En el bosque, todos sabían que el águila y el zorro eran muy amigos. Hasta habían construido sus hogares muy próximos el uno al otro. El águila y su familia tenían su nido en lo alto de una escarpada roca, mientras que, al pie de la misma, el zorro había excavado una madriguera muy cómoda para su mujer y sus cachorros. ¡Oh, sí! ¡Eran unos vecinos magníficos! Los traviesos cachorros del zorro, dados a retozar, se divertían mucho viendo cómo el águila de anchas alas bajaba hasta su alborotadora prole, para darle el alimento que le traía en sus garras.
Pero esa noche, cuando el sol se escondía detrás del gran olmo del bosque, el águila bajó hacia tierra con lentitud. Había registrado todo el bosque, descendiendo hasta muy cerca de los árboles, sin hallar cena. Sus garras estaban vacías, y sus hijos tenían hambre. Al divisar a los traviesos zorritos que retozaban abajo, el gran pájaro descendió súbitamente hasta el pie de la roca, aferró a uno de los pequeñuelos, que se retorcía entre sus garras, y se lo llevó a su nido.
¡Sus hermanos se sintieron horrorizados, y su madre, furiosa! Pero el águila, segura de que su nido estaba a demasiada altura para que el zorro lo alcanzara, hizo oídos sordos a sus gritos. Triunfalmente, llevó el aterrorizado cachorro a sus hijos que chillaban, y observó cómo se abrían de par en par sus picos.
Pero el zorro no se había quedado mirando todo esto con aire impasible. Asiendo una rama que ardía en su hoguera, la arrojó a lo alto de la roca. Inmediatamente, la seca hierba y las ramas del nido del águila se incendiaron.
En medio de la alarma general, el cachorro salió arrastrándose del nido y bajó dando tumbos por la roca. Cuando llegó abajo, su madre tendió las patas y lo tomó amorosamente para reintegrarlo a su cueva.
-Podrás desdeñar los gritos de aquellos a quienes agravias -dijo, airado, el zorro a su amigo de antaño-, pero no protegerte de la venganza.