lunes, 12 de noviembre de 2012

PREMONICIONES DE LA MUERTE



Era por el atardecer y estábamos efectuando la virada de la última echada de la red, el saco traía mucho pescado. Supuse que para limpiarlo y salarlo tendríamos que alargar la jornada hasta bien entrada la noche.

La larga marea había sido copiosa. Ahora con la llegada del invierno, las gélidas aguas de la Costa del Labrador se truncan en un mar peligroso para la navegación; las heladas y los fuertes temporales de invierno nos impedían faenar con regularidad, en las últimas jornadas, nos habíamos tenido que levantar del catre a media noche para picar el hielo que embozaba la cubierta del barco por miedo a que la helada agrietara el casco y una vía de agua nos enviara a pique.

El patrón de costa hacía ya dos días que había enfilado la proa hacia tierra. En nuestro derrotero navegábamos cerca de los bancos de bacalao y el patrón de pesca aprovechaba estos primeros días de ruta para efectuar las últimas echadas de la red. Aún nos quedaban unas trece jornadas de viaje de regreso, con suerte, si la mar acompañaba y no nos sorprendía ningún temporal, llegaríamos a tiempo para pasar las Navidades con nuestras familias.

Llevábamos seis largos meses de marea  y ya comenzaban a pesar las fatigosas jornadas. Cada nuevo día era una jornada interminable, comenzábamos a trabajar desde antes de amanecer a primeras horas de la mañana. Al rayar el alba largábamos las redes, aprovechando el tiempo del arrastre para desayunarnos, luego vendría la virada, la selección del pescado, para a continuación limpiarlo y salarlo y si nos quedaba algún hueco entre las distintas faenas, lo empleábamos para comer, sino, tendríamos que esperar al término de la operación para poder alimentarnos.

Siempre la misma monótona ocupación, día tras día durante los últimos seis meses.


En el rancho, al calorcillo del fuego, nos recogíamos al anochecer, después de tanto tiempo abordo ya nadie hablaba, ya no teníamos nada interesante que decirnos. En el transcurso de este último mes los marineros ya sólo pensaban en la hora de la arribada; para matar el tiempo algunos se jugaban a las cartas frívolamente el dinero que tanto nos había costado ganar, otros lo consumían a la par que consumían su salud, bebiendo botella tras botella hasta agotar todas las existencias de güisqui, algunos, los menos, meditaban en silencio, pensando en la familia o en la novia que dejaron en el pueblo. A éstos últimos, en ocasiones, sus ojos hinchados dejaban escapar alguna lágrima furtiva, intentando vanamente disimularlo para que los demás no nos diéramos cuenta y evitar ser el foco de las chanzas del resto de la tripulación.

Qué diferente era ahora el ambiente en el rancho. Cuando zarpamos, en los últimos días de la primavera, todos parloteábamos como cotorras,  hablábamos sin escucharnos, todos teníamos aventuras que contar a nuestros compañeros de singladura. Paulatinamente las conversaciones se fueron apagando, según transcurrían los días se iban agotando los temas de charla, el diálogo con el resto de los marineros perdía interés. Nos encerrábamos en nuestra propia intimidad e íbamos, poco a poco, enmudeciendo. Más tarde, llegaron las depresiones, los recuerdos de los que quedaron en tierra, las sospechas de los posibles engaños. Y al final, el plomizo silencio se adueñó del barco.

En ocasiones daba la impresión de que navegábamos en un barco fantasma, un barco cuyos tripulantes eran como ánimas errantes del purgatorio, almas en pena que vagaban solitarias. Ahora mismo, mientras virábamos la red, trabajábamos todos en profundo silencio, como autómatas, solo los gritos que profería del patrón de pesca desde el puente y las órdenes que nos trasmitía el contramaestre, rompían el recital que con su canturreo estridente nos ofrecían las gaviotas y los cormoranes.

Pasaba ya de la medianoche cuando finalizamos la faena, todos nos dirigimos directamente al rancho, para combatir el frío intenso del Ártico apetecía tomar un carajillo o un café calentito. Algunos lo acompañaban de largos tragos de aguardiente.

Al entrar en el rancho, un persistente olor a cera llamó poderosamente mi atención. Pregunté al cocinero si había encendido alguna vela. No me contestó nada, bastó su mirada hosca para decirlo todo. Me tomé una taza de café caliente y me retiré cansado hacia mi camarote. Me acosté sobre el catre y en la intimidad de mis pensamientos dejé volar mis fantasías. De nuevo percibí el incesante olor a cera. Empecé a impacientarme, sabía desde niño que el olor insistente a cera era una de las más claras premoniciones de la muerte.

Dejé vagar mis recuerdos hacia épocas que creía ya olvidadas. Momentos nostálgicos de mi juventud en la aldea. Períodos en los que viví situaciones trágicas. Recordé la muerte de mi abuela Mamá Sofía. Su muerte física. Esa muerte que para casi todo el mundo es el final del camino y sin embargo, para nosotros sólo es una estación, un lugar intermedio entre la vida y el oriente eterno. Un paso más o menos armonioso entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Un paso que requiere una preparación concienzuda desde el mismo momento en que se presagia; una progresión armoniosa que nos conduce por el sendero adecuado hacia el mundo del más allá.

Recuerdo cómo mi abuela Mamá Sofía fue aceptando con naturalidad su final. Cómo fue reconociendo los augurios que anunciaban su partida y cómo fue preparándose con absoluto sosiego para el largo viaje.

Desde unas semanas antes de su muerte, todos los atardeceres su perro aullaba con tristeza mientras un mochuelo, al llegar la noche, volaba haciendo círculos en torno a nuestra casa. Mi abuela con la serenidad que siempre le había caracterizado, me describía el sentido de aquellos presagios. El siniestro aullar del perro y del lúgubre vaticinio del revoloteo de los mochuelos, eran el claro anuncio de su partida.

También me explicó cómo aquellos ruidos desconocidos que se producían por la noche en el sobrado de nuestra casa, eran gritos de llamada de aquellos que le precedieron en la partida. Aquellos familiares que se marcharon antes que ella y que venían a buscarla para poder acompañarla hasta el otro mundo.

Así mismo me puso sobre aviso, para que no me asustara, que la víspera de su muerte inconscientemente ella intentaría, sin conseguirlo, levantarse de la cama e incorporarse. Sería una última tentativa de oponerse a la muerte, un intento irreflexivo y vano de huir del destino.  

También me instruyó para que, una vez muerta, le cerrara sus ojos antes de que su cuerpo se enfriara. Me explicó que todo difunto que parte hacia el más allá con un ojo abierto, está llamando a otro familiar para que en breve lo acompañe.

Inesperadamente, unos días antes de su muerte llegaron a casa unas viejas que dijeron ser amigas de mi abuela. No eran vecinas de nuestra aldea y yo no las conocía de nada, ni las había visto antes ni había oído jamás hablar de ellas. Ellas, sin embargo, procedían como si me conocieran a mí de toda la vida. Ignoro cómo o por quién se enteraron del cercano final de Mamá Sofía.

La acompañaron día y noche durante toda su última semana, a diario la peinaban con un peine dorado y la perfumaban con esencias que ellas mismas preparaban con plantas aromáticas que recogían en el bosque.

Colocaron en las ventanas de la habitación donde reposaba mi abuela, paños negros que impedían la entrada de la luz del día, manteniendo la habitación en constante penumbra, alumbrándola solamente con la luz que irradiaban los tres grandes cirios negros que colocaron en su cuarto.

La noche anterior a la muerte de mi abuela oí como petaban con tres golpes secos en la puerta de nuestra casa. Bajé deprisa a abrir la puerta. No había nadie. Al rato se oyó nítido el llanto mortificado de un hombre. Me asusté mucho.  Una de las viejas me tranquilizó. Me explicó que se trataba del espíritu de mi difunto abuelo, que venía a buscar a Mama Sofía para acompañarla en el tránsito hacia el oriente eterno. Entonces creí entender porqué mi abuela había vestido casi de por vida, desde la muerte de su marido, siendo aún una moza, de riguroso luto. Yo la recuerdo hasta donde me alcanza la memoria, siempre vestida de color negro.  

Al alba, antes de que el sol se asomara por encima de los montes, mi abuela ya había muerto. Las viejas, en una especie de primitivo y extraño ritual derramaron sal por encima de la cama, en torno al cadáver. Me dijeron que era para evitar que allí se detuviera la muerte.

Luego la asearon, lavándola con agua perfumada que habían mantenido durante toda la noche al sereno. La peinaron como todos los días con el peine dorado y después de entregarme un pequeño mechón, recogieron sus cabellos blanquecinos con un moño en la parte posterior de la cabeza. Con un pañuelo que amarraron en lo alto de su cabeza le cerraron la boca antes de que el rigor de la muerte la inmovilizara para siempre. Sellaron los orificios de su nariz y de sus oídos con la cera de los cirios con los que iluminaban su alcoba, evitando con ello que su cuerpo pudiera ser invadido por alguna ánima errante.

Le despojaron de la cadena de oro que pendía de su cuello portando una medalla de la Virgen del Carmen y las dos alianzas, símbolo de su viudez y que siempre llevaba en su dedo anular. Me dieron las joyas a mí para que las guardara como recuerdo y única herencia. Los muertos, me dijeron, deben comparecer ante Dios pobres y sin metales, desprovistos de todo objeto de valor, del mismo modo cómo arribaron a este mundo.

Colocaron sus manos cruzadas sobre sus pechos y la envolvieron en una sabana de lino blanca. Solo quedó a la vista su lívido rostro. Parecía dormir plácidamente. Fue entonces, a la vista del cadáver amortajado,  cuando fui consciente de que realmente mi abuela había muerto.

Sin embargo, la imagen que aún hoy guardo de mi abuela muerta, es el rostro que mantenía antes de ser amortajado. Todavía recuerdo aquel semblante sonriente, pero por encima de todo, aprecio su mirada, aquellos pequeños ojos azules rebosantes de dulzura.

Era la primera vez que yo contemplaba a un difunto, fue una estampa luctuosa que jamás olvidaré. Tuve deseos de llorar con aflicción pero me contuve como pude y sólo derramé unas pocas lágrimas. Creo que a mi abuela no le hubiera gustado verme llorar.

Antes de que fuera a avisar al cura párroco, las viejas efectuaron un extraño ritual en torno al cadáver, cruzando sus brazos por delante de ellas, se agarraron las unas a las otras, formando un círculo encadenado en torno a la difunta. Comenzaron a balancearse melodiosamente mientras proferían una especie de zumbido monótono similar al de las abejas, gradualmente iban


subiendo el tono del zumbido a la par que aceleraban el ritmo de su balanceo. Al tiempo una de ellas recitaba unas extrañas oraciones o conjuros que no logré descifrar, finalizándolo con un grito desgarrador. Tras el grito cesaron el balanceo y el zumbido, efectuando todas ellas, tres movimientos similares a tres fuertes apretones de manos. Dejaron entonces de asirse y dejaron caer como muertos sus brazos.

Con este raro ritual las ancianas dieron por finalizada su estancia en nuestra casa. Antes de abandonar la vivienda me pidieron que guardara en secreto su presencia durante estos días. Me instruyeron sobre mi función en el velatorio y en el entierro. Me aconsejaron que cuidara que el cadáver saliera de la casa con los pies hacia delante. También me informaron que habían encargado esculpir una lápida para su tumba a Pedro el cantero y que esperaban que estuviera lista para el día del entierro.

Aquellas viejas criticaron la costumbre que tenían los hombres de nuestra aldea de no entrar en la iglesia. Casi todos los hombres seguían los funerales en el exterior del templo, fumaban y comentaban las virtudes o defectos de la persona fallecida y esperaban a que saliera en procesión hacia el cementerio, para unirse a los actos fúnebres.

El cura y los monaguillos encabezaban  la comitiva, tras ellos, cuatro hombres portaban el ataúd, detrás caminaban las mujeres y cerrando el séquito, los hombres. Al paso por las calles de la aldea, se cerraban las puertas de las tabernas y en muchas viviendas permanecían cerradas las contraventanas.

En el transcurso de estos actos los familiares del difunto, discretamente, pasaban lista de los presentes, si algún vecino de la aldea no acudía al enterramiento, ellos, en pago al desprecio, tampoco acudirían a los entierros de los familiares de los ausentes.

            Acudí a la iglesia a dar mi último adiós a mi abuela Mama Sofía. No quise pasar la preceptiva lista de los ausentes, en aquel momento no me interesaban las rencillas aldeanas. Mientras duró el funeral estuve rememorando las enseñanzas de aquella vieja, que tanto amor me había proporcionado. No escuche los sermones de Don Joaquín, el cura párroco. Mi abuela no necesitaba de intermediarios para alcanzar la eternidad. En algún momento de la ceremonia, el sacerdote recitó unos versos que, a buen seguro, le hubieran gustado a mi abuela. Creo que el cura, a pesar de las grandes diferencias que mantenían entre ambos, sentía un gran afecto por ella.

Al salir de la iglesia caminé hasta el cementerio detrás del ataúd, manteniendo la firmeza durante todo el recorrido, haciendo oídos sordos a los llantos de las plañideras. Y sólo cuando le dieron tierra, la emoción pudo conmigo, entonces, lloré.  

Con la muerte de mi abuela quedaba roto el cordón umbilical que me unía a mi pueblo y a su cultura. Ahora, si quería proseguir mi formación humana, debía partir para conocer nuevas culturas, ser peregrino en busca de nuevos caminos. Nadie me lo había dicho, pero ya entonces, aun siendo casi un niño, intuía que el Conocimiento no era patrimonio de ningún pueblo y debía seguir buscando, aunque tenía plena seguridad, que nunca llegaría a encontrarlo.

A día siguiente abandoné definitivamente la aldea. Antes de partir quise hacerle una última visita a la sepultura Mama Sofía. Le lleve una maceta con petunias lilas y rojas para adornar la tumba. Pedro el cantero ya había colocado la lápida en su sepultura, tenía unas inscripciones que me parecieron muy extrañas. En la parte alta estaban gravadas unas letras que imaginé iniciales de palabras desconocidas para mí, separadas entre sí por tres puntos formando un triángulo, en el centro su nombre y en la parte más baja, estaba esculpida una calavera con dos tibias cruzadas. Intuí que aquellas inscripciones tendrían algo que ver con las viejas que la habían acompañado en sus últimas horas, que quizás fueran un último deseo de mi abuela o una especie de invocación secreta. Fuere lo que fuera, por consideración hacia mi abuela, decidí respetarlo.  

Nunca más he vuelto a ver a aquellas ancianas. Aquellas extrañas amigas de mi abuela que la acompañaron en su lecho de muerte. Aquellas viejas que me instruyeron en el arte de reconocer las señales de los augurios de la muerte.

Ahora en el barco, camino de regreso a tierra, comienzo a presentir, por el persistente olor a cera, que alguno de mis compañeros del barco no llegará nunca al ansiado puerto.

¿Qué puedo hacer? Si lo comentara, es probable que nadie en el barco me creería, me tomarían por un chiflado, por un loco agorero de infortunios. Y si luego sucediera el fatal presentimiento, me acusarían de brujo, de haberle echado el mal de ojo y me culparían irracionalmente de la muerte de un compañero.

Durante los días siguientes fui observando con atención los acontecimientos extraños que se pudieran producir abordo, quería asegurarme que estaba interpretando correctamente las señales de los augurios de la muerte. Quería tener la certeza de que mis premoniciones eran acertadas.

Abordo no llevábamos perro alguno que pudiera aullar. La enorme distancia que nos separaba de la costa hacía imposible la presencia de ningún ave carroñera que pudiera revolotear en torno al barco. Las únicas aves que nos visitaban eran las gaviotas y los cormoranes.  

En el rancho solo teníamos bancos para sentarnos, no llevábamos ninguna silla, por lo que era imposible que ninguno de mis compañeros pudiera hacer bailar una de ellas por una pata. Esa hubiera sido una señal concreta de quién era la persona reclamada por los espectros del otro mundo.

Durante varios días mantuve discretamente en observación a toda la tripulación, una atracción morbosa me llevaba a indagar pretendiendo adivinar quién sería el compañero cuyo destino lo estaba conduciendo hacia la profundidad del largo túnel que conduce al más allá, quién era el portador del billete para el viaje hacia ninguna parte.

Iban pasando los días y no había novedades, el persistente olor a cera se mantenía abordo, pero no percibía ninguna otra señal que me augurase la proximidad de la muerte. Comencé a dudar de mis presunciones. Por momentos pensé que aquel tipo de creencias no tenían sentido en un mundo moderno, sospeché que aquellas convicciones de mi infancia eran estupideces de las pequeñas aldeas gallegas, una absurda creencia ancestral sin base científica alguna, algo en lo que sólo pueden creer los paletos como yo.

Una y otra vez intentaba alejar de mi cabeza los macabros pensamientos que asociaban la muerte de un compañero del barco a un simple y prosaico olor a cera. Opté por dejar de observar al resto de la tripulación y dedicar los días que ruta que aún nos faltaban, a la lectura.

Ya había abandonado mis lúgubres pensamientos cuando un anochecer, mientras cenábamos, el patrón de pesca enfurecido, comenzó a reprender de malos modos al cocinero. Se quejaba de que la caldeirada de pescado no tenía suficiente sal.  El patrón ya nos tenía acostumbrados a sus accesos de histeria. Con el mismo tono desagradable de siempre lo insultó hasta humillarlo. Éste, sumiso, le acercó el salero. Henchido de soberbia y rabia, el patrón lanzó con aparente indignación el salero contra la pared del rancho, derramando la sal por todo el suelo. Se levantó de la mesa malhumorado y abandonó el comedor sin terminar de cenar.

Aun cuando nuestros gestos y miradas trasmitían una gran indignación, ninguno de los presentes hicimos comentario alguno y todos guardamos un prudente silencio. Por bajines pude oír cómo el cocinero murmuraba profiriendo una maldición. Yo me asusté, reconocí en el derramamiento de la sal una nueva premonición de la muerte. Ahora ya sospechaba quién era la persona sentenciada.

Camino de mi camarote, al pasar delante de la puerta de la habitación del patrón, pude oír las blasfemias y gritos que profería. Al rato se oyó un golpe seco, como si hubiera dado un puñetazo contra la pared y acto seguido el sonido producido por la rotura de cristales.

A la mañana siguiente el patrón llevaba vendada su mano derecha. Según nos comentó el maquinista, el patrón se había cortado la mano al romper de un puñetazo, dominado por la ira, el espejo de su lavabo.  

El círculo se iba cerrando. La presencia de la muerte cercana se iba evidenciando. El olor a cera, el derramamiento de la sal y ahora la rotura del espejo. Mis premoniciones me angustiaban. Me decidí a hablar, creí conveniente hacerles partícipes de mis presentimientos al resto de la tripulación. Tenía la esperanza de que alguno de ellos le explicara al patrón  la conveniencia de prepararse para efectuar un viaje armonioso hacia el desconocido mundo de los muertos.

Era el momento adecuado para largarles mi alocución. Estabamos cenando y todos guardábamos un silencio sepulcral. Justo en el momento en que iba a comenzar a manifestar mis temores, sentí la fija mirada del cocinero. Lo observé con atención. Aquella mirada me recordó a las miradas cómplices de mi abuela. Sus ojos expresivos me hablaban y yo comprendía nítidamente el lenguaje de su mirada. Sin palabras me ordenó callar. Me reveló su conocimiento. El también había descifrado los augurios de la muerte. Me aconsejó dejar hacer a la providencia, no inmiscuirme en los designios de la Divinidad. Le hice caso y callé.

Cuando hube terminado de cenar, salí a cubierta a fumarme un cigarrillo, el cocinero me dedicó una sonrisa cómplice, miró por el portillo de estribor a la vez que me comentaba:

- ¿Has visto que hermosa está la noche estrellada?

Miré al cielo y pudo ver un halo de luz parpadeante, un resplandor que emergía y se difuminaba al son del balanceo del barco. Ya estaba allí la temida muerte. Me di la vuelta y miré con afecto al patrón. El cocinero me hizo un gesto afirmativo con su cabeza. Supe entonces con certeza que aquella sería su ultima noche.

Casi de madrugada, aún no asomaba el sol por el oriente cuando se oyeron unos silbidos melodiosos. Unos silbidos lejanos. Supuse que era su alma viajera que se despedía de nosotros.

Cuando a la mañana siguiente fueron a despertar al patrón, ya había muerto. Cuando nos reunieron a todos para darnos la noticia el cocinero se puso a mi lado y posó su mano sobre mi hombro. No me dijo nada. Yo se la acaricié y tampoco hice ningún comentario.

Observé durante unos minutos al cabizbajo primer oficial. Supuse que estaría reflexionando, intentando resolver la duda que le acuciaba. Arriar por la borda el cuerpo inerte del patrón o enclaustrarlo en el frigorífico hasta llegar a tierra.

¡Qué fábulas os cuento! Historietas sin substancia. Cuentos imaginarios, premoniciones de aldea en las que ya nadie dice creer. Y sin embargo...    La muerte sigue ahí, llamándonos cada día.



                                                                 




domingo, 11 de noviembre de 2012

La Emigración




Yo era aún un adolescente, no había cumplido los dieciséis años, cuando tuve que romper con mi pequeño universo para ir a ganarme la vida en una tierra extraña. Fue una determinación sumamente amarga. El martirio que padecí en aquellos días, nunca se lo confesé a nadie, las noches previas a mi partida las consumí llorando. Aunque todavía era un niño, supe llorar como un hombre, en silencio, sin que nadie se enterara. Atrás iba a dejar, quizá para siempre, al pueblo que me vio nacer, mis amigos de infancia, mis playas y riberas, mi mar, pero sobre todo lloraba, porque el despiadado destino me obligaba a separarme de mi abuela, mi ser más querido y mi única familia.

Aunque ella nunca me lo dijo, presumo que aquellos últimos días, fueron, también para mi abuela, la misma insoportable tortura. Sospecho que aquellas noches Mamá Sofía, igual que yo, las consumió llorando. Llorando como una mujer, en silencio. El implacable destino al que estabamos encadenados, era, si cabe, aún más cruel con ella, de un zarpazo le arrancaba la última razón de su existencia, el último eslabón que le  encadenaba a la vida. Con mi partida ella quedaba enterrada en vida y prisionera de una soledad absoluta, de largos silencios, compartiendo la existencia solamente con los recuerdos.

La mar traicionera había engullido uno tras otro a todos sus hombres y ahora me tocaba a mí, su niño, su último sueño.


Aquellos últimos días, tras las cenas, alargábamos la charla de la sobremesa hasta altas horas de la madrugada. Ya ni siquiera escuchábamos la radio costera como habíamos hecho siempre. Los dos éramos mudos cómplices que silenciábamos nuestro común temor a enfrentarnos con las angustiosas e interminables horas de la noche.

Mamá Sofía intuía que, igual que había ocurrido con otros muchos jóvenes que habían abandonado la aldea antes que yo, con mi partida me perdía para siempre. Tal vez, si la caprichosa muerte viniera pronto a buscarla, ya no me vería nunca más o quizás, si el destino fuera generoso, aún podría gozar de mi compañía en alguna de las próximas Navidades o algunos días del verano, si mis patrones me concedieran algunos días de vacaciones.

Aquellas noches interminables conversábamos mucho, ella no cesaba de darme consejos, deseaba apurar al máximo el escaso tiempo que nos quedaba para seguir juntos.



Una noche se esforzaba en explicarme que la vida es una sucesión de sueños, de pequeñas locuras, que nos permiten seguir estando cuerdos y terminaba pidiéndome que no perdiera nunca mi fantasía, que me mantuviera permanentemente en los principios que desde niño ella me había inculcado, aun a riesgo de que aquellos con los que conviviera, me juzgaran como un ser singular, extraño o raro. Según me manifestaba, las gentes mediocres están faltas de imaginación, no saben soñar despiertas ni jamás gozan de la fantasía, razón por la que odian la singularidad.

Todos los mediocres arrastran una existencia monótona, son incapaces de asombrar a nadie y ni tan siquiera tienen valor para fascinarse a ellos mismos, son incapaces de gozar de una vida peculiar y personal.

Su vida se reduce a tratar de aparentar que son singulares, siguen los modelos estéticos que les imponen, fingiendo que son creaciones personales, cambian de peinado o de vestido para sentirse únicos e irrepetibles, enloquecen por un grupo musical, un equipo deportivo o cualquier otra necedad que les pueda servir para engañarse, creyéndose diferentes. Pero siguen siendo de por vida masas, rebaño zafio que teme a su propia libertad y se aterroriza con la libertad en los demás.

Otra noche me prevenía contra la morriña desmedida por mi tierra originaria o mi fogoso idealismo juvenil, recomendándome que tendría que discriminar claramente cuándo los ideales o el amor a la patria dejaban de ser virtud, pervirtiéndose y transmutándose en embrutecedor fanatismo. Si en nuestra tierra, me formulaba, puede fructificar la mejor uva con la que se destila el más exquisito de los aguardientes, no olvides que también florece la más venenosa de las setas. No por ser ciudadano de este u otro pueblo, se es mejor o peor que los que no lo son. Y siempre terminaba con la misma muletilla, repitiéndome que no intentara jamás represar el río, que lo dejara discurrir libre por su cauce. Creo que con aquella alegoría lo que me quería trasmitir es que no me rindiera nunca y que tratara de ser siempre yo mismo, que sólo rindiera respeto ante el mérito de las personas por su riqueza humana, enfrentándome al integrismo xenófobo y defendiera la idea que desde niño ella me había inculcado sobre la bondad del mestizaje.

Pero en medio de tanta pesadumbre aún tuvo tiempo para narrarme su postrero relato legendario en una de las últimas noches. Fue un modo de despedirse aceptando con resignación el veredicto inapelable del destino

Según me narró, cuando aún ella era una niña, su abuela Mamá Rosita le contó una historia que tiempo atrás había acaecido en nuestra aldea, dicen que aconteció en una fría noche de invierno, el día había transcurrido con un tiempo espléndido y todos los barcos faenaban apaciblemente al abrigo de la costa, al atardecer roló el viento hacia el sudoeste y en muy poco tiempo se levantó una gran tormenta e impelida por el vendaval surgió una fuerte mar de fondo, de enormes olas que iban romper, estrellándose con fuerza, contra los escollos.

La flota arribó apresuradamente al muelle. Pero no todos pudieron  regresar. Hubo un barco que nunca recaló. Sufrió un trágico naufragio en el que perdieron la vida seis hombres de la aldea pertenecientes a una misma familia. La familia de los Mouriños, como se les conocía en la aldea, se quedó sin hombre alguno vivo, impidiendo perpetuar su apellido. La mar los engulló a todos. Nunca se recuperaron los cuerpos de los náufragos y no pudieron ser  enterrados cristianamente.

La aflicción invadió durante días a todas las personas de la aldea ante el desamparo en que quedaron sumidos por el infortunio la familia de los Mouriños. Pero entre todas las personas de la aldea hubo una mujer que lloró con mayor pesar la pérdida de aquellos marineros. Era una joven llamada Aurora. Desde hacía algunos meses, aquella moza, hablaba con Raúl el benjamín de los Mouriños y según se supo tiempo después, ella estaba embazada desde hacía dos meses. Su hijo cuando naciera ya no tendría tiempo para conocer a su padre, sería huérfano desde el mismo momento de su venida al mundo, engrosando la descomunal tropa en nuestra costa, de los hijos de las viudas.

Al conocer que Aurora estaba embarazada, las mujeres de los Mouriños mudaron la desgracia en esperanza. Depositaron en aquel embrión de criatura todas sus expectativas. Si naciera un niño, aún tendrían ocasión de perpetuar su sangre y no se perdería para siempre el apellido de los Mouriños.

Llevaron a Aurora ante la partera para que les pronosticara el sexo de la criatura que esperaba. La partera, antes de descifrarles el sexo del embrión, les comunicó que la criatura que iba a nacer era el único hilo de unión con sus hombres ahogados, el cordón umbilical que mantendría unida a toda la familia desde este mundo en tierra firme con el profundo mundo oceánico donde yacían sus hombres difuntos. La providencia les otorgaría esa gracia alumbrando una niña. Una niña de existencia efímera, pues en pocos días las abandonaría para ir a reunirse con sus hombres en los apacibles arenales del fondo del océano.

A mediados del verano Aurora alumbró una niña de tez blanca, grandes ojos oscuros y pelo del color del azabache. No había dudas, sus rasgos denunciaban claramente que era un retoño de los Mouriños.



A los días, una mañana mientras que, junto a sus cuñadas, Aurora recogía algas en la bajamar para fertilizar el huerto, posó la canastilla   donde portaba a su hija a la sombra, bien sujeto entre unas rocas. Dedicadas en su faena no se apercibieron que la marea poco a poco, estaba subiendo. Terminado el trabajo, cuando se dirigieron a recoger a la niña, descubrieron que la canastilla de mimbre se mecía cadenciosamente entre las pequeñas olas. La resaca la alejaba de la costa. La niña no lloraba, parecía dichosa. Desde la orilla observaron como junto a ella, se zambullían entre juegos con la criatura, una pareja de focas. Recordaron entonces la profecía de la partera y la dejaron marchar

Nunca más se supo nada de la niña. En la aldea se rumoreó que la niña fue amamantada por las focas, convirtiéndose en una hermosa sirena, mitad mujer, mitad foca.

Relataban aquellos que la habían visto, que era una sirena muy bella, con cara de niña, de tez clara, grandes ojos oscuros y largo cabello del color del azabache.

Desde entonces, todos los años, en la misma fecha en la que naufragó el barco de los Mouriños, al amanecer se oye en el cabo el canto de una hermosa melodía que surge de una fina voz femenina armoniosamente acompañada con la ronca música de una caracola de mar, entonces todas sus mujeres corren a esperar la llegada de la joven sirena, la hija de Aurora, que viene a traerles noticias de los hombres de la aldea ahogados en la mar.



Cuando terminó de contarme el relato, mi abuela me miró fijamente a los ojos y permitió, por primera vez en su vida, que dos lágrimas se desparramaran a lo largo de su rostro. Creo que veía en mí a su particular sirena, la mar en la que reposaban todos sus hombres, ahora me reclamaba a mí y, tal vez... quién sabe... era mejor no pensar en ello.

La última noche me habló con más solemnidad que de costumbre, me comentó que no tuviera miedo a la soledad o al desamparo, me manifestó que a lo largo y ancho del mundo contaba con millones de hermanos anónimos, criaturas semejantes a mí que todavía no conocía, personas que reconocería, allí donde fuera, por sus signos y que para ello, ella me había educado con tres compañeras que, aunque aún yo no lo supiera, caminarían por el largo sendero de la existencia junto a mí, siempre a mi lado.

No comprendí en aquél momento qué es lo que deseaba revelarme con aquella metáfora, pero no pregunté nada. No me hubiera respondido. Estaba familiarizado a ese tipo de lecciones simbólicas de mi abuela. Cuando deseaba transmitirme algún tipo de enseñanza profunda, lo hacía de este modo tan peculiar, pretendía obligarme a reflexionar durante horas, días o meses, hasta que yo descubriera por mi propio razonamiento el contenido profundo de su metáfora.

Mamá Sofía llamaba a este tipo de enseñanza, iniciática y afirmaba que a diferencia de la instrucción exclusivamente intelectual, que sólo ponen en juego las capacidades del conocimiento, este tipo de enseñanza era más profunda, afectaba a la totalidad de la persona, relacionando estrechamente el saber y el proceder, la ética y las ideas. Por ello recurría con frecuencia al método alegórico, sirviéndose fundamentalmente de las leyendas y los símbolos.

Intuía aquel joven que yo era entonces, que el simbolismo que encerraban aquellas leyendas tan primitivas con las que me había educado desde niño mi abuela, me permitían una peculiar forma de ir moldeando mi mentalidad a la vez que transformaban mi personalidad.

Supuse que mis anónimos millones de hermanos podrían ser los pobres que, como yo, emigraban en busca de trabajo, sus signos tal vez fueran, los signos de sus miserias y estrecheces. Esa conclusión a la que había llegado tan rápidamente, no me pareció en modo alguno acertada, era demasiado simple, además, quién podrían ser esas tres desconocidas compañeras que, según ella, caminaban siempre a mi lado.



Y llegó el día de mi marcha. Fui en autobús hasta La Coruña y allí cogí el tren que me transportaría hasta mi lejano destino. Ya he olvidado el tiempo que pasé en aquel tren, aunque conservo la sensación de que el viaje fue interminable y muy cansado.

Tampoco recuerdo a mis compañeros de viaje, salvo a un señor que se sentó frente a mí. Era un labriego de alguna aldea perdida en la montaña. Se había trasladado a La Coruña para coger el tren, tratando de evitar, con ello, la despedida triste de su anciana madre en la estación más próxima a su pueblo. Tanto esfuerzo no le sirvió para nada.

Una hora más tarde, cuando el tren se detuvo en aquella estación próxima a su concejo, una delicada mano petó en el cristal de la ventana de nuestro compartimento. Era su madre acompañada de su hermana. Cuando mi compañero de viaje las vio, las miró con un signo de resignación, cerrando por unos segundos sus ojos. Su hermana se disculpó, le comentó que su madre la había obligado a traerla hasta la estación para poder despedirse. Él con la dulzura de un niño le reprochaba con ternura a su madre, explicándole que ya le había rogado que no acudiera a la estación a despedirlo.

Era perceptible que la despedida le estaba produciendo un gran dolor. La anciana no pronunciaba palabra alguna, bastaba su arrugada mirada para expresarlo todo con absoluta claridad, aquellos diminutos ojos enrojecidos y aquellas frágiles manos con las que acarició a su hijo mientras le entregaba un paquete grasiento, fueron más reveladoras que el más emotivo de los discursos.

Aquella anciana se despedía de su hijo con la serena convicción que lo hacía por última vez, era un adiós definitivo, hasta la eternidad. Parecía que sus ojos hallábanse hastiados de estar tanto tiempo despiertos y reclamaran cegarse para siempre. Aquella anciana me provocó que evocara a mi abuela Mamá Sofía y nuevamente tuve que esforzarme para contener las ganas de llorar.

El tren se puso en marcha y la frágil anciana, que casi no tenía fuerzas para caminar, dio dos o tres pasitos tras el tren mientras agitaba débilmente su temblorosa mano, despidiéndose de su hijo.

El hijo agachó su cabeza con tristeza y pude apreciar cómo varias lágrimas humedecieron su rostro. Yo, pretendiendo respetar su intimidad, dejé vagar libre mi mirada a través de la ventana.

Cuando se repuso, mi compañero de viaje trató vanamente de excusarse. No hacía falta. Me comentó que antes de salir de casa les había suplicado a su madre y a su hermana que no fueran a la estación a despedirle. Su madre estaba muy enferma y estas dolorosas emociones podrían conducirla a la sepultura. Luego, preso de los nervios, abrió el paquete grasiento que le había entregado su madre. Era una pequeña empanada de lacón. Él hizo con su cabeza un gesto de comprensión hacia su madre mientras comentó en voz queda.

 - ¡Cómo son estas mujeres!  Se está muriendo y sólo se preocupa por mí  -

 Me ofreció un pedazo de empanada y, aunque yo no tenía apetito, lo acepté.



Para la mentalidad de mi aldea  los marineros éramos muy diferentes de los labriegos, siempre me habían hecho creer que era mucho más meritorio para un hombre, ir a la mar, que ganarse el pan desbrozando la tierra. Ahora que yo emigraba lejos de mi tierra para embarcarme, miré con curiosidad a aquel hombre que marchaba al extranjero a trabajar de albañil y pensé que realmente ambos, el labriego y el marinero, no éramos tan diferentes, lo dos éramos hijos de la misma miseria.

Reflexioné sobre si fuese este hombre uno de esos millones de hermanos a los que se refería mi abuela. Enseguida deduje que no podía serlo, en las ferias a las que acudía acompañando a mi abuela, habíamos conocido a muchos labriegos y nunca vi que Mamá Sofía tuviera un trato diferente o más fraternal, con ninguno de ellos.

Aquel viaje se me hizo eterno, recuerdo que pasamos muchas horas de la noche parados en una estación de algún pueblo perdido en la estepa castellana. Creo que la mayoría de los viajeros dormía placenteramente recostados en sus asientos. Sin embargo ni mi compañero ni yo pudimos dormir. Él cada poco tiempo salía al pasillo a fumar, se encontraba muy nervioso. Yo, por contra, me encontraba apático, la nostalgia debilitaba mi ánimo y una y otra vez evocaba a mi abuela y a mi aldea.

Cuando llegué a mi nueva tierra de adopción, me extrañó mucho toparme con un paisaje tan verde y tan húmedo como el de mi Galicia. A pesar de la distancia aquel lugar no me parecía tan diferente.

En alguna ocasión había oído que muchas personas sostienen que el clima local, influyen extraordinariamente en el carácter de sus pobladores, me consolé pensando que si así fuera, en esta nueva tierra tan parecida a la mía, las personas, tal vez, también se parecerían a nosotros.

Aquel joven que yo era entonces, aún no había descubierto que lo que más nos asemeja a todos los seres humanos, es la ignorancia con la que alimentamos nuestros prejuicios sobre los extraños, sobre ese prójimo que cuando lo descubrimos, constatamos que el vínculo que nos une a ellos, es mucho más sólido que la desconfianza que nos separa.

En la nueva tierra de adopción fui recibido con cariño. Aquel pueblo era un lugar muy peculiar, la mayoría de la población eran emigrantes de mi tierra como yo. Muchos de ellos, incluso, eran de mi misma aldea. Nunca habría podido imaginar que tanta gente podría ser oriunda de un lugar tan pequeño.

Este nuevo pueblo había asimilado sin traumas el mestizaje. De  los jóvenes con los que comencé a congeniar sólo unos pocos eran nativos de la misma región, el resto eran oriundos de muy diferentes lugares. Realmente visto ahora con perspectiva, debo reconocer que no tuve problemas para integrarme en aquella sociedad ni para asimilar mi nueva identidad.

Nada más llegar, lo primero que hice fue escribir una carta a mi abuela, contarle mi experiencia del viaje, el buen recibimiento que me dispensó mi tío y mis gratas impresiones sobre el lugar de mi nuevo afincamiento.

A los pocos días embarqué. Era un pequeño arrastrero de casco de madera tripulado por doce hombres que faenaba en las aguas del Mar del Gran Sol.

Antes de zarpar pudimos ver cómo discutían en el muelle, nuestro patrón con el armador, había muy mala mar y nuestro patrón consideraba más seguro esperar a la mañana siguiente para hacerse a la mar. Al final el armador se impuso y zarpamos aquella misma tarde.

Aquella primera marea de casi un mes de duración fue mi bautismo en la mar. Maldito bautizo. Llevaríamos unas dos horas de navegación cuando vomité por primera vez y ya no deje de hacerlo hasta pasados varios días. Nunca en mi vida he sufrido tanto. Durante ocho días con sus noches incluidas, vi desfilar ante mí los minutos, uno a uno, embriagado por el mareo, vomitando sin parar y sin fuerzas para sostenerme en pie, comiendo sin apetencia, con la sola intención de llenar el estomago para regurgitarlo todo de nuevo al momento.

Mis compañeros se apiadaron de mí y entre sonrisas y chistes se acercaban a mi catre y me ofrecían comida. Uno de ellos, clavó dos tablas al costado de mi camastro para evitar que con los golpes de mar, rodase y cayera al suelo. En aquellos momentos, invadido por una sensación de abandono del mundo real, todo me daba vueltas y mi cabeza volaba desbocada por todo el camarote, yo deseaba con todas mis fuerzas morir, nunca hubiera pensado que pudiera ser capaz de soportar tanto sufrimiento, rezaba a la Virgen del Carmen y le pedía que algún golpe de mar quebrara la cubierta del barco, abriendo una vía de agua que nos mandara a pique y pusiera fin a mi tormento.

Aquel barco no se detenía nunca, entre el ruido ensordecedor y monótono de su motor que retumbaba como un zumbido permanente en mis oídos, el repugnante olor a fueloil mezclado con el tufo del sudor viejo que empapaba mis ropas y el desagradable hedor de mis vómitos impregnándolo todo, unido al odioso balanceo, causa de mi mareo, iban a volverme loco.

 Aquel asqueroso vaivén no cesaba ni cuando estaba tumbado. No sé expresar con palabras las horrendas sensaciones que padecí durante aquel calvario. Nunca he maldecido y despreciado tanto mi cuerpo. Nunca mi mente ha estado tan perdida. Durante los días que duró mi mareo no me cambié de ropa, ni me aseé. Los restos de mis vómitos estaban esparcidos por toda mi cama. Un marinero se encargaba de limpiarme el cubo donde devolvía y de lampacear el suelo del camarote. Pero el obstinado olor permanecía allí, mudo e insoportable.

Pasaron los días y con ellos fue pasando el odioso mareo. Creo que fue al séptimo u octavo día cuando pude pasear por primera vez por cubierta refrescando mi rostro con la brisa del mar, por primera vez comí algo y no lo devolví. Aquellos días los he recordado toda la vida, no como mi primera marea sino mi primer gran mareo y ahora, cuando me preguntan cómo se vive en la mar, siempre recurro a componer un juego de palabras entre mareo y marea, me recreo en el apareamiento de esos dos conceptos, argumentando la experiencia del mareo como una requisito indispensable para llegar a engendrar un buen marinero.

Mis compañeros, entre bromas, con la sana intención de restar importancia a lo que me había sucedido, me narraban similares experiencias sufridas cuando ellos comenzaron a navegar. Luego en el transcurrir de los años vi a muchos jóvenes padecer ese mismo infierno y siempre me apiadé de ellos, estimulándolos y ayudándoles a pasar esos primeros días infernales de la primera marea.

Hoy ya no recuerdo el nombre de ninguno de aquellos compañeros y sin embargo, a pocas personas habré percibido tan cercanas a mí en momentos tan desdichados. Mi ingratitud por este olvido sólo se justifica con la generosidad que con posterioridad yo he dispensado a otros jóvenes marineros en su primera singladura.



Pensé si estos hombres serían parte esos hermanos a los que se refirió mi abuela la víspera de mi partida. Su comportamiento, sin duda, era acreedor de adjetivarlo de fraternal, pero sospeché que no sería precisamente unos humildes marineros como yo, a los que se referiría mi abuela.

Cuando pisé tierra de nuevo, recuerdo que me extrañó su firmeza, me parecía raro que el suelo no se moviera y estuve a punto de volver a marearme. Aquella primera noche en tierra también vomité. Pero fue por otra razón, mi primera borrachera. Mis compañeros del barco me animaron para que los acompañara de francachela. Me llevaron a un burdel y aunque alguno de ellos se empeñó en que debía iniciarme en el sexo con alguna de aquellas señoras, el patrón se apiadó de mí y  no consintió que perdiera mi supuesta virginidad juvenil en aquel prostíbulo tan nauseabundo.



En aquella época en España se vivía el largo invierno de silencios. Aquel niño se fue haciendo hombre en su nueva tierra de adopción mezclado entre rudos marineros y mientras se forjaba en la vida, fue haciéndose consciente del silencio impuesto. Buscando un halo de luz entre las brumas del largo invierno, se unió a los que pretendían mudar la sociedad.

Mi abuela siempre se había obsesionado con la importancia de la lectura. Ahora, cada marea, al llegar a tierra, compraba libros que leía en la mar durante los días de ruta, luego en la soledad del camarote reflexionaba sobre lo que había leído y en el rancho lo compartía a viva voz, comentándolo con mis compañeros.

Para el resto de los marineros un libro era una forma como otra cualquiera, quizás, algo más tediosa, de perder el tiempo. No podían comprender, cómo yo, un marinero igual ellos, podía anteponer el leer un libro a jugar una buena partida de brisca al calor del rancho o a escuchar por la radio un partido de fútbol. A mí no me importaron jamás sus críticas y proseguí leyendo. Curiosamente esa extravagante chaladura mía de leer libros, provocó que poco a poco todos mis compañeros fueran respetándome y considerándome como una pequeña autoridad.

Tal vez por mi afición a los libros o porque debieron ver en mí alguna otra inquietud, mis nuevos convecinos al poco de llegar al pueblo me invitaron a una reunión en la bóveda de la torre del campanario de la Iglesia. Fue una reunión clandestina. Varios de los asistentes eran marineros como yo, conocidos del barrio, los otros venían de la capital y no trabajaban en la mar. Iban a hablarnos de las pésimas condiciones de vida de los marineros, pero tuvimos que contárselas nosotros a ellos. Los caballeritos de la capital, eran mucho más cultos y mejor preparados políticamente que nosotros, pero desconocían totalmente como era nuestra vida a bordo de un barco.

De aquellas reuniones surgió un grupo sindical, y sin darme cuenta, en muy poco tiempo, me vi sumergido un grupo de unas diez personas que, muy tímidamente, nos dedicábamos a denunciar los atropellos que se cometían con los hombres de la mar, hacíamos llamamientos a manifestaciones, repartíamos octavillas y, amparados en la noche, pintadas reivindicando mejoras para la marinería.

Teníamos la firme convicción de que jamás nadie descubriría quienes éramos los que componíamos el pequeño grupo sindical clandestino. Y, para nuestra desgracia, no tardó mucho tiempo en saberlo todo el pueblo.          

Algunos pocos simpatizaban con nosotros y de vez en cuando nos apoyaban con complicidad, otros, la inmensa mayoría, no querían compromisos y se desentendían ignorándonos, pero, por desgracia, siempre existe gente miserable y en nuestro pueblo también debía vivir alguno, nunca supimos quién fue, pero algún soplón nos delató y reveló nuestros nombres a la policía.

Sin nosotros saberlo, estábamos vigilados y un atardecer nos pillaron a tres del grupo sindical mientras depositábamos los panfletos en los buzones de las viviendas. Así comenzó mi pequeño infierno, pasamos por la comisaría, el juzgado y fuimos a parar a la cárcel.



De aquellos dos compañeros que nunca he olvidado, sí supuse que serían parte de esos millones de hermanos de los que me hablaba mi abuela, compartían mi mismo trabajo, mis mismas ideas y, ahora, mi desgracia.

Sin embargo, muy pronto me desengañé. Enseguida nos separamos, uno de ellos, el más maduro, abandonó la contienda sindical a raíz de la detención, tenía mujer e hijos y tras una sincera reflexión, llegó a la acertada conclusión de que no podía permitirse el lujo de volver a ser detenido nuevamente, dejando desasistida a su familia.

El otro, a raíz de la detención se radicalizó. Nunca llegué a comprenderlo, de la noche a la mañana recorrió la larga distancia que separa al amigo del peor de los enemigos y de considerarnos buenos colegas, pasé a que me despreciara como a un apestado, como si realmente fuera yo su mayor adversario. Yo era, según él, un revisionista.

En la prisión tuve mucho tiempo para meditar y leer, y muchos amigos dispuestos a enseñarme cosas que, francamente, no me interesaban lo más mínimo.

El universo de mis colegas de trena se ceñía, de un modo grosero, exclusivamente a la política. Para entonces yo ya intimaba con una joven y me sentía atraído por ella. Ella me enviaba cada semana varios libros y fue también ella, la que me ayudó a descubrir la hermosura de la magia que encierra la poesía, su simbolismo y su lenguaje alegórico. Sus cartas eran retazos de poemas, versos tristes rebosantes de esperanza. En la biblioteca de la cárcel también encontré algún que otro libro interesante. Libros que se le habían colado al despistado sacerdote que los censuraba.

 Los seis meses que allí pasé los dediqué fundamentalmente a leer y a participar en las tertulias que organizábamos cada atardecer en nuestro patio, aquél que llamábamos de los políticos.

A pesar de mi desgracia, aquella larga permanencia privado de libertad me ayudó a comprender mejor a las personas y a mí mismo. Entre otros hallazgos, allí descubrí que no todos lo que se dedicaban a combatir la dictadura eran idealistas, ni mucho menos, y entre mis provechos personales, allí también descubrí mi vena utópica y romántica.

Visto ahora desde la serenidad que da la distancia, aquella experiencia no fue traumática y aunque padecí la privación de uno de mis bienes más preciados, mi libertad, fue una especie de escuela de solidaridad, donde experimenté el incentivo de la soledad y el significación del silencio.

Aunque no me afilié a lo que mis compañeros llamaban el Partido, dando a entender que partidos podría haber muchos, pero que el de ellos era el único, fue tal mi aproximación que, creo, muchos contaban conmigo como si realmente fuera un militante más de su sacrosanto partido.

En los años siguientes, tras abandonar la cárcel, me casé, tuve un hijo, dejé paulatinamente de hablar mi lengua materna, incluso perdí mi peculiar acento gallego y el resto de mis tradiciones culturales, apareándola con la nueva cultura que se me ofrecía en mi tierra de adopción y cobrando una identidad nueva, una identidad mestiza, plural y menos prejuiciosa. De mi pasado sólo guardé inmaculadas algunas costumbres culinarias, que tan exóticas le resultaban a mi esposa y amigos y un modo escéptico y a la vez apasionado de contemplar la existencia.

Y  desgraciadamente, también tuve otra nueva detención.

Esta detención fue más traumática, ahora parecía que la historia tomaba un cariz más serio, yo era reincidente y podrían condenarme, según mi abogado, a más de seis años de cárcel. Por suerte mi esposa supo mantenerse serena, alentándome y apoyándome cuando la zozobra amenazaba con quebrar mi voluntad y empujarme al vacío.

Durante el tiempo que pasé en prisión, convine con mi mujer que nunca trajera al niño a visitarme a la cárcel, queríamos evitar que me viera entre las rejas del locutorio y pudiera no comprender el porqué su padre no lo besaba ni acariciaba.

Por aquellas fechas España vivía muy agitada, se intuía el final del largo invierno de silencios. Los sindicalistas del barrio ya no éramos una decena, éramos muchos más y mi mujer se vio arropada en su soledad.

Ya se percibía el amanecer de una nueva primavera llena de luz y esperanzas y mucha gente se apuntaba a la mudanza.

Murió el dictador y en medio de la borrachera de libertad que trajo la nueva primavera, fuimos liberados. Cuando llegué al pueblo comprobé que la vida en sus calles había cambiado. Eran tiempos de arribistas, muchos de aquellos que durante los años de silencio habían integrado aquella inmensa mayoría huidiza, temerosa y sin compromisos, eran ahora los más vociferantes.

En la media en que la nueva legión de mediocres advenedizos se iban sumando al movimiento, otros, discretamente, lo íbamos abandonando.

A pesar del desencanto que aquella histriónica situación me produjo al ver como se mudaban unos dogmas y otros similares rápidamente ocupaban su lugar, tras comprobar cómo la vanidad sustituía descaradamente a las ideas, yo continué caminando por el sendero de mi propio destino, sin mirar hacia atrás.

Se me presentó una buena ocasión y abandoné mi trabajo en la mar,   asentándome cómodamente en tierra firme.

 Una mañana cualquiera, mientras hojeaba la prensa diaria encontré un articulo que me llamó poderosamente la atención. Los francmasones, aquellos enigmáticos ciudadanos que tanto me atraían desde que oí hablar por primera vez de ellos, iban a dar una conferencia en mi ciudad. Era su presentación en público, ellos tras la muerte del dictador también emergían a la luz. Acudí puntual a su cita.

Desde que tenía conocimiento de su existencia me había visto extrañamente atraído por estos desconocidos personajes. Instintivamente me recordaban a mi abuela. Acaso fuera por su fama de librepensadores e ilustrados o por su enigmático proceder, el caso es que una irresistible seducción me empujaba a su encuentro. Ahora se me presentaba la ocasión de descubrirlos, de hacerles partícipes de mis cientos de dudas y encontrar respuestas. Tras la charla hubo un largo coloquio. Curiosamente yo no efectué ninguna pregunta. Al salir me acerqué a uno de ellos y le solicité que me indicara hacia donde debía dirigirme si deseara relacionarme con ellos.

Unos meses más tarde era iniciado en la fraternidad masónica. Ahora sí creía que por fin había encontrado a mis millones de hermanos. En cada nueva ciudad por la que transitaba, en cada país que visitaba, por muy lejano que éste estuviera, siempre encontraba un hermano que fraternalmente me tendía su mano.

Recordaba cómo mi abuela me había confiado que por sus signos los reconocería, ahora las marcas, el lenguaje, los toques y los símbolos de estos hermanos se me presentaban por doquier. En viejas iglesias y en modernos edificios públicos, en los discursos que escuchaba a gentes egregias, en los libros, sobre mesas de despachos y banquetes, en el cine y en la televisión, en cualquier lugar donde estuviera, me encontraba con un signo que me descubría la universalidad de la orden.

Durante años viví con la profunda convicción de que por fin, en la francmasonería, ya había descubierto a los millones de hermanos que me había presagiado mi abuela.

Pero no fue así. Me ocurrió un anochecer, tras nuestra reunión mensual de la logia de masones, descubrí que también en esta ocasión había errado.

Fue durante el ágape, me senté frente a un veterano hermano, era un anciano francés llamado Christian, un individuo, como yo, profundamente escéptico y de carácter irónico, hombre de muy pocas palabras, de esos que esconden tras su silencio el tesoro de su conocimiento, un hermano por el que yo sentía un acentuado interés y una enorme simpatía. En el relajo de la sobremesa les conté a mis vecinos de mesa mi pequeña historia personal, las premonitorias palabras de despedida de mi abuela en las que me templaba el ánimo, reconfortándome en aquellos tristes momentos, indicándome que no temiera a la soledad y el desamparo, prometiéndome que nunca me encontraría solo por el mundo, que siempre tropezaría con alguno de mis millones de hermanos anónimos y que para ello me había educado con tres compañeras que siempre viajarían a mi lado.

Les confesé a mis contertulios que, aunque nunca me encontré solo, durante muchos años anduve buscando a mis hermanos sin encontrarlos y que creía que ahora, por fin, los había hallado en la francmasonería, sin embargo, aún no comprendía quiénes podrían ser esas tres compañeras alegóricas con las que, según mi abuela, me había educado y que permanentemente caminaban junto a mí.

Christian sonrió mientras me dedicaba una mirada paternal y gesticulaba balanceando su cabeza de un lado al otro queriéndome expresar su desacuerdo.

Yo le miré fijamente tratando de interrogarle con mi mirada. Los demás compañeros de mesa iban dando respuestas a mis interrogantes sin que yo les atendiera. Cristian me sonrió y guardó silencio.

Al rato, cuando los demás callaron, comenzó a explicarme con un lenguaje sencillo, cómo mi abuela me había educado en tres ideas o principios esenciales que guiaban mi comportamiento a todo lo largo mi existencia, eran preceptos que yo desde niño había interiorizado para gobernar mi vida y que de un modo simbólico representaban a mis tres compañeras que siempre viajaban conmigo.

Mi veneración hacia la libertad de los hombres por encima de cualquier otra condición, mi defensa de la igualdad de todos los miembros de la colectividad por encima de razas, religiones o estatus social y mi apostolado en favor de la fraternidad humana, eran las tres grandes columnas sobre las que mi abuela había edificado mi templo interior, las armas con las que me había dotado para enfrentarme a las miserias humanas.

Sí, eran la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad las tres compañeras que siempre caminaban a mi lado. Y mis hermanos, los millones de hermanos que me profetizó Mama Sofía, no eran tan sólo los hermanos de la fraternidad masónica. Mis hermanos habían sido a lo largo de mi vida los pobres que, como yo, emigraban en busca de un trabajo que honrara su existencia, aquél labriego que compartió conmigo sus miserias en el tren, camino del exilio, las gentes de mi nuevo pueblo que me recibieron con afecto y me mostraron la trascendencia humana del mestizaje, los marineros del barco que velaron con generosidad las horas desdichadas de mi desfallecimiento, el grupo sindical clandestino que peleaba por dignificar el trabajo en la mar, los compañeros de la cárcel con los que compartí íntimas soledades. Sí, todos los que me trataron como amigos eran mis hermanos, ellos sin pedirme nada a cambio, me abrieron sus brazos para recibirme y con generosidad compartieron su existencia con la mía.