jueves, 8 de noviembre de 2012

El Alma peregrina





 Lloviznaba. Llevábamos ya más de diez horas de pertinaz orvallo, recordé entonces, cómo al levantarme, por la mañana temprano, ya lo había presagiado. El viento soplada fuerte del sudoeste, era húmedo y las gaviotas volaban haciendo círculos sobre la aldea, sin arriesgarse a salir al mar abierto fuera de la ría.
En aquella pequeña aldea de la Costa de la Muerte donde nací, el ritmo de la vida lo marcaba las cadencias de la naturaleza. Allí era normal mirar al cielo para averiguar el cariz que tomaría el tiempo durante las próximas horas. Ya desde niños se nos enseñaba a escudriñar en la fuerza de los vientos para poder predecir, anticipadamente, el estado de la mar. Sabíamos todos que con la luna nueva y la luna llena llegaban las grandes mareas, tan necesarias para poder mariscar; conocíamos también que el viento del sudoeste siempre calentaba las aguas y al mismo tiempo que nos traía lluvias, provocaba los grandes temporales de invierno y atraía hacia la costa los bancos de pesca o, por contra, que si soplaba del nordeste, se limpiaría el cielo de nubes. El estado tiempo marcaba nuestras vidas y en algunas trágicas ocasiones, nuestras muertes. En nuestra aldea vivían muchas más mujeres que hombres. Mujeres vestidas perpetuamente de negro, mujeres que arrastraban desde la infancia hasta la vejez el luto por el padre, el hermano, el hijo o si vivían lo suficiente, el nieto, tragado por la insaciable mar.
Aquella vida aldeana era muy diferente a esta vida precipitada e impersonal que hoy arrastro en la ciudad. Ahora el ritmo me lo marca un reloj, del tiempo que va a hacer en las próximas horas me entero por el parte meteorológico, me despreocupo de por donde sopla el viento y ya nunca sé la hora de la bajamar ni el día de plenilunio.
La lluvia en la ciudad sólo significa para mí que hay que utilizar el paraguas o que el tráfico será más pausado y las caravanas y atascos se sucederán a lo largo del trayecto que recorro desde mi casa hasta el infierno donde trabajo. La mar, esa mar mágica que tanto me atrae, no es aquí el eje de la vida, aquí es simplemente una parte de la escenografía. En la ciudad la mar y la playa son una simple fotografía, el engalanamiento de una postal.
Dejo volar libremente mis recuerdos hacia la aldea. Rememoro claramente que aquel día otoñal de mi juventud, como hacía todas las mañanas, me había asomado a la ventana de mi habitación para observar hacia donde enfilaban las chalanas. Todas estaban emproadas hacia el sudoeste, lugar de donde sopla el viento que llamábamos vendaval. Indudable predicción de que nos aguardaba un día templado y, muy probablemente, lluvioso.
Tal vez esta obstinada lluvia fuera la culpable de que en aquellas tardías horas del anochecer, estuviéramos solamente tres personas en la taberna.
Las noches anteriores, mientras caminaba solitario por el sendero que conduce hacia mi casa, había percibido la extraña presencia de una señora muy extraña y totalmente desconocida para mí, era rubia, de corta melena ensortijada e iba vestida enteramente de blanco. Se escondía entre las sombras de la noche para que yo no me percatara de su presencia. Me vigilaba disimuladamente y seguía mis pasos hasta la misma puerta de mi casa.
Aquella insólita figura femenina, enmascarada entre las penumbras, había desatado en mí una enorme e insana curiosidad, aunque también, paralelamente, me producía un ligero temor. Su figura barruntada entre la negrura de la noche se asemejaba a aquellas figuras legendarias de las que tanto me hablaba mi abuela Mamá Sofía, aquellas ánimas del purgatorio que vagaban por los caminos en larga procesión, vestidas totalmente de blanco y a las que el pueblo llano había bautizado con el nombre de Santa Compaña.
No obstante esta señora que yo creía haber visto, siempre acechaba solitaria, sin compañía alguna. No vagaba en procesión. Tal vez podría ser un alma en pena, pero yendo cómo iba, siempre sola, yo intuía que no podría ser un miembro de la Santa Compaña. Cuando pregunté a mi abuela si existían ánimas peregrinas que vagaran en solitario, me habló de que hacía mucho tiempo hubo gentes que manifestaron haber visto almas vagando solitarias por las corredoiras o rondando los cementerios, enrolladas en blancas túnicas, se les conocía popularmente con el nombre de estadeas o antaruxadas, pero me aconsejó que no diera crédito de esas habladurías, que eran invenciones de las gentes crédulas y aldeanas deseosas de protagonismo.
Aquella tarde, como llovía, me había guarecido en la taberna dejando transcurrir apaciblemente el tiempo, ese tiempo que en la aldea discurre lento, aparentando que nunca se agotara. Quería esperar hasta la medianoche para volver a mi casa caminando a oscuras por los caminos solitarios, con la vaga esperanza de volver a ver a la extraña señora vestida de blanco. Quería regresar a mi casa a la misma hora que lo había hecho los días anteriores para volver a verla entre las sombras de la noche. Esta noche intentaría ocultarme en algún recodo del camino y tenderle una trampa para poder observarla de cerca e intentar, si la ocasión me fuera propicia, dialogar amigablemente con ella.
El tabernero se esforzaba vanamente en darme conversación. Mi mente errante se ausentaba continuamente de su aburrida charla. Tenía que hacer un gran esfuerzo para seguir su conversación. Resonaban en mi oído las palabras huecas y lejanas del tasquero, mientras yo imaginaba a la dama vestida de blanco como alguna princesa hechizada, en busca de un valiente hidalgo que la liberase de tan horrible encantamiento. Por supuesto que en mis fantasías el valiente hidalgo era yo. Me encontraba inquieto. Una y otra vez dirigía mi mirada hacia el reloj, cómo si quisiera apurarlo para que sus agujas corrieran más rápidamente y llegaran cuanto antes a la ansiada meta de las doce de la noche. Luego dejaba que mi vista se perdiera vagando tras los cristales de la ventana, mirando hacia la estrecha y solitaria rua que daba a la plaza; albergaba la incierta esperanza de poder descubrir a la distinguida dama vestida de blanco, paseándose bajo la lluvia entre las callejuelas de la aldea.
Poco a poco se iba acercando la hora de mi partida. La lluvia ya había cesado, aunque el cielo se seguía manteniendo totalmente encapotado. La temperatura de esta noche de otoño era agradable e invitaba al paseo nocturno. Huyendo de la conversación del tabernero, opté por abandonar la taberna y caminar en la noche solitaria por las apacibles calles de la aldea.
Al salir me paré ante la puerta del bar y encendí un cigarrillo. Aunque no veía a nadie, intuía la presencia cercana de otra persona. Era una percepción imprecisa. Tenía la seguridad de que no estaba solo, que alguien estaba allí. Di unos cuantos pasos y al llegar a la plaza, junto a la fuente, nuevamente me paré. Miré al cielo simulando que lo examinaba para predecir el tiempo que haría durante el resto de la noche y al bajar la mirada, la vi. Estaba quieta, tiesa como una estatua, mirándome fijamente desde lejos, casi no era visible en la oscuridad de la noche, sus ropajes blancos y sus dorados cabellos ondeaban ligeramente por efecto de la suave brisa. Por su actitud nada disimulada y casi desafiante, pensé que ella, en esta ocasión, deseaba que yo la viese.
Aparenté no haberla visto. Me dirigí, caminando lentamente, hacia las afueras del pueblo, enfilé el sendero que conduce hacia nuestra casa. Por el rabillo del ojo observaba de vez en cuando furtivamente a la dama. Ella, algo alejada, me seguía. Por primera vez ese día se mostraba abiertamente. No se escondía tras la frondosidad de la vegetación, sin embargo se mantenía a una prudente distancia, impidiéndome verla diáfanamente. Mientras caminaba decidí agazaparme tras el cruceiro ubicado en la encrucijada del camino. En aquel cruceiro donde siendo yo casi un bebé, mi abuela Mama Sofía me abandonó a mi suerte durante cerca de una hora con las piernas amarradas con una soga, a la espera de que la primera persona que por allí transitara, desatase mis ligaduras y me liberará del mal de ojo que me impedía aprender a caminar erguido.
Cuando llegué a la encrucijada de caminos me aposté discretamente escondido tras la gran cruz de granito. Conteniendo al máximo la respiración. En sepulcral silencio, esperé la llegada de la dama. Recordé entonces como me habían explicado de niño, que no se debía aceptar ningún cirio que te ofrecieran las almas en pena de la Santa Compaña. Según decían los más viejos, cuando la Santa Compaña se acerca a una vivienda, no hay que asomarse a las ventanas. Si los procesionarios te vieran, es seguro que te entregarían un cirio blanco para que se lo guardaras, diciéndote que vendrían a recogerlo a la noche siguiente. Ese cirio blanco era verdaderamente la representación alegórica de la propia muerte y al devolverlo inocentemente la noche siguiente, asiéndote con firmeza por el brazo te arrastran y te transportan con ellos al mundo de los muertos.
También contaban los viejos de la aldea, que si te encuentras por los caminos con la Santa Compaña, se producía una especie de canje de rehenes. Liberaban a la persona que venía encabezando el acompañamiento y a ti te obligaban a hacer esa función, encadenándote a vagar junto a ellos todas las noches, portando una gran cruz y conduciendo la comitiva hasta las casas de las víctimas previamente elegidas. Manifestaban los ancianos que quienes efectuaban esa función no recordaban durante el día nada de lo sucedido en la noche anterior. Pero que se podía reconocer a las personas penadas con este castigo por su extremada delgadez. No les permitían descansar noche alguna, por lo que su salud se iba debilitando hasta enfermar sin que el sujeto ni médico alguno, supieran las causas de tan misterioso mal. Condenados a vagar noche tras noche, hasta que otro incauto fuese sorprendido caminando en el crepúsculo y se castigara a ocupar el puesto de lazarillo.


No se oía paso alguno. Agazapado tras el cruceiro, de vez en cuando alargaba el cuello, asomando la cabeza por encima de la vegetación intentando atisbarla. Había desaparecido, no se veía a nadie. No quedaba ni rastro de la dama de blanco a lo largo del camino. Repentinamente sonó una voz a mi espalda, una voz aguda, femenina, que me decía:
- Estoy aquí. No temas
Una sensación extraña recorrió mi cuerpo de arriba a abajo, era una sensación mezcla de temor y de la consumación de algo esperado. En un intento vano de desaparecer cerré los ojos con fuerza y taponé las orejas con mis manos. Ella estaba allí, detrás de mí y yo era incapaz de girar la cabeza para mirarla.
Ella debió percatarse de mi estado de temor y colocó sus manos dulcemente sobre mis hombros. Comenzó a hablarme con naturalidad. Me rogó que no huyera, me aseguró que no me haría ningún daño. Me confesó que estaba allí para implorar mi ayuda. Que llevaba vagando durante años, venía del norte, del lugar donde nace la luz en primavera, caminando en ritual peregrinación hacia el Finisterre, necesitaba morir para renacer a una nueva vida eterna. Iba en busca de una persona valiente que la ayudara a encontrar la senda que conduce hacia el descanso perpetuo.
Mientras oía sus palabras cálidas, rebosantes de ternura, fui poco a poco tranquilizándome. Y por fin tuve valor para darme la vuelta y quedarme frente a ella, mirándola fijamente a los ojos. Ahora percibía su delicada mirada. De sus claros ojos azules emanaban miradas teñidas de dulzura. Era una mujer de mediana edad, rondaría los cuarenta años. Rubia y de tez muy pálida, algo lívida. Sus vestimentas largas y sueltas disimulaban un poco su rolliza figura. Era una mujer rechoncha, de notables senos y voluminosas posaderas. Sus rasgos denunciaban su claro origen céltico. Supuse que habría vagado errante durante muchas jornadas para llegar hasta aquí desde las frías tierras del lejano septentrión. Me confió su nombre. Dijo que se llamaba Ártica que quiere decir frío perpetuo del norte. También me confesó que deambulaba errante, como alma en pena, por haber muerto siendo virgen, buscando el hermético fuego purificador, que le liberara de sus cadenas y le alumbrara, indicándole el verdadero sendero que conduce hasta el ansiado mundo de los muertos.
Yo desconocía lo que debía hacer. No sabía cómo podría ayudarla. Ella me indicó que yo era la única persona que había encontrado en su largo vagar errante, en la que podía confiar para romper el maleficio que la tenía encadenada a este desgraciado mundo. Precisaba una persona valiente que no temiera el contacto físico con un alma errante.
Traté de explicarle por todos los medios a mi alcance, que yo no era la persona indicada. Yo no era, en absoluto, nada valiente, mas bien todo lo contrario. De hecho, en esos momentos estaba estremecido de miedo. Yo era un curioso y, en ocasiones, imprudente joven aldeano, sin más virtud que la entrega a los deberes para con mi familia.
Obstinadamente ella se mantuvo en su elección y me citó en una pequeña cueva de la playa del Osmo, aquella que se conoce en la aldea con el nombre de A Furna. Sería la séptima noche después de la luna llena. Según me dijo, en el transcurso de un ritual de fuego recitaríamos un conjuro que la liberaría de las cadenas que la ataban a este mundo y podría partir libre hacia el Valle Eterno.
Me ordenó que guardara en secreto nuestra relación. Nadie podría conocer nuestros propósitos, pues sus efectos quedarían neutralizados si alguna persona nos sorprendiera mientras llevábamos a cabo el sagrado ritual del fuego purificador.
Se me hicieron larguísimos los días que transcurrieron hasta la fecha elegida. Mi abuela me notó ausente. Me preguntó si algo me sucedía, si había tenido algún disgusto. Yo le respondía con evasivas y ella respetando mi intimidad dejó de preguntar.
La noche anterior comencé los preparativos. Compré en la taberna una botella de buena aguardiente. Era un aguardiente aromática que el tabernero adquiría en la feria de A Ponte a un labriego de una aldea de la comarca del Ulla. Pedí a mi abuela que me prestara el pote de barro y el cucharón. Le comenté que los necesitaba para hacer una queimada, pero no le confesé con quién la iba a hacer. Ella, prudente, percibió que no quería contarle toda la verdad y no me preguntó nada.
Aquel atardecer me abrigué como si de un día de invierno se tratara, intuía que la velada otoñal se alargaría y el viento del nordeste podía refrescar la noche. Esperé hasta que el sol se acostara tras el horizonte marino para dirigirme sigilosamente por el pinar hacia la playa. Lo hice de un modo discreto, sin levantar la más mínima sospecha entre las gentes de la aldea. Portaba la botella y los utensilios dentro de un saco para que nadie pudiera verlos.
Según iba transcurriendo el tiempo, más me iba impacientando. Dudaba por momentos si habría entendido bien la hora y el lugar de la cita. Si éste era realmente el día elegido. La séptima noche a contar desde la luna llena. Miré hacia la luna, esta noche estaba iluminada con su silueta menguante. Me preguntaba, asimismo, si había sido prudente haber acudido solo y no haberselo confiado a nadie, ni tan siquiera a mi abuela Mamá Sofía, mi más leal confidente.
De todos modos ya no existía la posibilidad de volverse atrás. Ya estaba próxima la medianoche. De un momento a otro surgiría de entre las penumbras de la noche la extraña silueta de la dama vestida de blanco, la figura de aquella oronda mujer que me había revelado llamarse Ártica.
Iluminándome con mi vetusto candil fui cogiendo piedras con las que componer un pequeño hogar sobre la arena de la playa. Luego recogí ramas y palos de los que las mareas van varando en la arena de la playa, para utilizarlos como leña en la hoguera. Preveía que la noche sería fría y húmeda, y una buena hoguera templaría la temperatura y nos alumbraría con más fulgor que el viejo candil.
Coloqué el pote sobre las piedras del hogar, nivelándolo con cuidado para que quedara bien afirmado y no se derramara el aguardiente. Encendí la hoguera y aproveché para calentar durante un ratito la cazuela con el aguardiente.
Muy cerca, al abrigo de una oquedad en la pared rocosa que formaba una pequeña gruta, organicé el emplazamiento donde efectuaríamos la queimada.
Parecía, en la noche otoñal, que aquel lugar tan recogido fuera un pequeño templo, un espacio inviolable donde reinaba el silencio. Coloqué allí con cuidado el pote con el aguardiente ya calentado, posando sus tres patas sobre un llano del suelo rocoso, vacié en su interior varias cucharadas de azúcar, un poco de miel, unos granos de café tostado, una manzana troceada y varias porciones de mondadura de limón. Al lado posé las dos tazas y el cazo de barro cocido.
Estaba yo de espaldas a la entrada de la cueva cuando intuí, nuevamente, detrás de mí su presencia. No me atrevía a girarme y mirar hacia la embocadura. Ella, tranquilizadora y familiar, con su voz aguda e inconfundible me saludó con cordialidad.
Fue entonces cuando tuve que armarme de valor y mirarla fijamente a la cara. En la oscuridad de la noche se reflejaban en sus ojos azules el crepitar de la luz proveniente de la hoguera, dándole a su mirada una enorme profundidad que me intimidaba. Yo, muy nervioso, intentaba explicarle con gestos y palabras cómo iba organizar la queimada, ella por toda contestación me sonreía continuamente.
Asió mi mano entre las suyas y trató de tranquilizarme. Me hizo un leve gesto con su mano requiriéndome que prosiguiera con mi tarea sin atropellarme, ofreciéndole explicaciones incomprensibles. Se sentó sobre la arena cruzando sus piernas, mirando con curiosidad todo cuanto yo hacía. Con un gesto afirmativo de su cabeza me invitó a comenzar con el rito sagrado de purificación.
Le expliqué que según la tradición de nuestra Costa de la Muerte, los tres elementos básicos de la queimada son la tierra, el fuego y el agua. Simbolizados en el barro del perol, el aguardiente y el fuego que arderá para fundirlos en uno. Es un rito que se pierde en la noche de los tiempos, que heredamos de nuestros ancestros y debemos preservarlo para nuestros descendientes.
El azúcar blanca y dulce, símbolo de la pureza y de la inocencia, nos recuerda que para beber este brebaje debemos tener nuestras manos limpias de ignominias.
La miel es el producto del trabajo y la laboriosidad de las abejas, es la alegoría del trabajo dirigido racionalmente hacia un fin, una dulce virtud que debe presidir todas nuestras acciones si queremos alcanzar la meta prometida.
El limón símbolo de los sinsabores de la rutina, la acritud de la vida, es la vacuna contra la amargura, que pintará sonrisas de estreno en nuestro rostro.
La manzana símbolo de nuestra condición humana, nuestro pecado más deseado, aquel que la pionera Eva cometió en el Edén y del que tanto nos encanta gozar. La manzana le otorga a la queimada ese toque afrodisíaco.
Y por último, los exóticos granos de café que tiñen de un color pálido el caldo y mejoran su recio sabor, significan las costumbres foráneas, la exaltación del mestizaje, la universalidad del ser humano.
Ella escuchaba con atención mis aldeanas explicaciones sobre el simbolismo que en nuestra aldea damos a los ingredientes de la secular queimada.
Calenté en el fuego el cazo de barro, quemando en su fondo un poco de azúcar hasta casi alcanzar el punto de caramelo. Añadí entonces una porción de aguardiente y una vez caliente, lo prendí.
Ofrecí galantemente a Ártica el cazo para que le cupiera a ella el privilegio de prender la queimada. Se arrodilló con solemnidad ante la cazuela y elevando despacio el cazo, fue derramando su líquido ardiente sobre el caldo, prendiendo una gran llamarada de tonos azulados.
Cerró ritualmente los ojos y al tiempo que removía la queimada, elevando una y otra vez el cazo, para derramar su contenido dentro de la cazuela y avivar el fuego, con voz queda fue recitando una oración que casi no alcancé a oír.
-"Fuego, llamas azules que alumbráis en esta noche estrellada, iluminad el sendero a las ánimas perdidas, iluminad la oscuridad, esclareciendo nuestro destino incierto.
Fuego, llamas azules que purificáis el aire de esta noche estrellada, expurgad los pecados cometidos en la vida profana por las humildes ánimas pecadoras, absolviendo las faltas a nuestros espíritus arrepentidos.
Fuego, llamas azules que ardéis en esta noche estrellada, quemad las cadenas que retienen a las ánimas errantes, fundid los grilletes que nos atan a la vida mundana, liberando el camino que nos conducirá a los valles del oriente eterno"
Cuando hubo terminado su oración se despojó de la toca con la que cubría su cabeza y apagó con ella la queimada. Sirvió en dos tazas el caldo, ofreciéndome una a mí y bebiéndose ella la otra.
No dijo nada más, solo bebía, me miraba y me sonreía con ternura.
Tras las primeras tazas nos bebimos las segundas, luego las terceras y tras ellas otras más. Con las cuartas tazas terminamos de consumir todo el líquido espiritoso. Después de tanta bebida yo ya me encontraba algo mareado y adormecido. Ella cubrió el suelo de arena con su toca y me invitó a tumbarme sobre la misma. Siguiendo sus indicaciones me tumbé boca abajo. Ártica comenzó a masajear con dulzura mis hombros y cuello. Sus manos fueron descendiendo suavemente por mi espalda, primero hasta la cintura, luego a los glúteos, piernas y plantas de los pies. Su delicado masaje me iba relajando, dejando mi cuerpo sosegado y apacible mientras mi mente vagaba errante por un mundo idílico. Me sugirió que me diera la vuelta quedándome boca arriba mirando al cielo estrellado.


La hoguera iba perdiendo su fuerza y ya casi no nos iluminaba.
Ella puesta en pie, rasgó con arrojo sus vestimentas desde la altura del escote hasta los píes, dejando al descubierto todo la parte delantera de su cuerpo, pude entonces admirar sus concupiscentes pechos, sus enormes pezones parduscos, su rechoncha cintura y sus muslos.
Luego, suavemente me despojó de mi manto y sin perder en ningún momento su entrañable sonrisa, se colocó frente a mí en cuclillas, cogió con ternura mis pies, fue besándome uno a uno todos los dedos, mientras acariciaba con ternura las palmas.
Yo sentía la humedad de su saliva que amortiguaba el ligero cosquilleo que me producía con los dedos de sus manos, seguidamente los abrazó con fuerza contra sus pechos desnudos y prosiguió acariciándome por parte superior del pie y el tobillo. Poco a poco iba desplazando su masaje, notaba subir sus manos lentamente por mis piernas, percibía la dulzura de sus manos rozando con delicadeza por todo mi cuerpo.
Chupé sus dedos rechonchos, los mordí con pasión mientras ella, con dolor, me introducía en su regazo y rompía las ligaduras que la aferraban a este mundo, emancipándose de su cautiverio virginal. Súbitamente un volcán emergió con fuerza de mi interior, un río de blanca lava candente surgió de mi cráter profundo fundiéndose con su río caudaloso de néctar. Creí subir al cielo. Creí levitar libre entre las sedosas nubes de la noche otoñal. Me quedé dormido.
Cuando desperté, pensé que nada de lo sucedido había podido ocurrirme, que todo aquello era solamente el recuerdo de un sueño placentero. Y sin embargo yo sabía que todo era cierto, tan verdadero y auténtico como mi propia existencia. Tenía la seguridad de que había salvado a un alma errante y solitaria que vagaba en pena.
Por la mañana temprano retorné a mi casa, mi abuela me esperaba con un tazón de leche caliente, tuve intención de contarle todo cuanto me había sucedido aquella noche de luna menguante, pero ella no me lo permitió. Cuando comencé a narrarle mi extraña experiencia, posó su dedo índice dulcemente sobre mis labios y acalló mi voz.
No obstante, desde que vivo en la ciudad, a todos a los que les he narrado esta historia me dicen que confundo mi mundo de fantasías con la realidad, que todo es producto de una ensoñación. Tal vez tengan razón y sólo fue un efímero sueño, pero sin embargo...

                                                                         



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