viernes, 12 de diciembre de 2014

La Nochebuena en el limbo



Al llegar a la puerta blanca, mi guía me dejó. Yo había visto contraerse el semblante del réprobo según nos acercábamos y, movida a compasión, le dije:

-Basta ya. Entraré sola. Maldita la falta que me hacen en el Limbo pajes, escuderos ni rodrigones. Allí no habrá más que chiquillería, porque las almas de los Santos Padres las sacó Cristo cuando descendió después de su muerte; todas salieron de reata, cogidas a un cabo de la cuerda con que los sayones habían amarrado al Dios-Hombre.

Gimió el poeta, y se guardó bien de acercarse al umbral de la soñolienta mansión. Yo empujé la puertecilla, y bajé por amplia gradería de nítido alabastro, que me condujo a inmenso patio rectangular. En su centro manaba una fuente plañidera, diminuta, que de tazón a tazón revertía gotas muy semejantes a cristalinas lágrimas. Al lado de esta fuente divisé otra no mayor, de basalto negro; el chorro que rebotaba en los platillos me pareció de sangre, que fluía en hilos bermejos y salpicaba el piso de placas redondas y oscuras. Entre ambas fuentes vi a un niño como de seis a siete años, en pelota, semejante a una estatuita de museo. La cara del niño me asombró: su entrecejo fruncido, sus chispeantes y altaneros ojos, no correspondían a edad tan tierna. El rapaz se entretenía con las dos fuentes, sepultando las manos en el sangriento chorro y bebiendo ansioso el raudal de lágrimas... Le llamé y acudió, orgulloso y marcial, clavando en mí sus ojos fascinadores de aguilucho.

-¿Quieres tú acompañarme? -pregunté a la criatura.

-Sí -contestó, lacónicamente-. Aunque ya, viéndome a mí, has visto lo mejor.

-Dime -exclamé, señalando a los guantes rojos que cubrían hasta el codo sus bracitos- ¿qué son esas dos fuentes? ¿Por qué estás ahí hecho un carnicero, todo mojado y ensangrentado?

El rapaz me flechó de nuevo sus terribles pupilas, y sólo respondió, frunciendo el ceño adusto:

-Mírame bien.

Me bastó la primera ojeada. ¡Qué torpeza la mía! Estaba hablando. La frente vastísima; los ojos profundos y ardientes; las pálidas y esculturales mejillas; los delgados y apretados labios, de líneas correctas; la barbilla acentuada y firme, con meseta redonda; el perfecto tipo de un gran bronce romano... Así, así debía ser en la primera infancia el capitán del siglo.

-No pensé hallar en el Limbo a Napoleón -dije, risueña y con muchísimas ganas de regalarle un saco de confites al vencedor de Austerlitz.

-¡Sí, Napoleón! -chilló la vocecilla, aunque infantil, bronca y extrañamente grave-. Buen Napoleón te dé Dios. Napoleón, a mi lado, se quedaría tamañito. Sabe que yo nací al pie del Cáucaso, y mi destino era conquistar toda el Asia sometiéndola al poder de Rusia, y arrojando luego sobre Europa las gentes ya sujetas a mi yugo. No dejaría títere con cabeza. ¡Gran zarabanda histórica! El Imperio alemán, hecho polvo. Media Confederación germánica, incorporada al Imperio moscovita. Italia, repartida entre Austria y Francia. Los españoles, trasladados al África, y los ingleses...

-¡Santo Dios! -interrumpí-. ¿Todo eso pensabas hacer, mocoso?

-¡Y lo haría! -gritó el héroe en miniatura-. Ése era mi papel en el mundo. Sólo que una tarde, jugando a guerras con otros chicos de mi lugar, tanto sudé que, al enfriarme, cogí una fiebre maligna...

-Y cátate salvada a la culpa Europa -añadí, intentando besarle aquella carita tan fiera y tan salada-. De modo que las fuentes...

-Son la sangre y el llanto que yo tenía que hacer correr. Aquí me sirven de pasatiempo. ¡Si vieses qué rico bañarse en los dos pilones! Las lágrimas tienen fama de amargas, pero a mí me saben a miel, y la sangre tibia y líquida despide un olorcillo fragante... Ven, que te enseñaré la sala grande, la Inclusa general. No creas, yo no voy nunca. No me rozo con semejante patulea. ¡No faltaba más! He acotado para mí este patio y juego solo. ¡Ay del que me dispute mis dominios! No pienses que no tengo más juguetes que las fuentecitas. Te enseñaré barajas de pedazos del mapamundi con ellas hago solitarios, y me echo las cartas y me predigo el porvenir. También poseo una escuadrita de acorazados de hojalata y caña, unas baterías de cañones de plomo y resmas de estampas de soldados y horror de sables de madera. A cada instante me los piden prestados los memos de la Inclusa..., pero yo no presto a chusma semejante. Ven, la verás.

Su mano diminuta y febril asió la mía, y cruzando un pórtico sin color, entramos en un salón gigantesco, pero frío, desnudo, de grises paredes, de aspecto cuartelario. Era lo que mi guía, el dominador del orbe, llamaba despreciativamente la Inclusa. El inconmesurable recinto estaba atestado de chiquillería: un océano de gente menuda; no intenté contarla, ni siquiera calcular aproximadamente su número. Imaginaos leguas y leguas de terreno cubiertas de mies; figuraos un pomar sin límites, cuajado de manzanas; suponed un colosal aprisco donde las ovejas hierven, ondean, se empujan, se encaraman unas sobre otras; así rebullían y pululaban los retoños humanos en la Inclusa límbica. Asombraba y entristecía considerar tal floración de capullos helados antes de abrirse, tanto fruto verde tronchado por el granizo, tanta cuna vacía, tanta desesperada madre.

No quiero decir la algarabía que armaban los chicuelos. Habíalos de muy diversos tamaños, desde el rorro coloradillo, recién salido del claustro materno, hasta el diablejo ya talludo; y de su masa confusa brotaba un coral análogo a los de Wagner, en que el llanto estrepitoso, el gemido desconsolado, la carcajada, el berrinche, el pataleo, el gorjeo, se unían en un solo acorde estridente, irónico, arrancado a las cuerdas y a los metales de infernal orquesta.

¡Y qué hervidero de cabecitas! Resguardada por la gorrilla de tres piezas, la blanda y abierta chola del mamón; aureolada por rubias sortijas, la del angelote de un trienio; con melena a lo Villamediana, negra y brillante, la del caballerito de siete; aquí la pelambrera erizada y cerril del mendigo callejero; allí los bucles de seda de la menina aristocrática; ya la pelona del escolar, ya la aplastada montera de crin del aldeanillo... Luego, los cráneos étnicos, dignos del escaparate de un museo antropológico: en los oscuros vástagos de la raza de Cam, la vedija lanosa; en los amarillentos muscos japoneses, el cerquillo frailuno... ¡Qué cabecitas tan curiosas! Daban impulsos de ir cogiéndolas como quien coge flores, y formando un ramillete... ¿Qué hacían las pobres criaturitas muertas?

Lo que de vivas. Jugar. Y con la explicación anterior de mi guía, comprendí perfectamente el sentido de sus juegos. En aquel rapaz que apila duros de chocolate, y los cuenta y los recuenta, y se los guarda muy envueltos en un papel, se ha perdido un avaro..., es decir, no se ha perdido nada. Aquel que se abraza a un rocinante de cartón, y lo acaricia, y lo halaga, y lo mira con embeleso..., hubiera sido un miembro del Jockey-Club, un sport-man de esos que besan a sus caballos vencedores en las carreras y cruzan a latigazos a sus queridas. Un muchacho se arrodilla ante una muñeca vestida de raso, con cara de porcelana, que abre los ojos y dice papá y mamá... ¡Feliz rapazuelo! La muñeca no le destrozará el corazón engañándole, como se lo destrozaría, si hubiese vivido, la mujer que la muñeca simboliza... La niña que da biberón a un bebé articulado no tendrá que llorar su muerte, como lloraría la del hijo que representa ese bebé. La imagen de la vida, en una comedia de marionetas; el destino figurado por el juego..., esto es el Limbo. Me volví y comuniqué mis observaciones al conquistador malogrado.

-Sí, sí -murmuró él-. Todo eso será verdad, pero a mí no me consuela. ¡Yo quisiera haber vivido, y saber lo que es una batalla, no de mentirijillas, sino de verdad; con soldados de carne y hueso, caballos que corran solos, cañones de acero que disparen balas de hierro y mi escuadra navegando en un mar real y efectivo, con olas, con tormentas, con viento, con truenos y rayos!

Al expresarse así, rugió el Napoleoncillo en agraz, y una lágrima saltó de sus lagrimales perfilados y duros.

Allá para mis adentros me pareció que el cachorro de león no iba descaminado. Aquella vida humana expresada con juguetes, con monigotes rellenos de serrín, con cartones y pinturas baratas, con aleluyas y cromos, debía de hacerse intolerable por su falsedad mezquina. Era la insulsez, la mentira sin velos de ilusión, lo abstracto, lo glacial, lo inerte, lo que ni llena el corazón ni aplaca la sed instintiva de vivir...

-Nosotros -añadió, bruscamente, el guerrerillo- no sabemos nada de nada. ¡Como que estamos en el Limbo siempre! Nuestra existencia transcurre entre ñoñerías y parodias. Sólo hoy, día de Nochebuena, a la hora en que nació Cristo, vemos algo real, algo que no es ni patraña, ni decoración de teatro... Y la hora se acerca... Me parece que suena ya.

Un clueco reloj de latón dio doce campanadas, y noté una blanquecina claridad venida de lo alto, que iluminaba la Inclusa, difundiéndose lenta y gradualmente por los ámbitos del enorme salón. Poco a poco se convirtió en resplandor dorado, y las paredes antes incoloras refulgieron como si fuesen fabricadas de purísimo diamante. En el fondo, entre radiantes irisaciones y sábanas de gloriosa lumbre, surgió un objeto espantoso: era una cruz de madera, donde agonizaba un hombre. Le veíamos perfectamente. Su tronco, desplomado sobre las piernas, que contraía y engarrotaba el dolor, presentaba las huellas acardenaladas de la flagelación, verdugones hinchados y negros. Respiraba estertorosamente, y de sus manos, traspasadas por los clavos, descendía gota a gota la sangre. Los niños miraban sin comprender, angustiados, fluctuando entre romper a sollozar o esconderse en los rincones, por no presenciar aquella lástima atroz.

-¿Ves? -exclamé, dirigiéndome a mí guía infantil-. Eso real que sólo hoy, a estas horas, se te presenta..., eso es la Vida. No la llores. ¡Salir del Limbo es ir al martirio, rapaz!

El chico alzó la cabeza, miró ahincadamente al Crucificado y un estremecimiento le sacudió... Era el escalofrío del horror silencioso. De pronto se volvió hacia mí, me contempló con arrogancia y exclamó, respirando firmeza y decisión inquebrantable:

-Pues yo querría vivir.




jueves, 11 de diciembre de 2014

La Nochebuena en el purgatorio




El poeta suicida, que me había guiado por los laberintos y recovecos de los círculos infernales, me sacó al fin de la caverna, y juntos salimos a dilatada llanura. Pensé hallarme en los descampados de Castilla, porque si la tierra era árida y de cansado y polvoriento matiz, en cambio, el cielo, vestido de dulce color de zafiro oriental, resplandecía con hormigueo de diamantinas constelaciones. Lo que me persuadió de que me hallaba bien lejos del país castellano fue distinguir entre ellas la centelleante Cruz del Sur.

A lo lejos se oía el choque de las olas contra una playa. Guiados por el ruido, nos fuimos acercando a la orilla. Una barca se columpiaba sobre el oleaje -porque oleaje tenía aquel mar, oleaje vivo y fosforescente, como el del Cantábrico-, y una brisa rauda y salitrosa hacía palpitar las velas. Entramos en la barca, y el poeta, tomando los remos, la desvió muy pronto de la orilla. Así que encontramos el filo de una corriente, alzó los remos y dejó que el viento y el agua nos llevasen sin esfuerzo hacia la isla que se columbraba, lejos aún, bastante lejos, entre los violáceos crespones de neblina de la noche.

-¿Vamos a ver más penas todavía? -pregunté al vate menor, deseosa ya de que terminase nuestro periplo.

-¡Penas! -suspiró, dolorosamente, el condenado-. ¡Ah, quién pudiera sufrir las penas que ahora veremos! No hay más pena verdadera que la que no tiene fin. Un día tras otro consúmese el tiempo y se van absorbiendo las horas como agua filtrada por arena; todo suplicio se hace llevadero al pensar que cesará, y como decía Virgilio -mi ilustre antecesor- la última hora de la vida es el desquite de los vencidos. Pero en la región donde yo habito y de donde acabas de salir no hay días ni horas..., sino un infinito de tiempo siempre presente, sin límite, sin sucesión, sin forma particular... ¡Loco se vuelve quien en ello piensa!

Llena de compasión guardé silencio, y el poeta, dejando caer sobre el pecho la faz, calló también. Nos íbamos acercando a la isla del Purgatorio; sus dentadas costas, sus ribazos, sus vaporosas lejanías, sus valles, se divisaban claramente a una luz que se parecía mucho a la de la luna, o, mejor dicho, a la eléctrica, y que permitía apreciar los colores. Noté que, al acercarnos a la isla, las olas fosforescían más y se volvían transparentes, con la transparencia pálida de la piedra llamada tan propiamente aguamarina: todo era verde alrededor nuestro, y la isla, poblada de tupidísimo arbolado, verdeaba también como gigantesca esmeralda engastada en el oro fino de los arenales, adonde atracaban sin cesar barquillas atestadas de almas, una multitud silenciosa, vestida de verdes tunicelas, hechas tal vez de follaje. La claridad verdosa, difundida en el aire, teñía las caras de un matiz singular, como si se reflejasen en una luna de espejo muy antigua, o más bien como si las mirásemos al rayito fosfórico de un gusano de luz.

-Todo es verde aquí -dije al poeta-. Solo tú me pareces del color de la cera purificada.

-Ya comprenderás la razón -respondió el suicida, con calma horrible-. El verde es el color de la naturaleza, la cual resucita a cada primavera, y al derretirse la nieve, aparece lozana y fecunda, como si no la pudiese ofender el tiempo. En el Purgatorio observarás siempre esa entonación gozosa y juvenil. El Infierno es rojo; el Purgatorio, verde... ¡Repara qué prados, qué selvas, qué frondosas plantaciones!

Entrábamos en una ensenada que rodeaba vegetación tropical, y la barca se detenía, presa en una maraña de algas finas como cabelleras y recias como cordajes de esparto. Saltamos sobre las piedras, que hacían un muelle natural, y abriéndonos paso al través de matorrales espesísimos, llegamos a espaciosa explanada, donde hormigueaba innumerable multitud. Desnudos, o revestidos cuando más de una sobrevesta de lampazos, parecida a la que llevan los salvajes esculpidos en los pórticos de las catedrales, se apiñaban en la inmensa planicie los sentenciados a presidio espiritual, o sea, las ánimas del Purgatorio. La costumbre de verlas siempre, en pinturas y retablo cercadas de lenguas de llama, me hacía desconocerlas con aquel atavío.

-¿No hay fuego aquí? -pregunté al poeta.

-Esta noche no lo hay ni en el Infierno. ¿Cómo querías que aquí lo hubiese? -respondió mi guía-. Sin embargo, aquí el fuego nunca es visible. Esas ánimas de retablo que pintáis en la tierra son un medio de dar a entender a los sentidos lo que no podría comprender acaso la razón... y es que aquí se arde por dentro; se sufre una calentura que nunca remite..., excepto esta noche; una calentura de cuarenta y un grados y varias décimas, que disuelve la sangre, seca el corazón, abrasa las fauces, incendia el cerebro y engendra continuo delirio. En el Purgatorio se vive delirando. Esto es un semillero de inventores, de descubridores, de escritores, de artistas, de locos sublimes que todo lo quieren transformar, regenerar y embellecer; su dolorosa fiebre se resuelve en concepciones mitad absurdas, mitad grandiosas, y los únicos momentos en que descansan es cuando pueden acercarse a aquella fuentecilla que brota allí, ¿no la ves?, entre dos peñas..., y que está formada con las lágrimas de los que rezan por las benditas almas del Purgatorio, sospechando que reside en él alguien a quien amaron... Una sola gota de ese milagroso manantial les rebaja la calentura... Lo malo es que a veces la fuente corre tan escasa, tan escasa, que no llega ni para remojar los labios... Hay épocas del año -Carnavales, por ejemplo- en que casi se agota la fuente... En cambio, el día de Difuntos surte abundante, impetuosa, y su rumor consuela a las ánimas... ¿No has estado tú en el campo el día de Difuntos? ¿No te ha parecido que en la danza de las hojas secas, en el estridente aullido de las ráfagas de invierno, en el gotear de la lluvia, en la voz del mar cuando embiste contra las peñas, hay voces misteriosas, voces del otro mundo? ¡Las hay, las hay! ¡Cómo envidio a los muertos que reciben socorro de los vivos a quienes amaron! ¡A mí no puede socorrerme nadie! -y el poeta se echó ambas manos a la cabeza y un rugido se ahogó en su ronca garganta...

Nos llegamos a la explanada y nos mezclamos entre la muchedumbre de espíritus apiñados allí. Era la explanada una pradería de hierba densa y blanda, donde nos hundíamos hasta las corvas. En mitad del prado se elevaba un árbol inmenso, paradisíaco, singular en su forma: sobre el alto tronco brotaban de súbito dos ramas horizontales, gigantescas, pobladas de follaje, y otra rama vertical, irguiéndose en el centro, completaba la copa. La innumerable cohorte de ánimas tenía los ojos tenazmente fijos en el árbol, como si algo muy importante fuese a suceder en él...

Miré a derecha e izquierda, buscando un ánima a quien preguntar, y como llamada y atraída por mi deseo, se me presentó una mujer joven, de tipo muy conocido para mí, aunque al pronto me sería difícil decir dónde, cómo y cuándo la había visto ya. Guirnaldas de hiedra y gentiles abanicos de helecho velaban su casta desnudez, envolviéndola tan completamente como los paños de un ceñido ropaje, ayudando al mismo oficio la copiosa mata de pelo rubio esparcido por espalda y hombros, que en doradas hebras bajaba hasta los calcañares. Aquella mujer tenía la cara ovalada, la expresión candorosa, los ojos bajos, las manos cruzadas sobre el pecho; parecía la estatua del Pudor; tanto lo parecía, que hube de decírselo.

-¿Has podido pecar tú? ¿En qué pecaste? ¿Cómo viniste a las regiones de la expiación?

-Me trajo a ellas el amor, dueño del mundo -contestó la mujer rubia, a quien se le tiñeron de carmín las mejillas. Yo era una pobre muchacha del pueblo; quedé huérfana, sin más dote que mi hermosura y mi virtud. Hilando, cosiendo, barriendo y fregando se me pasaban los días de la mocedad. Sucedió que, al salir de misa, vi a un señor muy galán y bizarro. Me requebró y le adoré. Al sospechar que yo estaba encinta, las comadres del barrio me señalaban con el dedo, y las mozas de cántaro se reían o torcían el rostro. «Has pecado», me decían; y yo contestaba: «Es cierto, pero Dios me perdonará.» Mi hermano, era soldado. Al volver de la guerra y saber mi deshonra, provocó a mi seductor y fue herido mortalmente por él. Expirando, me dijo: «Has pecado; maldita seas.» Y yo contesté: «Cierto; pero Dios me perdonará.» Nació mi hijo; el abandono y la desesperación me volvieron loca..., y le arrojé al agua. Los tribunales me sentenciaron a muerte, repitiendo: «Has delinquido.» «Dios me perdonará», contesté llorando...

-¡Pobre Margarita! -exclamé, porque ya recordaba dónde, cuándo y cómo había visto aquella dulce y lastimosa efigie-. Yo no te hacía en el Purgatorio. El gran poeta alemán nos aseguró que te habías salvado y que estabas en el Paraíso...

-Mi historia es tan vulgar -contestó Margarita, modestamente-, que no sé cómo se le ha ocurrido narrarla a ningún poeta. Tampoco sé cómo ese poeta, que será un sabio, ignora que el pecado ha de pulgarse antes de entrar en el cielo. Lo diría por hermosear mi vida, que fue bien triste y bien sencilla, y bien ajena a galas poéticas... Sí, aquí estoy desde mi muerte, sufriendo, hasta que Dios quiera, la horrible calentura expiatoria. Hoy, no; hoy respiramos; hoy se humedece nuestra boca achicharrada y se calma el ardor de nuestro corazón... Hoy... al punto de la medianoche... cuando en el establo de Belén se verifique el gran suceso... aquí se verificará otro, que aguardamos con afán -y de pronto, juntando las manos, exclamó:

-¿Ves?, ¿ves? Ya se verifica... ¡El árbol florece!

En efecto, sobre el follaje del gigantesco árbol en forma de cruz se destacaban unos puntitos, diminutos primero, como cuentas de coral, y que iban creciendo, ensanchándose, cubriendo de placas rojas la verde espesura. Fragancia suavísima se esparcía por el aire, y las manchas bermejas adquirían contornos de flor, pareciendo a un mismo tiempo cálices de rosa y heridas frescas que destilasen sangre...

La muchedumbre de ánimas, al florecer el árbol, rompió en himnos de adoración; la isla entera resonó como un arpa: collados, selvas, grutas y praderías vibraron musicalmente, y el poeta, separando las manos del rostro, gimió con acento sepulcral:

-¡Felices los que esperan!