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lunes, 30 de junio de 2025

La Casa del Acantilado


 Nadie recordaba exactamente cuándo había sido abandonada, pero todos sabían por qué nadie se acercaba. La casa en lo alto del acantilado, oculta entre niebla y zarzas, era parte de las advertencias que los mayores susurraban a los niños: “Nunca subas al acantilado después del anochecer.”


Contaban que allí vivió una familia a principios del siglo XX. El matrimonio y su pequeño hijo, Tomás. Todo iba bien hasta que una tormenta se llevó al niño. El cuerpo jamás apareció, y la madre, consumida por la pena, se quitó la vida en la habitación infantil. El padre desapareció poco después. Desde entonces, la casa quedó como un relicario macabro del pasado: sin herederos, sin visitantes, y con demasiadas preguntas sin respuesta.


Pero Elena, estudiante de fotografía y adicta al misterio, quería documentar la verdad. Llevaba meses oyendo las leyendas del pueblo donde pasaba el verano con su abuela, y estaba convencida de que no era más que folklore rural.


Un sábado por la tarde, cuando el cielo comenzaba a pintarse de plomo, Elena subió sola al acantilado. Grabadora de audio, cámara de vídeo con visión nocturna, linterna LED y una vieja brújula que su abuelo le había regalado. El portón de hierro cedió tras un quejido oxidado. El jardín era una selva de maleza, y las ramas parecían dedos intentando atraparla.


La puerta principal estaba abierta. Nadie la forzó. Nadie tuvo que hacerlo.


Dentro, el tiempo se había detenido. Los muebles seguían allí, cubiertos por sábanas amarillentas. Los cuadros colgaban torcidos, y el papel de las paredes se deshacía al tacto. Pero no era solo el abandono lo que inquietaba. Era la sensación opresiva, como si una presencia invisible caminara detrás de ella, respirando muy cerca del cuello.

Encendió la cámara. Una voz grabada —la suya— rompió el silencio:

“Son las 19:42. Estoy dentro de la casa del acantilado. Todo parece… tranquilo, pero algo no está bien.”

Al subir las escaleras, el aire se volvió más espeso. Un zumbido grave parecía emanar de las paredes. La brújula empezó a girar sin sentido. En la habitación infantil, la temperatura cayó en picado. De repente, una ráfaga cerró la puerta a sus espaldas con un golpe seco.

Entonces sonó la caja de música.

Se acercó temblando. Era una figura de porcelana, rota y cubierta de polvo. Movía su pequeña bailarina al compás de una melodía entrecortada. Elena se agachó para examinarla, y al levantar la vista, vio la cuna moverse sola, lentamente, adelante y atrás.

Retrocedió con el corazón desbocado y tropezó con una alfombra. Cayó de espaldas, y al mirar hacia el techo, vio algo más: marcas de garras. No eran recientes.

Al levantarse, vio algo aún peor: en la pared frente a ella, tallado con lo que parecía una uña o un cuchillo, había una frase:

“NO ME DEJES AQUÍ.”

Elena intentó abrir la puerta, pero estaba trabada. Golpeó, gritó, pero nada se movía. El pasillo al que finalmente logró salir ya no era el mismo. Era más largo, más oscuro. Las puertas estaban selladas. La linterna comenzó a fallar. Un zumbido, parecido a un lamento, llenaba el aire. La cámara grababa todo.

Al fondo del pasillo, una figura la esperaba: un niño pequeño, con ropas de otra época. Tenía los ojos en blanco, sin iris ni pupilas. Su rostro era inexpresivo, y en sus manos sostenía una muñeca rota. No caminaba. Flotaba.

Elena corrió. Bajó las escaleras como pudo. La casa parecía cambiar de forma, las habitaciones no llevaban donde antes, las puertas desaparecían, los espejos mostraban cosas que no estaban allí: su reflejo sin rostro, sombras que se movían solas, bocas abiertas gritando sin sonido.

Logró llegar a la entrada. El portón seguía cerrado. La niebla era tan densa que no veía el camino de vuelta.

Algo la tocó.

Se giró y el niño estaba allí, muy cerca. Le susurró algo que solo se registró en la grabación:

“Ahora ya no estoy solo.”

Y todo se volvió negro.

A la mañana siguiente, un pescador encontró la mochila de Elena tirada junto al camino. Dentro, la cámara seguía grabando, aunque la batería estaba agotada. El archivo, extraído más tarde, mostraba imágenes confusas, distorsionadas por interferencias. Solo una parte era clara: el último minuto, donde Elena grita y la figura del niño aparece entre destellos.

La policía nunca encontró su cuerpo.

El pueblo volvió a cerrar el camino al acantilado. Nadie ha vuelto a entrar en la casa desde entonces.

Pero hay quienes aseguran que en noches de tormenta, cuando el viento sopla desde el mar, puede oírse el eco de una caja de música, seguido de una voz infantil:

“Ahora ya no estoy solo…”

domingo, 18 de mayo de 2025

El Hijo del Monte


 

En las montañas del norte, donde la niebla baja como un susurro y los árboles hablan con el viento, un niño se perdió una tarde de otoño. Iker, con apenas cinco años, había salido con su familia a recoger castañas cerca de los hayedos de Peña Labra. Era curioso, ágil, demasiado valiente para su edad. Bastó un descuido —una ardilla que saltó entre ramas, un sendero que serpenteaba entre raíces— y se desvaneció entre los árboles.

Buscaron durante días. Llegaron cuadrillas de voluntarios, perros de rastreo, helicópteros. El monte fue peinado rama por rama, pero no hubo ni rastro: ni una huella, ni un trozo de ropa, ni un sonido que no fuera el susurro del bosque. Algunos dijeron que había caído a un barranco. Otros, que se lo llevó el río. Al cabo de semanas, la búsqueda cesó. Se rezaron misas. Se pusieron fotos en los tablones del ayuntamiento. Su madre envejeció de golpe.

Pero el monte no se lo tragó. El monte lo adoptó.

Una hembra de gato montés, vieja y herida, lo encontró la primera noche, acurrucado entre las raíces de un roble. Se acercó con cautela, oliéndolo. No lo atacó. Algo en la quietud del niño, en su temblor suave, en el brillo triste de sus ojos, tocó una fibra que ni ella sabía que tenía. En lugar de devorarlo, lo protegió. Lo llevó a su guarida —una grieta entre rocas, húmeda y oscura— y lo cubrió con su cuerpo.

Los días se convirtieron en semanas, luego en años. Iker aprendió el lenguaje del bosque: el zumbido de los insectos, el crujido de una rama como advertencia, el olor del agua limpia o de la carroña lejana. Comía lo que la gata le traía: ratones, conejos, aves pequeñas. Al principio lloraba al masticar carne cruda, pero con el tiempo lo aceptó como parte del mundo que lo había acogido. Se cubría de barro para el frío, imitaba los movimientos de su madre felina, se deslizaba entre la maleza como una sombra.

Pasó las estaciones. Los inviernos lo endurecieron, los veranos lo hicieron fuerte. Tenía el cuerpo ágil, el rostro marcado por el sol, y los ojos de un animal: atentos, salvajes, sin miedo. No sabía hablar, pero entendía todo lo que importaba. Cuando la gata murió —una noche de luna nueva, sin un quejido, en el mismo rincón donde lo había acogido— Iker no lloró. La observó en silencio, le cerró los ojos con dedos temblorosos, y permaneció junto a su cuerpo hasta el amanecer.

Entonces sintió algo nuevo. Un hueco. Una ausencia más grande que el bosque. Era hambre, pero no de carne; sed, pero no de agua. Era un impulso, un tirón hacia algo que no recordaba, pero que lo llamaba desde lo hondo. Y bajó.

Durante tres días caminó siguiendo el curso del río. Dormía entre helechos, cazaba lo justo. Se alejaba de los caminos y evitaba a los humanos, cuyos ruidos le eran ajenos y hostiles. Pero al final, llegó. Al amanecer del cuarto día, vio los tejados de un pueblo entre la bruma: San Miguel de las Peñas.

Entró descalzo, cubierto de barro, con el cabello como maleza y los músculos tensos como un ciervo alerta. Los primeros en verlo se santiguaron. Un anciano gritó. Una mujer salió corriendo. Pronto una pequeña multitud se reunió, rodeándolo con mezcla de miedo y curiosidad.

—¡Un salvaje! —murmuraban—. ¡Un hijo del bosque!

Pero entre ellos había una anciana, María, la hermana del padre de Iker. Ella no huyó. Se acercó despacio, como se acerca uno a un animal herido. Lo miró a los ojos. Entonces lo supo.

—Es él… —susurró, llevándose las manos a la boca—. Es Iker. Es el niño de Marina.

La cicatriz en su brazo, el lunar detrás de la oreja, la forma de las manos. Todo coincidía. Alguien corrió a buscar fotos viejas. Alguien lloró. Alguien cayó de rodillas.

El niño perdido había vuelto. No muerto. No loco. Transformado.

Al principio no hablaba. Gruñía, siseaba, miraba de reojo. Se acurrucaba en rincones, dormía en el suelo, y comía con las manos. Los médicos lo revisaron. Los psicólogos vinieron. Algunos no sabían qué decir. Otros lo llamaron milagro. Pero Iker no hablaba de milagros. Solo miraba por la ventana, hacia las montañas.

Le enseñaron palabras, gestos, nombres. Al principio, las rechazó. Pero algo en él empezó a abrirse. Recordó olores, fragmentos de canciones, la voz de su madre diciéndole su nombre. Lloró por primera vez desde que tenía memoria.

Pasaron los meses. Iker aprendió a vivir entre humanos, pero nunca del todo. Se vestía, asistía a clases especiales, caminaba por el pueblo… pero cada noche, su corazón escuchaba los susurros del monte.

Los aldeanos lo trataban con respeto, casi con temor. Era un muchacho callado, de mirada profunda, con una calma salvaje que imponía más que cualquier grito. Algunos decían que hablaba con los lobos. Otros, que entendía el lenguaje de los árboles.

Nunca se supo cómo sobrevivió exactamente. Algunos hablaron de intervención divina. Otros, de suerte, de instinto animal. Pero Iker no explicaba. Guardaba su historia como se guarda un fuego débil en el fondo del pecho: con cuidado, con reverencia.

Y cuando cumplió dieciocho años, se despidió.

Una madrugada, sin dejar nota ni palabra, partió hacia el bosque. Lo vieron por última vez cruzar el puente de madera, descalzo, con una mochila al hombro y los ojos brillando con una paz que no pertenecía al mundo de los hombres.

Desde entonces, algunos afirman haberlo visto entre la niebla, como una sombra. Los niños dicen que les deja frutas en los caminos. Los ancianos dejan pan en la ventana “por si vuelve”. Y cuando en las noches se oyen maullidos graves, profundos, como los de un gato enorme, todos en San Miguel de las Peñas saben que Iker —el hijo del monte— sigue cuidando el bosque que lo crió.

jueves, 26 de diciembre de 2024

Niño perdido


 En un pequeño pueblo rodeado de densos bosques y montañas susurrantes, vivía un niño llamado Tomás. Era curioso y valiente, con una imaginación tan vasta como el cielo estrellado que contemplaba cada noche desde la ventana de su habitación. Su madre siempre le advertía que no se adentrara demasiado en el bosque, pues sus senderos eran engañosos y fácilmente podía uno perderse.

Una mañana soleada, mientras jugaba cerca del límite del bosque, Tomás vio un pájaro de plumaje dorado que nunca había visto antes. Sin pensarlo dos veces, siguió al ave entre los árboles, ignorando el eco de la voz de su madre llamándolo desde la distancia. El canto del ave era hipnótico y cada vez que Tomás se acercaba, el pájaro volaba un poco más adentro.

Pronto, Tomás se dio cuenta de que estaba completamente solo. El bosque, que al principio le parecía un lugar mágico, ahora se sentía frío y silencioso. Las sombras de los árboles se alargaban mientras el sol descendía, y el canto del ave dorada había desaparecido.

El niño intentó regresar por donde había venido, pero cada sendero parecía igual al anterior. Asustado y con los ojos llenos de lágrimas, Tomás se sentó bajo un árbol enorme y cerró los ojos. En ese momento, escuchó un suave susurro en el viento: era como si el bosque mismo le hablara.

"Sigue la luz de las luciérnagas", susurró la brisa.

Al abrir los ojos, Tomás notó un pequeño grupo de luciérnagas brillando no muy lejos. Con renovada esperanza, las siguió a través de senderos ocultos y entre raíces retorcidas. Después de lo que parecieron horas, finalmente vio una luz familiar: la luz de su hogar.

Su madre lo abrazó con fuerza al verlo aparecer entre los árboles. Tomás aprendió una lección importante aquel día: la naturaleza es hermosa y misteriosa, pero también merece respeto.

Desde entonces, cada vez que escuchaba el canto de un ave dorada, Tomás sonreía, pero se quedaba siempre cerca de casa.

jueves, 5 de septiembre de 2024

El Mendigo


 

En la esquina de la calle más transitada de la ciudad, bajo el parpadeo irregular de un viejo farol, se encontraba un mendigo. Su cabello enmarañado y canoso enmarcaba un rostro curtido por el sol y los años. La gente pasaba a su alrededor sin prestarle atención, como si fuese parte del mobiliario urbano, una sombra más entre los edificios.

Cada día, el mendigo extendía su mano arrugada y temblorosa, con la esperanza de que alguna moneda cayera en su sucia taza de lata. No pedía nada con palabras; su mirada era suficiente para contar su historia. En su juventud, había sido un hombre de familia, un obrero dedicado. Pero la vida, con sus giros inesperados y crueles, lo había despojado de todo: su hogar, su trabajo y, finalmente, su dignidad.

A pesar de su situación, el mendigo mantenía un aire de nobleza. Sus ojos, aunque cansados, no habían perdido su brillo. En las noches más frías, compartía su escaso refugio con otros menos afortunados que él. A menudo, los transeúntes, ocupados en sus propios problemas, ignoraban esos pequeños actos de bondad. Pero él seguía, día tras día, repitiendo ese ciclo interminable de esperanza y desilusión.

Una mañana, un niño se detuvo frente a él. Era pequeño, de cabello desordenado y con una sonrisa sincera. Sin decir nada, el niño sacó de su mochila un bocadillo y lo colocó en las manos del mendigo. Sus ojos se encontraron por un momento, y el tiempo pareció detenerse. No hubo palabras, solo un intercambio de humanidad en su forma más pura.

El mendigo, con lágrimas en los ojos, asintió agradecido. No era la primera vez que alguien le daba comida o unas monedas, pero aquella vez fue diferente. Aquel gesto del niño le recordó algo que creía perdido: la esperanza de que la bondad aún existía en el mundo, incluso en los lugares más oscuros.

Esa noche, mientras se arropaba bajo su viejo abrigo, el mendigo sonrió por primera vez en mucho tiempo. El farol parpadeó una vez más, pero él ya no lo notó. En su mente, aquel pequeño acto de generosidad brillaba mucho más que cualquier luz en la ciudad.