miércoles, 13 de agosto de 2014

"La flor del cantueso"





Había una vez un viudo que tenía una hija muy hermosa a la que adoraba. La quería tanto que, por evitarle un disgusto, no pensó nunca en volver a casarse para no tener que darle madrastra a su hija.

Muy cerca de la casa del viudo vivía una viuda con dos hijas. La viuda estaba deseando casarse de nuevo y había puesto sus ojos en el viudo, pero éste, fiel a su intención, nunca le dio pie para hablar del asunto. La viuda, que no pensaba en otra cosa, ideó un plan para atraerse a la hija con zalamerías y regalos y lo hizo con tal cuidado y habilidad que la muchacha no pudo por menos de acabar proponiendo a su padre el matrimonio con la vecina, pues ella, que era una buena hija, no deseaba que su padre permaneciera siempre solo por su causa.

De modo que se llevó a cabo la boda entre el viudo y la viuda y se fueron todos a vivir a la casa del primero; la vida transcurrió con gran contento de padres e hijas al principio, pero a los pocos meses, lo que parecía un paraíso se convirtió en un infierno. Las hijastras no sólo se tenían envidia entre sí sino que ambas juntas la tenían aún más de la hija del viudo, que no sólo era la más bonita sino también a la que todo el mundo apreciaba más; y la madrastra, que no podía soportarla, sólo se ocupaba de ella para reprenderla de continuo. Total, que entre todas le hicieron la vida imposible hasta tal punto que la muchacha tomó la determinación de irse a vivir con una tía suya que tenía alguna fama de bruja entre los vecinos del lugar.

Su padre, naturalmente, se llevó un gran disgusto, pero no protestó porque, aunque amara a su hija mucho más que a las otras, para no dar pie a envidias trataba siempre a las tres por igual; sin embargo, cada día iba a la casa de la tía para ver a su hija un rato.

El caso es que un día el viudo tuvo que ir a la feria de un lugar cercano y preguntó a las hijastras qué querían que les trajese y la mayor pidió un mantón bordado y la segunda un vestido de seda; pero cuando fue a la casa donde estaba su hija para preguntarle lo mismo, la hija le contestó que sólo quería un saquito de simiente de cantueso.

-¿Sólo eso? -dijo el padre-. Mira que a la feria acuden comerciantes de todas partes y hay toda clase de cosas donde elegir.

Pero ella insistió:

-No quiero nada más que lo que te he pedido, porque su tía le había dicho que así lo hiciera.

Así que el padre se fue a la feria y a cada una le trajo lo que le había pedido.

La hija sembró en seguida la simiente en un tiesto que cuidó con esmero y, al poco tiempo, tuvo una magnífica planta de cantueso a punto de florecer.

Y todas las noches, a las doce en punto, ponía la maceta en su ventana y cantaba:

Hijo del rey, ven ya
que la flor del cantueso
florida está.

Y al momento acudía un pájaro que se revolcaba en la tierra de la maceta y se convertía en un muchacho muy guapo, entraba en la habitación, se sentaba junto a ella y pasaban la noche hablando hasta el amanecer; y al amanecer, él volvía a convertirse en pájaro y salía volando; pero al irse, siempre dejaba caer una bolsa con dinero. Esto sucedía noche tras noche, de manera que al poco tiempo las dos mujeres habían reunido ya mucho dinero y la tía compraba a la muchacha todas las cosas hermosas que ésta deseaba, con lo que pronto gastó fama de lujo en el lugar.

Naturalmente, poco tardó en llegar la fama a oídos de la madrastra que, envidiosa, se devanaba los sesos tratando de adivinar cómo era posible que dispusieran de tanto dinero para gastar.

Y le dijo a su hija mayor:

-Algo extraño debe de haber en casa de tu hermanastra, porque ella gasta mucho y su tía no tiene bienes para responder de tanto gasto; así que has de ir a visitarla y procura quedarte la noche en su casa para ver qué averiguas.

Así que la hija mayor hizo lo que le dijo su madre y se presentó en casa de su hermanastra; pero de día no vio nada y de noche se quedó dormida, con lo que tampoco se enteró de nada.

Entonces la madrastra mandó a la segunda de sus hijas con el mismo encargo y aquella misma tarde se fue a casa de su hermanastra y le dijo que, como la noche anterior se había quedado su hermana, pues esta noche venía ella a hacerle compañía porque, si no, no se veían nunca. Y la muchacha, que era de excelente carácter, acogió a su hermanastra como a la anterior y le dijo que se quedase con ella.

Conque estuvieron el día juntas y, cuando llegó la noche, se acostaron; esta vez la hija menor, prevenida por su madre, fingió dormirse pero tuvo buen cuidado de no hacerlo. Y la otra, creyéndola dormida, cuando dieron las doce sacó su planta de cantueso a la ventana y cantó:

Hijo del rey, ven ya
que la flor del cantueso
florida está.

Dicho lo cual, llegó el pájaro y, convertido en hombre, se sentó a su lado y estuvieron hablando toda la noche; y al amanecer se fue, dejando la bolsa con el dinero. Todo esto lo vio la hija menor y a la mañana siguiente volvió a su casa y se lo contó a su madre.

-¡Ajá! -dijo la madre-. Ya decía yo que de alguna parte había de salir ese gasto, que no de su tía. Pero pierda cuidado que ya se le va a acabar eso.

Y le encargó a la hija que fuera a ver a su hermanastra a la noche siguiente. Y le entregó unas cuchillas para que las enterrara en la tierra de la maceta del cantueso con el filo hacia arriba; total, que la hija se fue a ver a su hermanastra y le dijo:
Esta mañana he echado de menos un pendiente y vengo a ver si lo he perdido por aquí.

La hermanastra le dijo que ni ella ni su tía lo habían visto, pero que entrase en la casa y mirase por donde quisiera por si lo podía encontrar. Y ella, aprovechando un descuido, metió las cuchillas en la maceta y después, sacando el pendiente que traía guardado en su bolsillo, dijo:

-Aquí está, que ya lo encontré -y se marchó a su casa y le contó a su madre que todo lo había hecho tal y como ella le dijo que hiciera.

Llegó la noche y así que dieron las doce sacó la muchacha su maceta a la ventana y cantó:

Hijo del rey, ven ya
que la flor del cantueso
florida está.

Apareció el pájaro y empezó a revolcarse como de costumbre en la tierra de la maceta; mas, apenas empezó a hacerlo, se llenó de heridas y ella oyó su voz que decía:

-¡Ay, infame, que me has herido! -y echó a volar.

La muchacha, aturdida, comenzó a llorar con tal desconsuelo que la planta se secó y perdió todas sus hojas y entonces vio las cuchillas que había puesto su hermanastra y, como estaban llenas de sangre, comprendió por qué el pájaro huyó diciendo aquello.

Al oír el llanto acudió su tía y, al saber por la muchacha lo que había sucedido, le dijo:

-No llores más. Vístete de médico, toma este frasco y ve a tal sitio, donde hay un palacio. Allí has de pedir que te dejen ver al príncipe, que está enfermo, y, apenas estés junto él, le untas las heridas con una pluma mojada en el bálsamo que llevas en el frasco.

Y cuando haya sanado, te retiras sin descubrirte y sin aceptar ningún pago.

Así lo hizo la muchacha. Se vistió de médico con unas ropas que le dio su tía y echó camino adelante y hubo de caminar durante días hasta dar con el palacio y pidió ver al rey para decirle que, habiendo sabido que el príncipe estaba muy enfermo, quería ver si
podía curarlo con un bálsamo que traía consigo.

Conque la llevaron a presencia del príncipe, al que reconoció en seguida, que tenía el cuerpo todo lleno de cortaduras; y le lavó las heridas y luego se las untó con una pluma mojada en el bálsamo.
Así lo hizo el primer día y el segundo y al tercero el príncipe mejoró tanto que ya se puso en pie y dijo que se encontraba sano. Entonces el médico dijo que ya debía irse, puesto que el príncipe estaba curado, pero los reyes trataron de retenerlo y, al ver que no era posible, le ofrecieron muchos regalos, que también el médico rehusó. Y sólo le dijo al príncipe, antes de marcharse:

-¡Acuérdate de quién te curó!

Así que la muchacha se fue a su casa y se quitó las ropas de médico que le había dado su tía y cuando se fue a ver la maceta descubrió que el cantueso había vuelto a florecer y estaba muy hermoso. Y esa misma noche, al dar las doce, llevó la maceta a la ventana y cantó:

Hijo del rey, ven ya
que la flor del cantueso
florida está.

Y apareció el príncipe, con una espada en la mano, entró en la habitación y le dijo a la muchacha:

-¡Infame! Prepárate a morir.

Entonces la, muchacha le dijo:

-¡Acuérdate de quién te curó!

Al oír esto, el príncipe reconoció quién era su médico, tiró la espada a un lado y abrazó a la muchacha.

Luego el príncipe quiso saber quién había puesto en la tierra las cuchillas que le habían herido y la muchacha le contó lo que había sucedido. Entonces el príncipe le dijo que, al curarle, le había librado del encantamiento que le convertía en pájaro y le propuso casarse con ella y se la llevó a su palacio, donde fueron felices. Y en cuanto a la madrastra y sus hijas, no sólo se morían de envidia sino que aún se odiaron más entre ellas, con lo que su casa acabó siendo un infierno.




martes, 12 de agosto de 2014

"La cazadora de mariposas"




Hace muchísimos años, vivía en los alrededores de Buenos Aires, una familia acaudalada poseedora, entre otras fincas hermosas: de un jardín que parecía de ensueño.
 En él había macizos de cándidas violetas, escondidas entre sus redondas hojas; olorosos jazmines blancos; rojos claveles, como gotas de sangre; altaneras rosas de diversos colores, pálidas orquídeas de imponderable valía; grandes crisantemos y moradas dalias que recordaban a países remotos y pintorescos.
 Es natural que, al abrirse tantas flores de múltiples coloridos y perfumes, existiera también la corte de insectos que siempre las atacan, para alimentarse con sus néctares o simplemente para revolotear entre sus pétalos.
 De día, el jardín era visitado por miles de bichitos de variadas especies, entre los que sobresalían las mariposas de maravillosas alas azules, blancas y doradas.
 Pero estos hermosos lepidópteros tenían un gran enemigo que los perseguía sin tregua y con verdadera saña y sin ninguna finalidad práctica.
 Este enemigo era la hija del dueño de la casa, llamada Azucena, como cierta flor, pero menos pura que ésta, ya que no se conmovía ante la belleza y la fragilidad de las pobrecitas mariposas, y con su red, en forma de manga, las cazaba para después pincharlas sin piedad con alfileres y colocarlas en sendos tableros, donde las coleccionaba, por el sólo placer de mostrar a sus amistades el curioso y cruel museo.
 Cierta noche, después de una fructífera caza, Azucena soñó con el Hada del Jardín. Esta era una mujer blanca, como los pétalos de las calas, de cabello dorado como la espuela del caballero y de ojos celestes como las pequeñas hojas de las dalias. Vestía un manto soberbio de piel de chinchilla, adornado con flores de lis hechas de láminas de oro, y su mano derecha sostenía una vara de nardo en flor, que derramaba sobre el jardín una pálida luz como la reflejada por la luna.
 Su corte era numerosa, y tras el hada, en disciplinadas filas, llegaban toda clase de insectos, abejas, escarabajos, grillos, mariposas, avispas, cigarras, hormigas y miles de otras especies, que en perfecto orden, caminaban a paso de marcha, portadoras de armas de los más variados tipos.
 El hada se acercó a la cama de la cruel niña y luego de tocarla con la olorosa vara de nardo, le dijo con su voz suave como la brisa del jardín:
 - ¡Azucena! ¡Tú eres una niña educada y de buen corazón! ¡Tus crueldades para con algunos hermosos habitantes de mis canteros, son producto de tu inconsciencia! ¡Todos los animalitos de mis dominios son buenos e inofensivos y llegan hasta mis flores para alimentarse y embellecer mi reino! ¡No les hagas daño! ¡Tú eres una enemiga despiadada de mis mariposas! ¡Las persigues y las matas entre los más atroces suplicios! ¿Qué te han hecho ellas? ¡Nada! ¡Su único pecado consiste en ser bellas y tener alas de divinos colores! ¡Piensa que son hijas de Dios, como tú y como todo lo creado, y desde mañana debes dejar de perseguirlas y ser amiga de todo lo que existe en mi hermoso jardín!
 - Hada divina -respondió la niña.- ¡Tus mariposas son tan bellas que yo deseo coleccionarlas para enseñárselas a mis amigas!
 - ¡Tú eres también bella! -le respondió el hada,- pero no te gustaría que, por serlo, alguien te hiciera sufrir y te matara pinchándote en la pared.
 - ¡Oh, no! -contestó la niña asustada.
 - ¡Pues bien! ¡Lo que no quieres para ti, no lo hagas a los demás y seguirás tu vida feliz y contenta, querida por todos y bendecida por los inofensivos animalitos de mis dominios!
 La pequeña Azucena prometió enmendarse, jurando no perseguir más a las multicolores mariposas, pero a la mañana siguiente, en presencia del follaje que le brindaba mil placeres, olvidó las palabras del hada y prosiguió su incansable persecución de tan encantadores lepidópteros.
 La noche siguiente soñó algo que la llenó de miedo.
 Estaba en presencia de un tribunal de insectos, en medio de un macizo de violetas, presidido por el hada que dominaba el cuadro, sentada sobre un sillón de oro, adornado con varas de nardo y tapizado con pétalos de rosa.
 El acusador era el grillo, que agitaba sus élitros como un loco, señalando al aterrorizado reo.
 - Esta mala niña -decía el grillito,- no ha hecho caso de los ruegos de nuestra hada. Desde hace mucho tiempo persigue a nuestras amigas las mariposas, que embellecen el jardín con sus maravillosas alas multicolores. Sin piedad, llevando en sus crueles manos una gran red para cazarlas, las mata entre los más atroces suplicios que, si se cometieran entre los humanos, levantarían un clamor por el crimen y la alevosía. El reo tiene en su contra el haber sido perjuro.
 Un griterío ensordecedor apagó la vibrante voz del grillo.
 Éste continuó:
 - ¡El reo, he dicho, es perjuro, ya que ha cometido la enorme falta de engañar a nuestra reina, la hermosa y buena Hada del Jardín!
 - ¡La muerte! ¡La muerte! -aullaban los insectos.
 El hada levantó su vara de nardo e impuso silencio.
 - ¡Debe pagar sus culpas, con la peor de las penas -terminó el acalorado acusador,- y por lo tanto, solicito del tribunal que me escucha, la de muerte, para la niña mala y cruel!
 Las últimas palabras del grillo, produjeron un verdadero alboroto y todos los animalitos gritaban en sus variadas voces, solicitando un ejemplar castigo, ante el terror de Azucena que contemplaba todo aquello, atada a un árbol y vigilada por cien abejas de puntiagudos aguijones.
 Una vez hecha la calma, se levantó el defensor, un escarabajo cachaciento y grave que comenzó diciendo:
 - Respetable tribunal. ¡Francamente no sé qué palabras emplear para defender a tan temible monstruo que asola nuestro querido país! ¡Su majestad, nuestra hada, me ha designado para que defienda a esta niña mala y no encuentro base sólida para iniciar mi defensa! ¡Sólo sé decirles, que esta criatura, como ser humano de pocos años, quizá no tenga aún el cerebro maduro para reflexionar en los graves daños que comete y persiga a nuestras mariposas con la inconsciencia de su corta edad! ¡Pero… creo que no es ella la única que ha faltado a sus deberes de la más simple humanidad, sino sus mayores, que han descuidado conducirla por el buen camino y hacerle ver con suaves palabras que martirizar a los débiles es un pecado que ni el mismo Creador perdona! ¡Por lo tanto, solicito seáis clementes con ella!
 Acallados los silbidos y los aplausos motivados por la feliz peroración del escarabajo, mucho más elocuente que la de algunos mortales que llegan a altas posiciones, se reunió el tribunal para deliberar sobre el castigo que merecía tan despiadada muchacha.
 Breves momentos después, el ujier, que para este caso era un alargado alguacil, leyó gravemente la sentencia…
 “¡La niña Azucena, será condenada a sufrir los mismos martirios que ella ha impuesto a las indefensas mariposas!”
 Una salva de atronadores aplausos siguió a la lectura y los insectos todos, ante la orden del hada, se encaminaron a sus respectivas tareas, ya que las primeras claridades del día anunciaban bien pronto la llegada del sol.
 Azucena, aquella mañana se levantó del lecho algo preocupada con el sueño, pero ante la presencia de los padres y con la confianza que inspira la luz, olvidó la pena impuesta por los insectos y reinició la cruel cacería con la temible red, que no paraba hasta atrapar los hermosos lepidópteros.
 Pero la fría cazadora no contaba con la ejecución de la sentencia del tribunal nocturno.
 No bien comenzó su inconsciente persecución, fue atacada por un verdadero ejército de miles de abejas y de avispas, que bien pronto convirtieron la cara de la muchacha en algo imposible de reconocer por el color y la hinchazón.
 En vano la infeliz gritaba pidiendo socorro y tratando de defenderse de tan brutal ataque. Las abejas y avispas, poseídas de un ciego furor, continuaron su obra hasta que la niña, casi desvanecida, fue sacada de tan difícil situación por los padres, que inmediatamente la condujeron a su habitación para hacerle la primera cura de urgencia.
 Azucenita, tardó varios días en mejorarse de tan terribles picaduras y cuando volvió a su jardín recordó la dura lección de los insectos y nunca mas volvió a cazar mariposas ni cometer actos de crueldad con los indefensos animalitos de los dominios de la hermosa hada, que tan bien la había aconsejado.