Un labrador, cerca de Astigarraga, poseía un caserío y muchas tierras que le daban buen dinero. Era un hombre trabajador aunque muy avaricioso. Pasaba todo el día trabajando en los maizales o en los cuadros de la huerta, o segando hierba para formar las metas o montones a la puerta de los establos.
Entre los vecinos tenía fama de avaro, si bien elogiaban su amor al trabajo.
--Dinero, ya tiene; pero buenos sudores le cuesta.
Pues muchas noches le veían salir del caserío, coger las layas e ir al campo a trabajar.
Murió este labrador y su viuda confió el cuidado de la tierra a un amigo de toda la vida. Éste era un hombre honrado que por su timidez nunca había conseguido llegar a más. Tuvo, pues, mucha satisfacción en entrar al servicio de la viuda de su amigo. Y queriendo seguir los hábitos de trabajo de éste, muchas noches volvía a uncir los bueyes y arar o trabajar incluso después de haber estado trabajando toda la jornada.
Una de estas noches iba aguijando los bueyes. Había luna y una claridad extraña se extendía por los campos. El buen hombre de pronto vio una luz que brillaba delante de él. Creyó que sería algún reflejo y no le prestó atención. Sin embargo, la luz estaba siempre delante de la yunta; se movía cuando ésta avanzaba y, al dar la vuelta los bueyes, se volvía a plantar delante. Así hasta que el hombre empezó a sentir un poco de miedo y se volvió a casa.
A la noche siguiente volvió a repetirse el hecho y temiendo que fuera una aparición fue al cura y le contó lo que sucedía. El cura le dijo:
--Pregunta a esa luz qué es lo que quiere.
Por la noche, cuando fue al campo, se le volvió a aparecer la luz.
--En el nombre de Dios, dime qué quieres, exclamó temblando el pobre hombre y oyó la voz de su amigo que le decía:
--Soy yo que vengo a decirte que no puedo entrar en el cielo; me arrepentí de mis pecados, pero no remedié alguna falta grave que puedes ayudarme a limpiar. Por las noches, cuando salía y creían los vecinos que iba a trabajar, me dedicaba a cambiar las lindes de los campos para ganar tierras. Nadie notó la cosa; pero ahora no puedo entrar en el cielo hasta que los límites estén restituidos a su sitio primitivo. ¡Hazlo tú, por amistad! Y desapareció.
El labrador, sin decir palabra a nadie por no manchar la memoria de su amigo, se dedicó a arreglar los límites y la luz no volvió a aparecer.
La última noche en que lo hizo, el amigo oyó una voz que le decía:
--¡Gracias por tu obra de caridad!