Ana había crecido en un pequeño pueblo en la sierra, donde las historias de sus ancestros convivían con su vida cotidiana. Su abuela le había contado sobre los espíritus guardianes del bosque, los rituales de la luna llena, y la manera en que el viento podía traer mensajes de tiempos lejanos. A medida que crecía, Ana se sentía cada vez más en conflicto: su vida moderna en la ciudad la apartaba del mundo que su abuela le había enseñado a ver y a respetar.
Un día, decidió regresar al pueblo. Había tenido un sueño que la perturbaba desde hacía semanas: caminaba por el mismo bosque de su infancia, pero se encontraba en una encrucijada, donde un río de agua clara fluía de un lado, y del otro lado había un camino hecho de nubes doradas que parecían llamar su nombre.
Esa noche, decidió salir sola al bosque. Con una vela encendida y un murmullo casi olvidado de los rezos de su abuela, sintió cómo el aire cambiaba. Por un instante, el bosque se llenó de una luz cálida y dorada, y Ana comprendió que estaba caminando entre dos mundos: uno era el bosque físico que la rodeaba, y el otro era un espacio espiritual, invisible pero tan real como los árboles a su alrededor.
En esa conexión, se dio cuenta de que ambos mundos coexistían en ella, y que su identidad era un puente que no necesitaba elegir entre uno y otro. Al final de su caminata, sintió paz y un profundo sentido de pertenencia, sabiendo que podía llevar ambos mundos en su corazón y en su vida.
Esta historia muestra cómo se puede caminar entre dos mundos, encontrar paz en las diferencias, y llevar la riqueza de ambas realidades como una parte esencial de la propia identidad.
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