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jueves, 15 de mayo de 2025

El último cumpleaños


 

Aquella mañana, el cielo de Santander se despertó con un azul sereno, como si supiera que era un día especial. El aire olía a sal, y una brisa suave entraba por la ventana entreabierta del salón, ondeando levemente las cortinas como si saludara. Desde su butaca junto al ventanal, veía el mar. Siempre el mar. Había vivido con él enfrente tantos años que ya no sabía si era una presencia externa o parte de sí mismo.

Era 17 de septiembre. Cumplía 75 años.

Se levantó temprano, como siempre. La costumbre de madrugar no se pierde aunque no haya relojes que apuren. A las ocho ya tenía el café humeando en su taza preferida, la que tenía una grieta disimulada en el borde, y un sobao pasiego sobre el plato. Afuera, las gaviotas ya gritaban su rutina, y las olas rompían en las rocas con ese ritmo constante que tanto lo consolaba.

Encendió la radio. Música suave, unas noticias, alguna efeméride absurda. Se quedó mirando una foto en blanco y negro sobre la repisa. Su madre, joven, con él de niño en brazos. Pensó en cuánto se parece ahora a su padre. Se permitió una sonrisa melancólica y levantó la taza, como brindando en silencio por los que ya no están.

Sabía que vendrían. Su hija le había dicho que no planeara nada, que se encargaban ellos. Él, como tantas veces en la vida, confió y esperó. En el fondo, había algo hermoso en ceder el timón por un día. Había aprendido que dejarse cuidar también es un acto de generosidad.

A media mañana salió a caminar. No muy lejos, solo hasta el mirador. Se apoyó en la barandilla de hierro frío y miró el horizonte. Los barcos pequeños parecían manchas móviles, como recuerdos flotantes. En su juventud, solía imaginar que cada uno llevaba una historia dentro. Ahora, simplemente les deseaba buen viaje.

Volvió a casa con las mejillas rojas del viento. Y entonces, el timbre sonó.

Primero llegaron los nietos. Uno corrió hacia él gritando “¡abueloooo!”, y se le aferró a la pierna como si no lo hubiera visto en meses. Los otros dos le entregaron dibujos de colores: un pastel, un sol enorme, una figura con bastón que decían era él. Se rió. Con ternura. Con plenitud.

Después entró su hija, cargando flores silvestres y un perfume de hogar. Se abrazaron largo, como si quisieran detener el tiempo unos segundos. “Las recogí esta mañana en el camino de la ermita”, le dijo. Las reconoció al instante: manzanilla, campanillas, algunas aún con rocío. Sintió un nudo dulce en la garganta.

Más tarde llegaron algunos amigos, pocos, pero de los verdaderos. Uno con bastón, otro con una carpeta llena de anécdotas, otro con vino. Se sentaron a la mesa como en los viejos tiempos. Cocido montañés, queso de Tresviso, anchoas en aceite, pan de pueblo. Vino tinto y, por supuesto, orujo al final.

Hablaron de todo y de nada. De lo que fue, de lo que nunca llegó a ser, y también de lo que aún podría ser. Rieron como si no pasaran los años. Hubo momentos de silencio, sí, pero de esos que no incomodan, los que se llenan de compañía.

La tarta llegó al final, sencilla pero honesta. Una sola vela encendida. “Una por cada década ya no cabe”, bromeó su yerno. Soplarla le costó más de lo que hubiera querido admitir, pero lo logró, entre aplausos y bromas. “¡Pide un deseo!”, gritó su nieta más pequeña. Ya lo he pedido, pensó. Y se me ha cumplido.

Cuando anocheció, el mar seguía rugiendo con su fuerza tranquila. Se sentó un rato en el balcón, envuelto en una manta, con la mirada perdida en la línea del horizonte. El silencio era tibio, como una caricia en la espalda. Cerró los ojos unos segundos. Escuchó, respiró, sintió.

Y pensó, sin tristeza: Si este fuera mi último cumpleaños, estaría en paz. Rodeado de los míos, en mi tierra, con el mar por testigo. Pero mientras no lo sea, pienso seguir celebrando cada uno como si lo fuera.

Porque hay días que no son solo un año más. Son el resumen de una vida entera.

lunes, 23 de septiembre de 2024

La felicidad de Lucía


 

Lucía era una mujer sencilla que vivía en un pequeño pueblo rodeado de montañas y ríos cristalinos. Su vida transcurría entre el trabajo en el huerto, el cuidado de sus animales y los paseos por los senderos boscosos que tanto amaba. No necesitaba grandes lujos para sentirse plena; su felicidad radicaba en lo simple, en lo cotidiano, en lo que para muchos pasaba desapercibido.

Desde muy joven, Lucía había aprendido a encontrar belleza en las pequeñas cosas: el canto de los pájaros al amanecer, el aroma de las flores silvestres que crecían junto a su casa, o la sonrisa de los niños que jugaban en la plaza del pueblo. Era feliz con lo que tenía y, aunque sus vecinos a veces comentaban que llevaba una vida modesta, para ella no faltaba nada.

Un día, mientras paseaba por el bosque, encontró un árbol enorme, cuyas ramas se extendían como si quisieran abrazar el cielo. Nunca antes lo había visto, aunque había pasado por ese sendero muchas veces. Decidió sentarse a la sombra del árbol y se quedó ahí, escuchando el viento que mecía suavemente las hojas. En ese instante, una paz profunda la envolvió, y comprendió algo que la acompañaría el resto de su vida: la felicidad no era un destino, sino un estado de serenidad, un equilibrio entre lo que uno tiene y lo que uno es.

A partir de ese día, Lucía comenzó a compartir su tiempo con los demás de una forma diferente. Ayudaba a sus vecinos con alegría, ofrecía su huerto como espacio para compartir historias y sembrar juntos, y, sobre todo, escuchaba. Escuchaba con atención a quienes se acercaban a ella, descubriendo que, en medio de las palabras ajenas, también encontraba pedacitos de su propia felicidad.

Lucía no era rica en bienes materiales, pero su corazón estaba lleno de momentos, de sonrisas, de la calidez de quienes la rodeaban. Y así, cada noche, al acostarse, sentía una gratitud inmensa por todo lo que la vida le daba: por las pequeñas cosas, por lo simple, por lo eterno.