lunes, 7 de julio de 2014

"El oro y las ratas"



Había una vez un rico mercader que, a punto de hacer un largo viaje, tomó sus precauciones.

Antes de partir quiso asegurarse de que su fortuna en lingotes de oro estaría a buen recaudo y se la confió a quien creía un buen amigo.

Pasó el tiempo, el viajero volvió y lo primero que hizo fue ir a recuperar su fortuna. Pero le esperaba una gran sorpresa.

-¡Malas noticias! -anunció el amigo-. Guardé tus lingotes en un cofre bajo siete llaves sin saber que en mi casa había ratas. ¿Te imaginas lo que pasó?

-No lo imagino -repuso el mercader. -Las ratas agujerearon el cofre y se comieron el oro. ¡Esos animales son capaces de devorarlo todo!

-¡Qué desgracia! -se lamentó el mercader-. Estoy completamente arruinado, pero no te sientas culpable, ¡todo ha sido por causa de esa plaga!

Sin demostrar sospecha alguna, antes de marcharse invitó al amigo a comer en su casa al día siguiente.

Pero, después de despedirse, visitó el establo y, sin que lo vieran, se llevó el mejor caballo que encontró. Cuando llegó a su casa ocultó al animal en los fondos.

Al día siguiente, el convidado llegó con cara de disgusto.

-Perdona mi mal humor -dijo-, pero acabo de sufrir una gran pérdida: desapareció el mejor de mis caballos.

-Lo busqué por el campo y el bosque pero se lo ha tragado la tierra. -¿Es posible? -dijo el mercader simulando inocencia-. ¿No se lo habrá llevado la lechuza?

-¿Qué dices? -Casualmente anoche, a la luz de la luna, vi volar una lechuza llevando entre sus patas un hermoso caballo. -¡Qué tontería! -se enojó el otro. ¡Dónde se ha visto, un ave que no pesa nada, alzarse con una bestia de cientos de kilos!

-Todo es posible -señaló el mercader-. En un pueblo donde las ratas comen oro, ¿por qué te asombra que las lechuzas roben caballos?

El mal amigo, rojo de vergüenza, confesó que había mentido. El oro volvió a su dueño y el caballo a su establo. Hubo disculpas y perdón.

Y hubo un tramposo que supo lo que es caer en su propia trampa.

(Fábula india)                       


viernes, 4 de julio de 2014

"El labrador que había cambiado las lindes"




Un labrador, cerca de Astigarraga, poseía un caserío y muchas tierras que le daban buen dinero. Era un hombre trabajador aunque muy avaricioso. Pasaba todo el día trabajando en los maizales o en los cuadros de la huerta, o segando hierba para formar las metas o montones a la puerta de los establos.

Entre los vecinos tenía fama de avaro, si bien elogiaban su amor al trabajo.

--Dinero, ya tiene; pero buenos sudores le cuesta.

Pues muchas noches le veían salir del caserío, coger las layas e ir al campo a trabajar.

Murió este labrador y su viuda confió el cuidado de la tierra a un amigo de toda la vida. Éste era un hombre honrado que por su timidez nunca había conseguido llegar a más. Tuvo, pues, mucha satisfacción en entrar al servicio de la viuda de su amigo. Y queriendo seguir los hábitos de trabajo de éste, muchas noches volvía a uncir los bueyes y arar o trabajar incluso después de haber estado trabajando toda la jornada.

Una de estas noches iba aguijando los bueyes. Había luna y una claridad extraña se extendía por los campos. El buen hombre de pronto vio una luz que brillaba delante de él. Creyó que sería algún reflejo y no le prestó atención. Sin embargo, la luz estaba siempre delante de la yunta; se movía cuando ésta avanzaba y, al dar la vuelta los bueyes, se volvía a plantar delante. Así hasta que el hombre empezó a sentir un poco de miedo y se volvió a casa.

A la noche siguiente volvió a repetirse el hecho y temiendo que fuera una aparición fue al cura y le contó lo que sucedía. El cura le dijo:

--Pregunta a esa luz qué es lo que quiere.

Por la noche, cuando fue al campo, se le volvió a aparecer la luz.

--En el nombre de Dios, dime qué quieres, exclamó temblando el pobre hombre y oyó la voz de su amigo que le decía:

--Soy yo que vengo a decirte que no puedo entrar en el cielo; me arrepentí de mis pecados, pero no remedié alguna falta grave que puedes ayudarme a limpiar. Por las noches, cuando salía y creían los vecinos que iba a trabajar, me dedicaba a cambiar las lindes de los campos para ganar tierras. Nadie notó la cosa; pero ahora no puedo entrar en el cielo hasta que los límites estén restituidos a su sitio primitivo. ¡Hazlo tú, por amistad! Y desapareció.

El labrador, sin decir palabra a nadie por no manchar la memoria de su amigo, se dedicó a arreglar los límites y la luz no volvió a aparecer.

La última noche en que lo hizo, el amigo oyó una voz que le decía:

--¡Gracias por tu obra de caridad!