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jueves, 12 de septiembre de 2024

Luna y la ciudad


 

Érase una vez, en una ciudad que nunca dormía, una niña llamada Luna. Luna vivía en un pequeño apartamento en el centro, rodeada del bullicio de las calles, el constante resplandor de los neones y el ruido incesante de los coches y transeúntes. Pero a pesar de todo, Luna siempre encontraba la manera de soñar.

Cada noche, después de que la ciudad se envolvía en su manto de oscuridad y el ruido se volvía un susurro lejano, Luna se sentaba en su ventana, mirando al cielo. Su lugar favorito era un rincón de la azotea del edificio, donde las luces de la ciudad no alcanzaban a opacar el brillo de las estrellas. Luna tenía una amiga especial allí arriba: la Luna, la que iluminaba el cielo con su resplandor plateado.

La Luna del cielo y Luna, la niña, se entendían de una manera que nadie más podía. Luna se sentía segura con su amiga en el cielo, como si compartieran un secreto solo entre ellas dos. Cuando Luna estaba triste o tenía miedo, miraba hacia la Luna y le contaba sus pensamientos más profundos, segura de que ella la escuchaba.

Una noche, mientras la niña observaba el cielo, notó que la Luna no estaba allí. Había nubes grises y pesadas que la ocultaban, y la ciudad parecía aún más oscura y fría sin su presencia. Luna sintió un vacío extraño en el pecho, como si algo muy importante faltara. Bajó la vista y vio que la gente caminaba con prisa, sin notar la ausencia del brillo en el cielo.

Decidida, Luna subió al tejado, buscando la forma de hablar con su amiga. "¿Dónde estás?", susurró, sintiendo que su voz se perdía en el viento. El viento sopló más fuerte, y las nubes comenzaron a moverse lentamente, dejando entrever un rayo de luz. Luna sonrió al ver ese pequeño destello y, con los ojos cerrados, pidió un deseo: "Que la Luna vuelva y no se sienta sola en el cielo."

Como si hubiera escuchado su deseo, la Luna salió de detrás de las nubes, brillando con más intensidad que nunca. La niña sintió su calor, como si una caricia suave y plateada la envolviera. Supo entonces que no estaba sola, que aunque a veces las nubes pudieran esconder a su amiga, siempre estaría ahí, brillando para ella.

Luna regresó a su ventana, sintiéndose más ligera, con la certeza de que, aunque la ciudad pudiera ser ruidosa y caótica, siempre habría un rincón de calma bajo la luz de la Luna. Y así, cada noche, Luna y la Luna seguían hablando, compartiendo sueños y secretos, dos amigas en medio de una ciudad que nunca descansaba.

Desde entonces, Luna aprendió a encontrar la magia en los lugares más inesperados, y a saber que, aunque el mundo se tornara oscuro, siempre habría una luz esperando por ella, incluso en la noche más cerrada.










miércoles, 28 de agosto de 2024

Ciudad de mis sueños


 


En la penumbra de mis sueños, se alza una ciudad que no existe en ningún mapa, pero que vive dentro de mí como un secreto guardado por el tiempo. Es una urbe de luces doradas y sombras profundas, un entramado de calles que cambian de dirección según el deseo de quien las transita. En esta ciudad, el cielo siempre está pintado con los colores de un amanecer perpetuo, y las estrellas nunca se apagan, como si el universo mismo hubiese decidido quedarse a vivir entre sus edificios.

Las avenidas principales están hechas de adoquines antiguos, gastados por el paso de incontables pies, pero cada piedra parece guardar la memoria de quienes las han pisado antes. Al caminar por ellas, es posible escuchar murmullos y risas lejanas, voces de tiempos pasados que se mezclan con el rumor del viento entre los árboles que bordean las aceras. Es un lugar donde lo antiguo y lo nuevo se entrelazan como en un baile eterno; los edificios modernos se apoyan en los cimientos de las casas de antaño, y las fachadas de cristal reflejan los tejados de tejas rojas y balcones de hierro forjado.

En el centro de la ciudad, hay una plaza rodeada de cerezos en flor. Aquí, el tiempo parece detenerse. Las flores caen en una lluvia lenta y constante, como si cada pétalo llevara consigo una historia no contada. A veces, me siento en uno de los bancos de mármol y contemplo el mundo que gira a mi alrededor. Veo pasar a personas que no conozco, pero que siento haber amado toda mi vida. Algunos llevan máscaras que reflejan la luz del sol en destellos dorados; otros tienen rostros que cambian de forma y expresión como reflejos en el agua.

Una niebla ligera envuelve la ciudad al caer la noche, y los faroles se encienden con una luz suave que parece susurrar secretos. Aquí, la oscuridad no es temida, sino celebrada. Los callejones más estrechos esconden puertas a otros mundos, a otras versiones de esta misma ciudad, donde los sueños se tornan realidad y los deseos más profundos cobran vida. A veces, me aventuro por uno de esos pasajes y termino en un lugar diferente: un mercado lleno de colores y aromas desconocidos, o un teatro abandonado donde los actores son sombras que bailan sin música.

Lo curioso de esta ciudad es que nunca es igual; cambia con cada visita, adaptándose a mis pensamientos más íntimos, a mis miedos y mis esperanzas. Hay días en los que los rascacielos tocan las nubes, y otros en los que las casas son tan pequeñas que parecen hechas para niños. Las plazas pueden convertirse en lagos cristalinos, y las tiendas, en bibliotecas sin fin donde los libros susurran en lenguas olvidadas.

En este lugar, los límites no existen. Puedo flotar por el aire, nadar por calles inundadas de estrellas o hablar con los gatos que descansan en los tejados y que conocen todos los secretos de la ciudad. Y aunque cada rincón es un enigma esperando ser resuelto, siempre siento una extraña familiaridad, como si esta ciudad fuera una parte perdida de mi alma.

Al despertar, llevo conmigo el aroma de las flores de cerezo y el eco de las voces lejanas. Y aunque sé que no puedo quedarme, siempre me consuela saber que esta ciudad de mis sueños sigue ahí, esperando, dentro de mí, para cuando decida volver.








sábado, 17 de agosto de 2024

Ciudad de ancianos


 

En lo alto de las montañas, escondida entre las nubes y los bosques, existía una ciudad que solo albergaba a ancianos. Nadie recordaba cómo ni cuándo fue fundada, pero los que llegaban allí eran aquellos que, de alguna manera, habían sido olvidados por el mundo exterior. No había carreteras ni caminos que condujeran a esta ciudad; solo los que se aventuraban por senderos olvidados o aquellos que, siguiendo un instinto inexplicable, vagaban hacia el ocaso, podían encontrarla.

La ciudad era un lugar de paz, donde el tiempo parecía detenerse. Los edificios, todos de piedra gris y cubiertos de musgo, se alzaban como testigos de una época antigua. Los jardines eran exuberantes, llenos de flores que parecían eternamente en flor. A lo lejos, se escuchaba el canto suave de los pájaros, como si estuvieran contando historias olvidadas.

Los habitantes de la ciudad llevaban una vida tranquila. Eran hombres y mujeres que en su juventud habían sido guerreros, poetas, artesanos, pero ahora solo querían disfrutar de los últimos años en calma. Sus rostros, arrugados por el paso del tiempo, estaban siempre adornados con una sonrisa apacible. Caminaban lentamente por las calles empedradas, conversando entre ellos, recordando los viejos tiempos o simplemente disfrutando del presente.

Cada tarde, cuando el sol se ponía, todos se reunían en la plaza central. Allí, en torno a una gran fuente de agua cristalina, compartían historias. Algunos hablaban de sus amores perdidos, otros de sus triunfos y derrotas, y algunos simplemente se quedaban en silencio, dejando que el viento les acariciara el rostro. Era un momento sagrado, un ritual que todos respetaban, pues sabían que esas historias, al ser contadas, se convertían en parte de la ciudad misma, añadiendo una capa más a su antigüedad.

No había nacimientos en la ciudad, ni tampoco muertes. Los ancianos que llegaban a este lugar simplemente se quedaban allí hasta que sentían que era su momento de partir. Y cuando ese momento llegaba, se alejaban en silencio, adentrándose en el bosque, donde se convertían en árboles, flores o quizás en el viento que susurraba entre las ramas.

Los que aún no estaban listos para irse continuaban su vida en la ciudad, con la certeza de que algún día también formarían parte del paisaje eterno que los rodeaba. La ciudad de ancianos era un lugar donde la vida y la muerte coexistían en armonía, donde el pasado se fundía con el presente, y donde el tiempo no era más que una ilusión, un suave susurro en el viento que acariciaba las montañas.