—¡No te jode! —soltó el ministro.
Que no le gustaba al señor ministro, don Piadoso Barojo -descendiente del escritor vizcaíno que estableció que La Alhambra era un quiosco-, no le gustaba que España tuviera por representante a La Alhambra y que La Alhambra apareciese además sin el palacio de Carlos V.
—¡Tal y como era en tiempo de los moros! ¡No te jode! —se repetía el ministro— ¡Y El Escorial, coño? ¿Es que estos guiris de Naciones Unidas no saben que esta gran nación de Occidente tiene espíritu escurialense! ¡Y que además El Escorial está en Madrid que es donde deben estar las cosas, carajo!
Gutiérrez, su jefe de gabinete, lo miraba sin atreverse a decir nada. Todavía recordaba con alguna vergüenza las escenas de la última visita a Granada de don Piadoso Barojo. Lo llevaron a un restaurante en el que le habían preparado un menú de especialidades nazaríes. Ni siquiera las probó. De malos modos, ordenó un par de huevos fritos y una botella de Viña Ardanza. Después lo llevaron a visitar La Alhambra: puso gesto de aburrimiento y rechazo ante las explicaciones que le ofrecía un profesor universitario, elegido por las autoridades locales como guía para la ocasión, justo por su amenidad y sabiduría. La máxima tensión se vivió en el Salón de Comares, cuando don Piadoso encendió un cigarrillo provocador. Los guardias del monumento hicieron ademán de amonestarlo y apenas los vio venir, Gutiérrez se apresuró a encender otro para llevarse él la bronca. Después ordenó a los escoltas del ministro que hicieran lo mismo. Cuando don Piadoso vio que había seis o siete personas fumando en aquel Sancta Santorum, arrojó la colilla en la mismísima estrella de ocho puntas que señala el lugar del trono en el centro del salón. Y cuando vio el nerviosismo de los guardias se encaró con el jefe de seguridad del monumento:
—¿Es que esos azulejos horteras no son un puto cenicero? —le dijo—. Pues no se me ocurre un uso mejor.
Y lo peor todavía estaba por llegar: la Asociación de la Prensa de Granada le hizo entrega de una reproducción de la Fuente de los Leones:
—La guardaré en mi museo particular de los horrores —exclamó don Piadoso.
Su madre era descendiente de judíos centroeuropeos. Algunos fueron asesinados por los nazis y él pensaba poner aquella fuentecita de moros antijudíos junto a una reproducción en miniatura de las duchas de gas de Auschwitz. Cuando el profesor intentó explicarle que los doce leones representaban a las doce tribus de Israel, se quedó algo sorprendido, pero no le dejó terminar las explicaciones.
—¿Me está usted llamando ignorante? —le espetó con aquel vozarrón al que Gutiérrez tanto temía.
El mismo que usó aquella mañana para gritarle:
—Gutiérrez, póngame ahora mismo con la ministra de Exteriores.
En dos minutos estaba establecida la conexión telefónica con doña Camino Juaristi.
—Hola, Camino. ¿Cómo estás?… ¿En Nueva York?… Ahí te quería yo ver.
—Pues aquí me tienes, Piadoso —dijo doña Camino—, siempre a tu servicio y al de España.
—Vamos al grano —dijo don Piadoso—. Que la Unesco quiere poner un monumento musulmán a representar a España.
—Estoy al día, Piadoso —dijo doña Camino—. Pero no sólo a España…
—Pero sobre todo a España —elevó don Piadoso la voz—. Pues eso hay que cambiarlo.
—Es difícil, Piadoso. Hay alguna posibilidad con la Sagrada Familia…
—¿La modernez esa de los catalanes? Ni hablar. ¡Hay que poner a El Escorial!
—A tus órdenes, Piadoso —doña Camino sabía que lo que estaba recibiendo era una orden—. Lo intentaremos.
—¿Y los portugueses qué dicen? —preguntó don Piadoso.
—A los portugueses les parece bien —explicó doña Camino—. Son gente deliciosa y el ministro me dijo que La Alhambra tem muita galhardia.
—¡Ay, Camino! —exclamó don Piadoso— ¿No serás tú también iberista?
—No, padre.
—¿Por qué me llamas padre?
—¡Ay, perdona, Piadoso! ¿Cómo voy a ser yo iberista, si soy católica? España y Portugal son hermanas y, por lo tanto, toda unión es incestuosa.
—Y además republicana, federal y con la capital lejos de Madrid. Así que el iberismo tiene todos los pecados. Todos, hija.
—¿Por qué me llamas hija?
—Disculpa. ¿Prefieres que te llame ‘tía’, cómo llaman los sociatas a sus mujeres? —Piadoso casi nunca reía, pero eso era para él toda una gracia— . Volviendo a lo de La Alhambra ¿qué podemos hacer?
—Un informe riguroso de un historiador de prestigio —dijo doña Camino— que compare ambos monumentos y se decida por El Escorial. Tal vez Césareo Mortal pueda escribirnos un libro de esos que él hace en diez días.
—No va a poder ser —dijo don Piadoso—. Lo voy a nombrar ministro de cultura de aquí a tres días.
—¿Tú lo vas a nombrar? —se extrañó doña Camino—. Será el presidente del gobierno quien…
—Yo soy el sucesor in pectore —dijo don Piadoso.
—¡No sabes cómo me alegro! —mintió doña Camino—. Aquí estamos siempre a tus órdenes.
—Entonces quedamos en eso, Camino. Yo encargo el informe comparativo. Tú ve preparando una nota diplomática por si La Alhambra es la elegida.
—¿Qué digo?
—Que la designación de La Alhambra es parte de la pertinaz conspiración etarro-alqaedica, que comenzó con la invasión sarracena de España en el 711.
—Me gusta mucho lo de ‘pertinaz conspiración’ —dijo sumisa doña Camino—. Tomo nota, Piadoso.
II.
Era día laborable, pero Navidad y en Navidad no se sabe si es lunes o jueves. La abogada Amparo Larios, una mujer bella, de piel blanca, pelo negro, labios rojos y ademanes serios, había sucumbido a la depresión de las fiestas y llevaba toda la mañana intentando levantarse sin conseguirlo. Con pantalones de chandal y una sudadera gruesa, con la capucha puesta cuando iba al baño para no verse el pelo sucio, acurrucada en la cama, se negó a ducharse y a atender las tres primeras llamadas de móvil. La cuarta arrojó un nombre misterioso: Cipriano. Si el nombre aparecía en la pantallita del teléfono era porque ella lo había registrado alguna vez. Luego conocía a un Cipriano, pero no se acordaba. Tenía nombre de procurador de los tribunales, pero no caía. Llevaba varias marchas nocturnas acumuladas. Primero fue la cena del bufete, después amigos reaparecidos que vuelven a casa por Navidad y, por fin, el enésimo desengaño amoroso que exigía ser ahogado en alcohol de Sarita Valdés, su socia, su amiga, la mitad de su vida… Cuarenta. Cuarenta años y seis meses de edad. Un novio con consulta montada, barriga, caspa, canas y gafas de sol que se prolongó demasiados años, un amor imposible pero grande hacia un neurótico insoportable, un amante rockero muerto o desaparecido, una separación sin divorcio ni matrimonio previo, mucho trabajo, demasiado alcohol, poco sexo y sin glamour, y cuarenta, sobre todo, cuarenta tacos que le habían caído como un chapuzón inesperado.
Entre la noche de la cena de hermandad entre abogados y el mediodía del martes —cuando llamó Cipriano— Amparo Larios quería recordar haber consumido varios platos de foie, algunos solomillos en salsa de Cabrales, litros de crianza, tapas miles en fritanga y gin-tonics incontables. Sólo el recuerdo de lo comido bastaría para explicar por qué se sentía tan mal, pero además una resaca de vino y ginebra sin aspirina le producía monstruos en su cabeza. Sonó el móvil y respondió sin mirar la pantallita. Al menos, iba a enterarse de quien era Cipriano. Pues no. Era el director de la sucursal de Caja Granada que le mandaba un regalo navideño: dos entradas para una representación de zarzuela. Se hundió en la almohada y siguió sudando. Sólo Sarita podría sacarla de aquel estado y en ese momento oyó la puerta, los taconazos y la voz alegre de Sarita.
—¿Dónde está mi reina?
Antes de que Amparo pudiera responder, ya Sarita había entrado en su dormitorio y se había sentado en su cama.
—¿Y si hubiera estado con un tío? —le dijo Amparo, a modo de reproche por entrar sin llamar.
—Pues me lo tiro yo también —rió Sarita—, que falta me hace. ¡Uy! ¡Qué mala cara tienes!
—Esa afirmación es performativa —dijo Amparo.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que si alguien te dice que tienes mala cara, se te pone mala cara.
—No digas tonterías, Amparo —dijo Sarita—. Te traigo Alka Setzer del antiguo. El que lleva aspirina y bicarbonato y está tan rico. Es que al nuevo le han quitado la aspirina y sabe dulzón. Menos mal que el chico de la farmacia me ha guardado siete cajas del antiguo.
—¿Siete cajas? Se te van a caducar.
Sarita empezó a reír a carcajadas.
—Es que me he acordado de un chiste de abuelitos —explicó.
—Sé que no te callarás hasta que no me lo cuentes —dijo Amparo mientras se incorporaba de la cama—. Así que venga cuéntalo ya.
—Un viejecito le dice a otro: “Mi secreto es la carne de membrillo”… ¿Ya sabes tú para qué? ¿No Amparo? —Sarita estiró el dedo índice, sin parar de reír.
—Hasta ahí llego —dijo Amparo que ya estaba riendo por contagio.
—Entonces —siguió Sarita— , el otro viejecito se va a la tienda y dice: “Por favor, me pone dos kilos de carne de membrillo”. El tendero se extraña: “¿Dos kilos?… Oiga que se le va a poner dura”. “¡Entonces pongame cuatro!”.
Amparo rió a carcajadas, pero de pronto se le cortó la risa:
—¡Ya sé quién es Cipriano! —exclamó.
—¿Cipriano de Bérgèrac? —Sarita no paraba de reír.
—No. Escúchame —dijo Amparo—. Con mi ex tenía un acuerdo de fidelidad. Él podía tirarse a una mujer, pero tenía que ser negra. A cambio yo podía beneficiarme a un tío: pero tenía que ser un arquitecto milanés de treinta y cinco años. Bueno pues en Madrid conocí a un arquitecto que no era de Milán, pero era de San Sebastián y tenía treinta y cinco. Así que me dije que era casi una infidelidad permitida. Me metí en su habitación del hotel. Hice lo que pude, pero no hubo manera. El pobre lo pasó fatal, buscó mil excusas y me mandó un ramo de flores y un sms en el que decía que mi cuerpo olía a madera y a canela. Bueno, pues aquel tipo se llamaba Cipriano y me ha llamado esta mañana.
Amparo buscó una lata de color azul, sacó de ella un pequeño puro y lo encendió. No era el primero del día. Con la misma mano con que lo sostenía, abrió el teléfono móvil y pulsó la tecla de rellamada. Cipriano estaba en Granada. Había venido a terminar un informe sobre La Alhambra, el palacio de Carlos V y El Escorial. Se alojaba en el hotel Alhambra Palace. Con la desaprobación de Sarita, que movía la cabeza mientras Amparo hablaba por el móvil, quedaron a las seis y media.
III.- Tomando café con un negacionista
Amparo no se retrasó demasiado. Tomó el autobús en Plaza Nueva y se bajó en la misma puerta del hotel. Sentado en la cafetería, frente al ventanal, estaba Cipriano contemplando el atardecer del solsticio. Amparo no lo hubiera reconocido por la calle. Simplemente lo había olvidado. Cuando se levantó para saludarla con dos besitos, lo examinó con suspicacia: rondaba los cuarenta, pero los llevaba mal. Una chaqueta verde de lana, una camisa con la marca bordada —una silueta de hombre y caballo jugando al polo—, unos pantalones de pana gruesa mal entallados y unos zapatos demasiado brillantes. Ya no era un arquitecto de San Sebastián, sino un madrileño de la calle Génova. Por lo demás, rasgos angulosos y atractivos, estatura suficiente, crema hidratante bronceadora, pelo negro bien cortado, ojeras mal disimuladas y peso justo si no escaso.
La conversación siguió por los senderos previsibles. Casado, pero no feliz. Arquitecto, pero no artista. Donosti en el corazón, pero Madrid en los zapatos. Sin hijos, pero con ganas. Tenis los miércoles por la noche, footing, mucho trabajo, coche deportivo pero no todoterreno, golf…
—¿Te gusta el golf, Amparo?
—No.
—¿Tenéis campos de golf en Granada?
—Demasiados para lo aconsejable por razones ecológicas.
—¿No te creerás las tonterías de los ecologistas?
Aquí empezaron los problemas. Amparo: emisiones de CO2 a la atmósfera, Cipriano: las manchas del sol. Amparo: protocolo de Kioto, Cipriano: perforaciones petrolíferas en Alaska para no depender de los moros. Amparo: Al Gore y el fraude de Bush en Florida, Cipriano: “El ecologista impertinente” y menos impuestos. La primera llamada de Sarita Valdés, tuvo la puntería de la campana del ring. Amparo pidió disculpas y se levantó de la mesa para hablar.
—Aquí estoy tomando café con un negacionista.
—Mientras sea café —dijo Sarita—. ¿Y qué es lo que niega, el pobre?
—La crisis ecológica.
—Mientras no niegue que está casado.
—Negarlo no lo ha negado, pero sí ha renegado. Ya sabes, la historia esa de los tíos que quieren follarte: no me va bien, no me entiende, estamos en un período de reflexión… Pero, apenas me he levantado para hablar contigo, ha sacado su móvil y se ha puesto a hablar.
—¿Con su mujer?
—No lo sé, pero me apuesto lo que quieras, por la cara de hipócrita que pone.
—¿Te ha invitado a cenar?
—Todavía no, pero calculo que faltan diez minutos para que lo haga.
Fueron quince, pero Cipriano prefería una cena tranquila a una representación de zarzuela. A pesar de que a él la zarzuela, como todo lo español le gustaba mucho.
—Siempre andamos con modas extranjeras y no nos damos cuenta de lo que tenemos aquí.
“Otro tópico como ese y yo me voy” —pensó Amparo. Quedó claro que él pagaría y que Amparo elegiría restaurante, porque al fin y al cabo aquella era su ciudad. Tuvieron suerte. Era noche de cenas de empresa y amigos, pero Amparo Larios llamó a su amiga María Angustias y consiguió una mesa en un precioso restaurante, bajo la plaza de San Nicolás, enfrente de La Alhambra. Cipriano ojeó la carta sin entusiasmo. Los problemas se replantearon enseguida.
—Tomaré una ensalada.
—¿La andalusí? —preguntó Amparo.
—La menos moruna que haya.
—¿Te apetece probar un vino de la tierra?
—¿No hay ningún rioja? Ya me extrañaba a mí que hubiera vino en un restaurante moro —Cipriano se rió como si de verdad tuviera gracia.
—Estás en un restaurante andalusí —le subrayó Amparo—, no moro. Además mis antepasados hacían y bebían vino.
—¿Tus antepasados? —se extrañó Cipriano—. ¿Es que eran árabes?
—No eran árabes, ni moros, eran andalusíes —Amparo lo repitió de manera cansina pero rotunda—. ¿Ves la Alhambra? ¿Quién la hizo?
—Los árabes —dijo Cipriano—. Y si los dejamos, vuelven y se la quedan.
—Pues no. La hicieron mis antepasados y no los de Bin Laden.
Amparo entró en debate. Negó la invasión árabe: “nos invadió el Corán, no los árabes”. Negó la Reconquista:
—¿De verdad te crees que desembarcaron como en Normandía, que los españoles nos fuimos a Covadonga y que ocho siglos después volvimos a Granada?
Cipriano trató de llevar el tema a lo arquitectónico.
—Sin duda, el palacio de Carlos V es lo más valioso de La Alhambra.
—El palacio de Carlos V es un parche —dijo Amparo.
—¿Conoces El Escorial? —preguntó Cipriano por conciliar.
—No, ni el Valle de los Caídos, ni pienso conocerlos.
Había que salir de aquella conversación. Los dos se dieron cuenta. O eso o cada uno a su casa. Amparo no podía luchar contra tanto tópico. Cipriano no podía ni siquiera contar que había terminado un informe para don Pío Barojos en el que decía literalmente: “Una vez más, torticeramente —había pensado mucho este adverbio— la ONU prefiere la Alhambra a El Escorial como representante de la Nación española, una vez más la morisma antes que el Imperio”.
Después de la cena, se marcharon a un pub, la música era estridente, no se podía conversar y se podía bailar. Así que se acabó el debate, bebieron y bailaron hasta el amanecer. A la salida, Amparo estiró los brazos como una bailarina. Se sentía nueva. Él aprovechó la ocasión para clavarle un beso en la boca. Aquel tío no le parecía gran cosa, pero ella aceptó acompañarlo al hotel. Por un lado, no estaba mal para lo que lo había; de otro, qué mejor cosa se podía hacer en la madrugada del 22 de diciembre y, sobre todo, siempre había querido conocer las habitaciones del Alhambra Palace. “Para lo que hay no está tan mal —se repitió Amparo”.
Jugaron un buen rato en la cama, hasta que Cipriano descubrió el tatuaje de Amparo: una serpiente que llevaba grabada justo donde la espalda pierde su honesto nombre. Entonces Amparo se colocó de espaldas y se montó sobre él para que disfrutara de la danza de la serpiente, para no verle la cara y para no olerle el aliento. Esta vez parecía que Cipriano no iba a fallar, pero de pronto se quedó quieto. Amparo volvió la cabeza muy preocupada, por un instante pensó lo peor, pero no. Cipriano no se había muerto, porque respiraba fuerte, estaba a punto de empezar a roncar y tenía un hilillo de baba cayéndole por la comisura de los labios.
IV.- El secreto de las comunicaciones
Excitada, desvelada y recién duchada, Amparo Larios no pensaba irse de allí tan rápido. Corrió las cortinas y se extasió con las vistas. Terminaba la noche mayor, empezaba el día más corto del año, Sierra Nevada estaba espléndida y allí hacía un calorcito muy agradable. “Hasta que no se me seque el pelo no me voy” —se dijo Amparo. Cipriano ya roncaba sin pudor y era mejor no volver a verlo nunca. Así que abrió su teléfono móvil, buscó su nombre en la agenda y modificó el último número. Era inevitable: la Constitución garantiza el secreto de las comunicaciones, pero Amparo leyó los mensajes que Cipriano había enviado y recibido aquella noche. Su mujer le decía en uno: “Aunque tú no estés, tu hijo crece en mi vientre esta noche también”. “Estoy rendido —escribía él a las once de la noche—. Acabo de enviar el informe sobre la Alhambra al ministro y al periódico. Ahora me voy a dormir, pensando en ti y en nuestro hijo. Te quiero”. Amparo compuso un gesto de asco. Recogió el bolso y se disponía a salir cuando vio el ordenador portátil de Cipriano sobre la mesa. La intimidad tiene el mismo rango constitucional que la vida o la libertad, pero Amparo lo conectó. No había contraseña de acceso y el aparato le formuló la siguiente pregunta: “Tiene usted dos mensajes sin enviar en la bandeja de salida. ¿Desea enviarlos ahora”. No. Puesta a delinquir, habría que leerlos antes. Los dos contenían un informe titulado: “La Alhambra versus El Escorial”. Uno iba dirigido a don Piadoso Barojos, el otro a Neofreedom un conocido periódico digital, creacionista, negacionista, centralista, confesional y, sólo según su director, don Cesáreo Mortal, también liberal. Amparo leyó algunas frases sueltas del informe y se horrorizó. Entonces, con más crispación que malicia, buscó en internet un artículo sobre La Alhambra que le había gustado cuando lo leyó. Se llamaba “El Edén sobre la Tierra” y era de un tal Serrano, un viejo conocido suyo. El artículo comenzaba con un verso de Ibn Zamrak grabado en las paredes de La Alhambra: “Sabrás mi ser si mi hermosura miras”. Marcó el texto completo, tenía una extensión similar a la del informe de Cipriano. Lo copió y lo pegó en los dos mensajes abiertos. Borró el informe de Cipriano. Y los envió.
En la mañana del 22 de diciembre, sólo Gutiérrez atendía en el ala noble del Ministerio. Don Piadoso Barojos estaba ya en su caserío, dedicado al vino con huevos fritos. La televisión estaba puesta y retransmitía como siempre el sorteo extraordinario de Navidad. Gutiérrez abrió el correo del ministro y leyó el encabezamiento del informe de Cipriano: “El Edén sobre la Tierra”. “Sabrás mi ser si mi hermosura miras”. No siguió leyendo porque justo en ese momento los niños de San Ildefonso cantaban el número agraciado con el premio gordo. Un rato después, pasada la emoción, comprobó los muchos décimos que él jugaba. Y, enseguida, siguiendo las instrucciones de don Piadoso, imprimió el informe de Cipriano en papel con membrete del Ministerio, lo marcó con el sello oficial del ministro, trazó un garabato a modo de firma y lo mandó en valija diplomática a la sede de la Unesco en París.
Días más tarde, en la ciudad del Sena, los funcionarios de Naciones Unidas leyeron el texto remitido por el gobierno de España y se entusiasmaron por aquel giro inesperado. La comisión encargada de la selección no dudó en dar el visto bueno a la construcción de La Alhambra virtual, como símbolo de la cultura hispana. Aquel año, el informe de Cipriano mereció además el premio Unesco a la Alianza de Civilizaciones.
En la mañana del 22 de diciembre, sólo un administrativo atendía los correos electrónicos en la redacción de Neofreedom. El resto del personal perseguía a los agraciados en el sorteo. El administrativo leyó el título “El Edén sobre la Tierra” raro para hablar de El Escorial, pero remitido por Cipriano Hidalgo, no cabía duda sobre su ortodoxia. Lo colgó en la página web y allí estuvo más de una semana antes de que don Cesáreo Mortal lo leyese con escándalo. Él casi nunca leía, le bastaba con publicar un libro al mes, pero había recibido una llamada telefónica de un tal Serrano que exigía la retirada inmediata de un texto de su autoría, plagiado letra a letra por Cipriano.
—Por supuesto, me reservo las acciones legales oportunas, contra su periódico —le dijo Serrano—. Por daños morales.
Y en efecto, una querella criminal por plagio fue presentada días después en el juzgado de guardia de Granada. En el encabezamiento, junto al nombre del querellante y del procurador, constaba que la dirección letrada la ejercería una abogada llamada Amparo Larios.
V.- Entra cuando quieras en mi ordenador.
El primer Cipriano Hidalgo del que tenemos noticia vivió la Guerra de Sucesión. Yo soy el decimotercer Cipriano y el decimocuarto llevaba ocho meses en el vientre de una mujer. Prodigios de la sangre española y de la hidalguía vizcaína: nuestro primogénito siempre es varón y se llama Cipriano, y va para trescientos años, que sepamos. Te cuento esto, querida Amparo, para que entiendas cómo yo quería a ese niño aún antes de nacer: con el amor de la sangre, que es más profundo, pero más tranquilo que el otro, el que experimenté por ti.
¿Cómo iba yo a renunciar a la invitación de don Piadoso Barojos para redactar un informe sobre El Escorial, mi gran afición como arquitecto, el tema de mi proyecto de graduación, y el emblema de España? ¿Acaso no era mi padre un patriota? ¿Y mi abuelo que murió con la boina roja de los requetés sobre su pecho? ¿Acaso no lo sería mi hijo? El caso es que en Granada terminé de perfilar mis mejores argumentos contra La Alhambra, obra de la morisma, y a favor de El Escorial, emblema del Imperio, por el que se llega a Dios. Terminé mi trabajo a mediodía del 21 de diciembre y se lo envié enseguida por correo electrónico tanto al ministro como al periódico digital con el que entonces colaboraba. Bueno eso creía yo, que los había enviado, pero al parecer algo ocurrió con la conexión inalámbrica del hotel y los mensajes se quedaron sin enviar en la bandeja de salida.
Me apresuré a llamarte aquel mismo día. Tú eras la otra gran razón para visitar Granada. Te había conocido cinco años antes en Madrid y me gustaste tanto que apagaste mi masculinidad. Te metiste en mi cama con tanta pasión, tanto cariño y tanta gracia que me pusiste nervioso como a un colegial.
—No la llames —me dijo un amigo sabio con el que jugaba al tenis—. No la llames porque vas a ser padre y, por lo que cuentas, esa tía es una bomba contra la familia.
Durante aquel 21 de diciembre recordé, al menos, cinco veces la advertencia de mi amigo: las cinco veces en que hablé con mi mujer. Eran ya tres días lejos de casa, encerrado en la biblioteca de La Alhambra y, a veces, en la soledad del hotel, colgaba el teléfono aliviado porque mi voluntad se imponía y no te llamaba.
El caso es que a las siete llegaste a mi hotel y que te vi aún más bella de lo que recordaba. Pero a pesar de los cambios, si me hubiese cruzado contigo en cualquier calle te habría reconocido: por tu olor a ébano y a canela. Eso sí, apenas empezamos a hablar me di cuenta de que eras ecologista, socialista, andalucista, iberista, europeísta, y cualquier otra cosa menos nacional-católica como yo. Pero todo eso lo eras de manera provocadora, divertida y seductora. Tenías cuarenta pero eras joven, ya sentarías la cabeza. En el restaurante donde cenamos ya noté que estaba enamorado de ti. Bueno, al menos eso creía yo, tal vez no fuese amor en el sentido grande del término pero, en todo caso, yo también había cumplido los cuarenta y a esa edad los matices se esfuman. Maldita la edad en la que uno no puede pasar un día con una mujer sin pensar en como será el resto de la vida con ella.
Dejamos de hablar para bailar. Me sentí envuelto por tus brazos largos, recogiendo tu cintura y embriagado otra vez por tu olor. El beso largo en la puerta del pub fue inolvidable. Con los años uno sabe cuando un beso tiene amor y aquel lo tenía. Así que había llegado el momento de hablarte en serio de mí, de hablar en serio contigo. Lo primero sería contarte que iba a ser padre y que eso, por ahora, me parecía tan grande que acaso bastase para suspender aquella noche de ensueño. “Llegas demasiado tarde, princesa”-pensé decirte como conclusión, pero no te lo dije. Te dije que quería quedarme en Granada unos días más. No me entendías y te reías. Te dije que te amaba y te reíste más fuerte. Siempre reías y así era imposible hablar de lo que yo quería hablar: del futuro.
Y dejamos de bailar para chuparnos enteros en aquella habitación. Tardé mucho rato en descubrir tu tatuaje. Te hizo tanta gracia mi demora que lo celebraste cabalgándome como una princesa india, de espaldas, para que yo pudiera disfrutar de los detalles de aquel pequeño dragón azulado que se movía como una serpiente. Después me tumbó la ginebra y me dormí.
La decisión maduró en el sueño y la tomé en firme aquella misma mañana: me quedo. Así, de una vez, ya estaba bien de darle tantas vueltas a las cosas. No estabas a mi lado, pero daba igual, te llamaría y te lo diría: me quedo en Granada. Y si me preguntabas hasta cuándo pensaba responderte que hasta que el destino quisiera. El gran amor llega sólo una vez y yo lo acababa de vivir contigo. Mi hijo, dentro de algunos años, lo entendería.
Me duché con agua fría, para estar seguro de lo que hacía. En el móvil, te escribí un mensaje que decía: “no puedo olvidar el olor de tu piel. Me quedo en Granada sólo para estar contigo otro día. Llámame apenas te despiertes”. A la hora de comer todavía no me habías respondido. Busqué tu nombre en las páginas amarillas y me fui a tu despacho. Allí no había nadie. Empecé a llamarte y tu teléfono seguía desconectado o fuera de cobertura, estarías durmiendo. Tomé una copa de brandy y después otra. Podría volver a Madrid para Nochebuena, explicárselo todo a mi mujer y volverme contigo. Para siempre. O no. Tú decidirías. Tú elegirías riendo como siempre. A eso de las cinco por fin contestaron a mis llamadas. Una señora muy amable, de Sevilla creo, me explicó que me había equivocado de número.
—Discúlpeme —le dije—. Habrá saltado la línea.
—Imposible, mi alma —respondió ella más triste que amable—, porque tengo once llamadas perdidas desde tu número y un precioso mensaje de amor que deberías intentar reenviar al número correcto.
Avanzó la tarde y me dio tiempo a soñar despierto que vivía contigo y que un niño de diez años venía a conocerme. Era mi hijo y su rostro era el de la foto de mi primera comunión, yo lo abrazaba y pensaba si no me habría equivocado aquella noche en la que decidí quedarme contigo en Granada como estaba predicho por un amigo sabio y augur. Un par de cigarrillos más tarde me quedé dormido. Por la mañana, dejé la habitación, me monté en mi Seat Toledo y llegué a Madrid en menos de cuatro horas.
La Unidad de Delitos Informáticos de la Guardia Civil analizó los mensajes recibidos por el ministro y por el periódico, y llegó a la conclusión indubitada de que habían sido enviados desde mi ordenador portátil, sin trampa ni violencia alguna, a las ocho y media de la mañana del 22 de diciembre. Cuando yo dormía y tú aún estabas en la habitación de aquel hotel. Tu nombre reapareció en el encabezamiento de una querella por plagio interpuesta contra mí por un tal Serrano, autor de un artículo titulado “El Edén sobre la Tierra”.
Por supuesto ya no escribo en Neofreedom y don Piadoso anda preguntando que dónde estoy para estrangularme. Pero trabajo para Google Earth como diseñador de espacios virtuales. Es por eso por lo que ahora conozco mucho mejor La Alhambra, estaría dispuesto a suscribir el artículo e, incluso, a darte la razón en lo que me dijiste: que La Alhambra es la prueba de que otra España era posible. La verdad es que estaría dispuesto a todo por ti. Aunque ahora tengo un chalet con césped en Las Rozas, un perro, una mujer rubia y dos hijos. El mayor, Cipriano, va a cumplir tres años. Dicen que se parece a mí y eso, entre otras cosas, me hace moderadamente feliz.
VI. Anexo.- El Edén sobre la Tierra. (Artículo publicado por José Luis Serrano en el suplemento dominical de La Vanguardia)
“Sabrás mi ser, si mi hermosura miras”. Acaso todo lo que haya que saber sobre La Alhambra esté dicho con este verso de Ibn Zamrak inscrito en sus paredes y acaso lo más importante por saber es que La Alhambra habla. El verso es pronunciado por La Alhambra y eso es lo principal. Lo secundario es lo que el verso significa: que no busquemos el ser de La Alhambra en su interior profundo o en sus materiales o en el mérito de su construcción. Dice que miremos a su hermosura porque en su belleza está su esencia. La Alhambra es forma pura, belleza, geometría.
“No pase quien no sepa geometría” esto se decía en el dintel de la Academia de Platón. No hace falta saber geometría para entrar en La Alhambra y sentir el bienestar de la proporción áurea. Pero además hace siglos que La Alhambra conmueve a cualquiera que sepa leerla de manera geométrica. La Alhambra cumple con rigor cada uno de los preceptos áureos: el segmento total es a la parte mayor, como la parte mayor a la menor. La divina proporción: si nuestra altura es 1, la distancia desde nuestro ombligo a nuestros pies será 0,61803399. El salón de Comares es ciento cincuenta veces menor que la pirámide de Keops. Si en lugar del sistema métrico decimal usamos los misteriosos codos sacerdotales de los egipcios, la proporción será aún más justa. Eso sí, nunca exacta, siempre hay un error milimétrico cometido a propósito por los aljarifes para reservar a Dios la perfección. Cuando La Alhambra fue construida, en el siglo gótico, la sección áurea estaba ya presente en el arte sacro de Egipto, en el Partenón, en el arco de Septimio Severo o en la muralla china y después muchos otros espacios del mundo la han respetado. Son los sitios más bellos del planeta pero, más que cualquiera de ellos, La Alhambra regala un bienestar a sus visitantes inconmensurable y declarado por casi todos. Pocas arquitecturas pueden presumir de regalar felicidad como hace La Alhambra.
Además está la sensación que todo visitante experimenta en La Alhambra de que es más grande que su tamaño real. Si nos acercamos a La Alhambra desde arriba, con el programa Google-Earth, comprobaremos la desproporción entre los dos palacios nazaríes y el de Carlos V. Sin embargo, dentro nos parecerá que La Alhambra es más extensa aunque menos aparatosa que su vecino impuesto. Algo hay en La Alhambra: acaso algún conocimiento perdido, tal vez el quinto elemento de la epínomis de Platón, el misterioso éter, o la luz. El caso es que el juego de las perspectivas, los ejes de simetría radiales y la ubicación del lugar producen tal vez el mejor ejemplo de arquitectura para la vida. Cualquier niño que visite La Alhambra no dudará en responder que sí, que le gustaría vivir allí. Es eso, un sitio para vivir. Tal vez su más grave problema de mantenimiento provenga de que, a diferencia de las catedrales góticas coetáneas, La Alhambra no está hecha para ser visitada, sino para ser vivida.
Y para ser vista. Para ser vista desde abajo: como ciudad elevada, como acrópolis. En este sentido, La Alhambra no es un monumento, sino una red urbana elevada. Esta es la principal tesis de Oleg Grabar autor de uno de los libros que mejor se leen todavía sobre La Alhambra. Más que con la arquitectura islámica o árabe, La Alhambra enlaza con una tradición de geometrías sagradas y de teologías políticas que pasan por los recuerdos imaginarios del palacio de la reina de Saba, la Acrópolis de Atenas y, sobre todo, el templo de Jerusalén. Si miramos, por ejemplo, la torre de Comares desde el estanque, y miramos después la única reconstrucción imaginaria del templo de Salomón hecha por el arqueólogo Gressman, pensaremos que estamos viendo el mismo edificio.
Y en el otro palacio de La Alhambra, tenemos la fuente con sus doce leones y doce son las tribus de Israel, las horas del reloj y las casas del zodiaco. Según el libro de los Reyes, doce eran también los bueyes que sostenían el mar de bronce en el templo de Jerusalén. La fuente que hoy está en el suelo de la sala de los Abencerrajes encaja al milímetro sobre los leones y es probable que formase la clepsidra, el reloj de agua. El palacio de los Leones adquiere así también una connotación hebrea y milenaria. Sabemos que debajo o cerca estuvo el palacio de José Nagrela, visir de Badis en la primera mitad del siglo XI. Este palacio fue descrito por el gran Gabirol en un soberbio poema plagado de alusiones crípticas a la Biblia. Por si fuera poco, el otro gran tratadista de La Alhambra, Antonio Enrique, muestra con claridad como el Palacio de los Leones recrea el Iram de las Columnas, una civilización perdida que estableció la geometría sagrada con laberintos de columnas que enlazan el cielo y la tierra, una civilización atlante que reaparece siglos después en el ómphalos del gran templo de Córdoba. La mezquita y La Alhambra -explica Antonio Enrique- tienen por vértice a Híspalis, la ciudad tartésica construida corriente arriba del río Tetis y en torno al monolito que señalaba el centro del mundo, el betilo que después se llamó Giralda.
Así que van cayendo los tópicos: La Alhambra no es un monumento, sino una ciudad. La Alhambra no se puede visitar, sólo se puede ver o vivir. La Alhambra no es sólo islámica, ni procede de Arabia, ni menos aún de la arquitectura del Magreb. En todo caso es al revés, las formas de La Alhambra han cruzado el Estrecho y han inundado el mundo árabe-beréber. La Alhambra no es piedra, sino tierra, emanación de la Tierra.
Ha quedado el refrán que dice “eres más andaluz que La Alhambra”, pero su arquitectura tampoco es réplica directa de la califal. La Alhambra es la manifestación arquitectónica única e irrepetible de la casa de Nasr. Su fundador Alhamar, también el Rojo, fue aclamado como vencedor por el pueblo cuando volvía de ayudar a los cristianos en la conquista de Sevilla: -No me aclaméis -dijo él- porque sólo Dios es vencedor: La Galib illy Allah. Este es el lema que inunda las paredes de La Alhambra. Un lema derrotista: ni Dios gana. Una dinastía que nació para morir y que es hasta la fecha la que más ha durado de las hispanas. Doscientos cincuenta y dos años, todavía algunos más que la de los Borbones.
La Alhambra contiene pues elementos islámicos, persas, egipcios, hebreos, grecorromanos y góticos. Sobre todo góticos. Cuando visité la catedral de Burgos por primera vez pensé que era una Alhambra con imágenes. Recordé lo que sostiene el Tratado de la Alhambra Hermética que La Alhambra pertenece a un gótico invertido. Todo partiría de dos cuadrados entrelazados -la estrella de ocho puntas, la estrella de Tartessos, la estrella de Salomón, la suhá, la estrella de la buena suerte, el más antiguo símbolo de lo andaluz- que están donde deben: en lo más alto, en la cúpula del salón de Comares. Desde el centro de esa estrella una línea recta imaginaria caía hasta la cabeza del sultán. La altura de esta línea es igual al radio del perímetro de los cuatro lados del salón. El séptimo cielo, la cuadratura del círculo, el ojo de Alá, la célula que se va a reproducir de manera clónica y hacia la tierra.
Es por eso por lo que desde aquí, desde lo más alto del salón del trono hay que volver a verlo todo. El visitante debe imaginarse a sí mismo colgado, con la espalda apoyada en esta estrella, como un águila, como un halcón peregrino. Como las ochenta catedrales góticas que se construyeron al mismo tiempo, a finales del siglo XIII, La Alhambra se posa sobre la tierra, no la oprime, no la derrota. Es por eso por lo que La Alhambra nos parece una nave, tal vez una nave rota que surca a la deriva. No está en la tierra, surca la tierra, flota. Trata a la tierra como si fuese agua. Pero, a diferencia de las catedrales coetáneas donde se experimenta la asunción del cuerpo por el vértice, en La Alhambra el visitante experimenta la ascensión por medios propios, el estiramiento del tiempo. Situados en el centro de la catedral miraremos hacia arriba, situados en lo alto del salón del trono miraremos hacia abajo. En la catedral gótica experimentaremos la lejanía del paraíso. En La Alhambra experimentaremos la extrema proximidad del Edén.