Levantó los ojos y vió al ojáncano en pie encima de la peña, con un mirar triste, mirándola y remirándola como un cristiano a una imagen de la iglesia.
La muchacha se fue corriendo, dando voces a los pastores...
Otro día, cuando estaba encendiendo lumbre para templarse un poco, a la parte de allá de un espinar que estaba encima de un ribazo, la llama no pudo medrar. Cuando ardían los escajos una miaja, (poco)venía un viento por entre el espinar, y los escajos se apagaban en seguida, tan pronto como empezaban a arder. Así se encendieron y apagaron unaas cuantas veces.
La muchacha se levantaba y veía que no había viento, porque las hojas de los árboles y las cogullucas de los helechos y de los brezales estaban quietos.
Volvió a encender los escajos y pasó lo mismo que las otras veces. En cuanto ardían un poquitín venía un viento por entre los espinares y apagaba la llama.
Extrañada de que no hubiera viento en el espinar, miró toda sorprendía y vio al mismo ojáncano de la peña de la fuente suspira que te suspira, como un cristiano que tiene algún dolor muy grande en el cuerpo o en el alma.
Los suspiros del ojáncano eran el viento que apagaba la lumbre de los escajos, en cuanto empezaba a nacer.
La muchacha echó a correr y volvió a dar voces llamando a los pastores.
Otra vez bajaba detrás de las ovejas cargada con un gran coloño de leña. Cuando empezaba a bajar el sendero muy resbaladizo, se encontró con que la quitaban el coloño de leña de la cabeza.
Miró sorprendía lo mismo que en la fuente y lo mismo que en la vera del espinar y vio el mismo ojáncano que tenía el coloño en la mano como un hombre lleva un palo, un rastrillu o una picaya.
La muchacha, de puro miedo, no dio voces llamando a los pastores como las otras veces. Siguió detrás de las ovejas, temblando y rezando a todos los santos del cielo de Dios Nuestro Señor.
El ojáncano la iba mirando con mucha tristeza, con el coloño en la mano. Al llegar cerca del pueblo, puso el coloño en la cabeza de la moza y se volvió al monte muy despacio, como una persona que va de mala gana a cualquier sitio.
Así fueron pasando los días. Otro atardecer bajaba la moza con otro coloño y el ojáncano se lo volvió a quitar de la cabeza y a llevarle en la mano hasta cerca del pueblo. La muchacha iba perdiendo el miedo al ojáncano y cuando le encontraba ya no temblaba como antes, ni rezaba a los santos del cielo de Dios Nuestro Señor.
En esto vino la primavera. No había dia sin que el ojáncano dejara de presentarse a la muchacha, que poco a poco fue cogiendo confianza. Al principio le veía y se iba a los pocos instantes, suspira que te suspira, como si todas las penas del mundo estuvieran metidas en el su ánimo. Pero después se estaba más rato cerca de la muchacha sin dejar de mirarla y de suspirar.
Cuando empezó la primavera la confianza era más grande. El ojáncano y la moza estaban casi todo el día juntos. El ojáncano despedazaba peñas, hacía las maldades de siempre, pero cuando estaba con la moza era bueno y pacífico. No paraba de hacerla beneficios. Él la cortaba la leña para hacer los coloños y arrancaba los escajos y las árgomas por donde ella iba andando. Si la fuente estaba lejos, el ojáncano iba a por el agua. Si llovía, el ojáncano escarbaba en una peña y hacía una peña para guarecerse o ahuecaba un árbol. Los otros pastores estaban extrañados de la amistad del ojáncano y la muchacha.
En tos los pueblos la llamaban la novia del ojáncano y las mozas y los mozos la aborrecían. Pero ella le tenía cada vez más apego y sentía mucha desazón en el monte cuando el ojáncano tardaba en llegar junto a ella...
Un día, a mitad de primavera, la moza no subió al monte. El ojáncano la buscó por todas partes y mandó al cuervo que volara sin parar dando vueltas por encima del monte para ver si la veía con el su rebaño.
El cuervo voló toda la mañana, volvió al mediodía, se le posó en la nariz y le dijo que no la veía por ninguna parte. El cuervo por el aire y el ojáncano por las cuestas no encontraron a la moza.
Pasaron muchos días y la moza no aparecía por el monte. El ojáncano cada vez estaba más triste. Sus maldades eran más villanas y no había choza que no desbaratara. Todos los caminos los llenó de piedras muy grandes y tapó las fuentes con peñascos.
Un atardecer paró a un pastor y le preguntó por donde estaba la moza. El pastor, encogído del miedo, le dijo la verdad. Los padres de la moza la habían mandado a un pueblo, muy lejos del valle, para que no volviera a ver al ojáncano. El pastor siguió su camino muy contento de que el ojáncano no le hiciera mal...
Al día siguiente, muy de mañana, cuando se levantaron los vecinos, todo el pueblo fue una queja. Los maizales estaban destrozados, las paredes de las huertas caídas, los nogales en el suelo, lo mismo que los perales y los manzanos. No había quedado una pared ni un árbol de fruta en pie. Toda la cosecha estaba destrozada.
Cuando el sacristán fue a tocar a misa se encontró con que habían desaparecído las campanas. Cuando el herrero abrió la fragua vió que le habían llevado el yunque. Cuando el médico fue a enganchar el caballo al carricoche para ir a visitar a los enfermos, se encontró con el caballo muerto y el carricoche con las ruedas partidas..
No pararon aquí las maldades. Toda la hierba de los prados estaba arrancada y pisoteada y las losas del pórtico de la iglesia hechas pedazos, lo mismo que el paredón que se había hecho hacía poco tiempo para que el agua del rio no entrara en la mies. Las portillas de las tierras también aparecieron rotas, lo mismo que el carro y el horno de los padres de la moza.
Todas las mañanas se encontraban los vecinos con algún destrozo. Un día una socarreña destrozada, otro dia un portal con un golpe muy grande, otro día una fuente llena de cantos, otro dia un molino con las ruedas partídas...
Los vecinos arreglaban las paredes por el día y el ojáncano las tiraba por la noche. Así llegó el inverno. La gente estaba sin cosecha, las despensas estaban vacias, los pajares sin hierba. Todos los vecinos estaban entristecídos, sin tener una pizca de harina para llevar al molino.
Una mañana, al poco de amanecer, toda la gente se fue llorando por los caminos con los trastos a cuestas. Unos se fueron a un pueblo y otros a otro, porque el ojáncano enamorado no paraba de hacer mal.
El pueblo se quedó solo y las casas se fueron cayendo poco a poco, hasta que todo fue como un matorral.