viernes, 28 de febrero de 2014

"El amor y su apariencia"



¿Cuál es en la mujer la verdadera edad del amor? Puntualicemos con más precisión, pues la pregunta formulada es un poco vaga: ¿en qué edad se halla la mujer en mejor disposición espiritual para enamorarse y, en consecuencia, para unirse a un hombre, segura de que su sentimiento es firme, permanente, fijo, como la estrella polar?

Un personaje novelesco de Anatole France (creo que es el bondadoso filósofo señor Bergeret) dice que el amor es como la devoción; llega un poco tarde: «no se es amorosa ni devota a los 20 años».

La observación es exacta. El amor, en realidad, es un fanatismo, una de las tantas formas de la exaltación fanática. Ahora bien: para fanatizarse es necesario que el espíritu esté formado y que nuestras ideas estén muy hechas, muy elaboradas. Ni el tierno doncel, como si dijéramos el cadete, ni la señorita, la niña, que acaba de asomarse al mundo, tienen la aptitud del fanatismo. Es un error creer que los años y la experiencia evitan que nos fanaticemos. Ocurre, precisamente todo lo contrario. La experiencia y los años nos aferran a determinadas ideas y dan consistencia definitiva a ciertos sentimientos.

Pero dejemos los demás fanatismos para ocuparnos del fanatismo amoroso, de ese sentimiento de exaltada firmeza, de perennidad indestructible, que nos lleva a entregar a otro corazón el reinado sobre el nuestro. ¿Cuándo se produce de modo integral, con las potencias todas de nuestro querer, con la embriaguez absoluta de nuestro espíritu, esta adoración, en que, usando la pompa verbal de Víctor Hugo, «el amor es la concentración de todo el universo en un solo ser y la dilatación de este solo ser hasta Dios»?

Porque es menester no confundir el amor con su apariencia. Al saltar de la niñez a la pubertad, le ocurre a la mujer lo que a la mariposa al salir de su estado de crisálida. Sus primeros vuelos son inciertos, aturdidos, inseguros. Las alas son tiernas, débiles, y no han adquirido aún el sentido de orientación. Y lo mismo para volar que para amar es requisito indispensable cierto grado de robustez en las alas.

El origen de nuestras desventuras en la vida está en que la sensibilidad es más precoz que el entendimiento. Lo que más falta nos hace es precisamente lo último en formarse. La mente es impotente para regir la confusión tumultuaria de nuestras primeras emociones en su incierto y atorbellinado vuelo. Y así venimos a ser juguetes, como barquichuelo sin gobierno, del oleaje de nuestras sensaciones. El naufragar o arribar a buen puerto depende entonces, no de la seguridad de nuestra brújula, sino del hado favorable o adverso, independiente de nuestra voluntad y de nuestra orientación reflexiva.

A los diez y ocho o veinte años la mujer se impresiona fácilmente. Pero esta impresión suele ser fugaz, versátil, inconsciente. El error está en tomarla por definitiva, esclavizándose a una emoción pasajera. El acierto electivo en este caso está librado al azar, a que la casualidad haya determinado que ésta primera emoción nos haya sido provocada por persona que realmente lo merezca. Y la elección de marido, como la elección de esposa, no debe ser una lotería. «Saqué novio de tal baile» es una frase corriente entre las muchachas. No, no; no hay que sacarse el novio de una vuelta de vals, sino de muchas vueltas del entendimiento; que el discurrir bien no excluye el sentir profundamente. Son los poetas los que han dicho que el órgano del amor es el corazón. Pero los poetas han llenado el mundo de bellas mentiras, sonoras metáforas, falsas imágenes y seductoras demencias. El origen del amor y de todas nuestras emociones está en la mente. Ella es el divino crisol en que se fraguan todas las formas de nuestro sentir. El corazón es como la rueda catalina de un reloj, que no tiene, por sí, conciencia de su propio movimiento. De la idea, de nuestra representación mental sobre otra persona, surgen la adhesión y el amor hacia ella. Entonces es importantísimo que esta idea, punto de arranque de la emoción, sea acertada, no ligera ni superficial; pues sobre pobres, falsos o frágiles cimientos, mal se sostendrán las torres y chapiteles de nuestros ensueños.

La elección debe fundarse en múltiples y atentas observaciones del sujeto, en el análisis de sus prendas morales, en la índole de su carácter, en lo que es ahora (punto de relativa importancia), y en lo que puede ser luego (asunto de capitalísima trascendencia). El sentimiento amoroso asciende y desciende con el conocimiento. Imaginar no es lo mismo que conocer, y el amor suele confundir estos dos valores mentales. Con la imaginación creamos sujetos propios, modelos que nada tienen que ver con la realidad ya creada. «Mi tipo» suele diferir del tipo, que tiene su propia alma, su carácter propio y sus propias mañas; alma, mañas y carácter que no corresponden al bello sujeto fraguado por nuestra fantasía en complicidad con los errores de percepción de nuestros sentidos. No quiere esto decir que el amor ha de estar exento de imaginación y de fantasía. Una criatura sin imaginación es como una tierra sin sol. Pero siempre conviene que la imaginación inicie su vuelo desde la cúspide del conocimiento y no desde los abismos de la ignorancia. Las alas parten más raudas y seguras a hender los espacios cuanto más alta y sólida sea la atalaya de observación desde la cual se lanzan a volar.

A la edad de diez y ocho o veinte años la mujer carece de aptitudes analíticas y de observación. El mundo es para ella una maravilla deslumbrante, en cuya presencia el optimismo toma formas de ceguera. Y el amor tiene mayores garantías de éxito cuando emplea los cien ojos de Argos que cuando elige cubierto con la venda de Cupido. El amigo Cupido y su venda constituyen un símbolo que no resiste el menor análisis. Los símbolos de los griegos, siempre graciosos, no siempre son razonables.

Bella es en el cielo la hora del alba. Bellísima es en el alma la aurora del amor. Pero la hora de la poesía fascinadora no es la hora en que se ve con mayor claridad. Según el adagio vulgar, de noche todos los gatos son pardos. Entre dos luces todos los gatos son azules, que es el color de la ilusión. Acriollando el adagio, bueno será añadir que conviene huir de los «gatos» a toda hora, de noche, de día y entre dos luces.

La mujer, al empezar a vivir, al iniciarse en la sociedad, más que enamorarse, lo que desea es enamorar. La mayor ambición de una señorita consiste en inspirar amor. No se resigna a pasar inadvertida. De ahí que trate más de ser ella interesante que de ver quién podría ser interesante para ella. He ahí un egoísmo que, profundamente analizado, resulta una generosidad. Pero este punto exigiría, para ser bien explicado, un tomo de psicología femenina.

Una mujer sólo a los 25 años se halla en aptitud mental y espiritual para elegir o aceptar esposo—porque no siempre se puede elegir. Sólo después de diez años de frecuentar salones y alternar en el mundo se adquiere cierta experiencia para resolver el gran problema con alguna probabilidad de acierto. Antes de esa edad corremos el riesgo de dejarnos llevar de impresiones fugaces y transitorias. A los 25 años nuestro espíritu ha logrado ya cierto grado de serenidad y nuestros sentidos una dulce calma que no conturba nuestros juicios. Antes, todo es emoción indisciplinada, torbellino de sensaciones, exaltación sin fundamento, inconsciencia, capricho, delirio. El discernimiento sólo se alcanza con los años. Y aun es problemático, pues según un ironista francés «la mujer sólo se equivoca cuando reflexiona». La frase, aguda y ligera, no convencerá a ninguna de mis lectoras. Podríamos devolverla al ironista diciendo: «los hombres sólo aciertan cuando se enloquecen».

Así, pues, amigas mías, antes de casarse conviene haber bailado mucho, haber conversado mucho y haber «flirteado» algo—no mucho,—haciendo todo esto con espíritu observador e informativo, con intención fiscal, a fin de descubrir en los sujetos aquellas cualidades, dones y tendencias que más se aproximen a nuestro ideal. Al matrimonio se debe llegar con el sujeto ya bien conocido; no con una máscara. Asimismo, nunca es completo este conocimiento, ya que el matrimonio no es, en el fondo, sino un lento y contínuo desenmascaramiento que sólo se hace total con el último abrazo en la hora de la muerte.

Conviene también llegar al matrimonio con una ligera fatiga del mundo y de sus pompas y vanidades. Así encontraremos el hogar propio más agradable que los salones y las tertulias. Fidias, que además de un escultor excelso, era un espíritu filosófico, hizo una vez la estatua de Venus sobre una tortuga, queriendo indicar a las mujeres de su pueblo que debían ser lentas para salir de casa. No proclamo con esto el cenobio, el enclaustramiento; pero sí cierto recogimiento que sólo se acepta con gusto cuando conocemos bien la sociedad y todo el tejido de menudas pasiones que en ella bullen y se agitan.

Yo me casé a los 25 años. Antes de conocer a mi marido, aficionado, como sabéis, a la historia natural y, particularmente, a la especialidad de las aves noctívagas pamperas, experimenté muchas impresiones en nuestro gran mundo. Varias veces sentí un principio de amor, un interés repentino, una relampagueante emoción; pero luego aplicaba serenamente mi juicio a los fundamentos de toda pasión incipiente, hasta que lograba disiparla. Es axiomático que las mujeres desconfían de los hombres en general y confían en ellos en particular. Esto es un poco inexplicable, pero es así. Yo procuré siempre hacer lo contrario. A cada caso particular apliqué una saludable desconfianza. Por último me enamoré de veras, con la reflexión y con el sentimiento. La reflexión me decía que mi naturalista era bueno, leal, culto, tierno, muy hombre además para luchar en la vida. Y a compás de estas ideas el sentimiento se encendía en amor. Pero antes de decir «sí» bailamos mucho, conversamos mucho, y yo, por mi parte, traté de verle el alma a la luz de un constante análisis. Y cuando vi que era buena y alta y digna y hermosa le di el más absoluto imperio sobre la mía. Sobre mi persona tenía él también su concepto. Y ahora y por siempre mi amor me lleva a ser como él me imagina, que es el amor perfecto. Y siendo como él quiere, soy como yo quiero, y cuanto más le gusto más me gusto.

Y así el esquife de nuestro amor marcha por el piélago de la vida, seguro de que nunca zozobrará..





"El matrimonio "




Se ha dicho muchas veces que el matrimonio es la tumba del amor. Por eso sin duda los diversos poetas que han cantado la vida de Don Juan no casan nunca a su héroe. No han querido someter a prueba su capacidad amorosa ni la consistencia de su sentimiento.

Y es que Don Juan no es un verdadero enamorado. Balvo, un filósofo modesto, pero muy discreto, destruye con cuatro palabras todas las apologías rimadas que se han hecho de Don Juan: «quien ama a muchas, no ama mucho; quien ama a menudo, no ama largo tiempo; quien ama con variedad, no ama dignamente».

Entre los poetas y este modesto filósofo, la elección no es dudosa para nosotras. La consistencia del amor se prueba en el matrimonio; sólo una larga convivencia nos demostrará si el corazón está bien puesto, en quicio permanente.

Por lo demás algo hay de cierto en eso de que el matrimonio es la tumba del amor. No en balde la frase goza de tanta difusión en el mundo. Pero es porque el amor, en su forma exaltada, sólo es, como dice Voltaire, un cañamazo dado por la naturaleza y bordado por la imaginación. Ahora bien: el cañamazo, la belleza física, no resiste la tiranía del tiempo que imprime las tristes huellas de la decadencia; y la imaginación bordadora también acaba por sosegarse y quedar sustituída por una dulce y reflexiva calma.

Entonces el amor no tiene más que una salvación: el cariño. Los poetas, que son los mayores perturbadores del mundo, siempre han desdeñado, por subalterno, este sentimiento, que es mucho más fundamental y más sólido que el amor. El amor es la llama; quizá no pase de una fogata fugaz; el cariño es el rescoldo hecho de la buena y diaria lumbre del hogar, de la mutua adhesión, del perdón mutuo, de la recíproca tolerancia, de los comunes gozos y sufrimientos, de las alegrías conjuntas y de la fusión de las lágrimas. El amor tiene un enemigo que le vence siempre: el tedio. El cariño no tiene enemigo que le venza, porque está apoyado en el sentimiento de convivencia. Vale más, mucho más, el calor del rescoldo que el de la fogata. Cuando la fogata no se convierte en rescoldo, sólo quedan de ella frías cenizas. Brasa y no pavesa ha de ser lo que quede de la juvenil exaltación espiritual y del ardor de los sentidos. «¡Te amo!». Es una frase de novela, excesiva, afectada. «Te quiero», es una frase más sencilla, más grave, más profunda y más humana. «¡Te amo!», dice Don Juan, que nunca fué un hombre honrado. «Te quiero», dice el hombre de bien, que seguramente cumple lo que dice.

Saber convivir... He ahí el secreto del buen matrimonio. Dar normas fijas es imposible, puesto que hay tanta variedad de caracteres y de circunstancias cuantas parejas constituyen la organización monogámica del mundo.

Desde luego la cualidad esencial de la mujer es la dulzura. La palabra suave quebranta la ira. Una mujer colérica es el mayor tormento de un hogar. A mí, personalmente, me produce la impresión de un canario hidrófobo; algo, en fin, absurdo y horrible. Cuéntase que uno de los siete sabios de Grecia (Solón, Bías, Tales, Anacarsis, Pitaco, Quilón, Periandro, no se sabe cuál; lo mismo da, cualquiera....) tenía un discípulo que estaba enamorado. El novio, lleno de entusiasmo, refería al maestro las cualidades de su futura. «Es hermosa como el lucero de la mañana»—decía el joven. El filósofo escribía: «cero».—«Es rica, como la heredera de Creso»—añadía el doncel. El genio griego volvía a escribir: «cero». (La dote, pensaría probablemente el filósofo, es la gran virtud de los padres). El enamorado agregó: «Es inteligente». Y el gran hombre puso otra vez: «cero».—«Es noble»—«Cero».—«Tiene muy buena parentela».—«Cero».—«Buena educación».—«Cero». El enamorado miraba atónito a su querido maestro. Por último le dijo: «tiene un carácter dulce». Y entonces el sabio heleno, el más sabio de los siete sabios, estampó la unidad a la izquierda de todos los ceros que había ido poniendo, para demostrar que sólo así adquirían valor las demás cualidades.

Todo es grato al lado de una mujer dulce: todo es amargo al lado de una irascible. Seductora es la belleza, atrayentes la espiritualidad y el donaire; pero es la dulzura la que más retiene al hombre. Y la felicidad del matrimonio está en retenerse mutuamente. Palabras suaves, conceptos delicados, ademanes tranquilos forman el mayor encanto de la mujer. Madame Neker, cuyo ingenio lució tanto en los salones de Versalles, en los momentos precursores de la Revolución, cuando todas las pasiones estaban a punto de estallar, solía decir a sus amigas que las palabras ofenden más que las acciones, el tono más que las palabras y el aire más que el tono. La esposa del famoso hacendista hubiera podido dictar una cátedra de psicología conyugal. Dulzura, suavidad, amigas mías. Los hombres rompen los eslabones de una cadena de hierro; en cambio hallan agradable la atadura si ella está formada por tenues hilos de seda. Sean nuestras palabras como nuestros brazos en las horas de deliquio: suaves, blandas, dóciles. Yo, como mujer, gusto mucho de oir hablar a los maridos de sus respectivas esposas. Y he observado que cuando elogian el ingenio, la gracia, la belleza, la elegancia o cualquier otra cualidad física o moral, lo hacen sin mayor calor. En cambio, cuando dicen: «mi mujer es una pastaflora», dan a su expresión un tono de íntima ternura que revela cuánto impresiona a su espíritu esta cualidad femenina.

La popular frase transcripta encierra las principales virtudes de la mujer: la bondad, la resignación, el avenimiento a todas las circunstancias, la tolerancia, la encantadora docilidad.

Defecto grave en la mujer es tener un espíritu contradictor, una voluntad terne, un carácter terco. A la mujer no debe costarle ceder. La testarudez es buena y honrosa en los generales que defienden un fortín. Para la mujer, ceder es conseguir—siempre que el marido sea tierno, delicado y comprensivo. Jamás la mujer—y esto es importantísimo—debe herir al marido en aquello en que cifra su amor propio. Téngase en cuenta que el amor propio es más fuerte que el amor; como que muchas veces se ama por amor propio, más aun que por amor a la persona amada. Cuidado, pues, mucho cuidado con herir el amor propio del marido. Yo (y perdonen mis amigas que me ponga como ejemplo; lo haré pocas veces) estoy casada con un estanciero, hombre bonísimo, inteligente, gentil, cordial, que me quiere tanto, tanto... como yo a él, lo que equivale a buscar términos de comparación con lo infinito. Pues bien, mi marido es aficionado a la historia natural y presume de conocer como nadie (y conoce, yo lo afirmo, porque le quiero mucho, y esta es una razón definitiva) la fauna argentina y muy especialmente—aquí está su amor propio—las aves noctívagas que vuelan por nuestros campos al morir el día. Paseando a esa hora por la estancia, ha confundido alguna vez el carancho con la lechuza; porque mi marido nunca tuvo buena vista, excepto cuando me eligió a mí. Bueno; pues yo nunca le contradigo, porque, además de herir su amor propio de entendido en aves noctívagas, le molestaría mi advertencia, significándole que tiene malos ojos, y los tiene hermosísimos, aunque ven poco. ¿Para qué contradecirle? ¿Para qué herir su amor propio de naturalista? ¿Para qué recordarle que no ve bien? ¿Qué más da que aquello que voló sea lechuza o sea carancho o sea chimango? La cuestión es que él sea feliz creyéndose un excelente naturalista, dotado de buenos ojos. Y si es feliz con mi asentimiento, ¿por qué negárselo? Alguna vez él mismo sale de su error, y entonces, enternecido, paga con un beso mudo la intención de mi aquiescencia. Y este beso de mi marido vale más, mucho más que toda la fauna, incluso la humana, que puebla la tierra.

He contado esta nimiedad tan íntima, tan personal, a guisa de ejemplo, para demostrar que no debe mantenerse contradicción en cosas sin importancia. (Y no quiere esto decir que las aves noctívagas carezcan de interés; lo tienen, y muy grande, desde que le interesan a mi marido). Una herida de amor propio tarda mucho en curarse; quizá no cicatriza bien nunca. Queda siempre un sordo resentimiento. Y el resentimiento—la misma palabra lo dice—es el sentimiento más terne, más perenne, de más triste duración.

La incompatibilidad de caracteres es lo más deplorable de la vida conyugal. Y suele nacer de nimiedades, de intolerancias, de tozudeces insustanciales. Una mujer díscola es inaguantable. Hay que ser como la cera, dócil al moldeo, que al fin el moldeador suele adquirir el carácter de lo moldeado. La vida es breve, y pasarla en disputa constante equivale a cambiar la felicidad relativa por un potro de tormento. Y nada resuelve el divorcio; porque, como ha dicho un filósofo—claro que un filósofo feminista—el divorcio es la disolución de una sociedad en que la mujer ha puesto su capital y el hombre solamente el usufructo. ¿Y adónde va una sin capital? No hay que perder el socio, sino avenirse con él, aunque la sociedad luche con algunos tropiezos. Allanémoslos, en vez de aumentarlos; que al quitar los nuestros, también él—si no es una mala persona—quitará los suyos, despejando así el camino de la dicha. Vivir es ya un milagro; no depende de nuestra voluntad, sino de la Providencia. Saber vivir depende de nosotros mismos. No malogremos el don de la vida que Dios quiso otorgarnos.

De las condiciones del hombre en el matrimonio no me atrevo a hablar. Siento invencible timidez para tocar este punto, asaz complejo y difícil. Los místicos, los santos, que todos fueron solteros, aceptando todas las cruces, menos la del matrimonio—con lo cual su santidad desmerece un poco por falta de sometimiento a prueba completa—decían que al matrimonio, como a la muerte, es difícil llegar bien preparados. No se enojarán los hombres, si apoyándonos en el testimonio de los santos, decimos que la mujer llega al matrimonio en condiciones espirituales superiores. Y así debe ser, porque para el hombre el matrimonio es un accidente, mientras que para la mujer es el hecho fundamental de su vida.

A pesar de mi temor para hablar de esta materia, me atrevo a insinuar que entre los hombres dedicados a la vida intelectual, los mejor dispuestos para el matrimonio son los políticos. El literato, el mismo filósofo, el pintor, el músico, los artistas, en general, son peligrosos, porque su arte y su filosofía están siempre en primer término, antes que la mujer. Además, son un poco raros y no poco arbitrarios. Y entre los políticos se debe preferir, no a los dogmáticos empecinados, no a los caudillos exaltados, ni a los oradores famosos, que son también, como los artistas, un poco peligrosos, sino a los que tienen aptitudes gobernantes. La razón estriba en que, siendo el gobierno del Estado una serie de concesiones, llegan bien dispuestos al matrimonio, que es igualmente otra serie de concesiones.

Termino. Me he extendido demasiado. Pero téngase en cuenta que la cuestión es ardua y llena todas las bibliotecas del universo, sin que se haya resuelto satisfactoriamente. Sólo insistiré, para concluir, en que el cariño vale más que el amor, porque es más sostenible, más durable, más permanente. Lope de Vega, voto de calidad, pues fue un Don Juan efectivo, lleno de devaneos y tormentosas pasiones, nos dice en unos versos de su comedia «El mayor imposible», estas palabras razonables sobre la exaltación amorosa:

«Que muchos que se han casado

Forzados de un amor loco,

Suelen después hallar poco,

De lo mucho que han pensado.»


  ¡Cariño, cariño, dulcísimo y solidísimo sentimiento! En tí reside la dicha duradera. El cariño surge de convivir. El amor nace de no haber convivido. Reflexionad sobre esto, amigas mías...