miércoles, 31 de octubre de 2012

LA LEYENDA DE LA CALAVERA



Era yo un niño cuando me enamoré por primera vez. Aquella rapaza llamada Flora creo que fue mi primer gran amor. Debía de ser tres o cuatro años mayor que yo. Era rubia y muy alegre. Era guapa y lo sabía. En el verano su rostro se veía invadido de diminutas pequillas que daban a su cara una pincelada de inocencia. Casi todos los chicos mayores de las aldeas del contorno andaban tras ella, mis amigos aunque eran mucho más jóvenes que Flora, también estaban encandilados con su atractivo. Creo que mis amigos sólo la admiraban por el éxito que causaba entre los jóvenes de su misma edad y por el perverso deseo lascivo que despertaba entre ellos; mis sentimientos eran diferentes, yo la adoraba de un modo sublime, tal como imagino se debe adorar a una criatura vestal.

Para mí, era la mujer soñada. Simbolizaba a aquellas hadas vírgenes de las leyendas que me contaban mi abuela. Recuerdo ahora con nostalgia cómo dejaba volar libre mi imaginación mientras mirando al mar soñaba con ella, o cuántas veces, tracé a escondidas un corazón con su nombre en la arena de la playa, viendo cómo las olas jugueteando con su ir y venir lo borraban una y otra vez.

Todo en ella me parecía hermoso, su gracia al caminar, la elegancia con la que gesticulaba, los largos dedos de sus manos, pero sobre todo me atraía su figura vista desde atrás, aquellas largas piernas, el garbo con el que mecía de sus recios glúteos, su menguada cintura y su alargado y elegante cuello.

En primavera y verano, cuando los días se alargaban, mi abuela me permitía bajar al pueblo después de cenar y acudir al paseo.

Entonces mi única ilusión era verla desde lejos paseando junto a sus amigas. Nunca hablé con ella, sólo con mirarla me ruborizaba. Cuando la presentía cercana me cambiaba la voz, mi verbo perdía su fluidez y mis palabras surgían confusas; en aquellas ocasiones no atendía a la conversación de mis amigos y una y otra vez mi mirada se extraviaba buscando su figura entre el gentío.

Cuántas veces soñé despierto, pensando en cómo me gustaría estar todo un día, con su noche incluida, admirándola en silencio, acariciando con las yemas de mis dedos la sedosa piel de su rostro, verla adormecida arrullándose en mi regazo, sentir su respiración profunda, oír sus suspiros mientras durmiera, descubrirla al despertar despeinada y ojerosa, percibir su primer olor al alba. Luego cuando despertaba de mis entonaciones y percibía lo quimérico de mis anhelos, me animaba especulando con un mañana reluciente en el que la providencia hiciera que mis sueños se convirtieran en realidad.



Pero a todo sueño le llega la hora de la vigilia, a este le llegó un atardecer de verano, era un día de bochorno, el viento que iba surgiendo desde la mar, anunciaba la esperada galerna. Estabamos pescando un grupo de chicos sentados en el borde del muelle, cuando uno de mis amigos llegó con la trágica noticia, entre susurros nos reveló el último cascabillo, se había enterado que Flora estaba preñada.

Cuando lo oí un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Flora, mi idolatrada Flora mancillada. No comenté nada. Estremecido escuché en silencio. Cada comentario jocoso que murmuraban mis amigos entre risas, yo lo sufría como una puñalada. Mi mente se sacudía con locura, un cúmulo de pensamientos me asaltaban. No comprendía nada, una mujer tan tierna como ella, cómo podía haber cometido tamaña equivocación.

El padre de la criatura que esperaba, decían que era Bruno, el hijo de Rita da Paxairiña. Bruno no era una buena persona, tenía fama de pendenciero y no le gustaba el trabajo. De él se murmuraba en la aldea que no respetaba a su madre, según decían, en más de una ocasión le había propina buenas tundas para obligarla a que le diera dinero. Era guapo, muy alto y fuerte, rubio y con ojos azules.

Quiso el destino que en aquellos instantes de desasosiego nos alcanzara la galerna y comenzara a llover, aproveché la ocasión para recoger mi aparejo y abandonar a mis amigos.

Camino de mi casa, bajo la lluvia, lloré de rabia. No podía comprender cómo aquella mujer que yo había idealizado, equiparándola con una hada virgen, pudiera haberse prostituido con tan despreciable individuo.

Me sentí herido de muerte y con toda mi alma desee la muerte de ella, pensé que si no era mía, mejor que no fuera de nadie. Los celos me mortificaban, cogí un palo y lo golpeé con saña contra un árbol. Creí que el mundo se agrietaba bajo mis pies y me precipitaba a los infiernos, en aquellos momentos no encontraba sentido a la vida.

Lloré amargamente durante un buen rato, aún recuerdo cómo babeaba y cómo mis mocos colgaban de mi nariz mezclándose con las lágrimas derramadas y el agua de la lluvia que iba empapando mi rostro.

Cuando llegué a casa, debía tener el rostro demacrado. Mi abuela corrió hacia mí asustada. Ella no sabía lo que me ocurría pero por la imagen que le transmitía, debió temer que algo horrendo me hubiera acaecido.

Azorada, una y otra vez, me imploraba que le contara lo que me había sucedido. Yo amparado en mi infantil tozudez me mantenía en el más absoluto silencio.

Por fin, tras largos y fallidos intentos logró arrancarme la revelación del hecho que me angustiaba. En aquel momento de impotencia habló mi rabia y proferí palabras que incomodaron a mi abuela. Manifesté lleno de ira mi deseo de ver muerta a aquella joven sino era mía.

Mi abuela cerró sus ojos con dolor. Mamá Sofía no sufría por mi pérdida, sino por mi reacción pusilánime. Nunca había visto a mi abuela tan enojada, por un momento pensé que podría propinarme un bofetón. Ella jamás me había pegado. Fui consciente de mi error y reaccioné a tiempo, antes de que ella perdiera el control y sinceramente arrepentido, le pedí perdón por la estupidez que había proferido.

Aquella noche mi abuela Mamá Sofía me habló por primera vez del amor. Me dijo que si de verdad amara a alguien, tendría que encontrarme dichoso viendo que la persona amada se sintiera feliz.

El amor es generosidad, no posesión, me explicó que nunca debemos enamorarnos por los ojos. Un cuerpo sólo es un cascarón efímero de piel y pelo, más o menos hermoso; es la envoltura exterior de una criatura; tampoco debemos enamorarnos con el corazón, el amor, el verdadero amor debe surgir desde la cabeza, debe ser un ejercicio de libre voluntad.

Me dijo que hay muchas personas que, igual que me había ocurrido a mí con aquella rapaza a la que ni tan siquiera conocía realmente, se enamoran de un cuerpo sólo por su hermosura, otras lo hace desde el corazón y anhelan torpemente una vida perdurable en pareja por amor, sin embargo, lo acertado, me explicó, es enamorarse con la cabeza, prendarse de otro ser y emparejarse para amar, no por amor. Amar es querer querer, y sólo queriendo querer al otro, se consigue amarlo.

 Me dijo que recordara siempre aquello que me había enseñado el día de mi iniciación. Saber es recordar y nunca debes olvidar aquellas tres herramientas alegóricas del cantero, el metro que simbolizaba la mesura; el cincel que encarna la constancia necesaria para alcanzar las metas propuestas; y el mazo, representación de la fuerza de la voluntad.

Aquellas herramientas que debía emplear para poder dar una forma armoniosa a la piedra bruta que todos los humanos representamos, a nuestro yo interior, pero que de nada me serviría si no utilizaba aquel sillar perfecto para encajarlo junto a otros sillares similares y poder construir el gran edificio de la Humanidad.



Me narró que el tallista que daba forma perfecta a las piedras brutas, era una alegoría que representaba el intento de perfeccionar a la persona, pero que esas piedras labradas tenían como única finalidad, utilizando otras herramientas, ser debidamente ajustadas a otras piedras también labradas, que simbolizan a las otras personas, y todas unidas dar forma a una construcción, que encarna la aspiración de perfeccionar a toda la comunidad humana.

La ética humana consiste en sustentar la convicción y defenderla ante el resto de la sociedad, de que es mejor padecer la arbitrariedad y la injusticia, que provocarla o desearla a otras personas.

Rememoró la enorme cantidad de leyendas que me había narrado durante toda mi infancia. Leyendas que hablaban de riquezas y tesoros, unos escondidos en laberínticas cavernas, otros enterrados bajo los castros o hundidos en profundos pozos. En todas aquellas leyendas existían gentiles o gigantes, mouros y hadas que guardaban celosamente los tesoros y siempre, en todas las leyendas, por causa de la ambición desmedida, o por la traición a la palabra empeñada, los lugareños que trataban de alcanzarlos, no sólo fracasaban una y otra vez en el intento, sino que muchos, incluso, encontraban la muerte en lugar de los anhelados tesoros.

Las leyendas populares muchos las toman a guasa, piensan que son humildes cuentos sin sentido que se narran a los niños en las largas tardes de invierno para tenerlos entretenidos, esas ignorantes personas son gentes sin espíritu crítico, que no alcanzan a comprender la sabiduría que encierran estas leyendas en su significado metafórico. El tesoro y el mouro, la fortuna y el gigante, son los dos rostros del ser humano, su bondad y su maldad, el bien y el mal que se esconde tras toda obra humana.

Toda persona, por muy prosaica que podamos considerarla, esconde encerrado en lo más íntimo de su ser un gran tesoro. Es el tesoro de su intimidad que no desea compartir con quien le es extraño y para protegerlo, utiliza su mouro o gigante particular, escudándose tras una impenetrable coraza de acero.

Los seres humanos somos mamíferos, seres gregarios que estamos condenados a convivir en sociedad. Algunos, tal vez desgraciadamente sean una inmensa mayoría, entienden que la convivencia diaria es una especie de contienda en la que todos quieren conquistar a su prójimo. Asentados en su codicia, su fanatismo o su ignorancia, quieren hacerse con ese tesoro privativo de cada persona, profanando su individualidad, el derecho que le asiste al ajeno y surge entonces el mouro, el hada o el gigante que emerge desde el interior de su caverna y batalla para preservar su intimidad.

Las leyendas nos enseñan que no se trata de conquistar, sino de compartir y para lograrlo sólo tenemos un camino, debemos cambiar la codicia por la generosidad, el fanatismo por la tolerancia y la ignorancia por la educación. Sólo así se puede llegar a descubrir y disfrutar de esos tesoros personales que cada ser humano oculta en lo más profundo de su intimidad.



Tras la larga charla de mi abuela me retiré a mi dormitorio, antes de dormir reflexioné sobre todo lo que había escuchado. Probablemente tendría razón, pero a mí no me servía de consuelo. Mi cruda realidad se ceñía a algo muy concreto y simple, mi sueño idílico se desvanecía, con mi primer amor ultrajado, me sentía preso de la incertidumbre y en adelante, presentía, que tendría que sobrevivir sin conocer la dicha ni lo que en el futuro me aguardaba.  Aquel niño que yo era entonces, no podía concebir que estaba dando sus primeros pasos hacia la madurez afectiva.

Pasaron muchos días hasta la celebración de la boda de Flora y Bruno. Fue, según me dijeron, una boda íntima, sólo asistieron a la ceremonia los padres, los hermanos de los cónyuges y algún que otro familiar muy cercano.

En el banquete algo raro debió ocurrir, pronto las habladurías fueron propalándose por la aldea. Mis amigos, cada tarde, al juntarnos antes de ir a cenar, narraban una versión diferente de lo acaecido en el banquete de la boda de Flora.

En cierta ocasión uno de ellos nos contó que había oído cómo su madre le contaba en secreto a su padre, lo que una invitada a la boda, familiar de Flora, le había revelado. Según nos explicó nuestro amigo, al comienzo del banquete, con gran turbación de todos los presentes, se había presentado un esqueleto exigiendo su lugar en la mesa y que Flora y Bruno, muy asustados, habían accedido a que el esqueleto compartiera mesa con ellos.

Las carcajadas con las que acogimos todos los chicos la historia que nos relataba, hizo que nuestro amigo enmudeciera y no continuara con su narración. Sin embargo y aunque a mí también me parecía una solemne tontería lo que acababa de escuchar, no podía librarme de la curiosidad que sentía por conocer lo que hubiera podido suceder en la boda de mi idolatrada Flora.

Recuerdo que pasé muchos días fantaseando con la historia de aquel esqueleto que, según las habladurías, acudió como invitado al banquete de Bruno. Me regocijaba pensando como se habría deslucido su fiesta, me solazaba especulando en el sobrecogimiento que habría invadido a la traidora Flora teniendo que compartir su mesa con una sonriente calavera, sólo lamentaba no haber podido gozar con mi presencia en aquella tétrica fiesta y sentir con alborozo la frustración de la recién casada pareja.

  Una noche, mientras cenábamos mi abuela y yo sardinas asadas con cachelos, recuerdo que me quedé mirando fijamente a los protuberantes ojos saltones de una de las sardinas que me acababa de comer. Aquellos ojos de mirada pétrea me recordaron la imagen de una calavera. La apariencia de aquella cabeza de sardina unida a una larga espina que finalizaba en un trocito de cola, se asemejaba extraordinariamente a una calavera que me mirara desde la profundidad de sus cavernas oculares, riéndose permanentemente con sus grandes dientes al descubierto, mientras portaba como colgajos el resto de los huesos del esqueleto.

Tuve miedo. Me sobrecogí pensando que aquella visión pudiera ser el augurio de algún maleficio con el que se me castigara por mis pecaminosos deseos y por el morbo con el que fantaseaba sobre el banquete de la boda de Flora y Bruno.

Le comenté a mi abuela lo que había oído sobre la boda de Flora y Bruno. Ella me miraba fijamente mientras yo le iba narrando la fabulosa historia. Guardó silencio, no me contestó palabra alguna y siguió cenando.



Tras la cena le ayudé recogiendo la mesa mientras ella iba fregando los platos y cubiertos. La radio estaba sintonizaba en la emisora costera, oíamos los partes meteorológicos y las conversaciones que mantenían los marineros desde alta mar con sus familias en tierra. Cuando ella hubo terminado de cenar se sirvió una copa de orujo de yerbas. En la radio escuchábamos como una mujer lloraba mientras hablaba con palabras entrecortadas con su marido embarcado, había dado a luz un hijo y intentaba explicarle torpemente a su esposo cómo era el niño, trataba de transmitirle una imagen de su hijo recién nacido; el padre probablemente tardaría meses en arribar de nuevo a puerto, estaba embarcado en un bacaladero que faenaba cerca de las costas de Terranova.

Mi abuela apagó la radio. Cerró los ojos mientras que, con una rara solemnidad, alzo la copa de orujo y brindó por todos los marineros pobres y en la desesperación, esparcidos por la tierra y los mares del ancho mundo, deseándoles alivio a sus males y un rápido regreso a sus hogares, si ése fuera su deseo. Se bebió la copa de un solo trago. Luego me miró y con un gesto de su cabeza me ordenó retirarme a mi habitación.

Cuando estuve acostado, vino a arroparme. Entonces me pidió que me imaginara a una pareja de jóvenes, ella inocentemente enamorada, él bravucón y mujeriego. Ella resistiéndose atemorizada a los intentos de seducción, dudando de las intenciones del hombre y no creyéndose del todo las mentiras de amor por él proferidas.

Así debió de ser. En una noche de luna llena, Bruno con engaños condujo a Flora hasta el campo santo, solos en medio del silencio de la noche, mecidos con el rumor grácil del viento, profanaron el sueño de los muertos, amándose desnudos sobre la losa de una sepultura. Tras la consumación de la desfloración, ella lloró por la gracia perdida, mientras él, prepotente, rió ufano por el nuevo trofeo conquistado. Jactancioso, embriagado de vanidad por su nueva conquista, prometió a Flora que invitaría a su banquete de boda al cadáver enterrado bajo la losa que hizo las veces tálamo, si, como ella temía, quedara embarazada por la cópula de esa primara noche.

    Pasaron los días. Flora con gran desconcierto confirmó su temido embarazo. Él trató de persuadirla para que acudiera a la casa de una vieja meiga que conocía los secretos de las yerbas para poder abortar sin riesgo alguno. Flora cedió nuevamente a los caprichos de su amado y aceptó resignada perder el hijo que esperaba. Cuando Bruno fue a visitar a la vieja meiga, ésta le contestó que, esta vez, no podría acceder a sus deseos. La criatura que esperaban, había sigo concebida en un lugar bendecido y había proferido una sagrada promesa que debían cumplir, pues de lo contrario, las desgracias asolarían a sus familias. Entonces Bruno recordó la promesa que había declarado entre bromas de invitar a su boda al cadáver enterrado bajo aquella losa dónde habían consumado su amor.

Resignado aceptó casarse con Flora. La víspera del día de su boda, siguiendo los consejos de la vieja meiga, Bruno volvió al cementerio, atemorizado se plantó ante la tumba donde en tantas ocasiones y con tantas mujeres había fornicado, miró fijo hacia la lápida, comentando en voz alta que estaba allá para comunicar al alma de la persona que allí se encontraba enterrada, que él estaba dispuesto a cumplir su promesa. Que al día siguiente se casaba y dejaría un hueco libre en la mesa del banquete con platos, vasos y cubiertos y sin ocupar por nadie, sería el lugar que podría acomodarse el alma del muerto, si verdaderamente desease acudir al convite.

Tras la celebración del casamiento en la Iglesia, acudieron a casa de Bruno, cuando los comensales estaban comenzado a ocupar sus lugares en torno a la mesa, se oyeron tres golpes secos en la puerta de la casa. Bruno miró temeroso a Flora y corrió a abrir la puerta. No le dio tiempo a llegar hasta ella. Todos los invitados se estremecieron de pánico al ver como un esqueleto traspasaba la puerta y se dirigía altivo hacia la mesa.

La calavera pasó entre los invitados, saludando con una gran sonrisa a todos ellos. Se sentó en el lugar que para ella había reservado Bruno y dirigiéndose a él, le dijo,

- Como puedes comprobar he acudido solícito a tu invitación

Bruno estaba lívido y no acertaba a pronunciar palabra alguna. El resto de los invitados miraban atónitos. El esqueleto saludó con un gesto cortes a Flora y con voz ronca habló de nuevo a Bruno

- Estoy aquí porque soy considerado y no he podido rechazar tu invitación. Ya sabrás que en el mundo de los muertos de nada nos sirve el alimento, allí nunca comemos. Quiero mostrarte mi agradecimiento y corresponder a tu acogida convidándote a que la próxima noche de luna llena vengas de nuevo a verme al cementerio, celebraremos allí una fiesta muy especial y me agradaría infinitamente que aceptaras mi invitación.

Dicho esto, la calavera cerró la boca, se levantó y dirigiéndose hacia la entrada de la casa, traspasó nuevamente la puerta, saliendo a la calle y perdiéndose entre las sombras.

Durante los días que restaban hasta la próxima luna llena, Bruno se atormentaba pensando a quién podía dirigirse para pedir consejo sobre si debía o no, acudir a la cita en el cementerio. Cuanto más cavilaba, más tenebrosos eran sus presagios. Dudaba entre acudir a solicitar el consejo del cura párroco o el de la vieja meiga, sin decidirse por ninguno de ellos.

La víspera de la noche de luna llena, llamó a su puerta un viejo harapiento que solicitaba una limosna. Bruno, absorto en sus pensamientos, ordenó a Flora que sirviera a aquel viejecillo de grandes arrugas y barba blanca, un buen tazón de caldo y un vaso de vino. Mientras el viejo daba cuenta de lo servido, Bruno, con la mirada perdida, seguía cavilando conturbado sin saber que era lo más conveniente para no herir el orgullo de la calavera.

Al viejo no le pasó desapercibida la actitud de Bruno y le preguntó cuál era la causa de su desasosiego. Bruno, aunque algo remiso a contar sus preocupaciones a un viejo al que no conocía de nada, pensó que un hombre que había vivido tantos años, conocería mucho mundo y tal vez pudiera darle un buen consejo, aprovechó la ocasión para desahogarse y le relató al viejo mendigo todo cuanto le había ocurrido.

El anciano escuchó con atención todo cuanto Bruno le contó. Al finalizar, el viejo le pidió un cigarrillo y el joven se lo dio. Fumó el cigarrillo en silencio reflexionando sobre la historia que Bruno le había contado. Cuando consumió el cigarrillo, lo tiró al suelo y lo apagó pisándolo con su pie. Miró a bruno fijamente a sus ojos y le indicó

- Acude a la invitación, si no acudieras la desgracia asolará a tu familia. Ve sin temor, lleva contigo un frasco con agua bendita para rociar el suelo en torno a la tumba y un crucifijo que depositarás sobre la losa. Pregúntale en qué puedes ayudarle para la salvación de su alma y prométele que con la misma solemnidad con que cumpliste la promesa de invitarlo a tu boda, cumplirás con lo que ahora te pida. Ruégale que te perdone si algún daño pudiste hacerle llevando a tus amantes a su tumba y pídele que te permita volver en paz junto a tu mujer y esperar juntos el nacimiento de vuestro hijo.

A la noche siguiente Bruno acudió al cementerio con el crucifijo y el frasco de agua bendita y procedió según las instrucciones que le había transmitido el anciano. Cuando se le personó ante sí la calavera, temeroso y con la voz entrecortado él le recitó las palabras que le había recomendado el viejo mendigo.

- No temas - le contesto el esqueleto - el anciano mendicante al que ayer socorriste es mi padre, desde mi muerte el pobre vive de la limosna, tu acto de misericordia con él te ha salvado, ve a tu casa junto a tu mujer, acompáñala en su espera, vete tranquilo ya que no voy a hacerte daño alguno, pero jamás olvides que nunca debe profanarse el sueño de los muertos ni se debe, entre los vivos, desamparar a los necesitados.

Nunca supe si aquella historia que me contó mi abuela, era una invención suya o era verdaderamente lo que les había acaecido a Flora y Bruno. Jamás me importó conocer la verdad, me bastó con comprender la percepción que de aquello tenía Mamá Sofía.

Ella me había educado a ser estrictamente respetuoso con el descanso de los muertos y a ser misericordioso con los necesitados.



Pasados los años, cuando por causa de la muerte de mi abuela tuve que retornar a la aldea, reconocí a Flora entre las mujeres que acudieron al entierro. Aquella joven hermosa que me había cautivado hasta conducirme casi a la locura, aquella chavala de largas y bellas piernas que con un garbo singular mecía sus tersos glúteos era ahora una mujer envejecida prematuramente, embozada en negros ropajes ajados, con unas enormes nalgas flácidas; sus dorados cabellos se habían mudado estropajosos y la alegría de sus grandes ojos azules se había invertido en una mirada triste y atormentada.

Cuando vino a darme el pésame me interesé por cómo le iba la vida, me dijo que tenía cuatro hijos y que su marido, aquél joven pendenciero, era un buen esposo que se ganaba la vida navegando en un barco de cabotaje.

Al despedirme de ella, me apiadé por su desgracia existencia y en mi interior pedí perdón al Creador por lo mucho que la maldije amparado en mi rabia y en mis prejuicios adolescentes.

Tras el entierro, de vuelta a casa, mis amigos me comentaron que Bruno era ahora una buena persona, un hombre sencillo que auxiliaba de buena gana a todo el que se le acercaba pidiéndole ayuda.

Recordé entonces la historia de la calavera que me había contado mi abuela y pensé que quizá, sólo quizá... fuera cierta.  


martes, 30 de octubre de 2012

LA LEYENDA DEL HADA







Pasó hace ya muchos años, yo era todavía un adolescente, casi un niño. Aún vivía con mi familia en aquella pequeña aldea perdida entre los escarpados acantilados de la Costa de la Muerte cuando tomé aquella temeraria decisión.
Siendo rapaz había oído en infinidad de ocasiones las leyendas de los encantamientos de las mouras y las hadas, de esas criaturas embaucadoras que utilizan la hermosura de sus cuerpos y la armonía de sus cantos para atraer engañados hacia sus cuevas a los incautos que caminaban solitarios por el monte antes de rayar el sol.
Una vez que los tenían recluidos en el interior de las cavernas, se divertían lascivamente con ellos, copulaban y danzaba antes de inmolarlos en un cruento ritual.
Recuerdo el miedo que me producía cuando lo contaba mi abuela Mamá Sofía en las tertulias familiares de las largas tardes de invierno. En aquellos atardeceres en los que llevábamos a cabo la ritual costumbre importada de ultramar por algún antecesor ya olvidado. Tomábamos mate todos juntos en torno a una pequeña mesa de madera junto al hogar. Mientras aspirábamos por aquella vieja pipa plateada la infusión de hierbas, los mayores siempre contaban chismorreos, viejas historias del pueblo, aliñadas de raras creencias en leyendas fantásticas y premoniciones luctuosas.
En aquellas veladas familiares nos íbamos formando los niños en las tradiciones y creencias paganas de nuestros progenitores. Fue allí donde oí hablar por primera vez de las hadas, de las ánimas errantes, de las fúnebres procesiones de la Santa Compaña, de las personas que se convertían en fieros lobos por culpa de alguna maldición, de los urcos y, cómo no, de las múltiples premoniciones de la muerte, los sortilegios y de los diversos ritos con que se exorcizaban y engalanaban a los difuntos.
Fue en aquellas veladas, entre sorbo y sorbo de la infusión de mate, donde supe por primera vez de la existencia de las meigas, fue allí donde se cimentaron mis creencias paganas y donde aprendí a interpretar la vida con libertad, sin dogmas ni verdades regaladas, desarrollando una cultura que no está basada en el simple atesoramiento de datos, muchos de ellos totalmente inútiles para mí, ni en preceptos impuestos por eruditos ajenos a la realidad de nuestra vida cotidiana en la aldea, fue allí donde me formé en una cultura fundamentada en nuestro propio perfeccionamiento personal fruto de la interpretación de todos los símbolos que se me ofrecían. Sí, allí fueron esculpiéndose a golpe de mallete y escoplo mis más profundas señas de identidad.
Tenía entonces una idea muy vaga de cómo pudieran ser las hadas, pensaba que serían unas mujeres muy ricas, si es que era cierto, como contaban, que peinaban sus cabellos con peines de oro. No entendía tampoco, cómo podían saber mis mayores a ciencia cierta de su existencia, si aquellos que las veían siempre terminaban muriendo bajo su influjo, cómo podían ser entes espirituales y a la vez mujeres de bellos físicos. Estaba condenado, si deseaba descubrirlo, a averiguarlo por mis propios medios.
Escogí para mi odisea un día en que las campanas de la iglesia de la aldea tañeron a muerto. Había fallecido una vieja amiga de mi abuela.
Mamá Sofía, que así llamábamos a mi abuela, pasaría la noche velando el cadáver de su amiga y no se apercibiría de mi ausencia. Siempre que fallecía una de sus viejas amigas, un grupo de mujeres se reunían en torno al cadáver y además de las invocaciones y plegarias habituales, solían efectuar un ritual secreto al que llamaban abellón y que tenía por finalidad ayudar al tránsito entre el mundo de vivos y el mundo de los muertos.
En la cultura de la aldea, la muerte física no era un simple paso entre ambos mundos. Era un paso para el que se debía estar debidamente preparado y darlo con entera convicción sino se quería correr el riesgo de vagar errante por el tenebroso mundo de las ánimas.
Aquella tarde otoñal parecía adecuada para llevar a cabo mi odisea de intentar desencantar a alguna de las hadas del bosque. Era un día triste y gris, uno de esos días en los que las gaviotas se niegan a alzar el vuelo y salir hacia alta mar, recogiéndose al amparo de la costa, volando en circulo sobre las playas y los acantilados. Era un día de luna llena, el día perfecto para ejercer de hereje y romper el maleficio que encadena a las hadas con el mundo de las sombras.
Las brumas marinas que ascendía majestuosas a lo largo de la ría, iban penetrando lentamente en la espesura del bosque y al tiempo lo iban tiñendo de un color grisáceo intenso, un color viscoso casi palpable.
Armado con una gran dosis de curiosidad y el miedo metido en el cuerpo, quise conocer por mí mismo la veracidad de la fábula. Me enfundé mi vieja capa de lana raída y me interné solo en el bosque.
Siguiendo el dictado de la leyenda narrada por las viejas meigas, si quería romper el hechizo que subyuga a las hadas, tenía que encontrar un claro despejado, de mullido césped y que no tuviera matorral alguno.
En la soledad de la espesura, el fresco olor de la hierba húmeda, el aroma que emanaba de los eucaliptos y el monótono silbido del viento eran mis únicos acompañantes. De cuando en vez se oía el agudo canto de los mochuelos y a lo lejos, en la noche profunda, el aullido de algún lobo hambriento desgarraba el penetrante silencio.
Revivo en mi memoria mis experiencias de aquella noche y recuerdo que hacía mucho frío, recuerdo así mismo el entumecimiento de mis pies descalzos y la humedad, aquella humedad que me calaba hasta los huesos.
Mientras me aventuraba en el bosque se fueron apagando poco a poco las lejanas luces de la aldea. Tras un largo deambular, por fin, localicé un claro entre la frondosidad. Era un pequeño altozano donde según contaban los más viejos, está enterrado un gran castro donde ataño se afincaban nuestros ancestros cuando temían alguna invasión marina.
Con mi cayado tracé en el centro del claro un gran círculo y dentro de él dibujé un pentáculo, en cada extremo de la estrella coloqué encendido un cirio negro, luego esperé sentado a los pies de una acacia medio seca.
Cerré los ojos para atenuar el terror que me invadía y sin darme cuenta debí de quedarme dormido. Desconozco el tiempo que así pasé, solo alcanzo a recordar que en un momento dado, la luz de la luna llena que se filtraba entre las nubes iluminó de un modo extraño el centro del claro del bosque, el circulo que yo había trazado. Su reflejo me despertó. Miré instintivamente hacia el pentáculo y allí estaba ella.
Pensé que verdaderamente aquella figura podría ser la de un hada del bosque. Estaba totalmente desnuda y cubría su cuerpo, blanco como las azucenas con un fino y transparente velo negro. Se encontraba con un fino y transparente velo negro. Se encontraba tendida boca arriba en el suelo, sobre la hierba, dentro del pentáculo. Con sus brazos estirados y colocados en cruz, sus piernas abiertas de par en par y con su cabeza erguida cubrían los cinco ángulos de la estrella.
Aterido de miedo me acerqué sigiloso hacia ella. Era una mujer muy joven, casi una niña. Era como una muñeca de porcelana, muy bella, de su cara mejilluda resaltaban sus grandes ojos del color de la miel enclaustrados bajo las arcadas azabaches que formaban sus cejas. Sus largos cabellos negros cubrían sus menudos pechos, dejando entrever cómo brotaban firmes en su culminación dos hermosos pezones rodeados de grandes areolas tostadas.
Destacaba en la palidez de su blanca figura, el negro vello público dibujando una delta perfecta. Tenía las manos muy fuertes y sus dedos eran largos igual que las uñas que los remataban. De sus vigorosas piernas surgían dos glúteos voluminosos. Su bisoño rostro se adornaba con algunas diminutas pequillas y de entre sus tiernos labios surgía una dentadura armoniosa que aportaba a su sonrisa un toque angelical.
Su inocente rostro trasmitía confianza. Cuando estuve frente a ella me miró fijamente y me dedicó una tímida, pero entrañable, sonrisa.
Después de unos segundos de sepulcral silencio, comenzamos a conversar amistosamente. Me confió su nombre, dijo llamarse África, que quiere decir, según me dijo, viento cálido que sopla desde el sur. Yo, más cauto, solo me atreví a desvelarle el sobrenombre con el que se me conocía en la aldea.
- Soy el hijo de la viuda - le contesté.
Me pidió que la ayudara, me animó a que tuviera el valor suficiente para intentar romper el hechizo que la poseía. A cambio de su libertad ella me ofrecía su fidelidad, jurándome ser de por vida mi más leal compañera.
Me relató que había sido concebida una noche sin luna, con el semen de un incauto que había sido atraído con engaños por los cantos sugerentes de las hadas, a la cueva donde habitaba su madre oculta con el resto de las hadas del bosque.
Ella añoraba ser una joven normal, como las demás chicas de la aldea, anhelaba poder abandonar la cueva. No quería sentirse presa del embrujo que oprime a todas las hadas. Quería poder danzar libremente a la luz de la luna bajo el cielo estrellado, deseaba poder recitar bellos poemas de amor y disfrutar cantando sin hechizos. Aspiraba poder conocer el amor auténtico de un hombre honesto, necesitaba, simplemente, ser mujer.
Me armé de valor y superé el miedo que me atenazaba, franqueé el círculo y me aventuré hacia el interior del pentáculo. Le alargué mi brazo y le ofrecí mi mano. Se asió vigorosamente a ella y se levantó. La fragancia natural que emanaba de su cuerpo, mezcla de almizcle y jazmín, me sedujo apasionadamente.
Durante unos segundos estuvimos en silencio mirándonos fijamente a los ojos; con mis manos atusé suavemente sus largos cabellos negros, acaricié su rostro de piel de nácar y quedamente posé mis labios sobre los suyos. Nos besamos, primero levemente, con dulzura, después con una intensa pasión. Poco a poco fue agitándose dentro de mí un fuego abrasador, nos lamimos con ansiedad, casi nos devoramos, luego nos fundimos en un mar cálido los dos en uno y me fui deslizando placenteramente por el profundo túnel que conduce hacia el cielo.
No recuerdo cuanto tiempo duro esa eternidad efímera, sé que a su consumación se despejó la niebla, sé que el firmamento se iluminó con miles de estrellas y un sonido penetrante y armonioso surgió de la noche profunda.
Ella, despacio, desató el cordón de mi túnica mientras clavaba fijamente sus ojos en los míos, introdujo sus manos a la altura de mis piernas y elevándolas con delicadeza fue despojándome la capa, dejando mi cuerpo entero desnudo. Al mismo tiempo que ella me desnudaba yo la fui desvelando. Dejamos al descubierto nuestros cuerpos y nos amamos nuevamente. Yacimos abrazados hasta el amanecer, ella acurrucó su cabeza en mi regazo y mientras en susurros me confiaba sus sueños, se durmió placenteramente.
Al alba con las primeras luces del nuevo día, ella me pidió que le alcanzara una rama verde de acacia, símbolo, según me dijo, de la victoria del amor y de la vida, de la perduración y la supervivencia. Al arrancar la ramita de acacia me clavé una de sus púas en mi dedo pulgar, ella chupó sensualmente con su lengua la sangre derramada y de ese modo se deshizo el hechizo que la alienaba.
No estábamos solos, en aquel momento el bosque renació armonioso de sus silencios. En el mismo instante en que se quebraba el hechizo, se oyó cercano el hasta entonces lejano canto del cuco, cientos de estorninos con su canturreo estridente volaron sobre el claro de la espesura y una bandada de ánades reales sobrevoló el cielo mientras África danzaba melodiosa jugando con su largo velo negro.
Mientras viva, y por mucho que pueda llegar a vivir, cada noche en la soledad de mi alcoba, en mis conversaciones con la almohada, evocaré con sobrecogimiento aquella agradable impresión, la sensación de su boca húmeda, sus tiernos labios, su lengua, el frescor de su aliento, su aroma, sus duros senos oprimiendo mi pecho y sus dedos, sus suaves dedos acariciando mis largos y rizosos cabellos dorados.
Nunca imaginé que mi primer encuentro con el amor, fuera tan hermoso. Aquella noche inolvidable en que se desfloró nuestra inocencia, supe que el amor era un regalo del Creador para el regocijo de los seres humildes.
Ha pasado ya mucho tiempo y África, fiel a su palabra, sigue estando siempre conmigo, ella trazó mi rumbo cuando abandoné la aldea, ella me veló en las largas noches cuando estuve enfermo, fue ella, también, quien me acompañó en la soledad de la celda cuando estuve preso. De ella me despido cada noche al acostarme y ella me despierta al amanecer cada día, ella me acompaña en mis paseos matutinos por la ribera del río. Cuando dudo, ella me persuade y cuando estoy perdido y no me encuentro, junto a ella voy a buscarme caminando por la playa a la orilla del mar inmenso.
Nunca nadie me ha creído este secreto que aquí os cuento, y sin embargo,...