Cuando oigo decir que el amor es felicidad, siento tentaciones de responder inmediatamente: «Sí, con tal que no anden por medio los celos, porque los celos son una enfermedad ridícula y a la vez dolorosa, de esas en que se oculta el dolor por no provocar la risa y en que falta el consuelo de la queja.» Y, en efecto, habiendo sido toda mi vida invenciblemente celoso cuando he amado, declaro que las únicas temporadas en que no he sufrido grandes amarguras han sido aquellas en que no amé. Sólo entonces he gustado los frescos y naturales sabores del vivir, y sólo entonces he prosperado, porque aplicaba mi actividad a cosas distintas de estar día y noche pendiente de lo que puede ocurrir en otra alma humana, selva oscura donde penetramos con paso incierto...
Y cuando digo un alma, tal vez debiera expresarme menos espiritualmente, porque los celos, en general, no son delicados, no andan por las ramas de la psicología...
Ello es que mis celos me han hecho pasar ratos horribles, poniéndome en berlina no pocas veces. Y yo tenía la convicción más triste: la de que cuantas reflexiones hiciese, cuantos remedios practicase, cuantas luchas sostuviese conmigo mismo en nombre de mi felicidad y de mi honra social para vencer mis celos o reducirlos siquiera al término de lo semirrazonable, serían el tiempo que perdemos en intentar combatir propensiones más fuertes que la reflexión, que radican en lo profundo de nuestro instinto...
Recuerdo siempre la aventura que tanto hizo reír a cuenta mía, y fue, por cierto, una de las primeras, puesto que contaba veintitrés años cuando me ocurrió.
Estaba yo entonces en relaciones amorosas con la que hoy llama todo el mundo la Cerezal, suprimiéndole familiarmente, como suele hacerse en Madrid, su título de marquesa.
Entonces se la conocía por Meli Padilla, y descollaba entre ese coro angélico que los revisteros califican de «juveniles beldades». Ni el demonio, que todo lo añasca, podía haberme buscado novia más inquietadora. Nuestras relaciones, que los padres de Meli veían con agrado, llevaban el honestísimo fin matrimonial, pero a plazo algo largo, porque, en opinión de ambas familias, éramos dos muñecos. Yo necesitaba terminar mi carrera y conquistar algo de posición a la sombra de mi tío, el influyente político que vicepresidía el Congreso, y Meli, por su parte, transformarse de chiquilla en mujer, pensar menos en cotillones y más en el serio deber de una futura madre de familia. Los años han corrido, Meli se ha casado con otro, y sospecho que continúa tan muñeca como entonces; en cuanto a mí... ¿Sabe nunca un hombre si tiene juicio?
Trastornado andaba el mío a la sazón, porque Meli, según suele suceder (y es envilecedor que suceda), me traía literalmente enloquecido con sus coqueteos y sus caprichos perversamente infantiles. Vivíamos en perpetuo estado de monos y reconciliaciones, seguidas de riñas nuevas, entremezcladas con desvíos, llantos, amenazas, cuchufletas de ella y desesperaciones mías. La idea del suicidio me visitaba, como siguió visitándome después en otros accesos de dolor celoso; pero me lo callaba, porque temía la burla de Meli, que, despiadada, parecía complacerse en mi sufrimiento. Y, de positivo, se complacía; disfrutaba una perversa voluptuosidad en torturarme, en sentir bajo sus lindas uñas de gata las crispaciones de mi enfermo corazón.
No diré que Meli sostuviese relaciones con otro al mismo tiempo que conmigo; no era eso; era que, con novio oficial y todo, no renunciaba a su corte de adoradores, a sus flirteos, a componerse, divertirse, reír, andar del brazo de Periquito y Menganito y bailar como una peonza. Esto último me sacaba como de quicio. Verla en brazos del primero que llegaba, sospechar que su aliento se mezclase con un aliento que no era el mío, figurarme que le decían tan de cerca todo género de disparates -porque la galantería contemporánea no se distingue por la timidez-, me ponía en un estado próximo a la demencia. En vano la rogaba que tuviese compasión de mí y no me sometiese a tal suplicio. Ella se reía, enseñando unos dientes... ¡que después han mordido a tanta almas!, y que se clavaban en la mía, destrozándola... y, desoyendo mis ruegos, volvía a danzar...
-¿Por qué, al menos, no bailas conmigo siempre? -rogaba yo, juntando las manos como se juntan para la oración.
-¡Eso! Y se reirían hasta las cortinas del salón... Y daríamos una campanada... Y nadie nos convidaría...
En tono de púdica protesta, agregaba:
-¡Ni te creas que iba a consentirlo mamá!...
Mi congoja subía de punto ante la perspectiva de esos bailes monstruos, en que la confusión es total, el gentío enorme y el atrevimiento pasa inadvertido, como pasan inadvertidas las personas, sin que se consiga encontrar a aquella que más buscamos, ni aun saludar a la dueña de la casa. Tuve, pues, una semana rabiosa cuando se anunció uno de este género, gran festival benéfico, patrocinado por la duquesa de Ambas Castillas, a favor de los pobres de Madrid. Se verificaría en el local destinado a exposiciones, y se contaba con que asistiesen de dos a tres mil personas. No había que pensar en que Meli se quedase en casa durmiendo pacíficamente. En balde la pinté las dulzuras de un sueño reparador; en vano describí burlonamente el personal ridículo que asistiría a jaulón semejante. Ella formaba parte justamente de la comisión de muchachas que colocaba billetes entre los muchachos, y, lo que ella decía:
-¡Bonita se pondría tía Leonor si me retraigo! ¡Ella, que se ve y se desea para conseguir que no falten «las elegantes», y cada deserción le cuesta una caja de pastillas de migranina!
Convencido de la inutilidad de mis esfuerzos, iba, sin embargo, a ejercer el derecho del pataleo, protestando nuevamente, cuando una idea genial me cruzó por la imaginación.
-Meli -dije-, ya que no renuncias a asistir, renuncia al menos a bailar.
-No te pongas pesadito. Ya sabes que es imposible, monín.
-Pues yo te digo que no bailas esa noche.
-Y yo te contesto que no se te puede sufrir y que bailaré.
-¡Que no bailas! ¡Tú no me conoces!
-¡A ver si me prendes, o si me das una cuchillada, como los carniceros a sus novias!
-Sin apelar a esos medios, no bailarás, hija mía. Es preciso que al cabo te convenzas de que no soy un Juan Lanas -exclamé, sintiendo que se engreía mi dignidad de varón- Tenlo entendido y ve preparada, que no bailas en ese baile.
Soltó la carcajada, y estuvimos tres o cuatro días de hocico: ella, no queriendo ni mirarme, y yo, no yendo a caballo al Retiro, por no encontrarme su coche. Llegó el momento de la fiesta, de la cual se hablaba mucho en Madrid, y a las nueve, una hora antes de la señalada para la llegada de los reyes, entré en el edificio, engalanado con plantas, tapices y flores, y reconocí el terreno.
A la media hora apareció Meli, hecha una preciosidad: mi sangre dio un vuelco... ¡Qué guapa, la maldita! ¡Cómo la sentaba aquel traje rosa de múltiples volantes, según la moda de entonces, y aquel peinado a la griega, con los dos aros de oro pálido que lo ceñían!
Comprendí en un momento el peso de mi cadena, lo hondo de mi cuita de amor...
Y mi resolución celosa se afianzó: Meli no bailaría con nadie aquella noche, ¡voto a Satanás!
Un celoso es un loco, y un loco sabe ser malicioso y disimulado. Me acerqué a ella bromeando; me profesé arrepentido de mis amenazas, y, cuando el momento me pareció favorable, habiendo ya los reyes ocupado su puesto en el saloncito arreglado ad hoc, la persuadí a que tomase mi brazo y nos escurriésemos hacia un rincón casi solitario, en una galería retirada, al amparo de enorme palmera, sombreadora de un diván muy mullido.
Emprendimos una charla sobre lo que cualquiera adivina, y logré embelesarla un poco, trayéndola a terrenos donde se detenía gustosa. Cuando estábamos en la flor de la reconciliación, halagué su vanidad femenina mostrando admirar el piececito, calzado de raso, la satinada vislumbre rosa sobre la dulce carnosidad que transparentaba la media caladísima. Y, bajándome con rapidez, cuando ella sonreía enseñando el piececín, cogí uno de los zapatos, me lo guardé en el bolsillo antes que pudiese protestar, y con un saludo irónico me alejé.
Desde entonces la estuve contemplando desde los sitios favorables para observar. A la patita coja, con disimulo, había conseguido llegar a sentarse cerca de otras muchachas; pero no bailaba, ¡cómo había de bailar! ¡Era imposible! Sus ojos, al fijarse en mí, suplicaban y maldecían a la vez. Empezaba a susurrarse que algo raro la sucedía... Por último, mucho antes de la hora acostumbrada para retirarse, vi que, a favor de la confusión, desaparecía del brazo de su papá. Saboreando mi triunfo, también me retiré poco después, pensando en lo que la diría al día siguiente, en lo que sería nuestro primer diálogo.
Y al otro día me encontré a un amiguito y hablamos del baile. El amigo estaba zumbón, irónico.
-¿Sabes -me dijo- que he bailado el cotillón anoche con tu adorado tormento, con tu Meli?
Me contuve por no llamarle embustero, y me limité a decir:
-¡Ah! Y eso, ¿cómo ha sido? La he visto retirarse a las once...
-Verás: parece que perdió un zapato; pero se fue a su casa, se calzó, volvió y nunca ha hallado con más entrain. ¿Qué es eso? ¿Te contraría?
No contesté al pronto: el sufrimiento era agudo, y mi impulso, abofetear, herir... Me reprimí, no sé por qué esfuerzo íntimo, y afectando desdén, murmuré:
-¿Contrariarme? ¡Bah!... A Meli, ¿quien la toma por lo serio?