jueves, 5 de septiembre de 2024

El Mendigo


 

En la esquina de la calle más transitada de la ciudad, bajo el parpadeo irregular de un viejo farol, se encontraba un mendigo. Su cabello enmarañado y canoso enmarcaba un rostro curtido por el sol y los años. La gente pasaba a su alrededor sin prestarle atención, como si fuese parte del mobiliario urbano, una sombra más entre los edificios.

Cada día, el mendigo extendía su mano arrugada y temblorosa, con la esperanza de que alguna moneda cayera en su sucia taza de lata. No pedía nada con palabras; su mirada era suficiente para contar su historia. En su juventud, había sido un hombre de familia, un obrero dedicado. Pero la vida, con sus giros inesperados y crueles, lo había despojado de todo: su hogar, su trabajo y, finalmente, su dignidad.

A pesar de su situación, el mendigo mantenía un aire de nobleza. Sus ojos, aunque cansados, no habían perdido su brillo. En las noches más frías, compartía su escaso refugio con otros menos afortunados que él. A menudo, los transeúntes, ocupados en sus propios problemas, ignoraban esos pequeños actos de bondad. Pero él seguía, día tras día, repitiendo ese ciclo interminable de esperanza y desilusión.

Una mañana, un niño se detuvo frente a él. Era pequeño, de cabello desordenado y con una sonrisa sincera. Sin decir nada, el niño sacó de su mochila un bocadillo y lo colocó en las manos del mendigo. Sus ojos se encontraron por un momento, y el tiempo pareció detenerse. No hubo palabras, solo un intercambio de humanidad en su forma más pura.

El mendigo, con lágrimas en los ojos, asintió agradecido. No era la primera vez que alguien le daba comida o unas monedas, pero aquella vez fue diferente. Aquel gesto del niño le recordó algo que creía perdido: la esperanza de que la bondad aún existía en el mundo, incluso en los lugares más oscuros.

Esa noche, mientras se arropaba bajo su viejo abrigo, el mendigo sonrió por primera vez en mucho tiempo. El farol parpadeó una vez más, pero él ya no lo notó. En su mente, aquel pequeño acto de generosidad brillaba mucho más que cualquier luz en la ciudad.


martes, 3 de septiembre de 2024

Tarde de lluvia en el Mediterráneo


 

Era una tarde de lluvia en el Mediterráneo, el cielo gris se desplegaba sobre el horizonte marino, cubriendo de sombras la costa que solía brillar bajo el sol inclemente. Las nubes, densas y cargadas, parecían colgar pesadas sobre las colinas de olivares y cipreses, transformando el paisaje en una acuarela difusa de verdes oscuros y azules apagados.

Las gotas comenzaban a caer, primero tímidamente, dejando pequeños círculos en el mar, y luego, con más decisión, golpeando los tejados de terracota y los caminos de piedra con un ritmo constante. El sonido de la lluvia era como un murmullo que llenaba el aire, arrullando la tarde en una melodía nostálgica.

Los pescadores habían recogido sus redes y amarrado sus barcos, sabiendo que no había nada que hacer más que esperar. Las barcas de colores vibrantes se mecían suavemente en el puerto, mientras las gaviotas, habitualmente escandalosas, buscaban refugio entre las rocas.

Las calles empedradas del pequeño pueblo costero estaban casi desiertas, con solo unos pocos lugareños caminando bajo paraguas o refugiándose en las terrazas de los cafés, desde donde se observaba el espectáculo de la tormenta. Las persianas de las casas permanecían medio cerradas, como si quisieran esconderse del gris opresivo del cielo.

El aroma a tierra mojada se mezclaba con el olor salino del mar, creando una fragancia única que evocaba recuerdos de otras lluvias pasadas. En una taberna junto al puerto, una vieja melodía de guitarra se filtraba por una ventana abierta, añadiendo una capa más al encanto melancólico de la escena.

La lluvia persistió durante horas, como si el cielo no tuviera prisa por deshacerse de su carga. A medida que avanzaba la tarde, la luz se fue volviendo más tenue, tiñendo todo con un tono plateado. La calma que traía la lluvia era una pausa bienvenida, una tregua del sol abrasador y del bullicio del verano, como un susurro suave que invitaba a la introspección.

Y así, bajo el manto gris de la tormenta, el Mediterráneo se mostró en su faceta más serena y contemplativa, recordando a todos que incluso en la lluvia, había una belleza profunda y silenciosa que envolvía cada rincón de su costa.