lunes, 10 de febrero de 2014

"El décimo"


¿La historia de mi boda?

Óiganla ustedes; no deja de ser rara.

Una escuálida chiquilla de pelo greñoso, de raído mantón, fue la que me vendió el décimo de billete de lotería, a la puerta de un café a las altas horas de la noche. Le di de prima una enorme cantidad, un duro. ¡Con qué humilde y graciosa sonrisa recompensó mi largueza!

-Se lleva usted la suerte, señorito -afirmó con la insinuante y clara pronunciación de las muchachas del pueblo de Madrid.

-¿Estás segura? -le pregunté, en broma, mientras deslizaba el décimo en el bolsillo del gabán entretelado y subía la chalina de seda que me servía de tapabocas, a fin de preservarme de las pulmonías que auguraba el remusguillo barbero de diciembre.

-¡Vaya si estoy segura! Como que el décimo ese se lo lleva usted por no tener yo cuartos, señorito. El número... ya lo mirará usted cuando salga... es el mil cuatrocientos veinte; los años que tengo, catorce, y los días del mes que tengo sobre los años, veinte justos. Ya ve si compraría yo todo el billete.

-Pues, hija -respondí echándomelas de generoso, con la tranquilidad del jugador empedernido que sabe que no le ha caído jamás ni una aproximación, ni un mal reintegro-, no te apures: si el billete saca premio..., la mitad del décimo, para ti. Jugamos a medias.

Una alegría loca se pintó en las demacradas facciones de la billetera, y con la fe más absoluta, agarrándome una manga, exclamó:

-¡Señorito! Por su padre y por su madre, déme su nombre y las señas de su casa. Yo sé que de aquí a cuatro días cobramos.

Un tanto arrepentido ya, le dije como me llamo y donde vivía; y diez minutos después, al subir a buen paso por la Puerta del Sol a la calle de la Montera, ni recordaba el incidente.

Pasados cuatro días, estando en la cama, oí vocear «la lista grande». Despaché a mi criado a que la comprase, y cuando me la subió, mis ojos tropezaron inmediatamente con la cifra del premio gordo: creía soñar; no soñaba; allí decía realmente 1.420... mi décimo, la edad de la billetera, ¡la suerte para ella y para mí! Eran muchos miles de duros lo que representaban aquellos benditos guarismos, y un deslumbramiento me asaltó al levantarme, mientras mis piernas flaqueaban y un sudor ligero enfriaba mis sienes. Hágame justicia el lector: no se me ocurrió renegar de mi ofrecimiento... La chiquilla me había traído la suerte, había sido mi «mascota»... Era una asociación en que yo sólo figuraba como socio industrial. Nada más Justo que partir las ganancias.

Al punto deseé sentir en los dedos el contacto del mágico papelito. Me acordaba bien: lo había guardado en el bolsillo exterior del gabán, por no desabrocharme, ¿Dónde estaba el gabán? ¡Ah!, allí colgado en la percha... A ver... Tienta de aquí, registra de acullá... Ni rastro del décimo.

Llamo al criado con furia, y le preguntó si ha sacudido el gabán por la ventana... ¡Ya lo creo que lo ha sacudido y vareado! Pero no ha visto caer nada de los bolsillos; nada absolutamente... Le miró a la cara; su rostro expresa veracidad y honradez. En cinco años que hace que está a mi servicio no le he cogido jamás en ningún gatuperio chico ni grande... Me sonrojo lo que se me ocurre, las amenazas, las injurias, las barbaridades que suben a mis labios.

Desesperado ya, enciendo una bujía, escudriño los rincones, desbarató armarios, paso revista al cesto de los papeles viejos, interrogo a la canasta de la basura... Nada y nada; estoy solo con la fiebre de mis manos, la sequedad de mi amarga boca y la rabia de mi corazón.

A la tarde, cuando ya me había tendido sobre la cama a fumar, para ver de ir tragando y dirigiendo la decepción horrible, suena un campanillazo vivo y fuerte, oigo en la puerta discusión, alboroto, protestas de alguien que se empeña en entrar, y al punto veo ante mí a la billetera, que se arroja en mis brazos, gritando con muchas lágrimas:

-¡Señorito, señorito! ¿Lo ve usted? Hemos sacado el gordo.

¡Infeliz de mí! Creía haber pasado lo peor del disgusto, y me faltaba este cruel y afrentoso trance: tener que decir, balbuciendo como un criminal, que se había extraviado el billete, que no lo encontraba en parte alguna y que, por consecuencia, nada tenía que esperar de mí la pobre muchacha en, cuyos ojos negros, ariscos, temí ver relampaguear la duda y la desconfianza más infamatoria...

Pero la billetera alzándolos todavía húmedos me miró serenamente y dijo encogiéndose de hombros:

-¡Vaya por la Virgen! Señorito... no nacimos ni usted ni yo pa millonarios.

¿Cómo podía recompensar la confianza de aquella desinteresada criatura?

¿Cómo indemnizarla de lo que le debía, sí, de lo que le debía? Mi remordimiento y la convicción de mi grave responsabilidad pesaba sobre mí de tal suerte, que la traje a casa, la amparé, la eduqué y por último me casé con ella.

Lo más notable de esta historia es que he sido feliz.


domingo, 9 de febrero de 2014

La torre misteriosa



Por razones históricas y religiosas que ahora no vienen a cuento, los judíos han sido siempre muy perseguidos y, en ciertas épocas, tenidos por magos capaces de malas artes. Aunque en Euskal Herria los casos de discriminación no han sido muy notorios, también hasta aquí llegó la ola de antisemitismo que se respiró en las regiones vecinas y que condujo a su aislamiento y, finalmente, a su expulsión.

El siguiente relato se basa en una leyenda del valle de Aramaiona.



En el hermoso valle alavés de Aramaiona se encuentra el pueblo de Ibarra, que antes se llamaba Zalgo, limitado en su zona norte por la peña de Anboto, conocida por ser una de las moradas de Mari, la diosa de los antiguos vascos.

En el año 1122 se extendió una gran preocupación en el valle. Hacía ya un año que un misterioso hebreo llamado Samuel, que vivía en Adurzaba, al pie del cerro de Gasteiz, se había presentado en Zalgo. Tenía una barba larga y blanca que le cubría el pecho; llevaba en la cabeza un birrete negro y en los pies unos escarpines de terciopelo rojo. Pero lo que más llamaba la atención a los habitantes del valle era que la túnica que vestía el misterioso personaje, desde el cuello a los pies, estaba bordada con hilo de oro y brillaba más que el sol.

Todas las tardes se sentaba junto a la fuente de Goikoerrota, mirando una y otra vez las peñas de Izpizte. Luego dibujaba unas líneas sobre un pergamino y se marchaba. Todos opinaban que estaban construyendo un palacio encantado sobre las peñas sin necesidad de obreros. Al cabo de algún tiempo, el judío Samuel dejó de ir a la fuente, pero los habitantes de Aramaiona descubrieron entre las hayas y los tejos las almenas de un maravilloso castillo, al que nadie se atrevía a acercarse.

Estaban los asombrados habitantes comentando el prodigio de la torre misteriosa cuando comenzaron a ocurrir cosas que aún les asustaron mucho más. Todas las noches, los vecinos podían ver cómo las ventanas de la torre se iluminaban en cuanto se ponía el sol; pero, aunque lo intentaban, nunca veían a nadie entrar o salir de ella.

Al llegar el verano, observaron que a medianoche salían de la torre blancos fantasmas montados en veloces caballos, también blancos, que atravesaban el bosque en dirección al caserío de Zalgogarai, para volver antes del amanecer.

El terror de los habitantes de Aramaiona iba aumentando de día en día, hasta que, finalmente, decidieron que fueran cuatro de los jóvenes más fuertes y valerosos a investigar lo que allí ocurría. No faltaron voluntarios, puesto que todos querían demostrar que no tenían miedo, aunque, por si acaso, fueron bien provistos de palos, cuchillos y hachas.

Al anochecer salieron de Zalgo en dirección a la torre, y se escondieron detrás de unas matas. Las ventanas de la torre se iluminaron como cada noche, pero no se veía a nadie cerca de ellas. La espera se les hizo interminable, pero, por fin, escucharon las campanadas de la medianoche. Al sonar la última se abrió el gran portón del castillo y salieron por él media docena de jinetes fantasmas a galope, pero el silencio era total, porque los animales ni siquiera rozaban la tierra con sus cascos. Al pasar por su lado, los jóvenes sintieron un viento helado en sus caras, y helado también se les quedó el ánimo.

Esperaron un momento y después se dirigieron hacia la entrada sin decir palabra. Recorrieron varios pasillos hasta llegar a un gran salón, pero el miedo los dejó paralizados. En medio de la habitación se encontraba una muchacha muy hermosa y muy pálida, vestida con una larga túnica dorada, con el cabello suelto y los pies descalzos. Estaba envuelta en una luz blanca muy intensa que iluminaba el salón y el resto del castillo.

Cuando los cuatro jóvenes iban a echar a correr, los detuvo la voz de la muchacha:

—¡Esperad! ¡No os vayáis! Soy Mariurraca, de la torre de Muntxaratz. Hace doscientos años maté a mi hermano Ibon y, desde entonces, estoy condenada a no morir. ¡Por favor! ¡Ayudadme!

Repuestos de la sorpresa y conmovidos por la tristeza de su voz, los jóvenes le preguntaron cómo podían ayudarla.

—Yo soy la luz de los espíritus que habéis visto salir de aquí. Al igual que yo, ellos están condenados a cabalgar durante toda la eternidad. ¡Iluminad la torre! Encended aquí mismo una gran hoguera cuya luz sea más fuerte que la mía; pero, ¡daos prisa!, porque si no, ellos volverán y nunca más podréis abandonar este lugar.

Los cuatro jóvenes dispusieron un gran haz de leña en medio del salón y le prendieron fuego. En pocos minutos, las llamas subieron hasta el techo. Mariurraca sonrió y comenzó a desaparecer, mientras decía:

—¡Gracias, amigos, gracias! Ahora ya puedo descansar.

Empezaba a amanecer y los jóvenes se encontraron de pronto en medio del campo. La torre había desaparecido. Sólo la hoguera seguía ardiendo. Los habitantes de Aramaiona no volvieron a ver a los fantasmas, y todos pudieron dormir tranquilos a partir de entonces.