miércoles, 9 de julio de 2014

"El Príncipe Tomás"



Había un rey que tenía un hijo con catorce años recién cumplidos y ambos tenían la costumbre de ir cada tarde hasta los jardines de un palacio que se encontraba en estado de abandono. En esos jardines había una hermosa fuente donde ambos solían sentarse un buen rato antes de emprender el camino de vuelta. La gente del lugar decía que el palacio estaba habitado por tres brujas que eran hermanas y que se llamaban Blanca, Rosa y Celeste, pero ellos nunca las vieron en todas las veces que fueron por allí.

Una tarde el rey cogió de la fuente una rosa bellísima, cuyos pétalos parecían de terciopelo, y se la llevó a la reina.

A la reina le gustó tanto el regalo que decidió guardar la rosa en una cajita de madera que dejó en la habitación que antecedía a la alcoba de los reyes.

A medianoche, cuando los reyes dormían, despertaron al oír una voz que decía:

-¡Ábreme, rey!

El rey se incorporó sorprendido en el lecho y le preguntó a la reina, que dormía a su lado:

-¿Has dicho algo?

-Yo, no -contestó la reina.

-Pues me pareció que me llamabas -dijo el rey, y volvió a dormirse. Al poco rato el rey escuchó otra vez:

-¡Ábreme, rey!

Conque se levantó y luego de dar vueltas por la alcoba se fue a la habitación delantera y abrió la caja de madera donde estaba la rosa, pues de allí era de donde salían las voces.

Al abrir la caja, la rosa, que era la misma bruja Rosa del palacio abandonado, empezó a crecer hasta transformarse en una princesa y le dijo al rey que tenía que casarse con ella y matar a la reina.

-Eso no lo puedo hacer -dijo el rey.

-Pues lo harás -dijo la bruja- o morirás. Dentro de una hora.

El rey no quería matar a la reina por nada del mundo, así que la cogió en brazos y la escondió en un sótano remoto del palacio. La reina, que se vio encerrada allí, empezó a rezar a san José pensando que el rey se había vuelto loco y, entretanto, el rey regresó a su alcoba.

A la mañana siguiente de este suceso, el príncipe Tomás se levantó y entró, como tenía por costumbre, en la alcoba de sus padres para darles los buenos días, pero en cuanto vio a la mujer que dormía junto a su padre, dijo:

-¡Ésta no es mi madre!

Y la mujer se enderezó en el lecho y le gritó:

-¡Calla o morirás!

Luego la bruja se levantó y anunció a todos los criados del palacio que ella era la reina Rosa y que mandaría matar a todo aquel que no la obedeciera.

Tomás se escapó por el palacio, apesadumbrado y sin saber qué hacer, y cuando caminaba por los sótanos escuchó unos lamentos que le parecieron de su madre. Entonces buscó sirviéndose del oído y, al rato, dio con el sótano remoto donde su madre estaba encerrada; Tomás vio que no podía abrirle la puerta pero prometió que le llevaría comida y ella le prometió que le encomendaría en sus oraciones a san José, del que era devota.

Entretanto, todo el mundo en el palacio vivía atemorizado por la reina Rosa.

Un día, la bruja empezó a pensar que tenía que deshacerse del príncipe Tomás y le mandó llamar.

-¡Tomás! -le dijo-. Ve a traerme agua de la fuente de los jardines del palacio abandonado.

El príncipe Tomás no tuvo más remedio que obedecer y, cogiendo un jarro, se puso en camino a la fuente. Y en el camino le salió al paso un anciano que dijo:

-Tomás, sé lo que te han mandado hacer y escúchame bien: coge el agua de la fuente sin detenerte ni apearte del caballo y no vuelvas la vista atrás cuando oigas que te llaman.

Llegó Tomás a la fuente, llenó el jarro sin bajar del caballo y, como le había dicho el viejo, oyó dos voces de mujer que le llamaban, pero no les hizo caso y, sin detener su caballo, volvió grupas y regresó a palacio.

La reina Rosa se extrañó mucho de verle aparecer, pero inmediatamente le envió de nuevo a la fuente para que le trajera tres limones de los que crecían junto a ella. Y Tomás emprendió de nuevo el camino y de nuevo le volvió a salir al paso el anciano, que le dijo esta vez:

-Coge los tres limones sin detener el caballo ni hacer caso de las voces que te llamen.

Así lo hizo y volvió a palacio con los tres limones.

Y la reina, al verle, se puso furiosa y le dijo:

-¡Qué son estos limones que me traes, si te dije que trajeras naranjas! ¡Vuelve ahora mismo a la fuente y no vengas sin ellas!

Otra vez volvió a suceder como en las dos ocasiones anteriores y el anciano le dijo que cogiera las naranjas a la carrera. Conque volvió con las naranjas y la reina, desesperada con él, le echó del palacio.

Tomás bajó entonces al sótano remoto a despedirse de su madre, dejó encargo a una criada fiel de que le llevara regularmente agua y comida y se marchó a recorrer el mundo.

Echó a andar camino adelante y, cuando llevaba un buen tiempo andando, le salió al paso el anciano de las otras veces y le dijo que atendiera a sus consejos porque se disponía a ayudarle. Como primera medida, el anciano le convirtió en un ángel y después le dijo:

-Ahora vamos a ir al palacio abandonado de las brujas; allí encontraremos a dos mujeres que me dirán que te deje con ellas para enseñarte el palacio; son Blanca y Celeste, las dos hermanas de la reina Rosa. Tú me dirás: «¡Papá, déjame!», y yo te dejaré con ellas; te enseñarán todo el palacio menos una habitación; tú porfía para que te la dejen ver y, una vez dentro, actúa como te parezca mejor.

Llegaron al palacio y sucedió como le había dicho el anciano. Le enseñaron todo excepto una habitación.

Tomás insistió en que le gustaría verla y ellas le dijeron que dentro no había nada de interés y que además era muy tarde y tenían que ocuparse de un joven llamado Tomás que habría de venir y al que debían colgar de un árbol. Pero insistió tanto y con tantos argumentos el muchacho convertido en ángel, que al fin le franquearon la entrada y vio que la habitación estaba toda ella cubierta de paños negros; en el centro se encontraba una mesa sobre la que lucían tres grandes velas encendidas, y eso era todo lo que había. El príncipe Tomás preguntó a las dos mujeres qué hacían allí aquellas velas y le dijo Celeste:

-Esta vela es la de mi vida, y la siguiente es la de la vida de mi hermana Blanca y la última, la de la vida de mi hermana Rosa, que ahora es reina. Cuando se apaguen estas velas se apagarán nuestras vidas.

Entonces Tomás apagó de un soplo las dos primeras velas y allí murieron Blanca y Celeste. Cogió luego la tercera vela y salió del palacio, donde le esperaba el anciano, que le dijo:

-Has hecho lo que yo esperaba que hicieras. Ahora vámonos al palacio de tu padre. Has de saber que yo soy san José, a quien reza tu madre y a cuyas súplicas he acudido para ayudarte.

Volvieron, pues, al palacio y el príncipe Tomás pidió que llamaran a su padre. Cuando le vio, dijo:

-Padre, ¿qué vida prefiere usted, la de mi madre o la de la reina Rosa?

El rey contestó:

-Yo quiero la de tu madre.

-Pues déle usted un soplo a esta vela -dijo Tomás mostrándole la tercera vela.

El rey se acercó presuroso a la vela y sopló fuertemente y la reina Rosa murió inmediatamente sin exhalar un quejido.

Después, el rey y Tomás bajaron al sótano remoto donde el rey la había escondido, para liberar a la reina, pues ya podía salir a la luz, y los tres se abrazaron y todo el reino se alegró de la muerte de las tres brujas, muy especialmente de la de la reina Rosa, que era la que más daño les había hecho de las tres. Luego buscaron por todo el palacio al anciano para darle las gracias, pero san José había desaparecido sin que nadie pudiera dar cuenta de él.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.




martes, 8 de julio de 2014

"El paisajista"


Un pintor de mucho talento fue enviado por el emperador a una provincia lejana y desconocida, recién conquistada, con la misión de traer imágenes pintadas. El deseo del emperador era conocer así aquellos lugares remotos.

El pintor viajó mucho, visitó y observó detenidamente todos los parajes de los nuevos territorios, pero regresó a la capital sin una sola imagen, sin ni siquiera un boceto.

El emperador se sorprendió por ello y se enojó mucho.

Entonces el pintor pidió que le habilitaran un gran lienzo de pared del palacio. Sobre aquella pared representó todo el país que acababa de recorrer. Cuando el trabajo estuvo terminado, el emperador fue a visitar el gran fresco. El pintor, varilla en mano, le explicó todos los rincones de la lejana provincia: los poblados, las montañas, los ríos, los bosques…

Cuando la descripción finalizó, el pintor se acercó a un estrecho sendero que salía del primer plano del fresco y parecía perderse en el espacio. Los ayudantes tuvieron la sensación de que el cuerpo del pintor se adentraba en el sendero, que avanzaba poco a poco en el paisaje, que se hacía más pequeño y se iba perdiendo a lo lejos. Pronto una curva del sendero lo ocultó a sus ojos. Y al instante desapareció todo el paisaje y quedó el inmenso muro desnudo.

(Cuento de China)