viernes, 28 de febrero de 2014

"El no de las niñas"




Facilísimo es dar el «sí»—«el sí de las niñas»—como reza el título de la ingenua y cursililla comedia de Moratín, que hizo las delicias de nuestras abuelas. El «sí», a una proposición de matrimonio, cuando el proponente nos agrada, brota espontáneo, casi sin palabras; lo damos con los ojos, con el movimiento balbuciente de nuestros labios, oprimiendo con el nuestro el brazo del cual vamos asidas en el baile. Esta última actitud, oprimir el brazo, asirnos a él, suele ser la más corriente como reveladora de nuestro gozoso asentimiento. La que para dar el «sí» emplea mucha retórica, muchos requilorios, circunloquios y rodeos, mucha charla alambicada y sutil, es que en realidad no está verdaderamente enamorada. Acepta por causas ajenas al amor; porque es buen partido, porque quiere emparentar bien, etc., etc. El amor, como toda pasión vehemente—y es el amor la más vehemente de todas—es conciso en su expresión, monosilábico, casi mudo. La palabra muere en el nudo que la emoción forma en la garganta. Todas esas escenas de comedia, en prosa y verso; todas las páginas amorosas de las novelas, en que salen a relucir las flores, los arroyuelos, las estrellas, la luna, los ángeles y los serafines, todo, absolutamente todo eso, es mentira, completamente mentira. El amor, el verdadero amor, no halla palabras, no encuentra léxico para expresarse. Por eso el baile es su mejor auxiliar, pues el abrazo—el abrazo danzando, perfectamente admitido—nos ahorra el estudio del diccionario para dar con los términos académicos apropiados al caso. El concurso, la gente de un salón, que ve bailar, no advierte que cierta pareja abrazada y danzante da a su abrazo, en un momento determinado, un sentido trascendental, de unidad de vidas, de fusión de espíritus, de enlace de corazones. Yo dí el «sí» así, bailando; pero lo dí sin palabras. De pronto, preguntó él: «Bueno, ¿y?...» porque él también, como buen enamorado, era monosilábico, casi mudo. Mi respuesta fué oprimirle el brazo, latir como nunca he latido y mostrarle mis ojos húmedos. Y el hombre arrancó a valsar con tal furia que parecía movido por todo el carbón que emplea ahora la escuadra inglesa en el bloqueo. Nos asimos un poco más, porque el baile lo exigía. Bueno, amigas mías, entonces supe que es posible no morirse de felicidad. ¡ Ay, Dios mío, qué recuerdos!...

Quedamos, pues, en que dar el «sí» es facilísimo; sale solo; se revela en la emoción que nos embarga; por muy quedo que se diga, lo expresa muy alto el estado de nuestro ánimo. Lo difícil, lo árduo, es decir «no», negarse a la relación solicitada. En esta ocasión es cuando ha de revelarse la educación de la mujer, su finura espiritual, los recursos de su ingenio.

El «no» de las niñas requiere, no una comedia como el «sí» de las niñas, sino todo un tratado de psicología femenina. Pero hemos de contraernos a un ligero prontuario sobre la materia. Generalmente, la mujer llega al difícil trance de tener que decir «no» por culpa de ella misma. Porque es ella la que alienta las primeras insinuaciones del hombre, aunque su corazón no esté interesado; unas veces por demostrar a las demás que tiene pretendiente; otras veces por dar celos con el incauto al que verdaderamente ella quiere; no pocas veces también por divertirse, por coquetería, o por curiosidad. El amor propio adopta muchas veces el disfraz del amor por pura satisfacción de orgullo. Y esto lleva a muchas señoritas a admitir y hasta a estimular las insinuaciones del hombre, que toma por sentimiento real los fingimientos de que es víctima en forma de sonrisas prometedoras, de miradas simulando aquiescencia, de gestos y signos, en fin, que expresan lo contrario del verdadero propósito. Este juego es peligroso y, desde luego, condenable. Cuando un hombre inteligente aventura una declaración es porque le anima a ello el presentimiento de que será aceptado, presentimiento fundado en ciertos indicios de que es persona grata, como se dice en términos de diplomacia. Sugerir este presentimiento a un hombre, inducirle en este error, significa en la mujer sentimientos aviesos, una travesura de mal gusto, pues no se debe jugar con el corazón ni con las ilusiones de ningún hombre, cuyo porvenir espiritual, en el resto de su vida, acaso dependa de esta burla de la mujer. Porque deplorable es para un hombre que ama profundamente no verse amado por aquella a quien ama. Pero aun es mucho peor hacer escarnio de su afecto, induciéndole en el error de ser amado sin serlo; pues, en este caso la herida es doble, en el amor y en el amor propio. Y las heridas de amor propio son aún más difíciles de curar que las heridas de amor. El hombre que nos insinúa su afecto, que cifra la razón de su vida en la correspondencia de nuestro corazón al suyo, merece por ello mismo nuestra atenta simpatía, pues siempre es conmovedor para una mujer producir en un hombre esta exaltación sentimental. Si no nos gusta o no nos conviene—desde luego no nos conviene si no nos gusta—debemos hacérselo notar desde el principio con palabras cordiales y cariñosas con cultura exquisita, sin deprimirle en forma alguna, poniendo disculpas que lo eleven a sus propios ojos y mezclando así la desesperanza o desengaño con el consuelo. Probablemente esta conducta de la mujer, por lo mismo que es una conducta noble, bondadosa, espiritual, exaltará más el amor del hombre, le hará más profundo y entrañable, desolará más su alma; pero no tendrá derecho a sentirse herido en su amor propio con burlas imperdonables. Jamás, en fin, se debe alentar una pasión que no se tiene el propósito de corresponder. De todas las coqueterías ésta es la más condenable, porque implica la intención de hacer sufrir, empeño que delata poca reflexión y una torcida contextura ingénita de nuestro espíritu.

Ya se ve, pues, cómo el «no» es más difícil que el «sí» de las niñas. Y esta dificultad aumenta, según va dicho, cuando con nuestra frivolidad y nuestras vanidades hemos inducido en error al pretendiente. En tal caso, el trance, desagradable siempre, de decir «no» claramente ha sido buscado por nosotras mismas. En realidad es una conducta que tiene algo de engaño, ya que condujimos nuestro trato con él en forma que supusiera una posibilidad de aceptación, con la reserva mental de una negativa al plantearnos la petición de mano. Lo noble, lo generoso, lo leal, es atajar discretamente desde el comienzo las insinuaciones, a fin de que nunca pueda creerse engañado en sus observaciones respecto al estado efectivo de nuestro espíritu y de nuestra voluntad.

Pero la especie masculina es muy variada. Hay hombres un poco cegatos en materia de psicología femenina, para los cuales no basta que la mujer rehuya con discreción sus insinuaciones. Su falta de percepción es disculpable y justifica el empecinamiento. En este caso se impone el «no» desde el primer instante, pues al que no entiende de razones con los ojos, necesario es hacer que las entienda por medio de los oídos. Siempre, claro está, usando palabras corteses; nada de desaires, nada de enojos, nada de sentirse molestada por la pertinacia, pues el ciego no es responsable de no ver, y hasta merece simpatía cuando observamos que la causa de su ceguera está en que el foco del corazón le ofusca la vista de los ojos. ¿No merece un poco de piedad un ciego tan sublime? Hay otros que llamaremos «intrépidos», muy expeditivos en sus procedimientos, que quieren llevar las cosas a paso de carga, hombres impacientes, exaltados, audaces, de sensibilidad tormentosa y hasta huracanada. El «no» a un hombre así ha de ser gradual, no repentino, no brusco, pues nuestra negativa seca y rápida pudiera llevarlo a la exasperación y hasta ser causa del encarecimiento del plomo troquelado. Existe el hombre que presume de irresistible, el que tiene de sí mismo un concepto tan optimista que no admite haya mujer que renuncie a la gloria de unirse a él. La vanidad es un lente que aumenta las cosas más pequeñas. Con éste conviene envolver el «no» en un ligero «titeo» educador. Se le hace con ello un servicio, induciéndole a moderar el concepto fantástico fraguado por su insensatez. Hay el hombre que se las da de zahorí, de sagaz y penetrante para descubrir los sentimientos de la mujer. Suele, en su presunción de psicólogo, hacer análisis que no están en la persona analizada, sino en él mismo. Ha leído algunas novelas modernas, probablemente de Bourget, que se ha ocupado mucho de psicología femenina, con sutilezas generalmente exentas de verdad y de sencillez. Con este pretendiente, que es un vanidoso cerebral, se debe emplear un «no» oscuro, nebuloso, para aumentar el mar de sus propias confusiones. Detesto los noveleros, los hombres que carecen de naturalidad. Son, además, peligrosos, porque siempre andan a caza de complejidades sentimentales. Hay el hombre que cifra todo su éxito en el apellido heredado y cree que su nombre procérico basta para lograr la más apetecible conquista. Con éste el «no» tiene que ser histórico. La mujer debe decirle, siempre de una manera muy fina, que hubiera preferido a su antepasado. Los hombres que valen no son los que heredan un apellido histórico, sino los que, llevando uno desconocido, logran meterle en la historia.

¿Para qué seguir presentando más casos? La variedad es tan grande que no acabaríamos nunca. Baste decir que cada uno de ellos requiere una negativa especial, ajustada a las circunstancias y al tipo moral y espiritual del pretendiente. Y con esto queda demostrado que el «no» es mucho más difícil que el «sí» de las niñas...




"El amor y su apariencia"



¿Cuál es en la mujer la verdadera edad del amor? Puntualicemos con más precisión, pues la pregunta formulada es un poco vaga: ¿en qué edad se halla la mujer en mejor disposición espiritual para enamorarse y, en consecuencia, para unirse a un hombre, segura de que su sentimiento es firme, permanente, fijo, como la estrella polar?

Un personaje novelesco de Anatole France (creo que es el bondadoso filósofo señor Bergeret) dice que el amor es como la devoción; llega un poco tarde: «no se es amorosa ni devota a los 20 años».

La observación es exacta. El amor, en realidad, es un fanatismo, una de las tantas formas de la exaltación fanática. Ahora bien: para fanatizarse es necesario que el espíritu esté formado y que nuestras ideas estén muy hechas, muy elaboradas. Ni el tierno doncel, como si dijéramos el cadete, ni la señorita, la niña, que acaba de asomarse al mundo, tienen la aptitud del fanatismo. Es un error creer que los años y la experiencia evitan que nos fanaticemos. Ocurre, precisamente todo lo contrario. La experiencia y los años nos aferran a determinadas ideas y dan consistencia definitiva a ciertos sentimientos.

Pero dejemos los demás fanatismos para ocuparnos del fanatismo amoroso, de ese sentimiento de exaltada firmeza, de perennidad indestructible, que nos lleva a entregar a otro corazón el reinado sobre el nuestro. ¿Cuándo se produce de modo integral, con las potencias todas de nuestro querer, con la embriaguez absoluta de nuestro espíritu, esta adoración, en que, usando la pompa verbal de Víctor Hugo, «el amor es la concentración de todo el universo en un solo ser y la dilatación de este solo ser hasta Dios»?

Porque es menester no confundir el amor con su apariencia. Al saltar de la niñez a la pubertad, le ocurre a la mujer lo que a la mariposa al salir de su estado de crisálida. Sus primeros vuelos son inciertos, aturdidos, inseguros. Las alas son tiernas, débiles, y no han adquirido aún el sentido de orientación. Y lo mismo para volar que para amar es requisito indispensable cierto grado de robustez en las alas.

El origen de nuestras desventuras en la vida está en que la sensibilidad es más precoz que el entendimiento. Lo que más falta nos hace es precisamente lo último en formarse. La mente es impotente para regir la confusión tumultuaria de nuestras primeras emociones en su incierto y atorbellinado vuelo. Y así venimos a ser juguetes, como barquichuelo sin gobierno, del oleaje de nuestras sensaciones. El naufragar o arribar a buen puerto depende entonces, no de la seguridad de nuestra brújula, sino del hado favorable o adverso, independiente de nuestra voluntad y de nuestra orientación reflexiva.

A los diez y ocho o veinte años la mujer se impresiona fácilmente. Pero esta impresión suele ser fugaz, versátil, inconsciente. El error está en tomarla por definitiva, esclavizándose a una emoción pasajera. El acierto electivo en este caso está librado al azar, a que la casualidad haya determinado que ésta primera emoción nos haya sido provocada por persona que realmente lo merezca. Y la elección de marido, como la elección de esposa, no debe ser una lotería. «Saqué novio de tal baile» es una frase corriente entre las muchachas. No, no; no hay que sacarse el novio de una vuelta de vals, sino de muchas vueltas del entendimiento; que el discurrir bien no excluye el sentir profundamente. Son los poetas los que han dicho que el órgano del amor es el corazón. Pero los poetas han llenado el mundo de bellas mentiras, sonoras metáforas, falsas imágenes y seductoras demencias. El origen del amor y de todas nuestras emociones está en la mente. Ella es el divino crisol en que se fraguan todas las formas de nuestro sentir. El corazón es como la rueda catalina de un reloj, que no tiene, por sí, conciencia de su propio movimiento. De la idea, de nuestra representación mental sobre otra persona, surgen la adhesión y el amor hacia ella. Entonces es importantísimo que esta idea, punto de arranque de la emoción, sea acertada, no ligera ni superficial; pues sobre pobres, falsos o frágiles cimientos, mal se sostendrán las torres y chapiteles de nuestros ensueños.

La elección debe fundarse en múltiples y atentas observaciones del sujeto, en el análisis de sus prendas morales, en la índole de su carácter, en lo que es ahora (punto de relativa importancia), y en lo que puede ser luego (asunto de capitalísima trascendencia). El sentimiento amoroso asciende y desciende con el conocimiento. Imaginar no es lo mismo que conocer, y el amor suele confundir estos dos valores mentales. Con la imaginación creamos sujetos propios, modelos que nada tienen que ver con la realidad ya creada. «Mi tipo» suele diferir del tipo, que tiene su propia alma, su carácter propio y sus propias mañas; alma, mañas y carácter que no corresponden al bello sujeto fraguado por nuestra fantasía en complicidad con los errores de percepción de nuestros sentidos. No quiere esto decir que el amor ha de estar exento de imaginación y de fantasía. Una criatura sin imaginación es como una tierra sin sol. Pero siempre conviene que la imaginación inicie su vuelo desde la cúspide del conocimiento y no desde los abismos de la ignorancia. Las alas parten más raudas y seguras a hender los espacios cuanto más alta y sólida sea la atalaya de observación desde la cual se lanzan a volar.

A la edad de diez y ocho o veinte años la mujer carece de aptitudes analíticas y de observación. El mundo es para ella una maravilla deslumbrante, en cuya presencia el optimismo toma formas de ceguera. Y el amor tiene mayores garantías de éxito cuando emplea los cien ojos de Argos que cuando elige cubierto con la venda de Cupido. El amigo Cupido y su venda constituyen un símbolo que no resiste el menor análisis. Los símbolos de los griegos, siempre graciosos, no siempre son razonables.

Bella es en el cielo la hora del alba. Bellísima es en el alma la aurora del amor. Pero la hora de la poesía fascinadora no es la hora en que se ve con mayor claridad. Según el adagio vulgar, de noche todos los gatos son pardos. Entre dos luces todos los gatos son azules, que es el color de la ilusión. Acriollando el adagio, bueno será añadir que conviene huir de los «gatos» a toda hora, de noche, de día y entre dos luces.

La mujer, al empezar a vivir, al iniciarse en la sociedad, más que enamorarse, lo que desea es enamorar. La mayor ambición de una señorita consiste en inspirar amor. No se resigna a pasar inadvertida. De ahí que trate más de ser ella interesante que de ver quién podría ser interesante para ella. He ahí un egoísmo que, profundamente analizado, resulta una generosidad. Pero este punto exigiría, para ser bien explicado, un tomo de psicología femenina.

Una mujer sólo a los 25 años se halla en aptitud mental y espiritual para elegir o aceptar esposo—porque no siempre se puede elegir. Sólo después de diez años de frecuentar salones y alternar en el mundo se adquiere cierta experiencia para resolver el gran problema con alguna probabilidad de acierto. Antes de esa edad corremos el riesgo de dejarnos llevar de impresiones fugaces y transitorias. A los 25 años nuestro espíritu ha logrado ya cierto grado de serenidad y nuestros sentidos una dulce calma que no conturba nuestros juicios. Antes, todo es emoción indisciplinada, torbellino de sensaciones, exaltación sin fundamento, inconsciencia, capricho, delirio. El discernimiento sólo se alcanza con los años. Y aun es problemático, pues según un ironista francés «la mujer sólo se equivoca cuando reflexiona». La frase, aguda y ligera, no convencerá a ninguna de mis lectoras. Podríamos devolverla al ironista diciendo: «los hombres sólo aciertan cuando se enloquecen».

Así, pues, amigas mías, antes de casarse conviene haber bailado mucho, haber conversado mucho y haber «flirteado» algo—no mucho,—haciendo todo esto con espíritu observador e informativo, con intención fiscal, a fin de descubrir en los sujetos aquellas cualidades, dones y tendencias que más se aproximen a nuestro ideal. Al matrimonio se debe llegar con el sujeto ya bien conocido; no con una máscara. Asimismo, nunca es completo este conocimiento, ya que el matrimonio no es, en el fondo, sino un lento y contínuo desenmascaramiento que sólo se hace total con el último abrazo en la hora de la muerte.

Conviene también llegar al matrimonio con una ligera fatiga del mundo y de sus pompas y vanidades. Así encontraremos el hogar propio más agradable que los salones y las tertulias. Fidias, que además de un escultor excelso, era un espíritu filosófico, hizo una vez la estatua de Venus sobre una tortuga, queriendo indicar a las mujeres de su pueblo que debían ser lentas para salir de casa. No proclamo con esto el cenobio, el enclaustramiento; pero sí cierto recogimiento que sólo se acepta con gusto cuando conocemos bien la sociedad y todo el tejido de menudas pasiones que en ella bullen y se agitan.

Yo me casé a los 25 años. Antes de conocer a mi marido, aficionado, como sabéis, a la historia natural y, particularmente, a la especialidad de las aves noctívagas pamperas, experimenté muchas impresiones en nuestro gran mundo. Varias veces sentí un principio de amor, un interés repentino, una relampagueante emoción; pero luego aplicaba serenamente mi juicio a los fundamentos de toda pasión incipiente, hasta que lograba disiparla. Es axiomático que las mujeres desconfían de los hombres en general y confían en ellos en particular. Esto es un poco inexplicable, pero es así. Yo procuré siempre hacer lo contrario. A cada caso particular apliqué una saludable desconfianza. Por último me enamoré de veras, con la reflexión y con el sentimiento. La reflexión me decía que mi naturalista era bueno, leal, culto, tierno, muy hombre además para luchar en la vida. Y a compás de estas ideas el sentimiento se encendía en amor. Pero antes de decir «sí» bailamos mucho, conversamos mucho, y yo, por mi parte, traté de verle el alma a la luz de un constante análisis. Y cuando vi que era buena y alta y digna y hermosa le di el más absoluto imperio sobre la mía. Sobre mi persona tenía él también su concepto. Y ahora y por siempre mi amor me lleva a ser como él me imagina, que es el amor perfecto. Y siendo como él quiere, soy como yo quiero, y cuanto más le gusto más me gusto.

Y así el esquife de nuestro amor marcha por el piélago de la vida, seguro de que nunca zozobrará..