martes, 25 de febrero de 2014

"El mausoleo"



Esto de las ambiciones humanas tiene mucho que observar. Cada quisque pone la mira en algo que quizá al vecino le sería indiferente. Hay ambiciones generales; hay otras individuales, extrañas y de difícil justificación, si no supiésemos que todas son igualmente vanas.

A pocos seguramente les desvelará lo que fue objeto de las constantes ansias de un hombre, por otra parte sencillo y ajeno a la mundanal vanagloria. Don Probo Gutiérrez López, empleado subalterno, sólo lamentaba carecer de bienes de fortuna, porque desde niño había fantaseado que sus despojos esperasen el Juicio final encerrados en un mausoleo suntuoso, erigido en el cementerio de su ciudad natal, Repoblada.

Este cementerio, para el cual se han aprovechado terrenos baldíos que antes fueron estercoleras públicas, es uno de los ejemplares más desastrosos de lo antiestético y antipoético de las construcciones modernas, ya se consagren al reposo de la muerte, ya al tráfago de la vida. Una tapia blanca y maciza lo cerca, dando a su forma fastidiosa regularidad. Una capilla de estilo gótico de alcorza rompe únicamente la monotonía del cuadrilongo, proyectando en una esquina la pobreza de su endeble aguja. Dentro, los nichos, adosados a las paredes, enfilan sus anaqueles mezquinos, que sugieren la idea de muertos asfixiados en la estrechez. Las lápidas ostentan rótulos candorosos, y al abrigo de vidrios ovales, fotografías amarillentas, mechones de pelo lacio y ramos de siemprevivas. El arbolado nuevo, cipreses y sicómoros, no ha adquirido todavía el frondoso porte que tanto hermosea algunos camposantos modestos. Faltando el verdor, faltan pájaros, esas aves de canto vivaz y alegre que en tales lugares parecen adquirir sugestiva melancolía. Y así, el cementerio de Repoblada es realmente de una tristeza depresiva, aburriente y seca, que irrita en vez de conmover.

Pues con todo esto, Probo Gutiérrez anhelaba ocupar en el cementerio más feo del mundo un lugar de preferencia. Es de advertir que don Probo, no sé si por costumbre, por penitencia o por entretenimiento, era obligado acompañante de los cortejos fúnebres. Ninguno cruzaba las calles de la ciudad, a son de fagot y entre salmodias, que no llevase detrás al buen don Probo, con su raída levita y su sombrero anticuado. Y los socios del Recreo, donde Probo jugaba al tresillo, siempre que no se trataba de enterrar a alguien, le gastaban la broma de decirle que ni aun después de muerto quedaría franco de servicio, puesto que habría de figurar honrosamente en su entierro propio.

En sus diarias visitas al campo santo, seguía don Probo con inexplicable interés la construcción de cenotafios y panteones, la colocación de lápidas y rejas. Comenzaba a estar de moda este género de lujo, y los edículos neogriegos, románicos, góticos, al apiñarse, formaban el más incoherente revoltijo. Había columnas truncadas revestidas de hiedra; había cruces en que se enredaban campanillas; había pirámides coronadas por un busto; había, incluso estatuas o más bien monigotes, y el dorado de las verjas nuevas desafinaba al sol como desafinaba la blancura sacarina del recién esculpido alabastro italiano. Y don Probo sentía con más vehemencia el ansia de yacer, él también, bajo un suntuoso monumento... Era la sed de inmortalidad que a veces acomete a los seres más predestinados al olvido, los cuales buscan la supervivencia en un afecto, en un corazón, y, a falta de esto, en unas piedras amontonadas. Don Probo no tenía ni hondos cariños ni íntimas amistades; solterón sin relieve social ni sentimental, tímido y torpe con las mujeres, indiferentes a todos, cuando desapareciese de entre los vivos sería como brizna de paja un día de aire. Acaso esta consideración, siempre mortificadora para el amor propio del aniquilamiento absoluto, explique el sueño monumental de don Probo. El olvido es forma del no ser, y él, don Probo, quería perpetuarse en granito y en bronce, ya que no en hijo, en libro, en amor, en hecho alto e ilustre.

No le era fácil, por otra parte, inferir que su ilusión se realizase nunca. Atenido a mezquino sueldo, vivía estrechamente. No era lo bastante loco para esperar en la lotería. No se le conocía más familia que un hermano menor, un bala perdida, jugador y borracho, que rodaba no se sabe por dónde. Y el carácter enteramente ideal de su gran aspiración la elevaba, prestándola radiaciones y luces de belleza inaccesible.

Por la ley que dispone que siempre muramos de lo mismo que llenó nuestra vida, fue en una excursión al cementerio donde Gutiérrez López contrajo la enfermedad que no perdona.

Corría diciembre; el frío acuchillaba, la pulmonía vino pegando; en la casa de huéspedes no se extremó el cuidado en la asistencia..., y, por caso inaudito, pudo notarse que don Probo no seguía a pie un entierro y que, contra su costumbre, desempeñaba en una ceremonia el principal papel.

El mismo origen de la pulmonía traidora impidió que don Probo llevase numeroso acompañamiento y que los pocos del séquito llegasen al campo santo. Los acompañados por él estaban en la imposibilidad de devolverle la atención, y los vivientes se retrajeron al saber que, camino del cementerio, se «ganaba la muerte». El día era horrible, lluvioso, glacial, tormentoso, con rachas huracanadas; el suelo, un mar de fango, y los caballos del coche fúnebre, con los cascos, chapoteaban y salpicaban agua cenagosa. Y allá fue, casi solitario, el constante acompañador.

El hermano perdulario había dicho por telégrafo que se enterrase a don Probo con toda decencia; pero, temerosos de un chasco desagradable, los compañeros de oficina no se atrevieron con la primera clase, y se dispuso la segunda, un ataúd sencillo, un nicho sin lápida de mármol -lo indispensable y estricto-. Al mismo tiempo que a don Probo, condujeron a su última morada a cierto usurero, detestado por la gente pobre, y a quien su viuda, más avara que él, dispuso un entierro exactamente igual al de don Probo en el nicho contiguo. Para resistir la temperatura y la humedad, albañiles y sepultureros se previnieron con buena ración de caña; sorprendidos por el rápido anochecer invernal, confundieron los féretros, y en el nicho destinado al logrero depositaron el cuerpo de Gutiérrez López.

Seis meses después llegaba a la ciudad el hermano tronera, el garbanzo negro. La antojadiza suerte le había sonreído, y se presentó con boato, desempedrando calles, en su automóvil, y anunciando la resolución de erigir en el cementerio de Repoblada un panteón de familia, a todo coste. Quizá era este deseo de honores póstumos una propensión característica de la casta. Ello es que el jugador soñaba lo mismo que el formal y metódico, y se traía los planos, el presupuesto, el arquitecto, hasta operarios de Italia. Tratábase de un monumento original, destinado a chafar a los restantes, en que se mezclaban los jaspes de color, las serpentinas, los vidrios polícromos, hasta la cerámica, para una creación modernista sorprendente, donde se agotaba el tema de los letreros en asirio, la amapola somnífera, los cipreses formando procesión de obeliscos, los girasoles, emblema de inmortalidad, y los lotos, emblema del sueño y del nirvana. Hubo quien censuró tal maravilla, y hasta la puso en solfa; hubo quien se extasió, y quien se escandalizó de que el mausoleo careciese de emblemas religiosos, y después de acalorada polémica en la Prensa local, la autoridad competente ordenó que aquel jeroglífico rematase en una cruz.

Ya terminado, sin faltarle requisito vino el fundador e hizo trasladar a él solemnemente el cuerpo... del usurero, que ocupaba el nicho destinado a don Probo; mientras los restos de éste -frustrado allende la tumba en su perenne anhelo-, continuaron disolviéndose olvidados en humilde nicho.


jueves, 20 de febrero de 2014

"El fantasma"



Cuando estudiaba carrera mayor en Madrid, todos los jueves comía en casa de mis parientes lejanos los señores de Cardona, que desde el primer día me acogieron y trataron con afecto sumo. Marido y mujer formaban marcadísimo contraste: él era robusto, sanguíneo, franco, alegre, partidario de las soluciones prácticas; ella, pálida, nerviosa, romántica, perseguidora del ideal. Él se llamaba Ramón; ella llevaba el anticuado nombre de Leonor. Para mi imaginación juvenil, representaban aquellos dos seres la prosa y la poesía.

Esmerábase Leonor en presentarme los platos que me agradaban, mis golosinas predilectas, y con sus propias manos me preparaba, en bruñida cafetera rusa, el café más fuerte y aromático que un aficionado puede apetecer. Sus dedos largos y finos me ofrecían la taza de porcelana, y mientras yo paladeaba la deliciosa infusión, los ojos de Leonor, del mismo tono oscuro y caliente a la vez que el café, se fijaban en mí de un modo magnético. Parecía que deseaban ponerse en estrecho contacto con mi alma.

Los señores de Cardona eran ricos y estimados. Nada les faltaba de cuanto contribuye a proporcionar la suma de ventura posible en este mundo. Sin embargo, yo di en cavilar que aquel matrimonio entre personas de tan distinta complexión moral y física no podía ser dichoso.

Aunque todos afirmaban que a don Ramón Cardona le rebosaba la bondad y a su mujer el decoro, para mí existía en su hogar un misterio. ¿Me lo revelarían las pupilas color café?

Poco a poco, jueves tras jueves, fui tomándome un interés egoísta en la solución del problema. No es fácil a los veinte años permanecer insensible ante ojos tan expresivos, y ya mi tranquilidad empezaba a turbarse y a flaquear mi voluntad. Después de la comida, el señor de Cardona salía; iba al Casino o a alguna tertulia, pues era sociable, y nos quedábamos Leonor y yo de sobremesa, tocando el piano, comentando lecturas, jugando al ajedrez o conversando. A veces las vecinas del segundo bajaban a pasar un ratito; otras estábamos solos hasta las once, hora en que acostumbraba a retirarme, antes de que cerrasen la puerta. Y, con fatuidad de muchacho, pensaba que era bien singular que no tuviese don Ramón Cardona celos de mí.

Una de las noches en que no bajaron las vecinas -noche de mayo, tibia y estrellada-, estando el balcón abierto, y entrando el perfume de las acacias a embriagarme el corazón, me tentó el diablo más fuerte, y resolví declararme. Ya balbucía entrecortadas las palabras, no precisamente de pasión, pero de adhesión, rendimiento y ternura, cuando Leonor me atajó diciéndome que estaba tan cierta de mi leal amistad, que deseaba confiarme algo muy grave, el terrible secreto de su vida. Suspendí mis confesiones para oír las de la dama, y me fue poco grato escuchar de sus labios, trémulos de vergüenza, la narración de un episodio amoroso.

-Mi único remordimiento, mi único yerro -murmuró acongojada doña Leonor- se llama el marqués de Cazalla. Es, como todos saben, un perdido y un espadachín. Tiene en su poder mis cartas, escritas en momentos de delirio. Por recogerlas, no sé qué daría.

Y vi, a la luz de los brilladores astros, que se deslizaba de las pupilas oscuras una lágrima lenta...

Al separarme de Leonor, llevaba formado propósito de ver al marqués de Cazalla al día siguiente. Mi petulancia juvenil me dictaba tal resolución. El marqués, a quien hice pasar mi tarjeta, me recibió al punto en artístico fumoir y a las primeras palabras relativas al asunto que motivaba mi visita, se encogió de hombros y pronunció afablemente:

-No me sorprende el paso que usted da; pero le ruego que me crea, y le empeño palabra de honor de que es la pura verdad cuanto voy a decirle. Considero el caso de la señora de Cardona el más raro que en mi vida me ha sucedido. No sólo no poseo ni he poseído jamás los documentos a que esa señora se refiere, sino que no he tenido nunca el gusto..., porque gusto sería, de tratarla... ¡Repito que lo afirmo bajo palabra de honor!

Era tan inverosímil la respuesta, que no obstante el tono de sinceridad absoluta del marqués, yo puse cara escéptica, quizá hasta insolente.

-Veo que no me cree usted -añadió el marqués entonces-. No me doy por ofendido. Lo descontaba. Podrá usted dudar de mi palabra; pero ni usted ni nadie tiene derecho a suponer que soy hombre que rehuye, por medio de subterfugios, un lance personal. Si lo que busca usted es pendencia, me tiene a su disposición. Sólo le suplico que antes de resolver esta cuestión de un modo o de otro consulte... al señor Cardona. He dicho al señor. No me mire usted con esos ojos espantados... Oígame hasta que termine. Doña Leonor Cardona, que según opinión general es una señora honradísima, ha debido de padecer una pesadilla y soñar que teníamos relaciones, que nos veíamos, que me había escrito, etcétera. Bajo el influjo de ilusorios remordimientos le ha contado a su marido todo... es decir, nada...; pero todo para ella; y el marido ha venido aquí como usted, sólo que más enojado, naturalmente, a pedirme cuentas, a querer beber mi sangre. Si yo no la tuviese bastante fría, a estas horas pesa sobre mi conciencia el asesinato de Cardona... o él me habría matado a mí (no digo que no pudiese suceder). Por fortuna no me aturdí, y preguntando a Cardona las épocas en que su esposa afirmaba que habían tenido lugar nuestras entrevistas criminales, pude demostrarle de un modo fehaciente que a la sazón me encontraba yo en París, en Sevilla o en Londres. Con igual facilidad, probé la inexactitud de otros datos aducidos por doña Leonor. Así es que el señor Cardona, muy confuso y asombrado, tuvo que retirarse pidiéndome excusas. Si usted me pregunta cómo me explico suceso tan extraordinario, le diré que creo que esta señora, a quien después he procurado conocer (¡por la memoria de mi madre le juro a usted que antes, ni de vista!), sufre alguna enfermedad moral, y ha tenido una visión. Vamos, que se le ha aparecido un espectro de amor..., y ese espectro, ¡vaya usted a saber por qué!, ha tomado mi forma. Y no hay más... No se admire usted tanto. Dentro de diez años, si trata usted algunas mujeres, se habituará a no admirarse de casi nada.

Salí de casa del marqués en un estado de ánimo indefinible. No había medio de desmentirle, y al mismo tiempo la incredulidad persistía. Impresionado, no obstante, por las firmes y categóricas declaraciones del dandi, me dediqué desde aquel punto, no a cortejar a Leonor, sino a observar a Cardona. Procuré hablarle mucho, hacerle espontanearse, y fui sacando, hilo a hilo, conversaciones referentes a la fidelidad conyugal, a los lances que puede originar un error, a las alucinaciones que a veces sufrimos, a los estragos que causa la fantasía... Por fin, un día, como al descuido, dejé deslizar en el diálogo el nombre del marqués de Cazalla y una alusión a sus conquistas... Y entonces Cardona, mirándome cara a cara, con gesto entre burlón y grave, preguntó:

-¿Qué? ¿Ya te han enviado allá a ti también? ¡Pobrecilla Leonor, está visto que no tiene cura!

No necesité más para confesar de plano mis gestiones, y Cardona, sonriendo, aunque algo alterada su sonora voz, me dijo:

-Has de saber que cuando fui a casa del marqués de Cazalla, ya llevaba yo ciertos barruntos y sospechas de la alucinación de Leonor, de la cual me convencí plenamente después. Si bien no parezco celoso, y hasta se diría que me pierdo por confiado, he vigilado a Leonor siempre, porque la quiero mucho, y en ninguna época hubiese podido ella cometer, sin que yo me enterase, los delitos de que se acusaba. Comprendí que se trataba de una fantasmagoría, de un sueño, y me resigné a la hipótesis de una falta imaginaria... ¡Quién sabe si ese fantasma de pasión y arrepentimiento le sirve de escudo contra la realidad! Lo que te aseguro es que Leonor, viviendo yo, nunca saldrá de la región de los fantasmas... ¡Y no volvamos a hablar de esto en la vida!

Aproveché el aviso, y de allí en adelante evité quedarme a solas con Leonor, y hasta fijar la mirada en sus oscuros ojos, nublados por la quimera