jueves, 2 de enero de 2014

"El amor asesinado"




Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarle punto de reposo.

Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que sujeta al alma a los lugares donde por primera vez se nos aparece el Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió a la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el saquillo de mano, y por último en los bolsillos de la viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa y le decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo de ti. Vamos juntos.»

Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, un anochecer que se asomó agobiada de tedio a mirar el campo y a gozar la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente, sólo consiguió Eva que el amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del tejado o por el agujero de la llave.

Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose a salvo de atrevimientos y demasías; mas no contaba con lo ducho que es en tretas y picardihuelas el Amor. El muy maldito se disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante a la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.

Ya fuera de tino, desesperando de poder tener a raya al malvado Amor, Eva comenzó a pensar en la manera de librarse de él definitivamente, a toda costa, sin reparar en medios ni detenerse en escrúpulos. Entre el Amor y Eva, la lucha era a muerte, y no importaba el cómo se vencía, sino sólo obtener la victoria.

Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque poseía instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de engatusar con maulas y zalamerías al mismo diablo, que no al Amor, de suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor, y desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole.

Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y dirigiéndole sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y mimosas, en voz velada por la emoción, de notas más melodiosas que las del agua cuando se destrenza sobre guijas o cae suspirando en morisca fuente.

El Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como varón vigoroso.

Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura; sirvióle golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le vio calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó a estrangularle, apretándole la garganta con rabia y brío.

Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor aquel! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía una lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de su boca purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones mondados de sus dientes, salía un soplo aromático, igual y puro. Sus azules pupilas, entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa de los últimos instantes; y plegadas sobre su cuerpo de helénicas proporciones, sus alas color de rosa parecían pétalos arrancados. Eva notó ganas de llorar...

No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada, libre..., no cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó las manos enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía, del quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante.

Al fin, Eva soltó a la víctima y la contempló... El Amor ni respiraba ni se rebullía; estaba muerto, tan muerto como mi abuela.

Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un dolor terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que ascendía a su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente su pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía...

El Amor a quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su mismo corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.

EMILIA PARDO BAZÁN




lunes, 30 de diciembre de 2013

El hombre de la luna


   Ilargi o Ilazki, la Luna, es, según se lee en el «Diccionario ilustrado de mitología vasca» de J. M. de Barandiaran, de género femenino, al igual que el Sol.
    En fórmulas y plegarias se le llama “Ilargiko-amandre”, madre Luna, y cuando aparece 
encima de los montes orientales, le dicen: “Ilargi amandrea, zeruan ze berri?” (madre Luna, ¿qué noticias hay en el cielo?).
    Antiguamente, un día a la semana (el viernes) estaba dedicado a la Luna. El viernes es  
también el día en el que se reúnen los brujos. El mismo día, a la luz de la Luna y en las encrucijadas de los caminos, deben quemarse los objetos mágicos que hayan pertenecido a personas embrujadas.
    La Luna es la protagonista de las dos siguientes narraciones.



 Hace mucho tiempo, vivía un ladrón en Antzuola. No era un ladrón importante, robaba cosas pequeñas: una gallina por aquí, un par de conejos por allá, tomates, lechugas...

    Una noche de invierno de ésas en las que hace mucho frío y el cielo está tan claro que 
pueden contarse las estrellas una a una, el ladrón decidió robar unas leñas recién cortadas 
que un vecino del pueblo tenía apiladas al lado de su puerta. El ladrón, aprovechando la oscuridad de la noche y que todo el mundo dormía, robó la pila de leña y se marchó 
presuroso a su casa. Iba muy contento porque nadie le había visto y su hazaña le había 
costado muy poco esfuerzo. En eso, se dio cuenta de que la Luna brillaba en el cielo y que, 
además, parecía seguirle. Enfadado con ella, le gritó:

—No necesito de ti, ¿me oyes? ¡Lárgate!

    Como la Luna seguía detrás de él sin hacerle caso, el hombre volvió a gritarle:

—¡Que te largues! ¿Me oyes? ¡Vete!

    El ladrón dejó la leña en el suelo y, cogiendo unas piedras, empezó a tirárselas a la Luna. De pronto, la Luna empezó a bajar y a bajar y, cuando se encontró cerca del hombre, lo agarró con su cuerno por la cintura y lo levantó. Después volvió a su lugar en el cielo.
    
    Desde entonces, el ladrón está allí y, en días de luna llena, puede verse perfectamente 
su cara si miramos con atención.