Los pensamientos en el hogar inundaban a Ziba, de igual modo que las olas inundaban la cubierta. Oía risas de niños y el amable balido de las ovejas que pastaban al borde de la colina.
Sentía en sus mejillas el frío aire de la montaña, mientras corría con sus primas por la orilla rocosa para recoger agua del arroyo. Reían salpicándose unas a otras con el agua helada, y llevaban las pesadas vasijas de barro al calor de la casa de adobe. Ziba percibía el aroma de las ricas especias de la comida de la tarde.
Ayudaba a sus tías a preparar el pan cocinado en el tandur y probaba la textura fresca y suave del yogur de leche de cabra que su madre había hecho.
Veía a su madre, sentada ante el telar de madera, tejiendo lana de colores para una alfombra. La lana subía y bajaba, dentro y fuera, como el barco que se balanceaba en medio del tenebroso mar.
El bote iba a la deriva en medio de la noche, y los pensamientos de Ziba iban a la deriva también. En su imaginación, estaba sentada con su padre y jugaba con la muñeca que él le había dado. Él le contaba historias y le recitaba poemas de hacía mucho tiempo.
Ziba sentía la fuerza de los brazos de su padre y miraba fijamente su apacible rostro. Un viento fresco sopló desde el tempestuoso mar. Ziba recordó las frías noches de invierno en su hogar. Ese año, el invierno había sido mucho más largo y la sombra proyectada por las montañas del este parecía inclinarse más cerca que nunca.
La oscuridad se extendía filtrándose por las silenciosas esquinas de la tranquila aldea. Como no podía ir a la escuela, Ziba se escondía del mundo tras los gruesos muros de su casa de adobe.
El mar rugía y golpeaba contra el bote como una bestia enfurecida. Las olas se embravecían y los pensamientos de Ziba se volvían más tristes y temerosos.
El eco de las armas de fuego resonaba en la aldea. Voces coléricas la cercaban. Agarrada a la mano de su madre, Ziba corrió y corrió a través de la noche, alejándose de la locura hasta donde sólo había oscuridad y silencio.
Ziba temblaba y se estrechó contra su madre en la amontonada cubierta. Los ojos de su madre estaban llenos de esperanza y sus cánticos sonaban dulces como la miel. Ziba se dejó llevar por un sueño. Un sueño cálido y acogedor.
Caras sonrientes le daban la bienvenida a su nueva tierra. Aquí, podría vivir sin miedo. Aquí, podría ser libre y aprender a reír y bailar de nuevo.
‘Azadi’, susurró su madre.
‘Libertad’.
Y el barco se elevaba y caía, se elevaba y caía surcando un mar sin fin…
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