jueves, 27 de febrero de 2014

"La risa"


Conocí en París a la marquesa de Roa, con motivo de encontrarnos frecuentemente en la antesala del célebre especialista en enfermedades nerviosas doctor Dinard. Yo iba allí por encargo de una madre que no tenía valor para llevar en persona a su hija, atacada de uno de esos males complicados, mitad del alma, mitad del cuerpo que la ciencia olfatea, pero no discierne aún, y la marquesa iba por cuenta propia, porque era víctima de un padecimiento también muy singular.

La marquesa sufría accesos de risa sin fin, en que las carcajadas se empalmaban con las carcajadas, y de los cuales salía despedazada, exánime, oscilando entre la locura y la muerte.

Uno tuvo ocasión de presenciar en la misma salita de espera del doctor, de vulgar mobiliario elegante, adornada con cuadros y bustos que atestiguaban el reconocimiento de una clase muy expuesta a la neurosis: los artistas. Y aseguro que ponía grima y espanto el aspecto de aquella mujer retorciéndose convulsa, hecha una ménade, sin una lágrima en los ojos, sin una inflexión tierna en la voz, escupiendo la risa sardónica y cruel, como si se mofase, no sólo de la humanidad, sino de sí misma, de su destino, de lo más secreto y hondo de su propio ser...

Fue el especialista, que se hizo un poco amigo mío y a quien invitamos a almorzar en nuestro hotel varias veces, quien me enteró de la causa del achaque, que no acertó a curar, sino solamente a aliviar algo, consiguiendo que las crisis crónicas se presentasen con menos frecuencia. Él me refirió la historia, justificando así su aparente indiscreción:

-Se trata de cosa muy pública en la ciudad española donde ocurrió, y me sorprende que usted no esté enterada. Pregunte a cualquiera de allí y se lo referirá punto por punto. Yo tengo que confesar a mis clientes, pues dada mi especialidad, el conocimiento de los antecedentes psicológicos me sirve de guía. ¡Camino por una selva tan oscura! ¡Es un misterio tan profundo éste de la neurosis! Y no crea usted que ha sido negocio fácil la confesión, porque, al acordarse no más de la causa de su risa, la marquesa se siente acometida de nuevas crisis furiosas, y ríe, ríe, ríe inextinguiblemente...

Parece que esta señora, joven y bella entonces (hoy horrible mal la ha desfigurado), estaba enamoradísima de su marido, con el cual se había casado contra toda la voluntad de su madre. Ella era rica, poderosa: dehesas, cortijos, olivares y el título hereditario. Él no poseía capital, a menos que por capital se cuente lo agradable de la figura, lo simpático del trato, un encanto especial que le atraía corazones. Manolito -así le llamaban sus amigos- se contaba en el número de esas personas imprescindibles en toda fiesta y jarana; y a pesar de su casamiento continuó, en parte, haciendo vida de soltero alegre, consintiéndolo la marquesa. «No me parece mal -decía ésta- que te diviertas con los muchachos jóvenes. Lo que no habré de tolerar será que estas diversiones sirvan de pretexto a devaneos con mujeres. Si quieres a otra, si otra te atrae más que yo, me lo dices: podré habituarme a vivir sin tu amor, pero nunca, ¿entiendes?, soportaré en ti, amándote como te amo, la mentira. Acuérdate de esto, Manolo... Mira que yo creo en ti, y que para existir necesito creer. No me mientas, ¡eso nunca! No podría resistirlo...».

Debió él de prometer y aun jurar -todo eso que se hace en análogas situaciones-, y ella, con la confianza propia de las almas nobles, de la gente incapaz de vileza, se fió sin recelo alguno en promesas y juramentos. Por la maldad de la naturaleza humana, a los confiados es a quienes más se engaña, hasta sin escrúpulos. Manolo sabía que Dolores Roa era incapaz de espionaje, y que si llegasen a traerle chismes y delaciones, antes prestaría fe a las palabras del hombre amado que a las de los extraños; así es que, no mucho después de la boda, comenzó a enredarse en aventurillas galantes, y acabó por establecer relación íntima con una de las amigas de Dolores, señora de la mejor sociedad, esposa de un banquero que hacía continuos viajes a París, Londres y Hamburgo, lo cual daba a los amantes facilidad para verse y pasar reunidos largas horas.

Explicaba Manolo las ausencias con cacerías, comidas, expediciones y giras en compañía de sus amigos, y Dolores, fiel a su sistema de tolerancia cariñosa, llegaba hasta animarle para que no faltase, y celebraba a la vuelta las anécdotas y lances de la función, referidos por Manolo con humorística gracia porque el hábil engañador tenía cuidado de no mentir siempre y de concurrir no pocas veces, en efecto, a las distracciones adonde decía que concurría, por tener -si su mujer preguntaba o hacía indagaciones- más elementos para justificarse en cualquier caso.

Una noche acostose Dolores nerviosamente intranquila, sin saber el motivo. Mejor dicho: lo sabía, o se figuraba saberlo. Manolo formaba parte de numerosa expedición por el río abajo a caza de patos silvestres; iban en un vaporcillo viejo, comprado de desechos y que se alquilaba para estos casos, y Dolores, noticiosa del mal estado del vapor, sentía una angustia profética y vaga, en que el corazón parecía reducírsele de tamaño -son sus palabras- y convertirse en una bolita microscópica. Española, de raza, saltó de la cama, encendió dos velas a una Virgen de los Dolores traspasada con los siete puñales y rezó largas oraciones antes de volver a recogerse. Su sueño fue agitado, lleno de terribles pesadillas: veía a Manolo con la cara negra, el pelo pegado a las sienes, chorreante y despertó gritando, llamando a su esposo con infinita ansiedad.

Era la hora del amanecer, tan poética en los países del Mediodía. Los azahares perfumaban el aire, y el sol salía claro y puro, como si acabase de bañarse en las aguas del río. La marquesa, reanimada, se arregló el pelo y se puso una mantilla para ir a misa a la iglesia próxima. Al primer grupo de gente madrugadora que encontró, se detuvo, hecha la estatua del espanto. Hablaban de una catástrofe, de la pérdida de un vapor en que iban gente conocida, de fiesta y broma, a una cacería de patos en el río... Se habían salvado pocos, pereciendo ahogados los más.

Blanca como la pared, castañeteando los dientes, Dolores apenas tuvo fuerzas para volver a su casa, tambaleándose. Loca y paralizada a la vez, ni sabía qué hacer ni a quién llamar; lo inmenso del horror la trastornaba. Sólo acertaba a repetir: «¡Manolo! ¡Manolo!», con el acento del que llama a un ser sobrenatural... Y cuando repetía con más dolor y extravío: «¡Manolo!...», he aquí que aparece en la puerta Manolo en persona, sonriente, alegre, tendiéndole los brazos... No se sabe qué instinto de lucidez, qué extraña astucia vital se desarrolla en momentos supremos. Lo cierto es que Dolores, encarándose con su esposo, en vez de referirse a la catástrofe, hizo una extraña pregunta:

-Os habéis divertido mucho, ¿eh? ¿No ha ocurrido nada desagradable?

-¿Qué iba a ocurrir? Una excursión deliciosa... bonitísima...

Y ella, entonces, después de mirarle fijamente, rompió a reír a carcajadas... ¡Su risa llenaba la casa de ecos fúnebremente burlones; reía sin tasa y sin tregua; abofeteaba, escupía su risa al rostro del descarado engañador, que llegaba en derechura de pasar su noche amorosa, y no sabía palabra de la catástrofe...!

Y desde entonces, Dolores rió, rió intensamente, retorciendo sus nervios, gastando su vigor en la convulsión de aquella risa, escarnio de su ilusión destrozada de su alma generosa en ridículo...

Riendo se separó del embustero; riendo arrastró su amargura por tierras lejanas...

Ahí tiene usted la explicación de la enfermedad extraordinaria de la marquesa de Roa.



LA REDADA





Mi boda se desbarató por una circunstancia insignificante, sin valor alguno sino para quien, como yo, se pasa de celoso y raya en maniático. ¿Fueron celos lo que tuve? ¡Apenas me atrevo a decir que sí! Y es porque me da vergüenza pensar que probablemente «serían celos»... en el fondo, allá en el fondo inescrutable y sombrío del alma... Para que se descifre mejor el enigma, explicaré mi manera de ser, antes de referir el mínimo incidente que dio en tierra con mi felicidad y me condenó, tal vez, a perpetua soltería.

Apasionadamente enamorado de mi novia, criatura fina e ideal como una flor blanca, y que reunía cuanto puede halagar la vanidad de un novio -alcurnia, elegancia, caudal-, aspiraba yo a ser para ella lo que ella era para mí: un sueño realizado. Si en su presencia alababa alguien los méritos de otro hombre, se me revolvía la bilis y se me ponía la boca pastosa y amarga. No habiéndome creído envidioso hasta entonces, la pasión me despertaba la envidia, que sin duda existía latente en mí, a manera de aletargada culebra. Hacíame yo este razonamiento absurdo: «Puesto que ese otro vale más que tú, tienes mayores derechos al sumo bien del cariño de María Azucena Guzmán, vizcondesa de Fraga. Para merecer tal ventura debes ser -o parecer- el más guapo, el más inteligente, el más fuerte, el primero en todo.» Y desatinado por mis recelos, aplicaba un escalpelo afiladísimo a las perfecciones de mi imaginario rival; le rebuscaba los defectos, le ridiculizaba, le trataba como a enemigo... ¡Hasta llegué a la vileza de la calumnia! Pasada la crisis, celosa, caía en abatimiento inexplicable, despreciándome a mí mismo.

Con el tacto propio de la mujer que quiere de veras, María Azucena, así que comprendió mi mal, evitaba toda ocasión de agravarlo. Se dejaba aislar, rehuyendo cualquier obsequio y trato que pudiese ser motivo de disgusto para mí. Apenas notaba que un hombre me hacía sombra, ni aun le dirigía la palabra. De este modo salvábamos los escollos de mi carácter. Mi futura solía repetir: «Así que nos casemos, mudarás de condición: lo espero y lo deseo, en interés de tu dicha y tu tranquilidad.»

Poco tiempo antes del día solemne, señalado para primeros de septiembre, un tío de mi novia, el rico propietario don Mateo Guzmán, nos convidó a una fiesta en su quinta. Se trataba de una «redada» o pesca de truchas en el río. La finca del señor Guzmán, que dista unas tres leguas del pueblo donde pasábamos el verano, goza merecida fama de ser la mejor de toda la provincia, por la amenidad de sus jardines, la frondosidad de sus arboledas centenarias y las muchas fuentes rumorosas que sombreaban grupos de odoríferas, magnolias y graves cedros del Líbano. Fundada desde el siglo XVIII, ostenta una vegetación antigua y noble, de aire artistocrático; pero el realce de la belleza natural se lo presta el ancho río Amega, que baña los lindes de la finca y besa los pies a sus tupidas espesuras. Se baja al río por sotos de castaños y pintorescas sendas abiertas entre robledas y pinares; y ya a orillas de la corriente se descansa, en praditos salpicados de flores y orlados de cañaveral y espadaña.

Con infinita tristeza evoco ahora este cuadro, que entonces me pareció tan encantador. Madrugamos y salimos de la ciudad en el mismo coche, bajo la égida de una hermana de María, casada ya. El camino se me hizo cortísimo. ¡Cruzar en carretera descubierta una comarca risueña y llena de poesía, a aquella hora matinal diáfana y suave, y teniendo enfrente a María Azucena, que me sonreía con ternura! Su velo de gasa dejaba entrever sus facciones al través de una nube, y la sombra del ancho pajazón oscurecía el misterio de los ojos y hacía resaltar la flor de los labios, encendida como un deseo... Por instantes, furtivamente, yo apretaba su manita calzada con guante de Suecia, y ella respondía a la presión lo mismo que si dijese: «Conforme...»

Fuimos agasajados al llegar, y antes de que el calor apretase, descendimos al río, a cuyas márgenes, a la sombra, debíamos saborear el campestre almuerzo. En un prado donde crecían mimbres y olmos, nos situamos para presenciar la redada. La trucha, que abunda en el río Amega, suele refugiarse sibaríticamente, durante la canícula, en ciertas hondonadas o pozos profundos llamados en el país frieiras, donde encuentra el agua helada casi. Tendida la red al través del río, entran en él unos cuantos gañanes alborotando el agua, desalojan a la trucha de su retiro y la obligan a correr espantada hacia la red; cuando ésta se encuentra bien cargada de pesca, sácanla a brazo sobre la hierba y la vacían; allí coletean como pedazos de plata viva los peces, que pasan sin demora a la caldera o la sartén. Tal espectáculo fue el que disfrutamos y despertó en María Azucena interés vivísimo.

Entre los gañanes que acababan de entrar en el río arremangados de brazo y pierna, uno, sobre todo, mereció que mi novia no apartase de él los ojos. Era un fornido mocetón que frisaría en los veinte años, y desplegaba vigor admirable para arrastrar la pesada red y sacarla de la corriente. Semidesnudo, como un pescador del golfo de Nápoles; bajo el sol de agosto, que prestaba tonos de terracota a sus carnes firmes y musculosas de trabajador, tenía actitudes académicas y bellas, al atirantar la cuerda y jalar briosamente de la red. Yo acaso no lo hubiese reparado, si la voz de María Azucena, animada por el entusiasmo, no exclamase a mi oído:

-Mira, mira ese mozo... Qué fuerzas! Él solo trae la red... Parece una estatua de museo. ¡Da gusto verle!

Me estremecí y sentí frío en el corazón. Evoqué mi propia imagen, lo que sería yo con la vestimenta y en la postura de aquel gañán. Mis brazos darían lástima; mis piernas se prestarían a una caricatura. Ni una pulgada acercaría la red a la margen el esfuerzo raquítico de mis pobres músculos de burgués.

¿Cómo no había notado antes esta inferioridad de mi cuerpo? ¡Valiente novio, que ni aun podría llevar acuestas a su novia por los senderos desde el río hasta el palacio! ¡Oh miseria, oh desesperación! ¡Cuánto me humillaba el Apolo campesino, que, tachonado de gotas de agua donde el sol encendía los colores del iris, sonriendo en su gallardía juvenil, tendiendo sus brazos dorados y robustos ofrecía a la mirada de María Azucena la encarnación de un ideal antiguo, la perfección física demostrada por la acción y la energía muscular!

Pálido y descompuesto, me llevé de allí a mi futura, y emboscándome con ella detrás de unos sauces, la apostrofé, profiriendo reconvenciones exaltadas, quejas brutales, ayes que me arrancaba el dolor... Roja de vergüenza, me miraba atónita, seria, apretando con las manos el pecho, a fin de contenerse... vi brillar en sus ojos la chispa de la dignidad mortalmente ofendida, y conocí que estaba perdido.

-No podemos casarnos -articuló María, por último, lentamente-. ¡Seríamos tan infelices!

Y, como el que se suicida, repetí en voz sorda:

-¡Seríamos tan infelices!

No hubo más explicación, María Azucena y yo no volvimos a cruzar palabra. ¿Para qué? En breves momentos, ella me había sondeado el alma..., y yo había conocido también la intensidad de mi mal incurable.