jueves, 8 de noviembre de 2012

El Alma peregrina





 Lloviznaba. Llevábamos ya más de diez horas de pertinaz orvallo, recordé entonces, cómo al levantarme, por la mañana temprano, ya lo había presagiado. El viento soplada fuerte del sudoeste, era húmedo y las gaviotas volaban haciendo círculos sobre la aldea, sin arriesgarse a salir al mar abierto fuera de la ría.
En aquella pequeña aldea de la Costa de la Muerte donde nací, el ritmo de la vida lo marcaba las cadencias de la naturaleza. Allí era normal mirar al cielo para averiguar el cariz que tomaría el tiempo durante las próximas horas. Ya desde niños se nos enseñaba a escudriñar en la fuerza de los vientos para poder predecir, anticipadamente, el estado de la mar. Sabíamos todos que con la luna nueva y la luna llena llegaban las grandes mareas, tan necesarias para poder mariscar; conocíamos también que el viento del sudoeste siempre calentaba las aguas y al mismo tiempo que nos traía lluvias, provocaba los grandes temporales de invierno y atraía hacia la costa los bancos de pesca o, por contra, que si soplaba del nordeste, se limpiaría el cielo de nubes. El estado tiempo marcaba nuestras vidas y en algunas trágicas ocasiones, nuestras muertes. En nuestra aldea vivían muchas más mujeres que hombres. Mujeres vestidas perpetuamente de negro, mujeres que arrastraban desde la infancia hasta la vejez el luto por el padre, el hermano, el hijo o si vivían lo suficiente, el nieto, tragado por la insaciable mar.
Aquella vida aldeana era muy diferente a esta vida precipitada e impersonal que hoy arrastro en la ciudad. Ahora el ritmo me lo marca un reloj, del tiempo que va a hacer en las próximas horas me entero por el parte meteorológico, me despreocupo de por donde sopla el viento y ya nunca sé la hora de la bajamar ni el día de plenilunio.
La lluvia en la ciudad sólo significa para mí que hay que utilizar el paraguas o que el tráfico será más pausado y las caravanas y atascos se sucederán a lo largo del trayecto que recorro desde mi casa hasta el infierno donde trabajo. La mar, esa mar mágica que tanto me atrae, no es aquí el eje de la vida, aquí es simplemente una parte de la escenografía. En la ciudad la mar y la playa son una simple fotografía, el engalanamiento de una postal.
Dejo volar libremente mis recuerdos hacia la aldea. Rememoro claramente que aquel día otoñal de mi juventud, como hacía todas las mañanas, me había asomado a la ventana de mi habitación para observar hacia donde enfilaban las chalanas. Todas estaban emproadas hacia el sudoeste, lugar de donde sopla el viento que llamábamos vendaval. Indudable predicción de que nos aguardaba un día templado y, muy probablemente, lluvioso.
Tal vez esta obstinada lluvia fuera la culpable de que en aquellas tardías horas del anochecer, estuviéramos solamente tres personas en la taberna.
Las noches anteriores, mientras caminaba solitario por el sendero que conduce hacia mi casa, había percibido la extraña presencia de una señora muy extraña y totalmente desconocida para mí, era rubia, de corta melena ensortijada e iba vestida enteramente de blanco. Se escondía entre las sombras de la noche para que yo no me percatara de su presencia. Me vigilaba disimuladamente y seguía mis pasos hasta la misma puerta de mi casa.
Aquella insólita figura femenina, enmascarada entre las penumbras, había desatado en mí una enorme e insana curiosidad, aunque también, paralelamente, me producía un ligero temor. Su figura barruntada entre la negrura de la noche se asemejaba a aquellas figuras legendarias de las que tanto me hablaba mi abuela Mamá Sofía, aquellas ánimas del purgatorio que vagaban por los caminos en larga procesión, vestidas totalmente de blanco y a las que el pueblo llano había bautizado con el nombre de Santa Compaña.
No obstante esta señora que yo creía haber visto, siempre acechaba solitaria, sin compañía alguna. No vagaba en procesión. Tal vez podría ser un alma en pena, pero yendo cómo iba, siempre sola, yo intuía que no podría ser un miembro de la Santa Compaña. Cuando pregunté a mi abuela si existían ánimas peregrinas que vagaran en solitario, me habló de que hacía mucho tiempo hubo gentes que manifestaron haber visto almas vagando solitarias por las corredoiras o rondando los cementerios, enrolladas en blancas túnicas, se les conocía popularmente con el nombre de estadeas o antaruxadas, pero me aconsejó que no diera crédito de esas habladurías, que eran invenciones de las gentes crédulas y aldeanas deseosas de protagonismo.
Aquella tarde, como llovía, me había guarecido en la taberna dejando transcurrir apaciblemente el tiempo, ese tiempo que en la aldea discurre lento, aparentando que nunca se agotara. Quería esperar hasta la medianoche para volver a mi casa caminando a oscuras por los caminos solitarios, con la vaga esperanza de volver a ver a la extraña señora vestida de blanco. Quería regresar a mi casa a la misma hora que lo había hecho los días anteriores para volver a verla entre las sombras de la noche. Esta noche intentaría ocultarme en algún recodo del camino y tenderle una trampa para poder observarla de cerca e intentar, si la ocasión me fuera propicia, dialogar amigablemente con ella.
El tabernero se esforzaba vanamente en darme conversación. Mi mente errante se ausentaba continuamente de su aburrida charla. Tenía que hacer un gran esfuerzo para seguir su conversación. Resonaban en mi oído las palabras huecas y lejanas del tasquero, mientras yo imaginaba a la dama vestida de blanco como alguna princesa hechizada, en busca de un valiente hidalgo que la liberase de tan horrible encantamiento. Por supuesto que en mis fantasías el valiente hidalgo era yo. Me encontraba inquieto. Una y otra vez dirigía mi mirada hacia el reloj, cómo si quisiera apurarlo para que sus agujas corrieran más rápidamente y llegaran cuanto antes a la ansiada meta de las doce de la noche. Luego dejaba que mi vista se perdiera vagando tras los cristales de la ventana, mirando hacia la estrecha y solitaria rua que daba a la plaza; albergaba la incierta esperanza de poder descubrir a la distinguida dama vestida de blanco, paseándose bajo la lluvia entre las callejuelas de la aldea.
Poco a poco se iba acercando la hora de mi partida. La lluvia ya había cesado, aunque el cielo se seguía manteniendo totalmente encapotado. La temperatura de esta noche de otoño era agradable e invitaba al paseo nocturno. Huyendo de la conversación del tabernero, opté por abandonar la taberna y caminar en la noche solitaria por las apacibles calles de la aldea.
Al salir me paré ante la puerta del bar y encendí un cigarrillo. Aunque no veía a nadie, intuía la presencia cercana de otra persona. Era una percepción imprecisa. Tenía la seguridad de que no estaba solo, que alguien estaba allí. Di unos cuantos pasos y al llegar a la plaza, junto a la fuente, nuevamente me paré. Miré al cielo simulando que lo examinaba para predecir el tiempo que haría durante el resto de la noche y al bajar la mirada, la vi. Estaba quieta, tiesa como una estatua, mirándome fijamente desde lejos, casi no era visible en la oscuridad de la noche, sus ropajes blancos y sus dorados cabellos ondeaban ligeramente por efecto de la suave brisa. Por su actitud nada disimulada y casi desafiante, pensé que ella, en esta ocasión, deseaba que yo la viese.
Aparenté no haberla visto. Me dirigí, caminando lentamente, hacia las afueras del pueblo, enfilé el sendero que conduce hacia nuestra casa. Por el rabillo del ojo observaba de vez en cuando furtivamente a la dama. Ella, algo alejada, me seguía. Por primera vez ese día se mostraba abiertamente. No se escondía tras la frondosidad de la vegetación, sin embargo se mantenía a una prudente distancia, impidiéndome verla diáfanamente. Mientras caminaba decidí agazaparme tras el cruceiro ubicado en la encrucijada del camino. En aquel cruceiro donde siendo yo casi un bebé, mi abuela Mama Sofía me abandonó a mi suerte durante cerca de una hora con las piernas amarradas con una soga, a la espera de que la primera persona que por allí transitara, desatase mis ligaduras y me liberará del mal de ojo que me impedía aprender a caminar erguido.
Cuando llegué a la encrucijada de caminos me aposté discretamente escondido tras la gran cruz de granito. Conteniendo al máximo la respiración. En sepulcral silencio, esperé la llegada de la dama. Recordé entonces como me habían explicado de niño, que no se debía aceptar ningún cirio que te ofrecieran las almas en pena de la Santa Compaña. Según decían los más viejos, cuando la Santa Compaña se acerca a una vivienda, no hay que asomarse a las ventanas. Si los procesionarios te vieran, es seguro que te entregarían un cirio blanco para que se lo guardaras, diciéndote que vendrían a recogerlo a la noche siguiente. Ese cirio blanco era verdaderamente la representación alegórica de la propia muerte y al devolverlo inocentemente la noche siguiente, asiéndote con firmeza por el brazo te arrastran y te transportan con ellos al mundo de los muertos.
También contaban los viejos de la aldea, que si te encuentras por los caminos con la Santa Compaña, se producía una especie de canje de rehenes. Liberaban a la persona que venía encabezando el acompañamiento y a ti te obligaban a hacer esa función, encadenándote a vagar junto a ellos todas las noches, portando una gran cruz y conduciendo la comitiva hasta las casas de las víctimas previamente elegidas. Manifestaban los ancianos que quienes efectuaban esa función no recordaban durante el día nada de lo sucedido en la noche anterior. Pero que se podía reconocer a las personas penadas con este castigo por su extremada delgadez. No les permitían descansar noche alguna, por lo que su salud se iba debilitando hasta enfermar sin que el sujeto ni médico alguno, supieran las causas de tan misterioso mal. Condenados a vagar noche tras noche, hasta que otro incauto fuese sorprendido caminando en el crepúsculo y se castigara a ocupar el puesto de lazarillo.


No se oía paso alguno. Agazapado tras el cruceiro, de vez en cuando alargaba el cuello, asomando la cabeza por encima de la vegetación intentando atisbarla. Había desaparecido, no se veía a nadie. No quedaba ni rastro de la dama de blanco a lo largo del camino. Repentinamente sonó una voz a mi espalda, una voz aguda, femenina, que me decía:
- Estoy aquí. No temas
Una sensación extraña recorrió mi cuerpo de arriba a abajo, era una sensación mezcla de temor y de la consumación de algo esperado. En un intento vano de desaparecer cerré los ojos con fuerza y taponé las orejas con mis manos. Ella estaba allí, detrás de mí y yo era incapaz de girar la cabeza para mirarla.
Ella debió percatarse de mi estado de temor y colocó sus manos dulcemente sobre mis hombros. Comenzó a hablarme con naturalidad. Me rogó que no huyera, me aseguró que no me haría ningún daño. Me confesó que estaba allí para implorar mi ayuda. Que llevaba vagando durante años, venía del norte, del lugar donde nace la luz en primavera, caminando en ritual peregrinación hacia el Finisterre, necesitaba morir para renacer a una nueva vida eterna. Iba en busca de una persona valiente que la ayudara a encontrar la senda que conduce hacia el descanso perpetuo.
Mientras oía sus palabras cálidas, rebosantes de ternura, fui poco a poco tranquilizándome. Y por fin tuve valor para darme la vuelta y quedarme frente a ella, mirándola fijamente a los ojos. Ahora percibía su delicada mirada. De sus claros ojos azules emanaban miradas teñidas de dulzura. Era una mujer de mediana edad, rondaría los cuarenta años. Rubia y de tez muy pálida, algo lívida. Sus vestimentas largas y sueltas disimulaban un poco su rolliza figura. Era una mujer rechoncha, de notables senos y voluminosas posaderas. Sus rasgos denunciaban su claro origen céltico. Supuse que habría vagado errante durante muchas jornadas para llegar hasta aquí desde las frías tierras del lejano septentrión. Me confió su nombre. Dijo que se llamaba Ártica que quiere decir frío perpetuo del norte. También me confesó que deambulaba errante, como alma en pena, por haber muerto siendo virgen, buscando el hermético fuego purificador, que le liberara de sus cadenas y le alumbrara, indicándole el verdadero sendero que conduce hasta el ansiado mundo de los muertos.
Yo desconocía lo que debía hacer. No sabía cómo podría ayudarla. Ella me indicó que yo era la única persona que había encontrado en su largo vagar errante, en la que podía confiar para romper el maleficio que la tenía encadenada a este desgraciado mundo. Precisaba una persona valiente que no temiera el contacto físico con un alma errante.
Traté de explicarle por todos los medios a mi alcance, que yo no era la persona indicada. Yo no era, en absoluto, nada valiente, mas bien todo lo contrario. De hecho, en esos momentos estaba estremecido de miedo. Yo era un curioso y, en ocasiones, imprudente joven aldeano, sin más virtud que la entrega a los deberes para con mi familia.
Obstinadamente ella se mantuvo en su elección y me citó en una pequeña cueva de la playa del Osmo, aquella que se conoce en la aldea con el nombre de A Furna. Sería la séptima noche después de la luna llena. Según me dijo, en el transcurso de un ritual de fuego recitaríamos un conjuro que la liberaría de las cadenas que la ataban a este mundo y podría partir libre hacia el Valle Eterno.
Me ordenó que guardara en secreto nuestra relación. Nadie podría conocer nuestros propósitos, pues sus efectos quedarían neutralizados si alguna persona nos sorprendiera mientras llevábamos a cabo el sagrado ritual del fuego purificador.
Se me hicieron larguísimos los días que transcurrieron hasta la fecha elegida. Mi abuela me notó ausente. Me preguntó si algo me sucedía, si había tenido algún disgusto. Yo le respondía con evasivas y ella respetando mi intimidad dejó de preguntar.
La noche anterior comencé los preparativos. Compré en la taberna una botella de buena aguardiente. Era un aguardiente aromática que el tabernero adquiría en la feria de A Ponte a un labriego de una aldea de la comarca del Ulla. Pedí a mi abuela que me prestara el pote de barro y el cucharón. Le comenté que los necesitaba para hacer una queimada, pero no le confesé con quién la iba a hacer. Ella, prudente, percibió que no quería contarle toda la verdad y no me preguntó nada.
Aquel atardecer me abrigué como si de un día de invierno se tratara, intuía que la velada otoñal se alargaría y el viento del nordeste podía refrescar la noche. Esperé hasta que el sol se acostara tras el horizonte marino para dirigirme sigilosamente por el pinar hacia la playa. Lo hice de un modo discreto, sin levantar la más mínima sospecha entre las gentes de la aldea. Portaba la botella y los utensilios dentro de un saco para que nadie pudiera verlos.
Según iba transcurriendo el tiempo, más me iba impacientando. Dudaba por momentos si habría entendido bien la hora y el lugar de la cita. Si éste era realmente el día elegido. La séptima noche a contar desde la luna llena. Miré hacia la luna, esta noche estaba iluminada con su silueta menguante. Me preguntaba, asimismo, si había sido prudente haber acudido solo y no haberselo confiado a nadie, ni tan siquiera a mi abuela Mamá Sofía, mi más leal confidente.
De todos modos ya no existía la posibilidad de volverse atrás. Ya estaba próxima la medianoche. De un momento a otro surgiría de entre las penumbras de la noche la extraña silueta de la dama vestida de blanco, la figura de aquella oronda mujer que me había revelado llamarse Ártica.
Iluminándome con mi vetusto candil fui cogiendo piedras con las que componer un pequeño hogar sobre la arena de la playa. Luego recogí ramas y palos de los que las mareas van varando en la arena de la playa, para utilizarlos como leña en la hoguera. Preveía que la noche sería fría y húmeda, y una buena hoguera templaría la temperatura y nos alumbraría con más fulgor que el viejo candil.
Coloqué el pote sobre las piedras del hogar, nivelándolo con cuidado para que quedara bien afirmado y no se derramara el aguardiente. Encendí la hoguera y aproveché para calentar durante un ratito la cazuela con el aguardiente.
Muy cerca, al abrigo de una oquedad en la pared rocosa que formaba una pequeña gruta, organicé el emplazamiento donde efectuaríamos la queimada.
Parecía, en la noche otoñal, que aquel lugar tan recogido fuera un pequeño templo, un espacio inviolable donde reinaba el silencio. Coloqué allí con cuidado el pote con el aguardiente ya calentado, posando sus tres patas sobre un llano del suelo rocoso, vacié en su interior varias cucharadas de azúcar, un poco de miel, unos granos de café tostado, una manzana troceada y varias porciones de mondadura de limón. Al lado posé las dos tazas y el cazo de barro cocido.
Estaba yo de espaldas a la entrada de la cueva cuando intuí, nuevamente, detrás de mí su presencia. No me atrevía a girarme y mirar hacia la embocadura. Ella, tranquilizadora y familiar, con su voz aguda e inconfundible me saludó con cordialidad.
Fue entonces cuando tuve que armarme de valor y mirarla fijamente a la cara. En la oscuridad de la noche se reflejaban en sus ojos azules el crepitar de la luz proveniente de la hoguera, dándole a su mirada una enorme profundidad que me intimidaba. Yo, muy nervioso, intentaba explicarle con gestos y palabras cómo iba organizar la queimada, ella por toda contestación me sonreía continuamente.
Asió mi mano entre las suyas y trató de tranquilizarme. Me hizo un leve gesto con su mano requiriéndome que prosiguiera con mi tarea sin atropellarme, ofreciéndole explicaciones incomprensibles. Se sentó sobre la arena cruzando sus piernas, mirando con curiosidad todo cuanto yo hacía. Con un gesto afirmativo de su cabeza me invitó a comenzar con el rito sagrado de purificación.
Le expliqué que según la tradición de nuestra Costa de la Muerte, los tres elementos básicos de la queimada son la tierra, el fuego y el agua. Simbolizados en el barro del perol, el aguardiente y el fuego que arderá para fundirlos en uno. Es un rito que se pierde en la noche de los tiempos, que heredamos de nuestros ancestros y debemos preservarlo para nuestros descendientes.
El azúcar blanca y dulce, símbolo de la pureza y de la inocencia, nos recuerda que para beber este brebaje debemos tener nuestras manos limpias de ignominias.
La miel es el producto del trabajo y la laboriosidad de las abejas, es la alegoría del trabajo dirigido racionalmente hacia un fin, una dulce virtud que debe presidir todas nuestras acciones si queremos alcanzar la meta prometida.
El limón símbolo de los sinsabores de la rutina, la acritud de la vida, es la vacuna contra la amargura, que pintará sonrisas de estreno en nuestro rostro.
La manzana símbolo de nuestra condición humana, nuestro pecado más deseado, aquel que la pionera Eva cometió en el Edén y del que tanto nos encanta gozar. La manzana le otorga a la queimada ese toque afrodisíaco.
Y por último, los exóticos granos de café que tiñen de un color pálido el caldo y mejoran su recio sabor, significan las costumbres foráneas, la exaltación del mestizaje, la universalidad del ser humano.
Ella escuchaba con atención mis aldeanas explicaciones sobre el simbolismo que en nuestra aldea damos a los ingredientes de la secular queimada.
Calenté en el fuego el cazo de barro, quemando en su fondo un poco de azúcar hasta casi alcanzar el punto de caramelo. Añadí entonces una porción de aguardiente y una vez caliente, lo prendí.
Ofrecí galantemente a Ártica el cazo para que le cupiera a ella el privilegio de prender la queimada. Se arrodilló con solemnidad ante la cazuela y elevando despacio el cazo, fue derramando su líquido ardiente sobre el caldo, prendiendo una gran llamarada de tonos azulados.
Cerró ritualmente los ojos y al tiempo que removía la queimada, elevando una y otra vez el cazo, para derramar su contenido dentro de la cazuela y avivar el fuego, con voz queda fue recitando una oración que casi no alcancé a oír.
-"Fuego, llamas azules que alumbráis en esta noche estrellada, iluminad el sendero a las ánimas perdidas, iluminad la oscuridad, esclareciendo nuestro destino incierto.
Fuego, llamas azules que purificáis el aire de esta noche estrellada, expurgad los pecados cometidos en la vida profana por las humildes ánimas pecadoras, absolviendo las faltas a nuestros espíritus arrepentidos.
Fuego, llamas azules que ardéis en esta noche estrellada, quemad las cadenas que retienen a las ánimas errantes, fundid los grilletes que nos atan a la vida mundana, liberando el camino que nos conducirá a los valles del oriente eterno"
Cuando hubo terminado su oración se despojó de la toca con la que cubría su cabeza y apagó con ella la queimada. Sirvió en dos tazas el caldo, ofreciéndome una a mí y bebiéndose ella la otra.
No dijo nada más, solo bebía, me miraba y me sonreía con ternura.
Tras las primeras tazas nos bebimos las segundas, luego las terceras y tras ellas otras más. Con las cuartas tazas terminamos de consumir todo el líquido espiritoso. Después de tanta bebida yo ya me encontraba algo mareado y adormecido. Ella cubrió el suelo de arena con su toca y me invitó a tumbarme sobre la misma. Siguiendo sus indicaciones me tumbé boca abajo. Ártica comenzó a masajear con dulzura mis hombros y cuello. Sus manos fueron descendiendo suavemente por mi espalda, primero hasta la cintura, luego a los glúteos, piernas y plantas de los pies. Su delicado masaje me iba relajando, dejando mi cuerpo sosegado y apacible mientras mi mente vagaba errante por un mundo idílico. Me sugirió que me diera la vuelta quedándome boca arriba mirando al cielo estrellado.


La hoguera iba perdiendo su fuerza y ya casi no nos iluminaba.
Ella puesta en pie, rasgó con arrojo sus vestimentas desde la altura del escote hasta los píes, dejando al descubierto todo la parte delantera de su cuerpo, pude entonces admirar sus concupiscentes pechos, sus enormes pezones parduscos, su rechoncha cintura y sus muslos.
Luego, suavemente me despojó de mi manto y sin perder en ningún momento su entrañable sonrisa, se colocó frente a mí en cuclillas, cogió con ternura mis pies, fue besándome uno a uno todos los dedos, mientras acariciaba con ternura las palmas.
Yo sentía la humedad de su saliva que amortiguaba el ligero cosquilleo que me producía con los dedos de sus manos, seguidamente los abrazó con fuerza contra sus pechos desnudos y prosiguió acariciándome por parte superior del pie y el tobillo. Poco a poco iba desplazando su masaje, notaba subir sus manos lentamente por mis piernas, percibía la dulzura de sus manos rozando con delicadeza por todo mi cuerpo.
Chupé sus dedos rechonchos, los mordí con pasión mientras ella, con dolor, me introducía en su regazo y rompía las ligaduras que la aferraban a este mundo, emancipándose de su cautiverio virginal. Súbitamente un volcán emergió con fuerza de mi interior, un río de blanca lava candente surgió de mi cráter profundo fundiéndose con su río caudaloso de néctar. Creí subir al cielo. Creí levitar libre entre las sedosas nubes de la noche otoñal. Me quedé dormido.
Cuando desperté, pensé que nada de lo sucedido había podido ocurrirme, que todo aquello era solamente el recuerdo de un sueño placentero. Y sin embargo yo sabía que todo era cierto, tan verdadero y auténtico como mi propia existencia. Tenía la seguridad de que había salvado a un alma errante y solitaria que vagaba en pena.
Por la mañana temprano retorné a mi casa, mi abuela me esperaba con un tazón de leche caliente, tuve intención de contarle todo cuanto me había sucedido aquella noche de luna menguante, pero ella no me lo permitió. Cuando comencé a narrarle mi extraña experiencia, posó su dedo índice dulcemente sobre mis labios y acalló mi voz.
No obstante, desde que vivo en la ciudad, a todos a los que les he narrado esta historia me dicen que confundo mi mundo de fantasías con la realidad, que todo es producto de una ensoñación. Tal vez tengan razón y sólo fue un efímero sueño, pero sin embargo...

                                                                         



lunes, 5 de noviembre de 2012

LA LEYENDA DEL RUBIO



De todas las historias que me narraba mi abuela Mamá Sofía en aquellos lánguidos atardeceres invernales, hay una que se sobrepone a las demás, una que yo la rememoro con mayor nostalgia. Era una historia melancólica de un joven extranjero al que llamaban O Roxo, que quiere decir El Rubio.

Contaba la historia, que antiguamente, antes de que le pusieran nombre al Camino de Santiago, gentes que provenían de las tierras del frío, de la región que llaman La Bretaña y de las Islas de Norte, en ocasiones llegaban caminando hasta nuestra aldea camino del Cabo de Roncudo, para culminar una peregrinación en busca de su liberación personal, al llamado punto o centro mágico de las culturas celtas. Seguían un sendero sagrado escrito en los cielos de la noche.

Eran penitentes o jóvenes que se iniciaban en la vida sacerdotal de la religión de los druidas.

Aquellos muchachos, ayudándose en su caminar solamente con un tosco cayado, tras interminables y agotadoras jornadas de marcha llegaban extenuados al extremo del cabo, allí, siguiendo un ritual hermético, después de arrojar al mar sus escasas pertenencias, se desnudaban y se bañaban al abrigo de los golpes de mar en la pequeña cala de Gralleiras, purificando su cuerpo en las frías aguas del Mar Océano.

Según contaban los más viejos, los peregrinos subsistían tan sólo de la caridad y la misericordia de los lugareños, a su regreso, como testigo de haber conseguido la anhelada meta, portaban colgada de su mísero manto una concha marina.

Eran, según contaban, gentes pobres y honestas que hablaban una lengua desconocida en la aldea, gentes temerosas de su Dios y nunca provocaban pendencias con los aldeanos.

Uno de aquellos muchachos llamase O Roxo, cuentan que este joven, allá en su tierra natal estaba al servicio, como paje, de un gran señor feudal, una especie de príncipe del lugar. Era un mozo valiente y profesaba una lealtad inquebrantable a su soberano, dominaba el arte de la lucha con la espada y demostraba una maña envidiable en la caza con el tiro con arco.

Montaba a caballo con la soltura de un centauro y era atrevido y astuto para las batidas y el ojeo de la caza.

Su señor, desde que el joven fuera niño, sentía una gran simpatía por aquel muchacho sencillo de carácter abierto y alegre. Lo mantenía a su lado como su escudero más leal.

Admirado de su arrojo y el dominio del arte de cabalgar, cuando su hija se hizo moza nombró al O Roxo como preceptor de su joven hija para que se encargara de enseñarla a montar a caballo con desenvoltura y estilo.

O Roxo pronto congenió con aquella hermosa princesita de carácter alegre y juguetón. Leal a su Señor, O Roxo se entregó en cuerpo y alma a enseñar a la joven los secretos del arte de cabalgar. La inquieta princesa aprendió en muy poco tiempo a montar con la presteza de una amazona y suplicó a su maestro que, desoyendo las ordenes de su padre, también le enseñara el arte de disparar las flechas con la maña con que lo hacían los arqueros de su padre.

O Roxo incapaz de negar nada a la linda muchacha, sucumbía siempre a sus caprichos. Poco a poco, mientras iba adiestrando y conviviendo con la joven doncella, su alegre carácter iba mudando paulatinamente, volviéndose mucho más taciturno y melancólico.

O Roxo, en contra de su propia voluntad, se estaba enamorando perdidamente de la princesita, escondiendo sus emociones en lo más profundo de su alma. El temor a la posible reacción que podría desatar en su señor, si llegara a enterarse de su ferviente pasión por la princesa, le impedía compartir sus sentimientos con ninguna otra persona.

Cada vez con más frecuencia se le veía a O Roxo pasear solitario y silencioso por la orilla de playa, tarareando continuamente una triste melodía que hablaba de un amor no correspondido. Una canción que de niño había aprendido de un trovador.  

Lucrecia, que así dicen que se llamaba la joven princesita, percibía con tristeza las perturbaciones que se producían en el alegre carácter de O Roxo.

Y aunque nunca quiso reconocerlo ella también se estaba enamorando de su joven instructor. Lucrecia comenzó a fugarse a hurtadillas de palacio para frecuentar los lugares por donde O Roxo deambulaba solitario, pretendiendo hacerse la encontradiza y de ese modo poder compartir con él sus aflicciones y melancolías.

En la soledad de su alcoba día tras día, Lucrecia iba escribiendo un diario íntimo donde anotaba todas las emociones que percibía cuando se encontraba con su amado. Allí reflejó la impresión placentera del aroma del joven, la profundidad de su clara mirada, la expresividad de sus silencios.

Cada anochecer danzaba abrazada al pequeño libro dejando volar libremente su imaginación, mientras fraguaba en su mente sueños imposibles.

El noble señor pronto se dio cuenta de que la mudanza del temperamento alegre y juguetón de su hija, tenía mucho que ver con las huidas de palacio y con los largos paseos por la playa en compañía de O Roxo.

A su juicio, estos paseos iban fertilizando una relación amorosa que según se acrecentaba, iba uniendo cada vez con mayor fuerza a los dos jóvenes, apartando a su hija de su influencia paterna y poniendo en peligro su virtud de doncella. Entonces, resolvió poner fin a tan imprudente relación.

Llamó a su presencia al joven escudero y al tiempo que lo liberaba de la responsabilidad de ser el instructor de su hija, lo animó con falsos elogios a alistarse en las filas de las huestes del Rey, donde, según le dijo, le esperaba un gran porvenir, descubriendo el gran mundo que existía tras los bosques que acordonaban la aldea.

Le profetizó que fuera de la aldea encontraría una sociedad llena de prosperidad y oportunidades, donde conocería muchas y bellas mujeres.

En agradecimiento a sus leales servicios le entregó siete monedas de oro para que pudiera costearse el viaje hasta la capital del reino.

El joven rogó a su señor que le permitiera seguir a su servicio, que no deseaba abandonar la aldea ni servir a hombre alguno que no fuera su señor. Enojado por la tozudez de O Roxo y con claro deseo de herirlo le espetó que ya no eran necesarias sus servidumbres, que desde hacia ya algún tiempo había abandonado sus responsabilidades y sólo vivía para servir a Lucrecia y a la joven ya la había prometido y muy pronto se iba a casar con un noble caballero. Era ya, por tanto, del todo imposible que siguiera a su lado.

Ante tan desgraciada noticia O Roxo, cabizbajo, abandonó aquella misma noche la aldea y ya nunca más supieron de él, ni su señor ni su joven amada Lucrecia.

O Roxo fue a refugiarse en una choza solitaria en la profundidad del bosque. Era un lugar donde vivía como ermitaño un viejo druida. Durante el tiempo que convivió en la choza con el viejo, O Roxo cazaba, recogía leña y ayudaba con su trabajo al anciano sacerdote, mientras, iba aprendiendo las esotéricas enseñanzas que le dispensaba el anciano sobre las tres artes druídicas, la de las profecías a través de la lectura de las runas, los secretos iniciáticos de la piedra y la alquimia.

El anciano anacoreta fue despertando en el muchacho el temple suficiente para derribar las murallas que el hombre edifica para protegerse de quién se cree que es, sin serlo realmente, le explicó también, cómo permitimos escapar gran parte de nuestra vida intentando agradar a los demás para probar nuestra hombría y generosidad, cuando en realidad quién es realmente valeroso y desprendido, no necesita probar nada a nadie.

Le educó para vencer la soledad y deleitarse con pasión hacia la vida. Y le habló del amor, le mostró cómo la gente confunde la necesidad de amor con el amor verdadero, cómo, quien no se ama así mismo, no puede amar realmente a otros.

Entretanto Lucrecia, siguiendo los designios de su padre accedió, aunque de muy mala gana, a desposarse con el aristocrático caballero. De nada le sirvieron sus lágrimas ni sus súplicas. Como buena hija tuvo que someterse a la tiránica voluntad de su padre. Durante meses se mantuvo recluida sin salir de su alcoba, consumía las horas leyendo su viejo diario y evocando con nostalgia a su amado.

Con motivo de su  boda, su padre organizó una gran fiesta para que Lucrecia conociera a su futuro esposo y proyectó la víspera del casamiento una gran cacería a la que acudirían todos los hidalgos invitados a la boda.

El futuro novio de Lucrecia, aceptó la idea con regocijo, pues tenía fama de ser un buen cazador, e intentó, sin conseguirlo, persuadir a su futura prometida para que lo acompañara durante la partida.

La triste muchacha cuyo corazón solo palpitaba con la evocación de su amor perdido, no tenía ánimos para participar en la cacería y se negó con rotundidad a acompañarlo.

Al retirarse abatida a su alcoba, una de sus sirvientas más leales, le confió en secreto que su anhelado Roxo moraba escondido en la choza de un viejo druida, en las entrañas de aquel bosque donde los invitados iban a dar la batida de caza.

Lucrecia, esperanzada con la posibilidad de poder volver a ver a su amado Roxo antes de ser desposada, corrió a vestirse con los ropajes de caza, mientras, ordenaba que dispusieran su caballo alazán, aquel corcel en el que O Roxo la había enseñado a montar como una amazona y que tan bien reconocía las ordenes que éste le daba con sus silbidos.

Pensó que el caballo con su instinto innato y su lealtad hacia su adiestrador, quizá la condujera hasta el lugar dónde se encontraba escondido su amado.

Armada con su arco galopó tras los invitados. Antes de que rebasaran los límites del bosque Lucrecia ya había dado alcance a la partida y se unió a la cacería.

Fue una cacería copiosa, dieron muerte a varios jabalíes, zorros y abundantes liebres. Ya de regreso hacia la aldea, cuando el sol anunciaba su declive, resonaron de nuevo las trompetas, los ladridos de los perros anunciaban una nueva pieza.

Se trataba de un enorme jabalí de aspecto fiero. Ojeadores y perros fueron acorralándolo junto a la playa en tanto llegaban los cazadores, empujándolo con sus ruidos y ladridos hacia la arena húmeda de la orilla para evitar que pudiera huir.

El jabalí asustado, con sus patas hundidas entre la fangosa arena, temeroso ante la presencia de la jauría de perros y el gran número de cazadores, quedose quieto. Parecía rendido.

El prometido de Lucrecia fue el primero en llegar junto a la pieza, descabalgó y esperó la llegada de la joven dama para que fuera a ella a la que le cupiera el honor de abatir la pieza más grande, invitándola cortésmente con una leve indicación a que ejecutara con un certero flechazo al indefenso jabalí.

El resto de los invitados reían alborozados y bromeaban con la suerte de la joven dama por tener la oportunidad de cobrarse la pieza más hermosa, sin embargo, ella no sonreía, sus ojos rezumaban tristeza. Habían abandonado el bosque y no había tenido la fortuna de volver a ver a su amado Roxo.

Los lacayos sujetaban con fuerza a los perros que ladraban desaforados y al tiempo que el jabalí miraba atemorizado, Lucrecia desmontó con su arco armado con una flecha. Sigilosa se fue acercando al jabalí mirándolo fijamente a los ojos.

Antes de matarlo reflexionó durante unos segundos, recordando las enseñanzas que recibió de su amado Roxo.

Él le había enseñado que nunca debía confiarse en un animal salvaje acorralado, su reacción era imprevisible. También le había aleccionado explicándole que un buen cazador nunca debía cobrase a un animal indefenso, el lance para ser meritorio debía ser una combate nivelado, en igualdad de condiciones.

De pronto, tras un bufido, el animal dio un salto enorme y acometió de frente contra la muchacha.

Los cobardes invitados, asustados por el repentino resurgimiento del animal, corrieron precipitados hacia la orilla para poder protegerse entre las aguas de la mar; su prometido, preso de los nervios, intentó inútilmente armar su arco, pero antes de que pudiera hacerlo, el animal arremetió irritado una y otra vez contra la joven dama, despedazándola, antes de huir rugiendo desesperado.

Cuando llegaron a socorrerla era demasiado tarde, Lucrecia se estaba desangrando y pocos minutos después moría víctima de las múltiples heridas.

Portaron su cadáver hasta la aldea para postrarlo a los pies de su abatido padre. El día señalado para la alegre boda, convirtiose, de ese modo, en día de triste enterramiento.

Algunos días después, en un amanecer brumoso, en la orilla de aquella playa solitaria donde Lucrecia encontró la muerte, en la misma playa donde tiempo atrás paseara cabalgando con su amigo O Roxo, apareció muerto, con el corazón arrancado, el fiero jabalí que había matado a la joven Lucrecia.

Nadie supo nunca en la aldea, quién lo mató, nadie supo jamás que O Roxo, tras enterarse de la muerte de su amada, siguiendo los sabios consejos del viejo druida, fue tras el jabalí durante días, hasta hallarlo para poder vengar la muerte de Lucrecia, inmolándolo ritualmente arrancando su corazón. El padre de la joven al enterarse del descubrimiento del cuerpo sacrificado del jabalí, presintió, acertadamente, que pudiera ser obra de O Roxo, entonces comprendió el gran amor que aquel joven sentía por su hija y tuvo la seguridad de que O Roxo, de haber estado presente ese día en la playa, no hubiera abandonado a su suerte a Lucrecia y antes de permitir que el jabalí la matara, hubiera muerto él defendiéndola.

Al amanecer del día siguiente, tras enterrar el corazón del jabalí bajo la sombra de un gran sauce llorón y encargar al viejo druida que esculpiera una lápida en piedra de granito en recuerdo de su amada Lucrecia, O Roxo comenzó la peregrinación iniciática hasta el llamado punto mágico del occidente, allá donde muere el mundo, donde el sol se hunde cada día en la mar océana.

El viejo druida le instruyó para que siguiera el sendero sagrado escrito en los cielos de la noche estrellada. Tendría que caminar durante duras y largas jornadas en busca de su liberación, al encuentro con la muerte alegórica que le haría renacer a otra nueva vida, tendría que desprenderse de los recuerdos trágicos que lo encadenaban al pasado y encontrar la aceptación de la muerte que pusiera fin a su sufrimiento, allá, dónde según le profetizó el anciano druida, encontraría nuevamente el amor.

Cuenta la leyenda que O Roxo llegó hasta nuestra aldea tras varios meses de largo y penoso caminar, tuvo que recorrer las sórdidas llanuras de los francos, evitando encontrarse con los bandidos que acechaban en los caminos, vadeó grandes ríos caudalosos y atravesó inmensas y solitarias praderas donde sesteaban manadas de ganado salvaje; luego cruzó los montes fronterizos de bosques frondosos y húmedos del país de las lluvias, atravesó a la ocre estepa de los reinos íberos, seca de sol y despoblada y ascendió a los montes brumosos y siempre verdes de Galicia, guerreó con lobos y osos y al fin, exhausto, un atardecer de plenilunio arribó a las costas de nuestra aldea.

Cómo todos los peregrinos, al llegar al cabo arrojó al mar sus únicos y preciados bienes, su cayado de madera de avellano, su puñal y las siete monedas de oro con que su señor recompensó su traición a Lucrecia.

Luego tras desnudarse y efectuar un rito extraño, se sumergió tres veces en las frías aguas de nuestro mar.

Repuso fuerzas descansando durante varios días en una chabola que construyó con hierbas secas y maderos varados que recogió entre las rocas,  alimentándose durante ese tiempo de pequeños crustáceos y moluscos.

Al cabo de un tiempo decidió regresar, la experiencia iniciática del camino, las largas jornadas de recogimiento en intenso silencio, la magia que emana de la piedra y la penuria que acompaña a la soledad, le habían devuelto el equilibrio.

Sentíase en aquel lugar como si estuviera a punto de brotar a una nueva experiencia, parido desde el mismo útero de la nueva tierra que acababa de conocer. Por momentos sentíase renacer con la fuerza telúrica que emanaba de suelo de aquel  país de brumas perpetuas.

Y una mañana gris y lluviosa comenzó a desandar nuevamente el largo camino que le conduciría hasta su país.

Ahora sentíase profundamente unido a la tierra, el silbido dulce del viento, el sonido armonioso de la lluvia, el rumor de las olas al romper contra la costa y el susurro melódico del agua que corría por los arroyos eran para él nuevas sinfonías evocadoras, exentas de la tristeza que durante meses lo había embargado.

Los rostros de los lugareños, sus sonrisas y sus saludos ya no eran signos de desconocidos, ahora eran percibidos como el abrazo fraternal de un familiar o el de un viejo amigo.

Sonriente cruzó la aldea, despidiéndose de cuantas personas se cruzaban en su camino. Cuando ya se alejaba, dejando atrás las últimas casas, pasó cerca de un riachuelo donde varias jóvenes de la aldea lavaban la ropa. Ellas reían, canturreaban y gritaban, haciéndose bromas las unas a las otras. De pronto, el griterío fue apagándose mientras una dulce voz de mujer entonaba una vieja y triste canción. Una canción que le era familiar, era una canción que hablaba de un amor no correspondido. Una canción que él había tarareado cientos de veces cuando paseaba solitario por la playa, allá en su lejana tierra del norte.

Se volvió hacia las mujeres y buscó con su mirada a la cantora. Era una joven de semblante pálido y grandes ojos azules. Iba toda ella vestida de negro y escondía sus dorados cabellos bajo una pañoleta.

Se acercó a ella mirándola fijamente, la joven tenía el rostro idéntico al de su amada Lucrecia, ambos se sonrieron cómo si ya se conocieran, se abrazaron con pasión y se besaron tiernamente.



O Roxo se quedó a vivir para siempre en la aldea. Dicen que tuvo muchos hijos y que murió muy viejecito. Y cuentan también, que el hecho de que en nuestra aldea todos los niños nazcan con los cabellos rubios y los ojos azules, es en recuerdo de aquel hombre que encontró la paz y el amor entre nosotros y ya nunca nos abandonó.  

Tal vez esto nunca haya ocurrido, tal vez sea sólo un cuento, pero..
  ¡es tan enternecedor!