miércoles, 26 de febrero de 2014

"El zapato"


Cuando oigo decir que el amor es felicidad, siento tentaciones de responder inmediatamente: «Sí, con tal que no anden por medio los celos, porque los celos son una enfermedad ridícula y a la vez dolorosa, de esas en que se oculta el dolor por no provocar la risa y en que falta el consuelo de la queja.» Y, en efecto, habiendo sido toda mi vida invenciblemente celoso cuando he amado, declaro que las únicas temporadas en que no he sufrido grandes amarguras han sido aquellas en que no amé. Sólo entonces he gustado los frescos y naturales sabores del vivir, y sólo entonces he prosperado, porque aplicaba mi actividad a cosas distintas de estar día y noche pendiente de lo que puede ocurrir en otra alma humana, selva oscura donde penetramos con paso incierto...

Y cuando digo un alma, tal vez debiera expresarme menos espiritualmente, porque los celos, en general, no son delicados, no andan por las ramas de la psicología...

Ello es que mis celos me han hecho pasar ratos horribles, poniéndome en berlina no pocas veces. Y yo tenía la convicción más triste: la de que cuantas reflexiones hiciese, cuantos remedios practicase, cuantas luchas sostuviese conmigo mismo en nombre de mi felicidad y de mi honra social para vencer mis celos o reducirlos siquiera al término de lo semirrazonable, serían el tiempo que perdemos en intentar combatir propensiones más fuertes que la reflexión, que radican en lo profundo de nuestro instinto...

Recuerdo siempre la aventura que tanto hizo reír a cuenta mía, y fue, por cierto, una de las primeras, puesto que contaba veintitrés años cuando me ocurrió.

Estaba yo entonces en relaciones amorosas con la que hoy llama todo el mundo la Cerezal, suprimiéndole familiarmente, como suele hacerse en Madrid, su título de marquesa.

Entonces se la conocía por Meli Padilla, y descollaba entre ese coro angélico que los revisteros califican de «juveniles beldades». Ni el demonio, que todo lo añasca, podía haberme buscado novia más inquietadora. Nuestras relaciones, que los padres de Meli veían con agrado, llevaban el honestísimo fin matrimonial, pero a plazo algo largo, porque, en opinión de ambas familias, éramos dos muñecos. Yo necesitaba terminar mi carrera y conquistar algo de posición a la sombra de mi tío, el influyente político que vicepresidía el Congreso, y Meli, por su parte, transformarse de chiquilla en mujer, pensar menos en cotillones y más en el serio deber de una futura madre de familia. Los años han corrido, Meli se ha casado con otro, y sospecho que continúa tan muñeca como entonces; en cuanto a mí... ¿Sabe nunca un hombre si tiene juicio?

Trastornado andaba el mío a la sazón, porque Meli, según suele suceder (y es envilecedor que suceda), me traía literalmente enloquecido con sus coqueteos y sus caprichos perversamente infantiles. Vivíamos en perpetuo estado de monos y reconciliaciones, seguidas de riñas nuevas, entremezcladas con desvíos, llantos, amenazas, cuchufletas de ella y desesperaciones mías. La idea del suicidio me visitaba, como siguió visitándome después en otros accesos de dolor celoso; pero me lo callaba, porque temía la burla de Meli, que, despiadada, parecía complacerse en mi sufrimiento. Y, de positivo, se complacía; disfrutaba una perversa voluptuosidad en torturarme, en sentir bajo sus lindas uñas de gata las crispaciones de mi enfermo corazón.

No diré que Meli sostuviese relaciones con otro al mismo tiempo que conmigo; no era eso; era que, con novio oficial y todo, no renunciaba a su corte de adoradores, a sus flirteos, a componerse, divertirse, reír, andar del brazo de Periquito y Menganito y bailar como una peonza. Esto último me sacaba como de quicio. Verla en brazos del primero que llegaba, sospechar que su aliento se mezclase con un aliento que no era el mío, figurarme que le decían tan de cerca todo género de disparates -porque la galantería contemporánea no se distingue por la timidez-, me ponía en un estado próximo a la demencia. En vano la rogaba que tuviese compasión de mí y no me sometiese a tal suplicio. Ella se reía, enseñando unos dientes... ¡que después han mordido a tanta almas!, y que se clavaban en la mía, destrozándola... y, desoyendo mis ruegos, volvía a danzar...

-¿Por qué, al menos, no bailas conmigo siempre? -rogaba yo, juntando las manos como se juntan para la oración.

-¡Eso! Y se reirían hasta las cortinas del salón... Y daríamos una campanada... Y nadie nos convidaría...

En tono de púdica protesta, agregaba:

-¡Ni te creas que iba a consentirlo mamá!...

Mi congoja subía de punto ante la perspectiva de esos bailes monstruos, en que la confusión es total, el gentío enorme y el atrevimiento pasa inadvertido, como pasan inadvertidas las personas, sin que se consiga encontrar a aquella que más buscamos, ni aun saludar a la dueña de la casa. Tuve, pues, una semana rabiosa cuando se anunció uno de este género, gran festival benéfico, patrocinado por la duquesa de Ambas Castillas, a favor de los pobres de Madrid. Se verificaría en el local destinado a exposiciones, y se contaba con que asistiesen de dos a tres mil personas. No había que pensar en que Meli se quedase en casa durmiendo pacíficamente. En balde la pinté las dulzuras de un sueño reparador; en vano describí burlonamente el personal ridículo que asistiría a jaulón semejante. Ella formaba parte justamente de la comisión de muchachas que colocaba billetes entre los muchachos, y, lo que ella decía:

-¡Bonita se pondría tía Leonor si me retraigo! ¡Ella, que se ve y se desea para conseguir que no falten «las elegantes», y cada deserción le cuesta una caja de pastillas de migranina!

Convencido de la inutilidad de mis esfuerzos, iba, sin embargo, a ejercer el derecho del pataleo, protestando nuevamente, cuando una idea genial me cruzó por la imaginación.

-Meli -dije-, ya que no renuncias a asistir, renuncia al menos a bailar.

-No te pongas pesadito. Ya sabes que es imposible, monín.

-Pues yo te digo que no bailas esa noche.

-Y yo te contesto que no se te puede sufrir y que bailaré.

-¡Que no bailas! ¡Tú no me conoces!

-¡A ver si me prendes, o si me das una cuchillada, como los carniceros a sus novias!

-Sin apelar a esos medios, no bailarás, hija mía. Es preciso que al cabo te convenzas de que no soy un Juan Lanas -exclamé, sintiendo que se engreía mi dignidad de varón- Tenlo entendido y ve preparada, que no bailas en ese baile.

Soltó la carcajada, y estuvimos tres o cuatro días de hocico: ella, no queriendo ni mirarme, y yo, no yendo a caballo al Retiro, por no encontrarme su coche. Llegó el momento de la fiesta, de la cual se hablaba mucho en Madrid, y a las nueve, una hora antes de la señalada para la llegada de los reyes, entré en el edificio, engalanado con plantas, tapices y flores, y reconocí el terreno.

A la media hora apareció Meli, hecha una preciosidad: mi sangre dio un vuelco... ¡Qué guapa, la maldita! ¡Cómo la sentaba aquel traje rosa de múltiples volantes, según la moda de entonces, y aquel peinado a la griega, con los dos aros de oro pálido que lo ceñían!

Comprendí en un momento el peso de mi cadena, lo hondo de mi cuita de amor...

Y mi resolución celosa se afianzó: Meli no bailaría con nadie aquella noche, ¡voto a Satanás!

Un celoso es un loco, y un loco sabe ser malicioso y disimulado. Me acerqué a ella bromeando; me profesé arrepentido de mis amenazas, y, cuando el momento me pareció favorable, habiendo ya los reyes ocupado su puesto en el saloncito arreglado ad hoc, la persuadí a que tomase mi brazo y nos escurriésemos hacia un rincón casi solitario, en una galería retirada, al amparo de enorme palmera, sombreadora de un diván muy mullido.

Emprendimos una charla sobre lo que cualquiera adivina, y logré embelesarla un poco, trayéndola a terrenos donde se detenía gustosa. Cuando estábamos en la flor de la reconciliación, halagué su vanidad femenina mostrando admirar el piececito, calzado de raso, la satinada vislumbre rosa sobre la dulce carnosidad que transparentaba la media caladísima. Y, bajándome con rapidez, cuando ella sonreía enseñando el piececín, cogí uno de los zapatos, me lo guardé en el bolsillo antes que pudiese protestar, y con un saludo irónico me alejé.

Desde entonces la estuve contemplando desde los sitios favorables para observar. A la patita coja, con disimulo, había conseguido llegar a sentarse cerca de otras muchachas; pero no bailaba, ¡cómo había de bailar! ¡Era imposible! Sus ojos, al fijarse en mí, suplicaban y maldecían a la vez. Empezaba a susurrarse que algo raro la sucedía... Por último, mucho antes de la hora acostumbrada para retirarse, vi que, a favor de la confusión, desaparecía del brazo de su papá. Saboreando mi triunfo, también me retiré poco después, pensando en lo que la diría al día siguiente, en lo que sería nuestro primer diálogo.

Y al otro día me encontré a un amiguito y hablamos del baile. El amigo estaba zumbón, irónico.

-¿Sabes -me dijo- que he bailado el cotillón anoche con tu adorado tormento, con tu Meli?

Me contuve por no llamarle embustero, y me limité a decir:

-¡Ah! Y eso, ¿cómo ha sido? La he visto retirarse a las once...

-Verás: parece que perdió un zapato; pero se fue a su casa, se calzó, volvió y nunca ha hallado con más entrain. ¿Qué es eso? ¿Te contraría?

No contesté al pronto: el sufrimiento era agudo, y mi impulso, abofetear, herir... Me reprimí, no sé por qué esfuerzo íntimo, y afectando desdén, murmuré:

-¿Contrariarme? ¡Bah!... A Meli, ¿quien la toma por lo serio?




"Entrada de año"



Fresco, retozón, chorreando juventud, el Año Nuevo, desde los abismos del Tiempo en que nació y se crió, se dirige a la tierra donde ya le aguardan para reemplazar al año caduco, perdido de gota y reuma, condenado a cerrar el ojo y estirar la pata inmediatamente.

Viene el Año Nuevo poseído de las férvidas ilusiones de la mocedad. Viene ansiando derramar beneficios, regalar a todos horas y aun días de júbilo y ventura. Y al tropezar en el umbral de la inmensidad con un antecesor, que pausadamente y renqueando camina a desaparecer, no se le cuece el pan en el cuerpo y pregunta afanoso:

-¿Qué tal, abuelito? ¿Cómo andan las cosas por ahí? ¿De qué medios me valdré para dar gusto a la gente? Aconséjame... ¡A tu experiencia apelo!...

El Año Viejo, alzando no sin dificultad la mano derecha, desfigurada y llena de tofos gotosos, contesta en voz que silba pavorosa al través de las arrasadas encías.

-¡Dar gusto! ¡Si creerá el trastuelo que se puede dar gusto nunca! ¡Ya te contentarías con que no te hartasen de porvidas y reniegos! De las maldiciones que a mí me han echado, ¿ves?, va repleto este zurrón que llevo a cuestas y que me agobia... ¡Bonita carga!... Cansado estoy de oír repetir: «¡Año condenado! ¡Año de desdichas! ¡Año de miseria! ¡Año fatídico! Con otro año como éste...» Y no creas que las acusaciones van contra mí solo... Se murmura de «los años» en general... Todo lo malo que les sucede lo atribuyen los hombres al paso y al peso de los años... ¡A bien que por último me puse tan sordo, que ni me enteraba siquiera!...

Aquí se interrumpe el Año decrépito, porque un acceso de tos horrible le doblega, zamarreándole como al árbol secular el viento huracanado. Y el Año mozo, que ni lleva pastillas de goma ni puede entretenerse en cuidar catarros y asmas, prosigue su camino murmurando con desaliento:

-Adiós, abuelito... Aliviarse... Se hace tarde y voy muy de prisa...

Al entrar en la Tierra, sentíase descorazonado. Como suele decirse, se le había caído el alma a los pies, y además creía herida su dignidad y ofendida su rectitud al acercarse a gentes que le maldecirían y le achacarían, sin razón, sus adversidades y desventuras.

Hasta tal extremo fatiga esta cavilación al muchacho -advierto que el año de mi historia era muy delicado y pundonoroso-, que decide apelar a una especie de plebiscito. Si le rechaza la mayoría, si en él ven un enemigo los mortales, hállase resuelto a suprimirse, a disolverse en la nada, borrando antes con el dedo las cifras de su nombre ya escritas en la gigantesca y negra pizarra del Destino. Un suicidio por decoro antes que una vida detestable entre la universal execración.

Con tan firme propósito, el Año Nuevo, vagando por las calles de populosa ciudad, cruza la primera puerta que ve franca, por la cual salen quejidos lastimeros. Sobre duro camastro yace tendida una vejezuela, seca como pergamino, inmóvil. En sus miembros paralizados sólo vive el dolor. El año se inclina, compadecido, e interroga a la impedida afectuosamente:

-¿Qué es eso, madre? Mal lo pasamos, ¿eh?

-¡Ay, hijo! Esto se llama rabiar y condenarse... Tengo dentro un perro que me roe los huesos sin descanso... ¡Y sin esperanzas de curación! ¡Cuatro años que llevo así!

-¿De modo que no querrá usted llevar uno más? -exclamó el chico con anhelo-. Porque yo soy el Año que viene ahora, y si usted gusta, puedo quitarme de en medio. Desaparezco por escotillón. Usted descuenta ese añito de los que le faltan de padecer... ¡y a vivir... o a morir, según Dios disponga!

Profundo espanto se pinta en la cara amojamada de la vieja. Brillan de terror sus apagados ojos, y cruzando las manos -sólo estaba baldada de la cadera abajo- implora así:

-¡No, Añito del alma, no te vayas, no te quites! No, Añito, eso no. ¡Ya parece que me siento algo aliviada...! ¡Me anuncia el corazón que no has de ser malo como tus antecesores!... ¡Un añito! ¡Y a mi edad, que quedan tan pocos!

Maravillado sale el Año de allí, y como anda tan ligero, presto deja atrás la ciudad y se encuentra en una especie de colonia obrera, albergue de los trabajadores en las minas de azogue.

Sórdida estrechez se delata en el aspecto de las casuchas, y las filas de seres humanos que a la incierta luz del amanecer se dirigen a hundirse en las entrañas de la mina, llevan estampadas en el rostro las huellas del veneno que impregna su organismo. Su palidez verdosa, su temblor mercurial incesante causan escalofrío y miedo.

El Año, espantado de tal vista, se acerca al que más tiembla, que no parece sino muñequillo de médula de saúco bajo la influencia de eléctrica corriente, y le hace la misma proposición que a la vieja tullida.

El temblor del desdichado aumenta. Hiere de pie y de mano, danzando como si le hubiese picado la tarántula maligna. Sus ojos ruegan, sus rodillas se doblan y entre dos zapatetas suplica afligido:

-¡Eso nunca, señor de Año! ¡Por lo que usted más quiera, no me quite un pedazo de la dulce vida! ¡Es el único bien que poseo!

Apártase el Año, entre horrorizado y despreciativo, y con la rapidez propia de su marcha (el tiempo vuela, ya se sabe), al instante llega a orillas del mar, ve un presidio y se introduce en una de sus cuadras.

Residencia para todos odiosa, sombría, mefítica, emponzoñada por hediondas emanaciones, ¿qué será para el hombre que no cesa de dar vueltas a tremenda idea fija: la certidumbre de haber sido condenado sin culpa a cadena perpetua, y de que, mientras se consume en el penal, abrumado de ignominias, el verdadero criminal, que le robó libertad y honor, se pasea tan tranquilo, lisonjeado del mundo, favorecido de la propia mujer del preso?

Y los abyectos compañeros de cadena, al observar en el presidiario inocente un instinto de honradez, una imposibilidad de adaptarse a la degradación, le han tomado por esclavo y víctima, y a fuerza de golpes le obligan a que les sirva y desempeñe los menesteres más bajos.

Cuando el Año penetra en la cuadra, el desdichado preso se ocupa en liar los sucios petates de la brigada toda.

«Lo que es éste, acepta -discurre el Año entre sí-. A vivir semejante, será preferible el nicho.»

Al formular la proposición, seguro de que la oiría con transporte, el Año sonríe; pero el presidiario, apenas comprende, se subleva, chilla, pone las manos como para defender o pegar.

¡No faltaba más! ¡Después de tanta inmerecida desventura, iban a robarle un año de existencia! ¡En seguida! ¿Y si mañana reconocían su inculpabilidad y le echaban a la calle? ¡Pues hombre!

Confuso y aturdido huye del presidio el Año Nuevo. ¿A qué repetir la tentativa? Nadie quería perder minuto de esta vida tan injuriada y tan perra...

Sin embargo, por tranquilizar su conciencia, recorre el Año los lugares en que se llora, las mansiones del dolor y la necesidad, las famélicas buhardillas, los campos que riega el sudor del labriego, los asquerosos burdeles, los hospitales, los asilos de la mendicidad, las leproserías, las glaciales prisiones siberianas... Doquiera le dicen «arre allá» cuando pretende cercenarles un año de suplicio...

Ahíto de ver tanta desdicha, el Año quiere reposar una hora en alguna casa alegre, rica y elegante, y se detiene en el palacio de un señor poderoso, a quien rodearon desde la cuna prosperidades y lisonjas, sobre quien llovieron amores, honores y riquezas.

En una estancia que más parece museo, donde tapices de armoniosos tonos apagados sirven de fondo a relucientes y arrogantes armaduras antiguas; recostado en un sillón guadamecí, descansando la sien sobre el puño, está el potentado, siguiendo con lánguido mirar los reflejos de la llama que arde en la chimenea.

«¿Qué dirá éste de mi proposición? -calcula el Año-. Saltará al oírla. Me cruza con aquella tizona, de fijo.»

¡Y por chancearse, por curiosidad, ofrece el consabido trato... Doce meses menos, un recorte en la tela del vivir!... Alza la frente el magnate, sonríe penosamente, y tendiendo la diestra, farfulla como si tuviese pereza de hablar:

-Convenido: venga esa mano... ¡Doce meses de aburrimiento que desquito! Mil gracias... No tengo arranque para pegarme un tiro; pero así, indirectamente, es otra cosa...

Y entonces el Año Nuevo se encoge de hombros, alejase de la señorial mansión, y anuncia a son de trompeta, en calendarios y diarios, su entrada en la casa de locos de la Humanidad.