jueves, 7 de agosto de 2014

LA PORTERÍA DEL CIELO




El tío Paciencia era un pobre zapatero que vivía y trabajaba en un portal de Madrid. Cuando era aprendiz asistía un día a una conversación entre su maestro y un parroquiano, en la cual éste mantenía que todos los hombres eran iguales. Después de pensar largo rato el aprendiz, al fin preguntó al maestro, si era verdad lo que había oído decir.

—No lo creas,—repuso éste.—Sólo en el cielo son iguales los hombres.

Se acordaba de esta máxima toda su vida, consolándose de sus penas y privaciones con la esperanza de ir al cielo y gozar allá de la igualdad que nunca encontraba en la tierra. En toda adversidad solía decir:—Paciencia, en el cielo seremos todos iguales.—A esto se debía el apodo con que era conocido, y todos ignoraban su verdadero nombre.

En el piso principal de la casa, cuyo portal ocupaba el pobre zapatero, vivía un marqués muy rico, bueno y caritativo. Cada vez que este señor salía en coche de cuatro caballos decía para sí el tío Paciencia:

—Cuando encuentre a vuecencia en el cielo, le diré: 'Amiguito, aquí todos somos iguales'. Pero no era sólo el marqués el que le hacía sentir que en la tierra no fuesen iguales todos los hombres, pues hasta sus amigos más íntimos pretendían diferenciarse de él. Estos amigos eran el tío Mamerto y el tío Macario.

Mamerto tenía una afición bárbara por los toros; y una vez, cuando se estableció una escuela de tauromaquia, estuvo a punto de ser nombrado profesor. Este precedente le hacía considerarse superior al tío Paciencia, quien reconocía esta superioridad y se consolaba con la máxima sabida. Macario era muy feo; pero, no obstante, se había casado con una muchacha muy guapa. Por razones que ignoramos había salido muy mal este matrimonio, y cuando al cabo de veinte años de peloteras murió la mujer, el buen hombre se quedó como en la gloria. Pero poco tiempo después se encalabrinó con otra muchacha muy linda también, y se casó otra vez a pesar de las protestas del tío Paciencia, que consideraba esto una enorme tontería. Como el tío Paciencia nunca había conseguido que las mujeres le amasen, mientras habían amado a pares al tío Macario, éste creía tener cierta superioridad sobre su amigo. El tío Paciencia la reconocía y se consolaba con la máxima que ya sabemos. Un día cuando llovía a cántaros Mamerto quiso asistir a una corrida de toros. El tío Paciencia trató de quitárselo de la cabeza, pero en vano. Al volver a casa Mamerto fue obligado a meterse a la cama a causa de un tabardillo, que al día siguiente se lo llevó al otro mundo. Aquel mismo día estaba muy malo el tío Macario de resultas de un sofocón que le había aplicado su mujer. Gracias al tratamiento de su segunda mujer el pobre hombre no podía resistir grandes sustos, y la inesperada noticia de la muerte de su amigo le causó tal sobresalto que expiró casi al instante.

Extrañando que en todo el día no hubiese visto a sus dos amigos el tío Paciencia al anochecer fue a buscarlos. La terrible noticia de la muerte de los dos fue para él como un escopetazo, y aquella misma noche se fue, tras sus amigos tomando el camino del otro mundo.

A la mañana siguiente el ayuda de cámara del marqués entró con el chocolate, y tuvo la imprudencia de decir a éste que el zapatero del portal había muerto al saber que habían espirado casi de repente dos amigos suyos. Como el marqués era un señor muy aprensivo, y como por aquellos días se temía que hubiese cólera en Madrid, se asustó tanto que pocas horas después era cadáver, con gran sentimiento de los pobres del barrio.

El tío Paciencia emprendió el camino del cielo muy contento con la esperanza de gozar eternamente de la gloria, de vivir en el mundo donde todos los hombres eran iguales, de encontrar allí a sus queridos amigos Mamerto y Macario, y de esperar la llegada del marqués para tener con él la anhelada conversación que ya se había repetido para sí mil veces durante su vida. En cuanto a Mamerto no dejaba de tener unas dudillas, porque se acordó de que éste durante la vida había dicho más de una vez:—Por una corrida de toros dejo yo la gloria eterna.

Fue interrumpido en estas reflexiones el tío Paciencia viendo venir del cielo un hombre que daba muestras de la mayor desesperación. Se detuvo pasmado al reconocer a su amigo.

—¿Qué te pasa, hombre?—preguntó al tío Mamerto.

—¿Qué diablo me ha de pasar? Me han cerrado para siempre las puertas del cielo.

—Pero ¿cómo ha sido eso, hombre? Habrá sido por tu pícara afición a los toros.

—Algo ha habido de eso. Escucha. Llegué a la portería del cielo y encontré allí un gran número de personas que aguardaban para entregar el pasaporte para el otro mundo. El portero que revisaba los papeles gastaba mucho tiempo con preguntas y respuestas antes de permitir la entrada. Al oír que rehusó la entrada a un pobre diablo por haber sido demasiado aficionado a los toros, comprendí que ya no había esperanza para mí. Entonces me mezclé entre la gente, aguardando una ocasión para colarme dentro sin que me viera el portero. A los pocos momentos da éste una media vuelta, y ¡zas! me cuelo en el cielo. Daba yo ya las gracias a Dios por haberlo hecho, porque dentro estaba uno como en la gloria. De repente le da la gana al portero de contar los que estaban en la portería, y nota que le falta uno.

—Uno me falta,—grita hecho un solimán.

—Y apuesto una oreja a que es ese madrileño.—Entonces veo que llama a unos músicos que había alrededor de Santa Cecilia, y ellos pasan a la portería. Algunos minutos más tarde oigo que tocan "salida de toros", y yo, bruto de mí, olvidando todo y creyendo que hay corrida de toros en la portería, salgo como una saeta a verla. El portero, soltando la carcajada, me dió con la puerta en los hocicos, diciéndome:—Vaya Vd. al infierno, que afición a los toros como la de Vd. no tiene perdón de Dios.

Ambos continuaron su camino; el tío Paciencia el del cielo, que era cuesta arriba, y el tío Mamerto el del infierno, que era cuesta abajo.

No había andado largo rato cuando tropezó con el tío Macario, que venía también del cielo y marchaba con la cabeza baja. Los dos amigos se abrazaron conmovidos.

—¿Tú por aquí, Paciencia?—dijo el tío Macario.—¿Adónde vas?

—¿Adonde he de ir? Al cielo.

—Difícil será que entres.

—¿Porqué?

—Porque es muy difícil entrar allí.

—¿Y cuál es la dificultad?

—Escucha, y verás. Llegamos otro y yo a la puerta, llamamos, y sale el portero.—¿Qué quieren Vds.? nos pregunta.—¿Qué hemos de querer sino entrar?—contestamos.—¿Es Vd. casado o soltero?—pregunta el portero a mi camarada.—Casado, contesta él.—Pues pase Vd., que basta ya esta penitencia para ganar el cielo, por gordos que sean los pecados que se hayan cometido.—Estuve yo para colarme dentro detrás de mi compañero, pero el portero, deteniéndome por la oreja, me pregunta:—¿Es Vd. casado o soltero?—Casado, dos veces.—¿Dos veces?—Sí, señor, dos veces.—Pues vaya Vd. al limbo, que en el cielo no entran tontos como Vd.

Cada uno seguía su camino. Al fin el tío Paciencia divisó las puertas del cielo, y se estremeció de alegría, considerando que estaba ya a medio kilómetro del mundo donde todos los hombres eran iguales. Cuando llegó a la portería vió que no había en ella un alma. Fue a la puerta y dió un aldabazo muy moderado. Apareció en un ventanillo al lado de la puerta el portero que preguntó:—¿Qué quiere Vd.?

—Buenos días, señor—contestó el tío Paciencia con la mayor humildad, quitándose el sombrero—quisiera entrar en el cielo, donde, según he oído decir, todos los hombres son iguales.

—Siéntese Vd. en ese banco, y espere a que venga más gente. No vale la pena el abrir esta pesada puerta por un solo individuo.

El portero cerró el ventanillo, y el tío Paciencia se sentó en el banco. No estuvo allí mucho tiempo cuando oyó un escandaloso aldabazo. Dirigiendo los ojos en la dirección del ruido Paciencia reconoció a su vecino, el marqués. Al mismo tiempo se oyó desde adentro el portero que gritó con voz de trueno:—¡Hola! ¡Hola! ¿Quién es este bárbaro que está derribando la puerta?

—El excelentísimo señor marqués de la Pelusilla, grande de España de primera clase, caballero de las órdenes de Alcántara, de Calatrava, de Montesa y de la Toisón, miembro de la cofradía del cordón de San Francisco, senador del reino, etc., etc.

Al oír esto el portero abrió de par en par la puerta, quebrándose el espinazo a fuerza de reverencias y exclamando:—Ilustrísima vuecelencia, tenga Vd. la bondad de perdonarme si le he hecho esperar un poco, que yo ignoraba que era Vd. Ya hemos recibido noticia de la llegada de su excelencia. Pase, vuecelencia, señor marqués, y verá que todo se ha preparado para el recibimiento del caballero más ilustre, piadoso, distinguido y rico de España.

En el centro del cielo se veía la orquesta celeste de ángeles bajo la dirección del arcángel Gabriel. Detrás de ellos estaba colocado un coro de vírgenes todas vestidas de blanco y con coronas de flores. Al lado izquierdo se hallaba un órgano teniendo cañones de oro, delante del cual estaba sentada la Santa Cecilia. Al lado derecho estaba el rey David con un arpa de oro. En una plataforma estaban los célebres músicos que habían destrozado las murallas de Jericó, hace ya muchos Siglos.

Al primer paso que dió el marqués entonaron éstos una fanfarria que demostraba claramente que no había desmejorado su arte. Casi al mismo instante, luego que el marqués hubo atravesado el umbral, fue cerrada la puerta, y el pobre tío Paciencia no pudo ver nada más. Pero oía harmonías tales como jamás había oído en la tierra.

El tío Paciencia se quedó en su banco cavilando y ponderando todo lo que acababa de ver y oír.—¡Zapatazos!—dijo para sí.—He pasado toda mi vida sufriendo con santa paciencia todos los trabajos y humillaciones de la tierra, creyendo que en el cielo todos los hombres serían iguales. ¿Y qué me sucede? Aquí, a la puerta del cielo he de presenciar la prueba más irritante de desigualdad.

La abierta del ventanillo sacó al tío Paciencia de sus cavilaciones.—¡Calla!—exclamó el portero, reparando en el tío Paciencia.—¿Qué hace Vd. ahí, hombre?

—Señor,—contestó humildemente éste,—estaba esperando...

—¿Porqué no ha llamado Vd., santo varón?

—Ya ve Vd., como uno es un pobre zapatero...

—¡Qué habla Vd. de pobre zapatero, hombre! En el cielo todos los hombres son iguales.

—¿De veras?—exclamó el tío Paciencia, dando un salto de alegría.

—Y muy de veras. Categorías, clases, grados, órdenes, todo eso se queda para la tierra. Pase Vd. adentro.

El portero abrió, no toda la puerta como cuando entró el marqués, sino lo justo para que pudiera entrar un hombre. Entró el tío Paciencia, y se detuvo sorprendido. No había ni orquesta ni coro ni músicos. El portero, que adivinó la causa de esta penosa extrañeza, se apresuró a desvanecerla.

—¿Qué es eso, hombre, que se ha quedado Vd. como imagen de piedra?

—¿No me ha dicho Vd. que en el cielo todos los hombres son iguales?

—Sí, señor, y he dicho la verdad.

—Y entonces, como el marqués...

—¡Hombre! no hable Vd. disparates. ¿No ha leído Vd. en la Sagrada Escritura que más fácil es que entre un camello por el ojo de una aguja que un rico en el cielo? Zapateros, sastres, herreros, labradores, mendigos, majaderos, tunantes, éstos llegan aquí a todas horas, y no tenemos por novedad su llegada. Pero se pasan siglos enteros sin que veamos a un señor como el que ha llegado hoy. En tal caso es preciso que echemos la casa por la ventana.

 

miércoles, 6 de agosto de 2014

"El rey lagarto"




Érase una vez un zapatero que tenía una hija muy hermosa y buena, pero era tan pobre que apenas podía mantener a su mujer y a su hija con su trabajo. Y cierto día se presentó en su casa un criado del señor del castillo que se levantaba sobre el monte que dominaba la ciudad, para pedirle en su nombre la mano de su hija. Y el pobre zapatero, reuniéndose con su familia, habló así:

   - Mirad, ha venido a casa un criado del rey diciendo que su señor desea tomar a mi hija por esposa. Pero ya sabéis que, según cuenta la gente, nuestro rey es un horrible lagarto. Entonces yo no sé qué hacer. Si tú te casas con el rey, nos libraríamos de la pobreza. Mas, por otra parte, no quiero que mi hija sea la mujer de un monstruo.

- No te preocupes, padre. Lo importante es que vosotros salgáis de estos apuros, y luego Dios dirá.

La niña se fue al castillo del Rey Lagarto, acompañada por su madre que no quiso dejarla sola. Y, una vez en el palacio, salió un lagarto gigantesco y se casó con la niña. Y cuando llegó la noche, la niña pasó a la alcoba del lagarto. Entonces éste, tirando de sus dientes, se quitó la piel y se convirtió en un hermoso príncipe. La niña, al ver la transformación, se puso muy contenta. Pero el príncipe le dijo:

 - Ten presente una cosa. Mañana volveré a ponerme la piel Y otra vez apareceré ante todos con mi forma de lagarto. Esta transformación es un secreto que no puedes contar a nadie, ¡óyeme bien!, a nadie; porque si hablas de ella te ocurrirá una desgracia.

Al día siguiente, la madre corrió muy preocupada a ver cómo estaba su hija, y cuál no sería su sorpresa cuando la encontró muy alegre y feliz.

 - Pero bueno ... ¿Cómo es posible que te encuentres tan contenta después de pasar la noche con semejante bicho? Tú me ocultas algo. Anda, dime todo lo que te ha ocurrido.

 Mas la niña, por mucho que insistió su madre, no contó nada. Y así pasaron los días... La hija cada vez más alegre y la madre cada vez más convencida de que su hija le ocultaba algo. Y tanto insistió y tanto preguntó la madre, que al fin un día la niña reveló el secreto. Y su madre le habló así:

 - Mira, hija mía, de esta forma no podemos seguir. El príncipe tiene que presentarse ante todos tal como es, y no con esa horrible figura de lagarto. Vas a hacer lo que yo te diga. Esta noche cuando se quite la piel se la quemas, y verás como ya terminamos de una vez con esta historia.

Al llegar la noche la muchacha, cumpliendo el deseo de su madre, quemó la piel de lagarto. Pero, a la mañana siguiente, cuando se despertó, el príncipe dijo:

 - Veo que has descubierto nuestro secreto. Ahora yo tengo que marcharme, y si quieres encontrarme otra vez, tendrás que ponerte en peregrinación en busca del Palacio Encantado. Y antes de dar con él deberás penar mucho y andar hasta romper siete pares de zapatos de hierro.

 Tras decir aquellas palabras, el príncipe desapareció. La niña se quedó muy triste. Pero un día, sin hacer caso de las palabras de su madre, decidió emprender la peregrinación en busca de su marido. Se puso un par de zapatos de hierro, y se echó a andar por esos caminos de Dios.

 Pasó el tiempo. La niña había roto ya seis de los siete pares de zapatos y, por más que preguntaba, nadie sabía dónde estaba el Palacio Encantado. Mas un día divisó una casa que se alzaba sobre una colina. La niña llegó hasta la puerta y llamó. Entonces salió una vieja muy vieja que le preguntó:

 - ¿Qué buscas por estos descampados, hija mía?

- Busco a mi marido que está en el Palacio Encantado. Pero ya he roto seis zapatos de hierro y nadie ha sabido darme razón de él.

 - Bueno. Mi hija es la luna que recorre el mundo. Cuando esta mañana venga a pasear yo le preguntaré, a ver si quiere ayudarte. Pero escóndete en esta tinaja no vaya a verte al entrar y te devore.

La niña, muy asustada, se escondió en una tinaja y allí pasó toda la noche. Al apuntar la aurora, volvió la luna a su casa y dijo:

- ¡A carne humana huelo! Madre, alguien se ha escondido aquí.

 - Hija mía, no le hagas ningún mal. Es una pobre muchacha que anda por el mundo buscando el Palacio Encantado para encontrar a su marido. Sé buena y dile dónde se encuentra.

 Tras oír estas palabras, la luna respondió que ella no conocía el lugar donde se encontraba el Palacio Encantado, pero que al otro lado de la montaña estaba la casa de su hermano el sol, y que como éste también viajaba mucho y con sus reflejos veía más que ella, acaso pudiera informarla. La niña se dispuso a partir, pero antes de salir la viejecita, dándole un huevo, le dijo:

 - Toma este huevo, hija mía, y cuando llegues al Palacio Encantado, si tienes algún apuro, lo estrellas. Verás cómo te sirve de ayuda.

 Conque la niña siguió andando, andando, sin otro alimento que las moras y bayas silvestres que encontraba hasta que, pasada la montaña, encontró una casa que era la del sol. Y cuando llamó a la puerta salió una vieja muy vieja, que era la madre del sol, y le preguntó qué buscaba por aquellos lugares. Y, después que la niña se lo hubo explicado, la viejecita le dijo que se escondiera en una tinaja para que su hijo no la devorase, y que ella la ayudaría.

Cuando, llegada la noche, el sol regresó a su casa, gruñó que olía a carne humana. Pero su madre le calmó contándole la historia de la niña y lo que ésta pretendía. Y el sol dijo que él no sabía dónde estaba el Palacio Encantado, pero que al otro lado de las montañas estaba la casa de su hermano el viento y éste, que se metía por todas partes, seguro que podría ayudarla. Y la viejecita, al despedirse de la niña, le dijo:

 - Ten esta naranja, hija mía, y cuando encuentres el Palacio Encantado, si te surge alguna contrariedad, pártela y verás cómo te alegras de ello.

 Azotada por la nieve y la ventisca, cruzó la niña las montañas. Tanto, tanto caminó que, cuando llegó a la casa del viento, ya había roto el último de los siete pares de zapatos de hierro. Llamó a la puerta, y una vieja muy vieja, más vieja que la madre del sol, atendió a su llamada y escuchó su historia y prometió ayudarla. Y cuando el viento entró en casa rugiendo que olía a carne humana, su madre le replicó:

 - Hijo mío, no te enfades. Es esta pobre peregrina que busca a su marido en el Palacio Encantado. ¿Tú la puedes llevar a él?

 - Sí, madre. Si tú quieres, yo la llevaré.

 - Bien, hija mía. Pronto encontrarás a tu marido. Pero si algún obstáculo surgiera entre tú y él, rompe esta nuez que ahora te doy y eso lo resolverá.

El viento, arrebatando a la niña de entre sus brazos, la llevó sobre los campos, sobre las montañas y sobre los ríos hasta depositarla a la puerta del castillo. Después, tras lanzar un rugido que hizo temblar a todos los árboles, emprendió el regreso a su hogar.

Junto a la puerta del castillo se agrupaba una gran multitud. La niña supo que, al cabo de tres días, el príncipe y señor del castillo celebraría su boda con una princesa extranjera. Y por eso, a las puertas del palacio se agrupaban juglares, mercaderes y mendigos, que habían venido al reclamo de las fiestas.

Al oír aquella noticia, la niña se estremeció; pero entonces recordó lo que había dicho la madre de la luna, y sacando el huevo lo estrelló contra el suelo. Y del huevo salió una gallina de oro, con todos sus polluelos de oro, tan bien hechos y tan reales que parecían tener vida. Arremolinose la gente en torno de aquella maravilla. Y al ruido del tumulto, salieron la prometida del príncipe y una hermana suya para enterarse de lo que pasaba. Y viendo aquel juguete tan precioso, la prometida dijo:

 - Buena mujer, ¿cuánto quiere usted por su gallina y sus polluelos?

- No quiero otra cosa que pasar la noche con su prometido porque tengo que decirIe dos palabras.

Al oír esto, la prometida se enfadó mucho y dijo que aquello no lo podía consentir. Pero su hermana le susurró que no fuese tonta y aceptase, que ella pondría adormideras en el vaso de leche que tomaba el príncipe antes de dormir, y así aquella peregrina no podría decirle nada. Y como la novia del príncipe estaba encaprichada con aquel juguete, aceptó lo que dijo su hermana. Y cuando la niña entró en la habitación de su marido lo encontró durmiendo. Y por más que le gritó y zarandeó no consiguió despertarle en toda la noche. A la mañana siguiente la niña fue expulsada del castillo. Pero, una vez fuera, sacó la naranja que le había dado la madre del sol y la partió. Y la naranja partida se convirtió en una fuente con surtidores de oro, tan hermosa que todos los ojos se iban tras ella. Salió otra vez la novia del príncipe y otra vez se encaprichó de aquel juguete de la peregrina. De nuevo propuso comprarlo y de nuevo la niña respondió que sólo quería pasar la noche con el príncipe. Y otra vez la novia aceptó, y otra vez le puso en la leche las adormideras, y el príncipe cayó en un sueño tan profundo que la niña, por más que hizo, no consiguió despertar a su marido. Y cuando de mañana la niña se encontró de nuevo a las puertas del castillo estaba muy triste, pensando que al día siguiente su marido se casaría con la nueva prometida. Entonces se acordó de lo que le dijo la madre del viento, y partió la nuez. Y de la nuez salió un huso, una rueca y un ovillo de oro. Y la niña comenzó a hilar oro ante la puerta del castillo. Y al poco apareció la novia y le dijo:

- ¿Cuánto quieres que te dé por esa rueca, ese huso y ese ovillo?

- Sólo quiero pasar la noche con su novio, pues he de hacerle un par de preguntas.

La novia aceptó, pensando que todo sería como las noches anteriores. Pero el príncipe, que había notado algo raro en el sueño tan pesado de las pasadas noches, tiró el vaso de leche que le habían dejado en su habitación. Así que cuando entró la niña, se despertó y le preguntó que quién era.

- Soy la que perdió a su marido por quemar la piel de un lagarto y rompió siete pares de zapatos de hierro antes de volver a encontrarle.

Al oír aquellas palabras el príncipe reconoció a su mujer y la abrazó con gran alegría. Después la niña salió de la habitación y le dijo a la novia que ya había hablado las dos palabras con el príncipe y que, por consiguiente, se iba.

Al día siguiente se iba a celebrar la boda. El príncipe dijo que tenía que invitar a la peregrina, y aunque la novia no quería, el príncipe insistió en que tenía que ir. Y en el banquete sentó a la niña a su derecha, con gran escándalo de la novia. Y, una vez que terminaron de comer, el príncipe, levantándose, dijo:

 - Ahora voy a contarles algo que me sucedió a mí. Hace mucho tiempo tenía yo un cofrecillo de oro, que era lo más bonito que uno podía imaginar. Pero un mal día lo perdí. Después encargué que me hicieran otro lo más bonito que pudieran, pero, aunque el segundo cofre era también muy bonito, no podía compararse con el primero. Y de pronto un día, después de mucho, mucho tiempo, encontré el cofrecillo que perdí. Y yo ahora les pregunto a ustedes: ¿con cuál de los dos cofres debo quedarme?

 - «Con el primero, con el primero», respondieron los convidados a coro.

 - Eso pienso yo también. Por ello, dejo a mi segunda novia, y me voy con esta peregrina, que es mi primera mujer.

Y, abandonando el castillo encantado, regresaron a su palacio, donde por muchos años vivieron con toda felicidad.