martes, 17 de marzo de 2015

Delincuente honrado


-De todos los reos de muerte que he asistido en sus últimos instantes -nos dijo el padre Téllez, que aquel día estaba verboso y animado-, el que me infundió mayor lástima fue un zapatero de viejo, asesino de su hija única. El crimen era horroroso. El tal zapatero, después de haber tenido a la pobre muchacha rigurosamente encerrada entre cuatro paredes; después de reprenderla por asomarse a la ventana; después de maltratarla, pegándola por leves descuidos, acabó llegándose una noche en su cama y clavándola en la garganta el cuchillo de cortar suela. La pobrecilla parece que no tuvo tiempo ni de dar un grito, porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos son un arma atroz, y al padre no le tembló la mano; de modo que la muchacha pasó, sin transición, del sueño a la eternidad.

La indignación de las comadres del barrio y de cuantos vieron el cadáver de una criatura preciosa de diez y siete años, tan alevosamente sacrificada, pesó sobre el Jurado; y como el asesino no se defendía y parecía medio estúpido, le condenaron a la última pena. Cuando tuve que ejercer con él mi sagrado ministerio, a la verdad, temí encontrar detrás de un rostro de fiera, un corazón de corcho o unos sentimientos monstruosos y salvajes. Lo que vi fue un anciano de blanquísimos cabellos, cara demacrada y ojos enrojecidos, merced al continuo fluir de las lágrimas, que poco a poco se deslizaban por las mejillas consumidas, y a veces paraban en los labios temblones, donde el criminal, sin querer, las bebía y saboreaba su amargor.

Lejos de hallarle rebelde a la divina palabra, apenas entré en su celda se abrazó a mis rodillas y me pidió que le escuchase en confesión, rogándome también que, después de cumplido el fallo de la Justicia, hiciese públicas sus revelaciones en los periódicos, para que rehabilitasen su memoria y quedase su decoro como correspondía. No juzgué procedente acceder en este particular a sus deseos; pero hoy los invoco, y me autorizan para contarles a ustedes la historia. Procuraré recordar el mismo lenguaje de que él se sirvió, y no omitiré las repeticiones, que prueban el trastorno de su mísera cabeza:

-Padre confesor -empezó por decir-, ante todo sepa usted que yo soy un hombre decente, todo un caballero. Esa niña... que maté... nació al año de haberme casado. Era bonita, y su madre también.... ¡ya lo creo!, preciosa, que daba gloria el mirarla. Yo tenía ya algunos añitos..., y ella, una moza de rumbo, más fresca que las mismas rosas. Digo la madre, señor; digo su madre, porque por la madre tenemos que principiar. Los hijos, así como heredan los dineros del que los tiene.... heredan otras cosas... Usted, que sabrá mucho, me entenderá. Yo no sé nada, pero..., ¡a caballero no me ha ganado nadie!

La madre..., yo me miraba en sus ojos, porque la quería del alma, según corresponde a un marido bueno. Le hacía regalos; trabajaba día y noche para que tuviese su ropa maja y su mantón y sus aretes, y sobre todo.... ¡porque eso es antes!, a diario su puchero sano, y cuando parió, su cuartillo de vino y su gallina... No me remuerde la conciencia de haberle escatimado un real. Ella era alegre y cantaba como una calandria, y a mí se me quitaban las penas de oírla. Lo malo fue que como le celebraron la voz y las coplas, y empezaron a arremolinarse para escucharla, y el uno que llega y el otro que se pega, y éste que dice una pulla, y aquél que suelta un requiebro.... en fin, vi que se ponía aquello muy mal, y la dije lo que venía al caso. ¿Sabe usted lo que me contestó? Que no lo podía remediar, que le gustaba el gentío, y oír cómo la jaleaban, que cada cual es según su natural, y que no le rompiese la cabeza con sermones... De allí a un mes (no se me olvida la fecha, el día de la Candelaria) desapareció de casa, sin dar siquiera un beso a la niña..., que tenía sus cinco añitos y era como un sol.

-Aquí -intercaló el padre Téllez- tuvo una crisis de sollozos, y por poco me enternezco yo también, a pesar de que la costumbre de asistir a los reos endurece y curte. Le consolé cuanto era posible, le di a beber un trago de anís, y el desdichado prosiguió:

-Supe luego que andaba por los coros de los teatros, y sabe Dios cómo... Y lo que más me barajaba los sesos, ¡por qué la honra trabaja mucho!, era que me decían los amigos, al pasar delante de mi obrador: «No tienes vergüenza... Yo que tú, la mato». De tanto oírlo, se me pegó el estribillo, y mientras batía suela, ¡tan, tan, catán!, repetía en alto: «No tengo vergüenza... ¡Había que matarla!» Sólo que ni la encontré en jamás, ni tuve ánimos para echarme en su busca. Y así que pasaron tres años, nadie me venía con que la matase, porque ella rodaba por Andalucía, hasta que se la llevaron a América..., ¡qué sé yo adonde! ¡Si vive y lee los diarios y ve cómo murió su hija...!

El reo tuvo un ataque de risa convulsiva, y le sosegué otra vez a fuerza de exhortaciones y consejos.

-Así que se me quitó de la imaginación la madre, empecé a cuidar de la niña. No tenía otra cosa para qué mirar en el mundo. Me propuse que no había de perderse, ni arrimarme otro tiznón, y no la dejé salir ni al portal. Aunque me dijese, es un verbigracia: «Padre, tengo ganas de correr», o «Padre, me pide el cuerpo ir a la plazuela», nada, yo sujetándola, que se divirtiese con su canario, o con los pliegos de aleluyas, o con la maceta de albahaca, pero ¡sin sacar un dedo fuera! Y así que fue espigando, y me hice cargo de que era muy bonita, tan bonita como su madre, y parecida a ella como una gota a otra gota.... y con una voz de ángel también, se me abrieron los ojos de a cuarta, y dije: «No, lo que es tú.... no has de echarme el borrón».

Y me convertí en espía, y la velé hasta el sueño, y no contento con guardarla dentro de casa, me paseaba por la callejuela debajo de su ventana, a ver si andaba por allí algún zángano; tanto, que la castañera de la esquina me dijo así: «Abuelo, está usted chiflado. ¿A quién se le ocurre rondar a su propia hija? ¡Qué viejos más escamones!»

Pero no lo podía remediar. Toda cuanta candidez y buena fe había tenido con la madre, ahora se me volvía desconfianza. Se me había clavado aquí, entre las cejas, que mi hija se perdería, que era infalible que se perdiese, sobre todo si daba en cantar. Y me eché de rodillas delante de ella, y la obligué a que me jurase que no cantaría nunca, así se hundiese el mundo. Y me lo juró. Solo que, como ya no era yo aquel de antes, de allí a pocas mañanas, acechando desde la esquina, la veo que abre la ventana, que se pone a regar las macetas, y que al mismo tiempo, a competencia con el canario, rompe a cantar... Me dio la sangre una vuelta redonda y se me quedaron las manos frías. Volví a casa, entré en el cuarto de la muchacha, la cogí por el pelo y debí de pegarla bastante, porque gritó y estuvo más de una semana con una venda.

¿Creerá usted, padre, que se enmendó? A los quince días vuelvo a rondar y vuelve a asomarse, y otra vez el canticio, y enfrente un grupo de mozalbetes que se para y la dice muchos olés...

Callé; no entré a castigarla. Y por la tarde, mientras batía mi suela, me parecía que una voz rara, como de algún chulo que se reía de mí, me decía lo mismo que doce años antes: «No tienes vergüenza... Había que matarla.»

Cené muy triste, y después que me acosté, la misma voz, erre que erre: «Matarla, matarla...»

Entonces me levanté despacio, cogí la herramienta, fui en puntillas, me acerqué a la cama, y de un solo golpe... Ahora hagan de mí lo que quieran, que ya tengo mi honra desempeñada.

-¿Creerán ustedes -añadió el padre Téllez- que no le pude quitar la tema de la honra? Se arrepentía.... pero a los dos minutos volvía a porfiar que era un caballero, y su conducta, más que culpable, ejemplar... En este terreno casi murió impenitente...

-Estaría loco -dijimos, a fin de consolar al sacerdote, que se había quedado muy abatido al terminar su relato.


miércoles, 18 de febrero de 2015

La sirena



No es posible pintar el cuidado y desvelo con que la ratona madre atendió a su camada de ratoncillos. Gordos y lucios los crió, y alegres y vivarachos, y con un pelaje ceniciento tan brillante que daba gozo; y no queriendo dejar lo divino por lo humano, prodigó a sus vástagos avisos morales, sabios y rectos, y los puso en guardia contra las asechanzas y peligros del pícaro mundo. «Serán unos ratones de seso y buen juicio», decía para sí la ratona, al ver cuan atentamente la oían y cómo fruncían plácidamente el hociquillo en señal de gustosa aprobación.

Mas yo os contaré aquí, muy en secreto, que los ratoncillos se mostraban tan formales porque aún no habían asomado la cabeza fuera del agujero donde los agasajaba su mamá. Practicada en el tronco de un árbol la madriguera, los cobijaba a maravilla, y era abrigada en invierno y fresca en verano, mullida siempre, y tan oculta, que los chiquillos de la escuela ni sospechaban que allí habitase una familia ratonil.

Sin embargo, de los tres de la nidada, uno ya empezaba a desear sacar el hocico, a soñar con retozos, deportes y correteos por el verde prado que al pie del árbol se extendía alegre e incitante, esmaltado de varias flores y bullente de insectos, mariposas y reptiles. «Me gustaría por los gustares bajar ahí», pensaba el joven ratón, sin atreverse a decirlo en voz alta, de puro miedo, a su madre. Un día que se le escapó alguna señal de su deseo, la madre exclamó trémula de espanto: «Ni en broma lo digas, criatura. Si no quieres que me disguste mucho, no vuelvas a hablar de salir al prado».

¿Creeréis que la prohibición le quitó al ratoncillo las ganas? ¡Bah! Ya sabéis que las prohibiciones son espuela del antojo. No atreviéndose a bajar aún el antojadizo, se pasaba las horas muertas mirando al prado deleitable. ¡Qué bueno sería trotar por entre aquella hierba suave y perfumada! ¡Qué simpático remojarse en el limpio arroyuelo que bañaba de aljófar las raíces de sauces y mimbreras! ¡Qué divertido dar caza a los viboreznos y lagartijas que se deslizaban estremeciendo el follaje y haciendo relumbrar al sol los tonos metálicos de su elegante cuerpo! ¿Por qué, vamos a ver, por qué prohibía tan inocentes recreos la madre ratona?

Un día que la mamá había salido, según costumbre, en busca de sustento para su prole, el hijo se asomó al agujero, echando más de la mitad del tronco fuera. De pronto sintió como un choque eléctrico y vio que cruzaba por el prado un ser encantador. Era ni más ni menos que una gatita blanca como la nieve, que fijaba en el ratoncillo sus anchas pupilas de esmeralda.

Quedóse el ratón fascinado, absorto. Nunca había visto cosa más linda que la tal gata blanca. ¡Qué gracia y gentileza en sus movimientos, qué soltura en su flexible andar, qué monería en su cara picaresca, y qué virginal candor en su ropaje de armiño! ¡Y qué decir de aquellos ojos verdes con reflejos áureos, aquellos ojos cuyo mirar derretía, incendiaba el corazón!

A no estar tan próxima la hora en que solía regresar a la guarida la madre, el ratón se hubiese arrojado sin vacilar de su nido para acercarse a la preciosa gata. Le contuvieron el temor y el hábito de obedecer, que siempre reprime un tanto, al principio, los ímpetus rebeldes; pero lo que no acertó a sujetar fue su lengua, y loco de entusiasmo refirió a la mamá cómo le tenía fuera de sí la aparición de la gata celeste.

-Qué, ¿has visto a ese monstruo? -exclamó la madre.

-¡Monstruo una criatura tan encantadora! -suspiró el ratoncillo.

-Monstruo horrible, el más funesto, el más sanguinario, el más atroz que, por tu negra suerte, pudiste encontrar. Huye de él, hijo mío, como del fuego; mira que en huir te va la vida; mira que tu padre pereció en las garras de esa maldita fiera, y que todas mis lágrimas son obra suya.

-Madre -repuso atónito el ratoncillo-, apenas puedo creer lo que me aseguras. El agua que corre limpia y clara entre las flores del prado no tiene los matices de aquellos ojos cándidos, ya verdes, ya azulados, siempre dulces, donde siempre juega misteriosamente la luz. Los pétalos de las azucenas y de los lirios del valle ceden en blancura a su nevada piel, que debe de ser más suave que el terciopelo y más flexible que la seda. ¿Cómo quieres que vea un monstruo sanguinario y horrible en la gata? ¡Ay, madre!, desde que la contemplé, sólo en ella pienso. Cuanto no es ella, me parece indigno de existir. Antes me gustaban el prado, y el cielo, y los árboles. Ahora todo me cansa y todo lo desprecio. Madre, cúrame de este mal, porque me siento tan triste que creo que se me va a acabar la vida.

Ya supondréis que la pobre ratona haría cuanto cabe para distraer y aliviar a su retoño. A fin de cambiar sus pensamientos en otros más lícitos, llevóle al agujero de unas ratas algo parientas suyas, jóvenes, ricas y honradas, que vivían royendo el trigo del repleto granero; pero el ratón se aburría de muerte entre los montones de grano, en la oscuridad de la troj, y echaba de menos el prado, que iluminaba, antes que el sol, la presencia de la gata blanca. Porque ya varias veces la había visto pasar juguetona y ligera, fijando sus radiantes pupilas en las inaccesibles alturas del árbol, y siempre que la gata aparecía, el ratón sentía ensanchársele la vida y escapársele el alma -sí, el alma, porque el amor hasta en las bestias la infunde- detrás de aquella maga de los verdes ojos.

No hubiese querido la ratona en tan críticas circunstancias separarse un minuto de su hijo; pero era forzoso salir a cazar, a procurar subsistencia para la familia, y llegó una mañana en que habiendo madrugado la ratona a dejar el nido antes de que amaneciese, el joven ratón, pensativo y melancólico, se asomó al agujero para ver nacer el día. Recta faja dorada franjeó el horizonte; poco a poco la bruma se rasgó y fue absorbiéndose en la clara pureza del cielo, por donde el sol ascendía como una rosa de oro pálido; los pajaritos saludaron su gloriosa luz con un himno de alegría alborozada y triunfal, y sobre la hierba, aljofarada aún de rocío, como sobre una red de diamantes, mostróse pasando con aristocrática delicadeza y remilgada precaución la hermosa gata blanca.

Exhaló el ratón un chillido de júbilo; la gata le miraba, parecía llamarle, invitarle a que descendiese. «¿Quieres jugar conmigo?», preguntóle él, sin reflexionar, sin acordarse para nada de las maternales advertencias. «Baja», pareció contestar con sus ojos misteriosos la gatita.

Y el ratón bajó aprisa, disparado, ebrio de felicidad, y el juego dio principio, con muchos saltos y carreras. Fingía huir la gata, escondíase entre sauces y mimbres, y cuando el ratón se cansaba de perseguirla, ella se dejaba caer sobre la muelle alfombra del prado, y, escondiendo las uñas, recibía con las patitas de terciopelo al ratón, y ya le despedía, en broma, ya le estrechaba, retozando, en deleitosa mezcla e indescifrable confusión de tratamiento ásperos y dulces.

Nunca sabía el ratón, en aquel juego de veleidades, si iba a ser acogido con demostración tierna y mimosa o con fiero y desdeñoso zarpazo; y en los amados ojos de la esfinge tan pronto veía piélagos de voluptuosidad y relámpagos de risa, como destellos de ferocidad y chispazos sombríos y crueles. Más de una vez creyó notar que las patitas blandas y muertas se crispaban de súbito, y que bajo lo afelpado de la piel surgían uñas de acero. ¡Y cosa rara! No bien pensaba advertir síntomas tan alarmantes, el ratón cerraba los párpados y volvía gozoso y tembloroso a solazarse con la gata blanca.

Duraba aún el juego, cuando, por la tarde, regresó la ratona y vio de lejos la escena y a su hijo mano a mano con el monstruo. Llorando y desesperada, gritóle desde lejos: «¡Hijo mío, que te pierdes!» El ratón, por supuesto, no le hizo maldito caso. ¡Sí, para oír consejos estaba él! Subido al quinto cielo, nunca el juego le había encantado más. La gata, por el contrario, empezaba a fatigarse y a sospechar que había perdido bastante tiempo con un ratoncillo de mala muerte; y al notar que iba a ponerse el sol, que se hacía tarde, sin modificar apenas su actitud, siempre graciosa y juguetona, como el que no hace nada, torció la cabeza, aseguró con la boca al ratoncillo, hincó los agudos dientes..., y lo lanzó al aire palpitante y moribundo, para recibirlo en las uñas, tendidas con violencia feroz...

A punto que una nube de sangre cubría ya los ojos del desdichado, y el delirio de la agonía ofuscaba sus sentidos, todavía pudo oírse como murmuraba débilmente: «¿Quieres jugar conmigo, gatita blanca?»

Por eso su madre hizo mal en llorar amargamente al incauto ratón. ¡El expiró tan satisfecho, tan a gusto!