viernes, 20 de junio de 2014

"El espejo de Matsuyama"





En Matsuyama, lugar remoto de la provincia japonesa de Echigo, vivía un matrimonio de jóvenes campesinos que tenían a su pequeña hija como centro y alegría de sus vidas. Un día, el marido tuvo que viajar a la capital para resolver unos asuntos y, ante el temor de la mujer por un viaje tan largo y a un mundo tan desconocido, la consoló con la promesa de regresar lo antes posible y de traerle, a ella y a su hijita, hermosos regalos.

Después de una larga temporada, que a ella se le hizo eterna, vio por fin a su esposo de vuelta a casa y pudo oír de sus labios lo que le había sucedido y las cosas extraordinarias que había visto, mientras que la niña jugaba feliz con los juguetes que su padre le había comprado.

-Para ti -le dijo el marido a su mujer- te he traído un regalo muy extraño que sé que te va a sorprender. Míralo y dime qué ves dentro.

Era un objeto redondo, blanco por un lado, con adornos de pájaros y flores, y, por el otro, muy brillante y terso. Al mirarlo, la mujer, que nunca había visto un espejo, quedó fascinada y sorprendida al contemplar a una joven y alegre muchacha a la que no conocía. El marido se echó a reír al ver la cara de sorpresa de su esposa.

-¿Qué ves? -le preguntó con guasa.

-Veo a una hermosa joven que me mira y mueve los labios como si quisiera hablarme.

-Querida -le dijo el marido-, lo que ves es tu propia cara reflejada en ese lámina de cristal. Se llama espejo y en la ciudad es un objeto muy corriente.

La mujer quedó encantada con aquel maravilloso regalo; lo guardó con sumo cuidado en una cajita y sólo, de vez en cuando, lo sacaba para contemplarse.

Pasó el tiempo y la niña se había convertido en una linda muchacha, buena y cariñosa, que cada vez se parecía más a su madre; pero ella nunca le enseñó ni le habló del espejo para que no se vanagloriase de su propia hermosura. De esta manera, hasta el padre se olvidó de aquel espejo tan bien guardado y escondido.

Un día, la madre enfermó y, a pesar de los cuidados de padre e hija, fue empeorando de tal manera que ella misma comprendió que la muerte se le acercaba. Entonces, llamó a su hija, le pidió que le trajera la caja en donde guardaba el espejo, y le dijo:

-Hija mía, sé que pronto voy a morir, pero no te entristezcas. Cuando ya no esté con vosotros, prométeme que mirarás en este espejo todos los días. Me verás en él y te darás cuenta de que, aunque desde muy lejos, siempre estaré velando por ti.

Al morir la madre, la muchacha abrió la caja del espejo y cada día, como se lo había prometido, lo miraba y en él veía la cara de su madre, tan hermosa y sonriente como antes de la enfermedad. Con ella hablaba y a ella le confiaba sus penas y sus alegrías; y, aunque su madre no le decía ni una palabra, siempre le parecía que estaba cercana, atenta y comprensiva.

Un día el padre la vio delante del espejo, como si conversara con él. Y, ante su sorpresa, la muchacha contestó:

-Padre, todos los días miro en este espejo y veo a mi querida madre y hablo con ella.

Y le contó el regalo y el ruego que su madre le había hecho antes de morir, lo que ella no había dejado de cumplir ni un solo día.

El padre quedó tan impresionado y emocionado que nunca se atrevió a decirle que lo que contemplaba todos los días en el espejo era ella misma y que, tal vez por la fuerza del amor, se había convertido en la fiel imagen del hermoso rostro de su madre.


miércoles, 18 de junio de 2014

"El chico y los frailes"





Un día iban tres frailes paseando por un camino estrecho con el sosiego de costumbre, cuando a lo lejos vieron venir un chico, y uno de los frailes dice:

--Veréis cómo nos vamos a divertir con aquel pequeño: le marearemos a preguntas y veremos qué es lo que contesta, que no dejará de equivocarse lo suficiente para que nos haga pasar un buen rato.

--Además, si sabe latín...

--Cá, no tiene trazas.

--Pues a ver si nos divertimos.

Siguieron los tres paseando, poco a poco; el chico iba hacia ellos bastante más deprisa. Llegan ya a encontrarse, da sus buenas tardes el muchacho y uno de los frailes le pregunta:

--¿Adónde va este camino?

--Este camino no va a ninguna parte, que se está quieto.

--(Chúpate ésa) -le dijo un compañero por lo bajo.

El fraile aquel ya no se atrevió a hacer más preguntas; pero otro le dice, así como para entrar en conversación:

--Oye, ¿cómo te llamas?

--Yo no me llamo, que me llaman a mí.

--(Y vuelve por otra) -le dice entre dientes el compañero.

No escarmentado el fraile con la rápida contestación del rapaz, aún se atrevió a preguntarle:

--Y, ¿cómo te llaman?

--A gritos, cuando estoy lejos -dijo sin turbarse.

--(Vuelve, vuelve por uvas) -dijo asustado el primer fraile. (Y decías que no sabía latín, ¿eh?).

Ya no quiso preguntarle cómo le llamaban cuando estaba cerca; y el tercer fraile, viendo las buenas salidas del perillán y juzgando por ellas que era un tuno como una loma, quiso decirle pillo preguntándole:

--¿Qué hacen en tu pueblo con los chicos que son tan pillos como tú?

Y contestó el muchacho.

--¡Meterlos frailes