jueves, 27 de febrero de 2014

"La ganadera"




No podía el cura de Penalouca dormir tranquilo; le atormentaba no saber si cumplía su misión de párroco y de cristiano, de procurar la salvación de sus ovejas.

Ni tampoco podría decir el señor abad si sus ovejas eran realmente tales ovejas o cabras desmandadas y hediondas. Y, reflexionando sobre el caso, inclinábase a creer que fuesen cabras una parte del año y ovejas la restante.

En efecto, los feligreses del señor abad no le daban qué sentir sino en la época de las marcas vivas y los temporales recios; los meses de invierno duro y de huracanado otoño. Porque ha de saberse que Penalouca, está colgado, a manera de nidal de gaviota, sobre unos arrecifes bravíos que el Cantábrico arrulla unas veces y otras parece quererse tragar, y bajo la línea dentellada y escueta de esos arrecifes costeros se esconde, pérfida y hambrienta de vidas humanas, la restinga más peligrosa de cuantas en aquel litoral temen los navegantes. En los bajíos de la Agonía -este es su siniestro nombre- venían cada invernada a estrellarse embarcaciones, y la playa del Socorro -ironía llamarla así- se cubría de tristes despojos, de cadáveres y de tablas rotas, y entonces, ¡ah!, entonces era cuando el párroco perdía de vista aquel inofensivo, sencillote rebaño de ovejuelas mansas que en tanto tiempo no le causaba la menor desazón (porque en Penalouca no se jugaba, los matrimonios vivían en santa paz, los hijos obedecían a sus padres ciegamente, no se conocían borrachos de profesión y hasta no existían rencores ni venganzas, ni palos a la terminación de las fiestas y romerías). El rebaño se había perdido, el rebaño no pacía ya en el prado de su pastor celoso..., y este veía a su alrededor un tropel de cabras descarriadas o -mejor aún- una manada de lobos feroces, rabiosos y devorantes.

Cada noche, cuando mugía el viento, lanzaba la resaca su honda y fúnebre queja y las olas desatadas batían los escollos, rompiendo en ellos su franja colérica de espuma; los aldeanos de Penalouca salían de sus casas provistos de faroles, cestones, bicheros y pértigas. ¡Aquellos farolillos! El abad los comparaba a los encendidos ojos de los lobos que rondan buscando presa. Aquellos faroles eran el cebo que había de atraer a la cosa fatal a los navegantes extraviados por el temporal o la cerrazón, a pique de naufragio o náufragos ya, cuando tal vez no les quedaba otra esperanza que el esquife, con el cual intentaban ganar la costa... Llamados por las sirenas de la muerte a la playa fatal, apenas llegaban a la tierra, caía sobre ellos la muchedumbre aullante, el enjambre de negros demonios, armados de estacas, piedras, azadas y hoces... Esto se conocía por «ir a la ganadera». Y el cura, en sus noches de insomnio y agitación de la conciencia, veía la escena horrible: los míseros náufragos, asaltados por la turba, heridos, asesinados, saqueados, vueltos a arrojar, desnudos, al mar rugiente, mientras los lobos se retiran a repartir su botín en sus cubiles...

Los días siguientes al naufragio, todos los pecados que el resto del año no conocían las ovejas, se desataban entre la manada de lobos, harta de presa y de sangre. Quimeras y puñaladas por desigualdades en el reparto; borracheras frenéticas al apurar el contenido de las barricas arrojadas por las olas; después de la embriaguez, otro género de desmanes; en suma, la pacífica aldea convertida en cueva de bandidos...., hasta que los temores amainaban, el viento se recogía a sus antros profundos, el mar se calmaba como una leona que ha devorado su ración, y los hombres, mujeres y chiquillería de Penalouca volvían a ser el manso rebañito que en Pascua florida corría al templo a darse golpes de pecho y a recitar de buena fe sus oraciones, mientras enviaba al señor cura, como presente pascual, cestones de huevos y gallinas, inofensivos quesos y cuajadas...

-No es posible sufrir esto más tiempo -decidió el abad-. Hoy mismo me explico con el alcalde.

El alcalde era la persona influyente, el cacique; él vendía allá, en la capital, los frutos de la ganadera, y estaba, según fama, achinado de dinero. Al oír al párroco, el alcalde se santiguó de asombro. ¿Renunciar a la ganadera? ¡Pues si era lo que desde toda la vida, padres, abuelos, bisabuelos, venían haciendo los de Penalouca para no morirse de necesidad! ¿Bastaba la pobre labor de la tierra para mantenerlos? Bien sabía el señor abad que no. Ni aún pan había en la aldea, a no ser por la ganadera; claro, con el fruto de la ganadera se había construido la Casa de Ayuntamiento; se había reparado la iglesia, que se caía ruinosa; se habían redimido del sorteo los mozos, los brazos útiles; se había construido el cementerio. No era posible ir contra una costumbre tan antigua y tan necesaria, y ninguno de los abades anteriores habían ni pensado en ello, y Penalouca era Penalouca, gracias a la ganadera...

-¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer?

Y el cura, al escuchar el fragor de los cordonazos, las tempestades de otoño que vienen con los dos frailes, sintió que aquel conflicto ya dominaba su alma, que se volvía loco si tuviese que arrostrar ante Él, que nos ve, la responsabilidad de haber consentido, inerte, silencioso, tantas maldades...

Cierta espantosa noche de noviembre, el párroco se dio cuenta de que debía de haber naufragio... Idas y venidas misteriosas en la aldea, sordos ruidos que salían de las casas, sombras que se deslizaban rasando las paredes, alguna exclamación de mujer, alguna voz argentina de niño... Penalouca iba a su crimen tutelar; Penalouca ya era la manada de lobos, con dientes agudos y fauces ardientes, hambrientas... El párroco se alzó de la cama temblando, se puso aprisa un abrigo y una bufanda, descolgó el Crucifijo de su cabecera y echó a correr camino de la playa del Socorro.

Cuando desembocó en ella, el cuadro se le ofreció en su plenitud. La mar, tremendamente embravecida, acababa de arrojar náufragos, sobre los cuales se encarnizaba, con guturales gritos de triunfo, la chusma.

Al uno, después de romperle la cabeza de un garrotazo, le habían despojado de un cinturón relleno de oro; al otro, le desnudaban, y con una mujer, joven aún, viva, implorante, se disponían a hacer lo mismo. Arrodillada, lívida, la mujer pedía por Dios compasión...

El párroco alzó el Crucifijo y se lanzó entre las fieras.

-¡Atrás! ¡Aquí está Dios! -gritó enarbolando la escultura-. ¡Dejen a esa mujer! ¡El que se mueva está condenado!

Los aldeanos retrocedieron; un momento les subyugó la voz de su párroco, y les impuso el gran Cristo cubierto de heridas, semejante al náufrago que yacía allí, desnudo, y ensangrentado también. Pero el alcalde, vigilante, empedernido, fue el primero que desvió al cura, blandiendo el garrote, profiriendo imprecaciones... Y la multitud siguió el impulso y se defendió, ciega, en la confusión del instinto, en la furia del desenfreno pasional...

Pocos días después salió a la orilla, con los de los náufragos, el cuerpo del párroco, que presentaba varias heridas. También él había ido a la ganadera.

miércoles, 26 de febrero de 2014

"La emparedada"


Reclinada sobre tapices persas, pálida y triste, entre humaredas de pebeteros que la envuelven en nubes de exóticos inciensos y violentos sahumerios orientales, la zarina tiembla, pues va a regresar su esposo, su terrible esposo, de la guerra o de la caza. Y cuando regrese, sufrirá la zarina el suplicio de la marmórea indiferencia y el desdén brutal con que la mira y la trata su dueño, harto de su hermosura y airado contra la mujer que no consigue atraerle a sus brazos.

¿Por qué la aborrece el zar? La zarina lo ignora. Sus espejos de plata bruñida le dicen que es bella. Su caudalosa mata de pelo, color de cobre limpio, ondea y se encrespa hasta el borde del pesado caftán de terciopelo verde recamado de oro. Sus perfectas facciones parecen cinceladas, como suelen parecer las de sus paisanas, las hijas de la Georgia. Su piel clara brilla con dulce resplandor nacarino. Sus manos son tan delicadas y prolongadas como las de la icona de marfil que se yergue dentro de una hornacina, al pie del lecho. Sabe tañer, sabe cantar, y ella misma compone los versos de sus melancólicas querellas. ¿Por qué el zar la aborrece? No se atreve a preguntárselo. Quizá no lo sepa él mismo. Hay sentimientos cuyo origen desconoce el alma donde reinan.

Se oyen ladridos de perros, relinchos de caballos, algazara de cazadores. El zar vuelve. La zarina, temblante, apresta la sonrisa, pinta sus mejillas, se prende en el seno una rosa de Teherán, cogida del rosal, que ella misma cuida, y sale al encuentro del esposo, como debe hacer toda esposa fiel y amante. Mientras despojan al zar de sus arreos cinegéticos y le visten ropaje prolijamente bordado, la zarina espera para abrochar a su dueño el redondo broche de turquesas y granates que sujeta la túnica. Cuando se adelanta, dispuesta a hacerlo, con gesto amoroso, el zar la rechaza.

-Zarina, te detesto. Tu vista me es amarga como el absintio. Odio tus ojos azulados y tus lágrimas infantiles, que no aciertas a esconder. Odio la rosa que te adorna y la fragancia que despiden tus labios. Odio tus manos de marfil, semejantes a las de la icona, y tus pies bien formados, que he visto desnudos. Córtate al punto ese largo pelo rizado y, sin murmurar, desaparece en las tinieblas del convento.

-¿En qué he delinquido, señor? Te he sido leal, te he amado, te he obedecido siempre como obedece la mano a la voluntad... ¿Cuál es mi culpa?

-Ninguna. Te odio. No puedo decirte más. Basta. Te encerrarán en una celda de piedra con tres ventanas; desde la primera verás una iglesia de doradas cúpulas; desde la segunda, un jardín lleno de flores; desde la tercera, un cementerio, donde has de dormir.

-¡Por compasión! -gime la joven posternada-. Déjame libre, zar ortodoxo, y mendigaré mi sustento! ¡Déjame que ocupe el último lugar entre las servidoras del palacio, y no me acordaré nunca de que he sido la zarina!

-Quien lo ha sido lo es. A la celda te llevarás tu alta corona de pedrería, tu manto forrado de cibelina, tus collares relicarios. Despáchate. Hoy te esperan en el convento de la Panaxia.

Allí conducen la misma noche a la zarina. Emparedada en su celda, cuando se despierta, cree al pronto haber soñado un horrible sueño, pero no puede dudar; reconoce las tres ventanas, desde las cuales ve la iglesia, el jardín, el cementerio con sus túmulos de césped y sus cipreses oscuros. Sacude la cabeza: la soberbia mata de pelo ha desaparecido. Oculta el rostro entre las manos y llora, llora tres días y tres noches, rehusando el alimento.

Al tercer día, exánime, bebe una jarra de kumis, y se resigna. Todas las mañanas reza ante las cúpulas de oro: todas las tardes canta, acompañándose con su bandurria, canciones dolientes. Nunca se asoma a la ventana que cae al cementerio; su único consuelo es mirar el jardín florido. Pero el invierno se acerca: el soplo de su yerta boca despoja los árboles. El ciclo gris apenas deja filtrar la claridad lívida del sol. En el horizonte flotan inciertos velos, como niebla de humo; un polvillo pálido desciende lentamente, amortiguando más aún la escasa luz diurna. Poco a poco, el polvillo se convierte en granitos de maná, luego en copos finos, después apretados y densos. La tierra blanquea. Diríase que el aire blanquea también. A lo lejos un infinito blanco junta al cielo con el suelo. Nieve dondequiera, nieve hasta perderse de vista: inmovilidad y mutismo fúnebre, y la zarina, emparedada, bajo sus pieles de marta y armiño, tirita como si la envolviese el velo silencioso de la muerte.

Pasan meses y meses: viene la primavera; la negra gleba humea y se esponja bajo el sol de abril; dijérase que las cortezas crujen y las yemas de los árboles revientan; dijérase que la estepa ríe y que los pájaros están locos. La zarina deja deslizarse sus abrigos de rica peletería y se asoma a la ventana. No muy distantes, por el camino tortuoso, ve cruzar peregrinos que se dirigen a Jerusalén, mujiks que van a sembrar el trigo y el lino, monjes, cosacos, babas que llevan a hombros sus pequeñuelos. Y canta sus querellas, con la esperanza de que alguien la oiga y fije en la ventana una mirada de piedad. Nadie la escucha, nadie se vuelve, excepto un viejo vagabundo que al crepúsculo pasa cerca de las tapias del jardín.

-¿Qué tienes, niña? ¿Por qué te han encerrado? -pregunta el viejo-. ¿Has cometido, sin duda, un crimen?

-¡Ay de mí! -responde la emparedada-. No hice nada malo. Cristo lo sabe. Estoy aquí porque el zar me odia. Sálvame, cristiano ortodoxo.

-Si te odia nuestro padre el zar, será con razón y justicia.

-Sin razón; por capricho me aborrece.

-Habla con más cordura, niña. No podemos comprender al zar ni a Cristo, Zar del Cielo, y ambos tienen siempre razón. Sufre y calla...

Y el viejo se aleja, despacio, como si luchase todavía entre un impulso de compasión y el convencimiento de que a él, pobre mendigo errante, sólo le toca postrarse al oír el nombre del zar. La emparedada le grita, le llama, dándole nombres de cariño. Una cuerda que el viejo arrojase a su ventana es la libertad, la salvación. La tarde iba cayendo, la luna se alzaba encendida y redonda, el vagabundo ya se confundía con el gris de la sombría estepa, allá en lontananza. Y entonces la zarina, asomándose a la tercera ventana, de la cual siempre había huido, la que cae al cementerio, tendió los brazos en transporte de amor hacia los túmulos de césped y las profundidades de fosa que se adivinan bajo el suelo mil veces removido, relleno de muertos. La libertad está allí...