jueves, 20 de noviembre de 2025

El sonido de las tazas


 

Cada mañana, cuando el primer rayo de sol se colaba por la persiana, Elena escuchaba el mismo sonido: el leve tintineo de una taza al colocarse sobre la encimera. Ya no era su marido quien la ponía —él se había ido hacía seis inviernos—, pero ella mantenía el gesto, como si al repetirlo pudiera recuperar algo de su presencia.

La casa era grande para una sola persona. En los armarios aún quedaban restos de vidas compartidas: un jersey que olía a madera, fotografías en blanco y negro, cartas dobladas cuatro veces. A veces, Elena las sacaba, las extendía sobre la mesa y dejaba que la memoria hiciera su trabajo. Pero otras, prefería no abrir esas puertas. El pasado, aunque dulce, también pesaba.

Sus hijos vivían lejos. Uno en Bruselas, la otra en Barcelona. “Mamá, vente con nosotros”, le decían cada Navidad. Ella asentía, prometía pensarlo, pero luego, cuando se quedaba sola de nuevo, sentía que arrancar sus raíces la haría más frágil. No quería ser una planta trasplantada a destiempo.

Aun así, había días en que la soledad se le metía en los huesos. Le sobraba casa, le sobraban horas. Entonces salía a caminar. Descubrió senderos que antes no sabía que existían, rincones que nunca había observado con calma. Algunas mañanas se encontraba con un grupo de jubilados que se reunía para hacer rutas cortas y luego tomar café. Al principio los saludaba con timidez; más tarde empezó a unirse a ellos.

En esas caminatas compartidas, Elena descubrió que había muchas formas de estar sola. Había quien vivía con sus hijos pero se sentía invisible, quien tenía pareja pero no conversación, quien estaba viudo pero lleno de amigos. Ella escuchaba, observaba, y lentamente comenzó a reconstruir su propia forma de estar en el mundo.

Un día, una de las mujeres del grupo —Pilar, la más alegre, la que siempre llevaba bufandas de colores— le propuso dar talleres en el centro cultural. Elena siempre había pintado, pero nunca lo había tomado demasiado en serio. Aun así, algo se encendió dentro de ella. Tal vez sí, tal vez ya era hora de probar cosas nuevas.

El primer día de clase llegó con un miedo infantil, pero los alumnos —mayores, jóvenes, curiosos— la recibieron con una calidez que no esperaba. Al terminar la sesión, mientras guardaba los pinceles, tuvo una sensación que hacía años no experimentaba: la de estar empezando algo.

Con el tiempo, notó que los días ya no se alargaban como antes. Las tardes tenían nombres, rostros. El silencio seguía ahí, pero ahora era un lugar donde descansar, no donde perderse.

Cada semana hablaba con sus hijos por videollamada, pero ya no lo hacía desde la necesidad, sino desde la alegría de compartir lo que estaba construyendo. Ellos la veían distinta, más viva.

Una tarde de primavera, mientras preparaba café para sus nuevos amigos que iban a visitarla después del paseo, volvió a escuchar el leve tintineo de la taza. Esta vez no sintió nostalgia, sino gratitud.

Había descubierto que la vida no se acaba cuando cambian los paisajes, ni cuando los tuyos están lejos. A veces, simplemente empieza de otra manera.

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