martes, 30 de junio de 2015

La Lechuza




 En un pueblo de Araba, cuyo nombre se ha olvidado, vivían dos hermanos muy diferentes en su manera de ser. Mientras uno era bueno y caritativo, el otro era avaro y estaba lleno de maldad. Mientras uno creía en Dios y en el bien, el otro no creía ni siquiera en el diablo, sólo creía en sí mismo y en las riquezas que día a día iba acumulando.
    Pasaron los años y el rico era cada vez más rico, pues nunca daba a nada a nadie y guardaba todo el dinero que ganaba, de forma que había amasado una enorme fortuna que guardaba en un arcón cerrado con siete candados. Todas las tardes abría el arcón del dinero y, muy satisfecho, contaba una a una las monedas que tenía ahorradas.
    El otro hermano, por el contrario, era cada vez más pobre. Su amor hacia los demás hacía que compartiese todo, o lo poco que tenía, y los necesitados del pueblo sabían que si llamaban a su puerta no se irían con las manos vacías.
    Un día, el hermano pobre se puso muy enfermo y, sintiendo que la muerte estaba cerca, envió a un amigo a casa de su hermano mayor para que le diese unas velas, porque en aquel entonces se creía que los muertos debían de tener una luz cerca para alumbrar el camino hacía el otro mundo. Sin una vela cerca, el muerto podía extraviarse y vagar eternamente sin encontrar el camino.
    Llegó el amigo a casa del rico y le pidió dos cirios para su hermano, pero el avaro
respondió:

—¡Que le den las velas aquéllos a los que ayudó! ¡Yo nunca doy nada, y no voy a cambiar ahora! Mi hermano nunca me pidió ni me dio, así que estamos en paz.

    Cuando el enfermo supo la respuesta de su hermano, dijo:

—¡Te maldigo, hermano! Morirás sin que nadie cierre tus ojos y tu alma vagará errante en el cuerpo de una lechuza para siempre jamás.

    Y, diciendo esto, el pobre murió.
    Pasaron muchos años. El avaro no había vuelto a pensar en su hermano, pero un día, mientras contaba sus monedas, se sintió mal. Al instante supo que iba a morir, y recordó las palabras de su hermano. Horrorizado, pidió perdón, pero en ese mismo momento entró una lechuza por la ventana y se puso a volar por encima de su cabeza. Entonces escuchó una voz que llegaba desde muy lejos y que decía:

—Nada tengo que perdonarte, porque nada me hiciste, pero tu alma vagará errante por los siglos de los siglos en el cuerpo de esta lechuza que te acompaña hoy, día de tu muerte,

    El cuerpo del hermano rico nunca fue encontrado, y es creencia que sigue vagando en forma de lechuza.
Por eso, cuando una lechuza aparece en el lugar en donde hay algún enfermo es un mal presagio, porque significa que pronto morirá.



lunes, 29 de junio de 2015

El Crisantemo




En la Selva Negra (Alemania) vivía un campesino llamado Hermann. La víspera de Navidad, cuando regresaba a su casa, encontró a un niño pequeñito tendido sobre la nieve. Lo tomó en brazos y lo condujo al modesto hogar donde le aguardaban su esposa e hijos, quienes, compadeciéndose del pobre niño, compartieron alegremente con él la humilde cena que tenían preparada para aquella festividad.

El pequeño forastero permaneció toda la noche en la cabaña, y a la mañana siguiente, después de revelar que era el Niño Jesús, desapareció. Cuando volvió a pasar Hermann por el lugar donde había encontrado al Niño, vio que habían nacido entre la nieve unas flores hermosísimas. Cogiendo un buen puñado de ellas las llevó a su esposa, quien les dio el nombre de crisantemos, esto es, flores de Cristo, o más propiamente, «flores de oro». Y en lo sucesivo, toda Noche Buena, en memoria del pequeño visitante. Hermann y los suyos daban a algún niño pobre parte de la cena.

martes, 23 de junio de 2015

4- Visita sorpresa



                                                                         





Jaime enviaba fotos del viaje para la página web. Martina no dejaba de pensar lo que se estaba perdiendo. Lugares increíbles, fiestas únicas. Le bastaba con mirar a Leo para que esa sensación se mitigara o al menos para dejar de pensar en ello. Solo habían pasado dos semanas y su ausencia era cada vez más insoportable. Por la mañana esperaba su llamada, solía llamar desde la habitación del hotel. Utilizaban una aplicación en la que podían verse. Cansado, intentaba contarle con una sonrisa cómo era la ciudad dónde estaba, como había ido el bolo. Al final siempre lo mismo, la pose de normalidad desaparecía.

—Os echo de menos. Los viajes ya no son lo mismo sin ti revoloteando a mi alrededor—Martina lloraba—. No llores Tina, no me lo pongas más difícil.

Ella sonreía forzada y se despedían. La casa se volvía más y más grande. Sandra iba los fines de semana, el resto de tiempo se sentía muy sola. De vez en cuando quedaba con Nahuel. Le entretenían sus charlas ecológicas y sus discursos sobre cómo había que cambiar el mundo.

Gabriela preparaba café cada mañana. Sabía que Martina se despertaba temprano para hablar con Jaime. Sabía también, que el rato después de hablar con él estaba particularmente sensible. Le dejaba preparado el café y encendía la radio. Apenas hablaba, tantos años trabajando de interna en diferentes casas habían conseguido que se volviera invisible, era muy reservada, escuchaba pero no opinaba. Martina necesitaba compañía y la actitud de Gabriela hacía que se sintiera más sola todavía.

Sentada en el porche, saboreaba el café y disfrutaba del paisaje.  Sonó el teléfono y se sobresaltó. “¿Quién llamaba tan temprano?”

—Cancela todos tus planes. Las niñas pasan el día con su padre y he decidido ir a verte. Sabes cómo tengo la agenda y todavía no he visto cómo has dejado la casa, así que no quiero excusas.
—Buenos días para ti también Claudia—. Su hermana. Tan irritante como siempre—Ven cuando quieras.

Por increíble que pareciera, tenía ganas de verla. “Será la maternidad”
Pasaron dos horas, hasta que su hermana entró por la puerta despotricando como siempre.
— ¡Pero por dios Tina! Esto está lejísimos. La carretera es malísima—Exageraba.

Conducía un coche descapotable, con un pañuelo en la cabeza y unas “mega gafas” tamaño XXL. Era la viva imagen de portada de una revista vintage. Tan discreta como siempre, el  coche de color rojo, para no pasar desapercibida.
— ¿Y ese coche?
— ¿Te gusta? Es nuevo, ahora te cuento, he decidido dejar de ser tan austera y darme algún que otro capricho.
“¿Austera? ¿Sabrá está mujer lo que significa eso?”

Entraron en la casa y dijo:
—Te confieso que cuando he visto el aspecto rural del exterior no tenía muchas esperanzas, pero debo reconocer que tu amiga lesbiana tiene un gusto exquisito para la decoración. La recomendaré entre mis amistades.
—Se llama Sandra y lo sabes.
—Eso, eso.
— ¿Y qué es eso que tienes que contarme?
—Prepárame un café y te lo cuento. ¿Dónde está el angelito?
—Se lo ha llevado Gabriela a dar un paseo.
—Así no nos interrumpen.

Se sentaron en el jardín y Claudia se puso solemne.
—Juan ya no vive con nosotras. Un día desayunado con unas amigas en el club, una de ellas se desahogó con nosotras. Harta de soportar y tapar las infidelidades de su marido por mantener su estatus, nos contó que ya no podía más e iba a divorciarse. Fue una conversación intensa, donde nos desahogamos todas. Él y yo llevábamos tiempo haciendo vidas por separado y no soportaba tenerle en casa ni un segundo más. Así que nos hemos separado. Papá y mamá están de acuerdo y mantenemos una relación cordial por nuestras hijas.
—Pero, ¿Por qué no me lo has contado antes?
—Pues porque ya tenías bastante. Embarazo, parto, mudanza. Poco podías hacer por mí. He contado con apoyo y las niñas están yendo a uno de los mejores psicólogos especializado en separaciones. No ha sido fácil, pero ha sido liberador. Ahora estoy centrada en la empresa y en mí. Me he hecho unos arreglillos en la cara y en el cuerpo. Me he comprado un deportivo rojo y salgo con mis amigas separadas a bailar. Solo me falta un buen maromo que termine de quitarme las penas, porque a los sitios que vamos, solo ligamos con maduritos separados y yo quiero carne fresca, hermana—. Martina soltó una carcajada.
—La verdad es que estás fabulosa—En ese momento se le ocurrió una idea. —Voy a invitar a un amigo a comer con nosotras, si no te importa. Así te alegras la vista.

Llamó a Nahuel que aceptó la invitación encantado. Llegó Gabriela con el niño y jugaron con Leo en el jardín el resto de la mañana.

Nahuel cerró la tienda al mediodía y puso rumbo a casa de Martina. Le había sorprendido la llamada. Ella se mostraba distante, aunque no habían hablado de ello, se notaba que solo quería un amigo. Ni una señal. Acababa de ser madre y aunque su pareja no estaba, no le seguía el juego. Había descartado tentarla, pero no podía ignorar que le gustaba. Tenía algo diferente. Al llegar a la puerta se fijó en el deportivo. “Parece que tiene visita”

Martina presentó a Claudia y a Nahuel, mientras sonreía por dentro. Él la misma cara de empanado de siempre, pero ella le miraba como si tuviera delante un pastel de chocolate.

—Bueno, sentémonos. Gabriela nos ha preparado una delicia de las suyas—.Tuvo que insistir hasta que consiguió que se sentara con ellos a comer. Al final cedió cuando Martina le dijo que así le ayudaba con Leo.

Claudia y Nahuel se enzarzaron en un debate sobre la conveniencia o no de comer carne, los pesticidas y las conspiraciones de los gobiernos mundiales. Martina observaba las señales que Claudia enviaba a Nahuel. Así como observaba también la indiferencia que él demostraba. No había dado resultado su experimento. Gabriela se llevó a Leo a dormir la siesta y Martina preparó café. Cuando estaba en la cocina, Claudia entró corriendo.
—Es demasiado hippie para mi gusto pero tiene un buen revolcón.
—Jajaja. Ya he visto el coqueteo, sí.
—Tendrá que ser otro día. Me tomo el café y me voy. Tengo planes para esta noche.
— Quién me iba a decir que acabarías teniendo más vida social que yo—. Claudia sonrió con satisfacción.

Nahuel volvió a la tienda, Claudia se marchó y Martina aprovechó para trabajar un rato. "¿Qué haría el resto de semana?"

En ese momento el nombre de Sandra parpadeó en la pantalla del teléfono.
—Te aburres tanto que se te está poniendo cara de seta. ¿Verdad?
—Verdad. Qué bien me conoces.
—Prepara la maleta. Tengo billetes de avión para mañana por la tarde. Viajecito corto. Tú, yo, la cajita de ritmos y tu adorable niñera. Me he ocupado de todo,  Hay cuna y esas cosas. Dejáis el coche en el garaje de mi edificio, me presta la plaza un vecino. No admito un no. Ropita de playa.
—¿Pero dónde vamos?
—Es una sorpresa. Vuelo corto, no sufras. No te lleves el carro ese. Tenemos dissponible uno en nuestro destino. Mañana nos vemos. Os espero en casa antes del mediodía. Beeesos.

Colgó sorprendida. Un viaje a la playa, con todo organizado y sin saber dónde.
—Gabrielaaaaa





lunes, 22 de junio de 2015

Cuando el tunkuluchú canta… Leyenda Maya



En El Mayab vive un ave misteriosa, que siempre anda sola y vive entre las ruinas. Es el tecolote o tunkuluchú, quien hace temblar al maya con su canto, pues todos saben que anuncia la muerte.

Algunos dicen que lo hace por maldad, otros, porque el tunkuluchú disfruta al pasearse por los cementerios en las noches oscuras, de ahí su gusto por la muerte, y no falta quien piense que hace muchos años, una bruja maya, al morir, se convirtió en el tecolote.

También existe una leyenda, que habla de una época lejana, cuando el tunkuluchú era considerado el más sabio del reino de las aves. Por eso, los pájaros iban a buscarlo si necesitaban un consejo y todos admiraban su conducta seria y prudente.

Un día, el tunkuluchú recibió una carta, en la que se le invitaba a una fiesta que se llevaría a cabo en el palacio del reino de las aves. Aunque a él no le gustaban los festejos, en esta ocasión decidió asistir, pues no podía rechazar una invitación real. Así, llegó a la fiesta vestido con su mejor traje; los invitados se asombraron mucho al verlo, pues era la primera vez que el tunkuluchú iba a una reunión como aquella.

De inmediato, se le dio el lugar más importante de la mesa y le ofrecieron los platillos más deliciosos, acompañados por balché, el licor maya. Pero el tunkuluchú no estaba acostumbrado al balché y apenas bebió unas copas, se emborrachó. Lo mismo le ocurrió a los demás invitados, que convirtieron la fiesta en puros chiflidos y risas escandalosas.

Entre los más chistosos estaba el chom, quien adornó su cabeza pelona con flores y se reía cada vez que tropezaba con alguien. En cambio, la chachalaca, que siempre era muy ruidosa, se quedó callada. Cada ave quería ser la de mayor gracia, y sin querer, el tunkuluchú le ganó a las demás. Estaba tan borracho, que le dio por decir chistes mientras danzaba y daba vueltas en una de sus patas, sin importarle caerse a cada rato.

En eso estaban, cuando pasó por ahí un maya conocido por ser de veras latoso. Al oír el alboroto que hacían los pájaros, se metió a la fiesta dispuesto a molestar a los presentes. Y claro que tuvo oportunidad de hacerlo, sobre todo después de que él también se emborrachó con el balché.

El maya comenzó a reírse de cada ave, pero pronto llamó su atención el tunkuluchú. Sin pensarlo mucho, corrió tras él para jalar sus plumas, mientras el mareado pájaro corría y se resbalaba a cada momento. Después, el hombre arrancó una espina de una rama y buscó al tunkuluchú; cuando lo encontró, le picó las patas. Aunque el pájaro las levantaba una y otra vez, lo único que logró fue que las aves creyeran que le había dado por bailar y se rieran de él a más no poder.

Fue hasta que el maya se durmió por la borrachera que dejó de molestarlo. La fiesta había terminado y las aves regresaron a sus nidos todavía mareadas; algunas se carcajeaban al recordar el tremendo ridículo que hizo el tunkuluchú. El pobre pájaro sentía coraje y vergüenza al mismo tiempo, pues ya nadie lo respetaría luego de ese día.

Entonces, decidió vengarse de la crueldad del maya. Estuvo días enteros en la búsqueda del peor castigo; era tanto su rencor, que pensó que todos los hombres debían pagar por la ofensa que él había sufrido. Así, buscó en sí mismo alguna cualidad que le permitiera desquitarse y optó por usar su olfato. Luego, fue todas las noches al cementerio, hasta que aprendió a reconocer el olor de la muerte; eso era lo que necesitaba para su venganza.

Desde ese momento, el tunkuluchú se propuso anunciarle al maya cuando se acerca su hora final. Así, se para cerca de los lugares donde huele que pronto morirá alguien y canta muchas veces. Por eso dicen que cuando el tunkuluchú canta, el hombre muere. Y no pudo escoger mejor desquite, pues su canto hace temblar de miedo a quien lo escucha.


domingo, 21 de junio de 2015

Un cuento de hadas para una princesa



Había una vez un pequeño país que se formo en el mundo de la imaginación, por el poder y el saber de una anciana hada, que se sentía muy sola en su pequeña casa del bosque. Estaba rodeada de grandes arboledas, y a pesar de la magia que había en aquel lugar, aquellos árboles no tenían ni boca, ni voz para hablar. Pero eran tan hermosos, sus hojas variaban de color según las tocaba el sol, a veces eran verdes, otras rojas y algún árbol más especial las tenía de color rosa.

El hada del bosque que contaba con más de doscientos años, se aburría la pobre si no hacía nada, un día mirando al cielo pensaba, que cuando ella era niña había pájaros que volaban a su alrededor jugando con ella. Luego entre las ramas de los árboles formaban sus nidos y ella era feliz, escuchando las bellas melodías de sus trinos.
Nunca supo porque era la única hada niña que existía, el misterio de su vida la rodeaba. Pero en aquél momento la anciana hada cuyo nombre era Ladian, estaba harta, enfadada y muy cansada.
Tenía que hacer algo para cambiar la soledad de su vida, a ella le gustaba hablar reír y cantar, pero se sentía apartada de todo aquello que más deseaba, miro con tristeza como el sol se escondía sin decirle ni siquiera adiós, porque no tenía voz. La noche ocupo su lugar.
Con mirada triste, el hada solitaria contemplaba a las estrellas cómo jugaban con la luna, entonces se acordó que ella tenía grandes alas para volar, pero era tan mayor y como siempre estaba sola, había olvidado como hacerlo.
La luna desde lo alto del cielo la miraba y sentía una gran pena por la longeva hada. 
Los ojos de la luna lloraban con lágrimas  plateadas, que mojaban su redonda cara, cayendo como fina lluvia encima de la cabeza del hada del bosque. Sus  largos cabellos se convirtieron en hebras de plata que le dieron fuerza y volvió a ella la memoria y su gran magia.
Ladian extendió sus grandes alas y voló alto, muy alto, tanto que llego a tiempo de hablar y jugar con la luna y las estrellas.
Les pudo contar el deseo que tenía dentro de su mente, y nunca  pudo llevarlo a cabo; después se sintió alegre y satisfecha, porque aquella noche sería la última que pasaría en soledad.

Al día siguiente nada más salir el sol, la anciana hada da forma con la fuerza de su mente a un pequeño y hermoso país de las hadas. El agua de la montaña descendía formando pequeñas ondulaciones que se movían como expertas bailarinas, se convirtieron en un gran río de agua clara y transparente, que dejaba ver peces de distintos colores y formas que saltaban felices. Luego aparecieron los pájaros buscando refugio entre el gran arbolado de colores, mientras sus trinos llenaban de alegría al viejo bosque.
La imaginación del hada Ladián dio vida a pequeños gnomos y gnomidas que vivían debajo de los grandes  árboles con sus hijos. Pero.. Faltaban hados y hadas, y un palacio de cristal tan brillante como piedras preciosas.  De repente la tierra se abrió como una hermosa flor, dando paso al deseado palacio y a la vida de aquellos hados y hadas que vivían en él, muy cercano al lugar donde ella se encontraba. Sus cabellos de plata formaron una corona de pequeños corazones que se entrelazaban entre flores, aquél regalo de la luna y la madre naturaleza, convirtió a Ladian en la primera reina del bosque.
Feliz se acerca al palacio, los guardianes de la puerta la dejaron entrar e inclinaron la cabeza en señal de respeto.
Entro radiante de felicidad, ella sabía que aquél  palacete estaba lleno de vida, emocionada pregunta a la primera hada que pasa por su lado ¿Puedo ver a los reyes? –Si majestad la están esperando para hablar con usted. Sígame, si vamos volando llegaremos antes.
La reina del bosque abrió sus grandes alas, y voló con seguridad detrás de Dina que era la consejera de sus majestades. Llegaron hasta una sala en la cual había una puerta que la separaba del dormitorio de los reyes, que hacía solo unas pocas horas que acababan de ser padres de una hermosa princesa.
El rey coge la mano de Ladian la longeva hada y –dice-gracias  reina y señora del bosque, el mundo de vuestra fantasía nos ha salvado de vivir siempre en la oscuridad y nuestra pequeña princesa de las hadas ha podido nacer dentro la luz de la imaginación. Con todo respeto mi corazón quiere pediros de rey a reina que nuestra pequeña hija lleve vuestro nombre.
-Majestad, rey de este pequeño país, vosotros sois los primeros seres vivientes que veo en doscientos años, para mí es un honor que esta niña la princesa de las hadas se llame Ladian, y hablando de nombres ¿cómo os llamáis vos y vuestra esposa?.
-Mi nombre es Verdín y la reina se llama  Cristel-.
-Estoy encantada de conoceros y hablar con vos, pero os tengo que pedir un gran favor, deseo ser la guardiana de la vida de vuestra hija y aunque sea la reina del bosque quisiera vivir en vuestro palacio, siempre he vivido en soledad pero ello me ha dado fuerza y sabiduría, también muchas veces un gran aburrimiento.
Parece que escucho llorar a la princesa ¿puedo conocerla?
-Pasar noble anciana y conoceréis a vuestra protegida-
La pequeña estaba en su cuna, moviendo sus brazos y piernas, la reina del bosque se acerca a ella, y se da cuenta que es una  niña hada  especial, su sonrisa penetra directamente  en su corazón.
Mirando a los reyes que están a su lado –dice-  es preciosa, con su cabello negro y sus grandes ojos que brillan como estrellas. Sé que la gran mayoría de las hadas tienen el cabello rubio y los ojos azules, vosotros sus padres sois así y yo cuando era niña también.
Ella  forma parte de la noche por su pelo azabache y de la luna por su carita blanca, será una gran princesa  porque su corazón estará siempre lleno de amor. Me esta observando con sus hermosos ojos, no me extrañaría que su sonrisa tan bonita se convirtiera en llanto, de momento sólo soy una desconocida para ella.
De pronto la pequeña empieza a llorar, su protectora pone su arrugada mano encima de su pequeña cabeza, y empieza a cantar dulcemente una antigua nana de protección,  se  la enseño cuando era muy niña (antes de quedarse sola en el bosque) una de las viejas hadas.
La princesa se calma y sonríe moviendo sus pequeñas alas azules como si quisiera volar.
Emocionada su protectora la mira a los ojos directamente, sabe que sus almas están unidas para siempre, nunca nadie le hará daño a su hermosa princesa de las hadas.


jueves, 18 de junio de 2015

El Aciano



La reina Luisa de Prusia fué una hermosa dama, de gran valor El emperador Napoleón el Grande invadió su país y se apoderó de él, oprimiendo al pueblo, pero la reina luchó valientemente contra el invasor.

Sin embargo, al fin, el enemigo tomó la capital (Berlín), y la reina, que tras muchas penalidades, pudo escapar con sus hijos, fue a esconderse en un campo cubierto de acianos. Los niños, asustados, empezaron a llorar, Entonces la reina Luisa, temiendo que alguien les oyera y les descubriera, cogió algunas de aquellas florecitas azules y haciendo con ellas coronas y ramas para los pequeños príncipes, logró distraerles de su pena.

Uno de ellos se llamaba Guillermo, y algunos años después derrotó al sobrino de Napoleón. Proclamado primer emperador de Alemania, tomó como símbolo el aciano.

miércoles, 3 de junio de 2015

Los buenos tiempos



Siempre que entrábamos en el despacho del conde de Lobeira atraía mis miradas -antes que las armas auténticas, las lozas hispanomoriscas y los retazos de cuero estampado que recubrían la pared- un retrato de mujer, de muy buena mano, que por el traje indicaba tener, próximamente un siglo de fecha. «Es mi bisabuela doña Magdalena Varela de Tobar, duodécima condesa de Lobeira», había dicho el conde, respondiendo a mi curiosa interrogación, en el tono del que no quiere explicarse más o no saber otra cosa. Y por entonces hube de contentarme, acudiendo a mi fantasía para desenvolver las ideas inspiradas por el retrato.

Este representaba a una señora como de treinta y cinco años, de rostro prolongado y macilento, de líneas austeras, que indicaban la existencia sencilla y pura, consagrada al cumplimiento de nobles deberes y al trabajo doméstico, ley de la fuerte matrona de las edades pasadas. La modestia de vestir en tan encumbrada señora parecíame ejemplar; aquel corpiño justo de alepín negro, aquel pañolito blanco sujeto a la garganta por un escudo de los Dolores, aquel peinado liso y recogido detrás de la oreja, eran indicaciones inestimables para delinear la fisonomía moral de la aristocrática dama. No cabía duda: doña Magdalena había encarnado el tipo de la esposa leal, casta y sumisa, fiel guardadora del fuego de los lares; de la madre digna y venerada, ante quien sus hijos se inclinan como ante una reina; del ama de casa infatigable, vigilante y próvida, cuya presencia impone respeto y cuya mano derrama la abundancia y el bienestar. Así es que me sorprendió en extremo que un día, preguntándole al conde en qué época habían sido enajenadas las mejores fincas, los pingües estados de su casa, me contestase sobriamente, señalando el retrato consabido:

-En tiempo de doña Magdalena.

El dato inesperado acrecentó mi interés. A fuerza de fijarme en el retrato observé que aquella pintura ofrecía una particularidad rara y siempre sugestiva: en cualquier punto de la habitación que me colocase para mirarla me seguían los ojos de doña Magdalena con expresión imperiosa y ardiente. Casual acierto del pincel, o alarde de destreza del pintor, las pupilas del retrato estaban tocadas por tal arte, que pagaban con avidez y energía la mirada del que las contemplase desde lejos. Algunas veces, sin querer, levantaba yo la vista como si me atrajese tal singularidad y los ojos me llamasen. La severidad del fondo oscuro en que se destacaba la cabeza, la única nota clara del rostro y del pañolito, aumentaban la fuerza del extraño mirar.

Aunque el conde de Lobeira es de carácter reservado y frío, hay instantes en que el corazón más tapiado se abre y deja salir el opresor secreto. Uno de esos momento, siempre transitorio en ciertas organizaciones, llegó para el conde el día en que, incitada por mi imaginación, traidora cuanto fecunda, me arrojé a trazar la silueta de doña Magdalena, modelo de cristianas virtudes, emblema de otros tiempos y otras edades en que el hogar olía a incienso como el sagrario y la familia tenía la solida estructura del granito.

-¡Por Dios, no siga usted! -exclamó mi interlocutor, dejando de atizar la chimenea y volviéndose hacia el retrato como nos volvemos hacia un enemigo-. El terror más craso de cuantos pueden cometerse es juzgar del pasado por la impresión que nos causan sus reliquias. Cáscara vacía, huella de fósil en la piedra, ¿qué verdad ha de contarnos un retrato, un mueble o un edificio ruinoso? Los soñadores como usted son los que han falseado la historia, poetizado lo más prosaico y embellecido lo más horrible. En ninguna época fue la humanidad mejor de lo que es ahora; pero las iniquidades pasadas se olvidan y un lienzo embadurnado y lleno de grietas basta para que nos abrume el descontento de lo presente. Ya que también usted cae en esa vulgarísima y temible preocupación de que se nos han perdido grandes virtudes, merece usted que para desilusionarla le cuente la historia de doña Magdalena, tal como la he entresacado de nuestro archivo y de otros documentos.... ¡que obran en archivos judiciales!

Esa señora que está usted viendo, retratada con su jubón de alepín y su honesto pañolito, al casarse con mi bisabuelo, llevándole rica dote y el condado de Lobeira, se mostró apasionada hasta un grado increíble, despótico y furioso. Mi bisabuelo pasaba por el mozo más gallardo de toda la provincia, y doña Magdalena, por una señorita fanáticamente devota: se susurraba que usaba cilicio y que se disciplinaba todas la noches. Fuese o no verdad, lo que es a su marido cilicio le puso doña Magdalena, y hasta grillos, para que de ella no se apartase ni un minuto. Poco después de la boda, los que vieron al conde pálido, demacrado y abatido, esparcieron el rumor absurdo de que su esposa le daba hierbas y filtros para subyugarle y para que ardiese más viva la tea del amor conyugal.

Duró esta situación, sin que la modificase el nacimiento de varios hijos. No obstante a los diez o doce años, de matrimonio, observose que el conde, habiéndose aficionado a cazar y haciendo frecuentes excursiones por la montaña -pues pasaban largas temporadas en el campo, en el palacio solariego de Lobeira, según costumbre de los señores de entonces-, recobraba cierta alegría y parecía rejuvenecido.

Como yo no estoy graduando el interés de mi historia, sino que se la cuento a usted descarnada y sin galas -advirtió al llegar aquí el narrador-, diré inmediatamente lo que produjo la mejoría del conde. Fue que, algún tanto aplacada aquella pasión de vampiro de su mujer, pudo respirar y vivir como las demás personas. Usted objetará que todo el delito de doña Magdalena consistía en amar excesivamente a su esposo, y que eso merece disculpa y hasta alabanza. Si yo discutiese tan delicado punto, temería ofender sus oídos de usted con algún concepto malsonante. Indicaré que hay cien maneras de amar, y que el santo nombre de amor cubre a veces nuestros bárbaros egoísmos o nuestras morbosas aberraciones. Y basta, que al buen entendedor... Ya continúo.

Como a veces se guardan bien los secretos en las aldeas, doña Magdalena tardó bastante en entenderse de que su marido, al volver de la caza, solía descansar en la choza de cierto labriego que tenía una hija preciosa. En efecto, era así: el conde de Lobeira prefería a los suculentos manjares de su cocina señorial, la brona y la leche fresca servida por la gentil rapaza, que, con la inocencia en los ojos y la risa en los labios, acudía solícita a festejarle; doña Magdalena, ya informada, no pensó ni un minuto que allí existiese un puro idilio; vio desde el primer instante el mal y agravio. Y acaso acertase: no pretendo excusar a mi bisabuelo, aunque las crónicas afirman que era honesta y sencilla su afición a la hija del colono.

Lo histórico es que, en una noche de invierno muy oscura y muy larga, la puerta del pazo se abrió sin ruido para dejar entrar a un hombre robusto, recio, vestido con el clásico traje del país, que hoy está casi en desuso. La condesa le esperaba en el zaguán: tomóle de la mano, y por un pasadizo oscuro le llevó a una habitación interior, que alumbraba una vela de cera puesta en candelabro de maciza plata. Era el oratorio.

Detrás de las colgaduras de damasco carmesí que lo vestían, y que replegó la dama, el hombre vio abierto un boquete, a manera de cueva; un agujero sombrío. Repito lo de antes: no busco «efectos»; pero aunque los buscase, creo que ninguno tan terrible como decir sin más circunloquios que el hombre -un «casero» en las costumbres de entonces casi un siervo de la condesa -era el mismo padre de la zagala a quien el conde solía visitar; y que doña Magdalena, enseñándole el negro hueco, advirtió al labrador que allí ocultarían el cadáver del conde. En seguida le entregó un hacha nueva, afilada y cortante.

¿Temió aquel hombre por la vida de su hija y por la suya propia? ¿Impulsole la cobardía o el respeto tradicional a la casa de Lobeira? ¿Fue la sugestión que ejerce sobre un cerebro inculto y una voluntad irresoluta y débil, la hembra resuelta de arrebatadas pasiones? ¿Fue codicia, tentación de onzas y de ricos joyeles que la esposa ultrajada le ofrecía en precio de la sangre? El caso es que si hubo resistencia por parte del labriego, duró bien poco. Según su declaración, hizo la señal de la cruz (¡atroz detalle!), descalzóse, empuñó el hacha y siguió a la condesa hasta el aposento en que el conde dormía. Y mientras la señora alumbraba con la vela de cera del oratorio, el labriego descargó un golpe, otro, diez; en la frente, la cara, el pecho... El dormido no chistó: parece que al primer hachazo abrió unos ojos muy espantados... y luego, nada. Sábanas, colchones, el hacha y el muerto, todo fue arrojado al escondrijo; la condesa lavó las manchas del suelo, cerró la trampa, y atestando de oro la faltriquera del asesino, le despachó con orden de cruzar el Miño y meterse en Portugal.

Un rumor vago al principio, y después muy insistente, se alzó con motivo de la desaparición del conde de Lobeira. Su esposa hablaba de viajes motivados por un pleito; y en el oratorio, bajo cuyo piso yacía mi bisabuelo asesinado, celebrábase diariamente el santo sacrificio de la misa, asistiendo a él doña Magdalena, lo mismo que la ve usted retratada ahí: pálida, grave, modesta, rodeada de sus hijos, que la besaban la mano cariñosa. En aquel tiempo no había prensa que escudriñase misterios, y la coincidencia de la desaparición del conde y la del casero y su hija, la linda moza, dio pie a que se sospechase que el esposo de doña Magdalena vivía muy a gusto en algún rincón de esos que saben buscar los enamorados. No faltó quien compadeciese a la abandonada señora, en torno de la cual el respeto ascendió, como asciende la marea. Al verla pasar, derecha, macilenta, siempre de negro, la gente se descubría.

Y así corrió un año entero.

Al cumplirse, día por día, a corta distancia del pazo de Lobeira apareció un hombre profundamente dormido; era el casero de la condesa; y los demás labriegos, que le rodeaban esperando a que despertase, quedaron atónitos cuando al volver en sí, a gritos confesó el crimen, a gritos se denunció y gritos pidió que le llevasen ante la Justicia. Hay fenómenos morales que no explica satisfactoriamente ningún raciocinio: la mitad de nuestra alma está sumergida en sombras, y nadie es capaz de presentir qué alimañas saldrían de esa caverna si nos empeñásemos en registrarla. El aldeano, cuando le preguntaron el móvil de su conducta, afirmó con rústicas razones que no lo sabía; que una gana irresistible -un «volunto», como dicen ahora- le obligó a salir de Portugal y a ver de nuevo el pazo, y que al avistarlo le acometió un sueño letárgico, invencible también, y ya despierto, un ímpetu de confesar, de decir la verdad, de ser castigado, porque, sin duda, calculo yo, su endeble alma no podía con el peso del secreto que impenetrable y tranquila, guardaba el alma varonil de doña Magdalena.

La prendieron, claro está, y aún se enseña en la cárcel marinedina el negro calabozo donde la condesa de Lobeira se pudrió muchos meses... El casero fue ahorcado; y para librar a mi bisabuela del patíbulo empeñóse la hacienda de mi casa. La justicia se comió con apetito tan sabrosa breva, y nuestra decadencia viene de ahí.

............................................................................................................................................................

Alcé los ojos y busqué los del retrato. La mirada de doña Magdalena se me figuró más tenaz, más intensa, más dolorosa. El bisnieto callaba y suspiraba, como si le oprimiese el corazón el drama ancestral, como si percibiese la humedad de las lágrimas evaporadas hace un siglo.