viernes, 30 de agosto de 2024

Los Caballos del Viento


 

En lo profundo de las llanuras abiertas, donde la hierba susurra canciones al viento y el horizonte parece infinito, vivía una manada de caballos salvajes. Eran conocidos como los Caballos del Viento, una tropa de majestuosos equinos que corrían libres, sin ataduras, bajo el cielo abierto. Sus crines volaban al compás del aire, y sus cascos golpeaban la tierra con la fuerza de un trueno lejano.

El líder de la manada, un imponente semental negro llamado Sombra, era conocido por su destreza y valentía. Su mirada penetrante y su porte orgulloso lo hacían inconfundible entre los suyos. Sombra había guiado a los Caballos del Viento a través de inviernos gélidos y veranos abrasadores, siempre encontrando los pastos más verdes y los ríos más frescos para su manada. Para él, no había mayor libertad que sentir la tierra bajo sus patas y el cielo abierto sobre su cabeza.

Pero la tranquilidad de las llanuras comenzó a quebrarse. Un día, mientras el sol se escondía detrás de las montañas y el cielo se teñía de colores cálidos, Sombra percibió un olor extraño en el viento. No era el olor a lluvia o a depredadores; era algo nuevo, algo desconocido. En la distancia, se vislumbraban figuras montadas sobre caballos, moviéndose con una determinación que inquietó a la manada. Eran los hombres, seres que Sombra solo conocía por los relatos de su padre. Según las viejas historias, los hombres habían llegado antes, siglos atrás, y habían intentado capturar a los caballos para hacerlos servir en sus guerras y trabajos. Muchos habían caído, y los que lograron escapar prometieron que jamás volverían a ser domados.

Sombra sabía que debía proteger a su familia, así que esa noche, mientras la luna brillaba en lo alto, lideró a su manada hacia los terrenos más escarpados. Allí, entre rocas y desfiladeros, los hombres no podrían seguirlos fácilmente. Sin embargo, la amenaza de los hombres no desapareció. Día tras día, los extraños continuaban acechando, acercándose cada vez más a los Caballos del Viento.

Una mañana, antes de que el sol pudiera despuntar por completo, Sombra tomó una decisión. Era hora de luchar, de mostrar que su manada no se rendiría tan fácilmente. Con un poderoso relincho, reunió a sus compañeros y juntos se lanzaron hacia los hombres. Corrieron como nunca antes, con una furia y un ímpetu que hacía vibrar la tierra. Los hombres, sorprendidos por la arremetida de los caballos, no tuvieron tiempo de reaccionar. La manada, liderada por Sombra, se movía como un solo ser, como una tormenta de poder y gracia que barría todo a su paso.

Los Caballos del Viento lograron dispersar a los hombres, obligándolos a retirarse. Sin embargo, Sombra sabía que no podía cantar victoria aún. Entendió que los hombres volverían, que su codicia por dominar lo indomable no se saciaría con una simple derrota. Pero en ese momento, mientras la manada se reunía bajo el cielo despejado, Sombra alzó la vista y sintió la bendición del viento.

Esa noche, los Caballos del Viento danzaron bajo la luz de las estrellas. Habían peleado por su libertad, por su derecho a correr sin fronteras, y aunque el peligro aún acechaba, el espíritu de Sombra y su manada permanecía inquebrantable. Porque en cada galope, en cada resoplido de sus narices, los Caballos del Viento llevaban consigo la esencia misma de la libertad, una que ningún hombre, por más terco que fuera, podría arrebatarles jamás.

Y así, con el viento como su aliado y las llanuras como su hogar, los Caballos del Viento siguieron su camino, recordándonos que hay cosas que no pueden ser domadas, que la libertad es un derecho y no un privilegio, y que los verdaderos guardianes de la tierra son aquellos que corren con el viento en sus crines y el horizonte en su mirada.










miércoles, 28 de agosto de 2024

Ciudad de mis sueños


 


En la penumbra de mis sueños, se alza una ciudad que no existe en ningún mapa, pero que vive dentro de mí como un secreto guardado por el tiempo. Es una urbe de luces doradas y sombras profundas, un entramado de calles que cambian de dirección según el deseo de quien las transita. En esta ciudad, el cielo siempre está pintado con los colores de un amanecer perpetuo, y las estrellas nunca se apagan, como si el universo mismo hubiese decidido quedarse a vivir entre sus edificios.

Las avenidas principales están hechas de adoquines antiguos, gastados por el paso de incontables pies, pero cada piedra parece guardar la memoria de quienes las han pisado antes. Al caminar por ellas, es posible escuchar murmullos y risas lejanas, voces de tiempos pasados que se mezclan con el rumor del viento entre los árboles que bordean las aceras. Es un lugar donde lo antiguo y lo nuevo se entrelazan como en un baile eterno; los edificios modernos se apoyan en los cimientos de las casas de antaño, y las fachadas de cristal reflejan los tejados de tejas rojas y balcones de hierro forjado.

En el centro de la ciudad, hay una plaza rodeada de cerezos en flor. Aquí, el tiempo parece detenerse. Las flores caen en una lluvia lenta y constante, como si cada pétalo llevara consigo una historia no contada. A veces, me siento en uno de los bancos de mármol y contemplo el mundo que gira a mi alrededor. Veo pasar a personas que no conozco, pero que siento haber amado toda mi vida. Algunos llevan máscaras que reflejan la luz del sol en destellos dorados; otros tienen rostros que cambian de forma y expresión como reflejos en el agua.

Una niebla ligera envuelve la ciudad al caer la noche, y los faroles se encienden con una luz suave que parece susurrar secretos. Aquí, la oscuridad no es temida, sino celebrada. Los callejones más estrechos esconden puertas a otros mundos, a otras versiones de esta misma ciudad, donde los sueños se tornan realidad y los deseos más profundos cobran vida. A veces, me aventuro por uno de esos pasajes y termino en un lugar diferente: un mercado lleno de colores y aromas desconocidos, o un teatro abandonado donde los actores son sombras que bailan sin música.

Lo curioso de esta ciudad es que nunca es igual; cambia con cada visita, adaptándose a mis pensamientos más íntimos, a mis miedos y mis esperanzas. Hay días en los que los rascacielos tocan las nubes, y otros en los que las casas son tan pequeñas que parecen hechas para niños. Las plazas pueden convertirse en lagos cristalinos, y las tiendas, en bibliotecas sin fin donde los libros susurran en lenguas olvidadas.

En este lugar, los límites no existen. Puedo flotar por el aire, nadar por calles inundadas de estrellas o hablar con los gatos que descansan en los tejados y que conocen todos los secretos de la ciudad. Y aunque cada rincón es un enigma esperando ser resuelto, siempre siento una extraña familiaridad, como si esta ciudad fuera una parte perdida de mi alma.

Al despertar, llevo conmigo el aroma de las flores de cerezo y el eco de las voces lejanas. Y aunque sé que no puedo quedarme, siempre me consuela saber que esta ciudad de mis sueños sigue ahí, esperando, dentro de mí, para cuando decida volver.