morales de todas las religiones, son aceptables; pero que ella consideraba que la religión debe entenderse en un sentido laico, como un compromiso con el resto de nuestros iguales a través de la generosidad y la probidad. Me explicaba que la única obligación para con cualquier tipo de Dios, es el mantenimiento, en todo momento, de una actitud de estricto respeto. Esa es la única manera de vivir en sociedad con tolerancia, respetando al Dios que cada cual lleve en su conciencia. Para ella, todas las religiones eran similares y merecerían el mismo respeto, en la medida que todas ellas tienen algo de verdad, y del mismo modo, en la medida en que igualmente, todas ellas se equivocan en algo.

Cuando llegamos a la iglesia deje de pensar en las enseñanzas de mi abuela y en las múltiples contradicciones que inundaban mi adolescente raciocinio.

En la puerta nos esperaba Don Joaquín. Vino directo a saludar  afectuosamente a mi abuela. Curiosamente y a pesar de la fama de hereje de mi abuela, Don Joaquín y Mamá Sofía se respetaban profundamente y creo, sin temor a equivocarme, que ambos se tenían una mutua simpatía.

Entramos en la iglesia. El templo estaba abarrotado de gente. Supuse que habrían venido de otras aldeas los familiares del resto de los niños. Mi pequeña gran familia estabamos al completo. Mi abuela Mamá Sofía y yo.

   Mi abuela se sentó en uno de los bancos de la parte trasera de la iglesia, recuerdo que cuando me separé de ella para ir a ocupar mi sitio en la primera fila, la miré extrañado. Ella me sonrió y me hizo un gesto con su cabeza indicándome que fuera a ocupar mi puesto y no me preocupara de nada más.

De la ceremonia no recuerdo nada en especial, sé que tuve que recitar una pequeña invocación en voz alta, era una especie de voto de renuncia a Satanás, a sus obras y a sus acciones. Cuando terminó la ceremonia la gente permaneció sentada en sus bancos mientras los niños que habíamos hecho la primera comunión salíamos fuera de la iglesia los primeros, desfilando por el pasillo central del templo al tiempo que los familiares y curiosos nos miraban con simpatía.

Con motivo de aquella efeméride se había desplazado hasta nuestra aldea un fotógrafo. Mi abuela le solicitó que nos hiciera una fotografía a los dos juntos y otra a mí solo. Aquella fue la primera y única vez que me retrataron en la aldea. Aún guardo aquellas descoloridas fotografías en una pequeña cajita, junto con otros recuerdos de mi abuela.

Casi sin darme tiempo a despedirme de mis amigos, mi abuela me ordenó ponernos en camino de vuelta hacía nuestra casa.

Hicimos una primera parada en el puesto de un buhonero donde me compró unas golosinas, luego nuevamente se detuvo en la panadería para recoger la empanada ya cocida. Se la colocó sobre su cabeza y proseguimos nuestro camino.

Cerca ya de nuestra casa vimos a Pedro el cantero, estaba trabajando junto a un pequeño roquedal, tallaba sillares de granito. Mi abuela se sentó en el pretil de una huerta vecina. Con una leve sonrisa saludó al cantero. Él nos dedicó una mirada cómplice y prosiguió con su tarea.

Por la forma en que respiraba, deduje que mi abuela estaba fatigada. Estaba ya muy vieja y estas largas caminatas cargada con la empanada la ahogaban, le faltaba el resuello. Me senté a su lado. Entonces ella me pidió que observara atentamente a Pedro, que prestara suma atención a su trabajo. Me fijé atentamente en su tarea, cogía grandes piedras irregulares, las medía con un pequeño metro y luego les iba dando forma golpeando con sutileza el mazo contra el cincel. Cuando concluía de moldear una piedra dándole una forma cúbica, la apilaba en su carreta.

No sé cuanto tiempo estuvimos allí sentados, a mí se me hizo eterno. Mi abuela permanecía en silencio mirándome fijamente, cuando distraía mi mirada, ella, con un ligero movimiento de cabeza, me ordenaba continuar en mi papel de atento espectador.

   Al rato volvió a colocarse la empanadera sobre su cabeza y proseguimos caminando hacia nuestra casa. Al llegar le ayudé a poner la mesa. Luego comimos. Durante la comida charlamos de mis impresiones de la experiencia vivida durante aquella mañana de mi primera comunión. Ella me escuchaba atentamente mientras yo le iba narrado mis vivencias.

Cuando me cansé de contarle mis experiencias, ella  me interrogó sobre lo que había percibido observando a Pedro el cantero. Con toda naturalidad le comenté lo que realmente había visto, un hombre que trabajaba tallando sillares, ayudado por sus tres herramientas, un metro con el que medir las dimensiones de cada piedra, un mazo para golpear el cincel y allanar los salientes hasta darle una forma regular a las piedras brutas.

Luego me interrogó sobre las prendas con las que se protegía el cantero. Dudé antes de contestar, recordaba vagamente que portaba un mandil de cuero y unos gruesos guantes. Así se lo hice saber. Ella asintió con un gesto. Luego se puso muy litúrgica y me pidió que la acompañara al cuarto que llamábamos oscuro.

Antes de entrar en el cuarto mi abuela me despojó de todos mis objetos metálicos, cegó mis ojos tapándomelos con un lienzo negro, me descalzó el pie izquierdo recogiéndome los pantalones hasta la rodilla y dejó mi pecho al descubierto. Intuí que estaba tratando de darme el aspecto de un indigente. Temí por mi nuevo traje de marinero.

Participé desconcertado en un rito extraño. Arrodillado prometí guardar en secreto cuanto allí ocurrió. Al concluir desveló mis ojos y vi la luz. Entonces pude ver la extraña decoración del cuarto, débilmente iluminada con tres cirios azules.

Asió con fuerza mis manos, dándole un mayor ceremonial a sus palabras. Me trasmitió el simbolismo del trabajo del picapedrero. Me sugirió que aprendiera, imitando el oficio del cantero, mi oficio de hombre y del mismo modo que el cantero daba forma perfecta a la piedra bruta, yo debía esforzarme en moldear con armonía mi persona.

El cantero - prosiguió - investido con un humilde mandil muestra la grandeza del trabajo. Imitando al Creador, transforma un trozo de roca en un sillar geométrico. El mandil, ese sencillo atuendo, simboliza la humildad que brota golpe tras golpe por medio del esfuerzo. Es un signo de igualdad entre todos los hombres.

Sus guantes, deben recordarte siempre que un hombre íntegro no debe mancharse las manos con la infamia ni debe humillar a ningún otro ser humano.

Y sus tres herramientas debes emplearlas siempre en un sentido alegórico, el metro representa la medida del tiempo, debe enseñarte a tener mesura y repartirlo de un modo armonioso, dedicando una tercera parte del día al trabajo, otra al descanso, para de ese modo poder reponer las fuerzas perdidas y la tercera a servir a la familia y al amigo que esté necesitado. El mazo representa la fuerza de la voluntad que nos hace libres, la debemos emplear para disipar toda aspiración abyecta y todo pensamiento deshonroso, a fin de que nuestras obras y nuestros actos nos ayuden a encontrar nuestro propio camino. El cincel nos instruye sobre los beneficios de la perseverancia, virtud que nos alumbra en los momentos de debilidad ayudándonos a ser miembros merecedores de alcanzar las metas que nos propongamos.

Aquella ceremonia fue muy impactante aunque en aquel momento no comprendí la trascendencia de aquella prédica ni aquel extraño rito. Durante días meditaba cada noche en las palabras de mi abuela Mamá Sofía. No recuerdo cuando fue, ni sé si hubo realmente un día concreto, pero gradualmente fui interiorizando aquellas alegorías y fui haciéndolas mías.

 

Hoy ya no tengo dudas. Hoy sé que aquel día de mi primera comunión, en que sellé mi obligación con la Iglesia, también me inicié en un nuevo y largo camino que aún no he terminado de recorrer. Es un sendero que conduce hacia la luz, una senda incómoda de búsqueda de la perfección personal que te ayuda a sobrevivir en esta jungla, sembrando solidaridad allá donde florece la codicia, haciendo brotar la igualdad en el lugar donde reina la soberbia y cantando a la libertad entre los plomizos silencios de la tiranía.  

 



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