martes, 23 de diciembre de 2014

Jesús en la tierra



Voy a contaros un cuento de la gran Noche, que me refirió un viejo peregrino, cansado ya de recorrer todos los caminos y senderos de este mundo y deseoso únicamente de recostar la cabeza en una piedra y morir olvidado. Si el cuento es algo sombrío, atribuidlo a la fatiga y a las muchas desventuras del que me narró esta especie de sueño.

La Noche de Navidad en uno de estos últimos años, habéis de saber que nuestro Señor Jesucristo en persona quiso bajar a la Tierra y recorrerla, porque como nadie ignora, si ha leído el texto santo, las delicias de Jesús son morar entre los hijos de los hombres.

Dejó, pues, su trono y su asiento a la diestra del Padre, y ocultando la majestad y belleza de su aspecto bajo forma que no deslumbrase a los ojos mortales y que a veces ni aun fuese visible para ellos, descendió al mundo, deseoso de encontrar piedad, amor y fraternal regocijo. La Naturaleza parece asociarse a la solemnidad del día: en el firmamento, claro como una bóveda de cristal, brillan los astros de oro y de esmeralda pálida, titilando cual una mirada cariñosa: ni corre un soplo de aire, ni una partícula de humedad condensada en figura de nubecilla empaña la magnificencia de la hora nocturna.

En el polo, cuando se apoya sobre la helada extensión el pie sagrado de Jesús, enciéndese súbitamente, como para festejarle, una espléndida aurora boreal: reflejos abrasadores, purpúreos y anaranjados, colorean la nieve y arrancan de los enormes témpanos centelleo diamantino. Mas ¿qué le importa a Jesús la magia del espectáculo? Lo que Él busca es luz de aurora en los corazones; le atraen los fenómenos del alma, no los juegos de un meteoro en las rocas insensibles y en las heladas estepas.

Y pasa adelante.

El primer lugar donde encuentra hombres, es una llanura árida, el fondo de un valle que altas montañas limitan y coronan. Hombres, sí, cubren el suelo, apretados como la mies cuando la tumba la guadaña del regador; pero hombres inmóviles, yertos, crispados, en posiciones violentas; y en sus rostros lívidos vueltos hacia el cielo resplandeciente de dulce claridad estelar, en sus ojos abiertos y sin mirada, una expresión de rabia o de espanto persiste, a despecho de la muerte... Porque son cadáveres los que cubren la llanura, y la llanura es un campo de batalla.

Jesús, pensativo, los contempla breves instantes. En los pechos abiertos, las heridas bermejas parecen bocas; en las frentes destrozadas, los negros coágulos de sangre mariposas fúnebres de esa horrible especie llamada Atropos, que lleva sobre el corselete la figura de una calavera. Algunos de los hombres que yacen en la llanura respiran todavía: prestando oído se percibe su ronco estertor agónico. Una mujer anciana, deshecha en llanto, amparando con la mano trémula lucecilla, cruza inclinándose para ver los rostros: busca tal vez a su hijo entre los muertos. Un caballo sin jinete pasa, olfateando la carnicería y huyendo enloquecido...

Y Jesús sigue, se aleja.

Entra en una ciudad populosa. Por las calles circula gente alborozada, gozando la deliciosa templanza en una noche tan apacible como las primaverales. Voces vinosas entonan cantos desafinados; las guitarras acompañan con su rasgueo procaz coplas equívocas; las panderetas repican incesantemente, y discordes sonidos de rabeles, zambombas, chicharras, carracas de metal, se enzarzan en el aire cual brujas volando al sábado. La multitud, desparramándose por las calles, se arremolina ante los cafés atestados, sofocantes de calor; a veces, un grupo se cuela por la puerta de alguna hedionda tabernucha, de donde salen pateos, algazara, blasfemias y vaho de aguardiente.

Ante una de estas innobles guaridas se para el Nazareno. Ve allá en el fondo un grupo alrededor de una mesa: dos hombres y una mujer. Ella da cuerda a entrambos; los provoca, los enreda; ellos beben copa tras copa, y disputan. El uno arroja un vaso a la cara del otro; el vaso se hace pedazos, el hombre se incorpora chorreando heces de vino mezclado con sangre. Los demás bebedores intervienen, amontonan al sano, aplacan al herido, le enjugan la faz, bromean, obligan a los adversarios a reconciliarse, les incitan a que se abracen riendo; el sano tiende los brazos con cordialidad y sin recelo alguno; el herido desliza en el bolsillo la mano abierta; corta el aire el relámpago de una navaja y cae un hombre con el pulmón partido.

Jesús se desvía, sigue andando, y ve un portal grandioso, iluminado, sostenido en columnas de rojo mármol con capiteles de bronce. Sube la escalera, que revisten densas alfombras y decoran nobles tapices de batallas y cacerías, y penetra en una antecámara de vastas proporciones, donde hacen la guardia criados de calzón corto y armaduras ecuestres auténticas. La antecámara da acceso a un saloncito sin muebles, alumbrado por centenares de globos eléctricos, y en el fondo del saloncito, bajo celajes de tul fino batidos como espuma, aparece un encantador Belén, un Nacimiento para niños millonarios, obra de arte más que de ingenua devoción. Al través de los campos y de los oteros imitados con musgo y piedra pómez, salpicados de palmeritas enanas, y de sicomoros gentiles y diminutos, se deslizan murmurando riachuelos naturales, que sin duda algún ingenioso mecanismo hidráulico hace correr. De los montes de piedra pómez, en cuyas cimas reluciente polvo blanco remeda la nieve, desciende el torrente Cedrón, y del césped verdadero de los jardines se lanzan y se pulverizan en el aire enhiestos surtidores. Un lago en miniatura refleja en su cristalino seno las torres de Jerusalén, el circuito de sus murallas, las cúpulas del templo y los apretados olivos del huerto de Getsemaní, que trepan por la ladera. Los mil pintorescos detalles de los nacimientos no faltan en éste, sólo que las figuras, perfectamente modeladas, son muñecos primorosos, y desde el grupo de pastores que se arrodilla como en éxtasis, hasta los Reyes Magos que, caballeros en sus dromedarios, asoman por una garganta salvaje, todo revela la mano del hábil escultor. El prodigio es la gruta; hecha de cristales de roca menudísimos y cristalizaciones de amatista, se irisa con múltiples cambiantes al herirlas la luz del foco eléctrico en forma de estrella, que, suspendido de un hilo de perlas, oscila a gran altura. Y en la gruta deslumbradora, entre un asno y un buey de plata cincelada, la Virgen, de oro, vela al Niño, de oro y esmalte también, con la cabecita de madreperla. Para ostentar dignamente aquel grupo, joya de la orfebrería florentina del Renacimiento, tal vez de Benvenuto Cellini aquellas efigies en que la riqueza de la materia compite con lo inestimable de la ejecución, se ha armado, sin género de duda, el Belén suntuoso, y han corrido los torrentes y las cascaditas bajo las palmeras y los olivos.

Lo extraño era que no hubiese nadie, nadie absolutamente, en el salón; nadie para admirar tal maravilla, nadie para acompañar al Niño Jesús de oro y piedras, a fin de que no helase en su gruta de cristalizaciones, entre los reflejos violáceos de amatista y los destellos multicolores de la diáfana roca... Y sin embargo, el palacio no debía de estar desierto, sino al contrario, lleno de gente: se notaba en la atmósfera esa vibración, esos efluvios tibios que solo produce el aliento de muchos hombres y mujeres reunidos para una fiesta. Del fondo de una galería llegaba a veces prolongado murmullo, las rotas cadencias de una música alada y sensual, el gorjeo de las risas. Jesús adelantó y se encontró en la galería, bello jardín de invierno, decorado por gigantescas plantas y árboles de remotos climas, gomeros y lantanas de enormes hojas, ciccas y pandanos de complicada estructura semejantes a pagodas y obeliscos de porcelana verde. Esparcidas por el jardín se veían las mesas donde cenaban alegres grupos, mujeres engalanadas, acribilladas de pedrería, hombres que ostentaban sobre la solapa de raso de su frac grana gardenias ya mustias por el calor. La orquesta de cuerda, oculta en un quiosco árabe que revestían floridas enredaderas, acompañaba suavemente el rumor de las conversaciones y de las carcajadas melodiosas, el ticliteo de las transparentes copas que el champaña orlaba de espuma, y el levísimo choque de los platos, que la destreza de los criados amortiguaba lo posible. Era una lujosa cena de Navidad. Jesús retrocedió, volvió al salón del Nacimiento, donde se vio otra vez en el establo, niño y solo. El roce de unos pasos sobre el pavimento de incrustaciones de madera se dejó oír, y una mujer, una jovencilla, de ojos azules, de blanco traje apenas escotado, penetró en el saloncito, fue derecha al Belén, y envió una tierna sonrisa al Niño, que contempló despacio con amor. Después, como el que tiene que ocultar una escapatoria, volvió precipitadamente a la galería, donde tal vez la echasen de menos. Era la hija del dueño de la casa. El Niño de oro ya no sentía tanto frío, y Jesús, extendió la mano, bendijo a la doncellita, la única que se acordaba del Misterio...

Salió del palacio sin volver atrás la vista, y alejóse del pueblo, de la gran ciudad corrompida y fangosa, como se había alejado del siniestro y sangriento campo de batalla. Un cambio repentino en la atmósfera presagiaba temporal; nubarrones densos y oscuros como plomo corrían por el cielo; ráfagas de cierzo glacial azotaban los árboles, y se oía el mugir pavoroso del mar rompiéndose contra los escollos. Jesús se encontró en una aldea de pescadores, mísero grupo de chozas, colgado a guisa de nido de gaviota en una escotadura de la costa salvaje. A pesar de la hora, bastante avanzada para gente que suele economizar luz, nadie duerme en la aldea.

Ábrense de golpe las puertas de las cabañas, y hombres y mujeres, provistos de faroles encendidos y de largas pértigas, de bicheros, de cestos y de sacos, se dirigen en tropel hacia la playa, despreciando el viento que les azota el rostro y la lluvia que empieza a caer sacudida por las rachas furiosas del huracán. Imponente aspecto el del Océano: olas gigantescas, con cresta de espuma, se encrespan descubriendo abismos, y el sulfuroso zigzag de un relámpago alumbra en el fondo de una sima a una embarcación que corre sin rumbo. Los ribereños alzan las luces, las hacen brillar, y el barco, que en ellas cree distinguir la salvación, el puerto amigo, maniobra hacia la costa, y, precipitándose, va a chocar contra el bajío donde se clava despedazado.

Los náufragos, que a la luz de otro relámpago habían podido verse sobre el puente, en actitud de terror y desesperación, se arrojan al agua, asidos a tablas, cogidos a cuerdas, montados sobre barriles; y luchando con las monstruosas olas, que los sacuden y zapatean contra el peñascal, nadan desesperadamente para alcanzar la playa, en que brillan y corren las luces, en que ven agitarse seres humanos. Y entonces se verifica algo espantoso: los que en la playa esperan a los náufragos, al verlos llegar moribundos, con las pértigas, con los bicheros, con remos, con palos, con cuchillos, los rechazan hacia el agua otra vez; pero antes los despojan de la cintura de cuero en que salvaban oro y papeles de la cartera que se ataron bajo el sobaco al comprender el peligro, de la ropa, de cuanto poseen; y por si las olas tardasen en hacer su oficio, aturden a los infelices de un golpe en la cabeza, y así los arrojan al piélago, inertes ya. Y danzando de júbilo, gruñendo como canes por el reparto del botín, esperan la madrugada al pie de los escollos, para recoger los despojos del buque que el mar escupiría bien pronto, aprovecharse de la feliz albana y celebrar después con grosero y copioso banquete el día de la Natividad del Señor...

El Redentor ha huido de la playa, sus ojos están nublados, su alma triste hasta la muerte, según estaba cuando sudó sangre en Getsemaní. Y su corazón, abrasado de caridad como nunca, insaciable en amar a los hombres, siente las espinas de la corona que se le clavan, agudas e invisibles. ¡Para esta raza había nacido en el establo y había muerto en la cruz!

Entrando en una de las cabañas que los pescadores dejaron desiertas al salir a su horrible pesca de náufragos, divisa, en un rincón cerca del fuego, un niño arrodillado. Al verse tan solo, el rapaz ha tenido miedo, se ha acercado al hogar buscando abrigo, y reza buscando amparo y protección. Jesús le coge en brazos, le besa, le acuesta, le pone la mano en los ojos y le deja tranquilamente dormido, soñando con los ángeles. Y al ascender otra vez al cielo, se lleva Jesús en el hueco de la mano cuatro perlas: las lágrimas de una madre que buscaba a su hijo en el campo de batalla; el orar de un hombre que pide le sea perdonado un agravio; la sonrisa de una doncella, y la oración de un inocente.





viernes, 19 de diciembre de 2014

Jesusa



El matrimonio vio, al fin, cumplidos sus deseos: la niña vino al mundo un 24 de diciembre, circunstancia que pareció señal del favor divino; pusiéronle en la pila el dulce nombre de Jesusa, y la rodearon de cuanto mimo pueden ofrecer a su único retoño dos esposos ya maduros, muy ricos, y que sólo pedían a la suerte una criatura a quien transmitir fortuna y nombre. La cuna fue mullida con pétalos de rosa, y hasta el ambiente se hizo tibio y perfumado para acariciar el tierno rostro de la recién nacida...

Todos hemos narrado alguna vez la triste historia de la niña pobre y desamparada que, harapienta y arrecida, con el vértigo del hambre y la angustia del abandono, vaga por las calles implorando caridad, hasta que cae rendida y la nieve la envuelve en blanco sudario. El grito de la miseria, el clamor del vientre vacío, es penetrante y humano..., pero también sufre el rico, y sus dolores, inaccesibles al fácil consuelo que se reparte con un puñado de monedas, no hallan alivio sino en la misericordia de Dios... El que compare a la chiquilla sin pan ni hogar con la chiquilla envuelta en algodones y harta de goces y juguetes, a la que jamás recibió un beso con la que agasaja en su seno de una madre idólatra, se indignará contra la injusticia social y apelará de ella a la justicia infalible.

Cruzad la calle, deslizad un socorro en la mano escuálida de la mendiga y penetrad después en la morada de la familia de Jesusa. El contraste, al pronto, os parecerá hasta sacrílego. Cualquier chirimbolo de los que decoran el gabinete, cualquier fruslería de rubia concha y cincelada plata, de las mil esparcidas sobre las mesillas del tocador, vale más de lo que costaría dar un año entero pan, luz y abrigo a la infeliz que tirita allá fuera, en el ángulo de la manzana, en pie contra una cancilla menos dura que algunos corazones.

Pasad el umbral de la alcoba tapizada de seda; acercaos a la camita virginal, esmaltada de blanco y oro, y contemplad la cabeza que descansa sobre la batista... Ved ese rostro transparente como alabastro, esos ojos de violeta, tan infinitamente melancólicos. Si pudieseis alzar la sábana sin ofender el pudor de la niña, que ha cumplido sus once años ya, se ofrecería a vuestra vista algo sin nombre ni forma, uno de esos cuadros que sobrecogen, una especie de insecto mísero: piernas como hilos retorcidos, manos que se asemejan contraídas por la acción del fuego, doble gibosidad en el pecho y la espalda, flacura de carnes secas y consumidas por el padecimiento. ¡Y si la enfermedad se contentase con haberla desfigurado! Pero son tan incesantes sus torturas, tan variadas, tan horribles, que hay horas negras en que el padre susurra al oído de la madre, en voz opaca:

-¡No sería mejor despedir a tanto médico..., suprimir tanto remedio..., no agobiarla..., dejarla que...!

Y la madre responde con acento en que tiemblan irrestañables lágrimas:

-No, no... Mientras hay vida...

En el martirizado cuerpo, la inteligencia vela, despierta desde muy temprano. A los seis años, Jesusa decía de esas frases que cortan el alma. Las tempranas intuiciones, las precocidades, si en el niño sano regocijan, en el enfermo afligen con aflicción honda, como es hondo el abismo del humano dolor.

-Mamá, ¿soy yo mala? -gemía la inocente.

-No, eres muy buena, muy buena.

-Entonces, ¿por qué me castiga Dios?

-No es castigo... -sollozaba la madre-. Es que después, cuando te mejores, has de disfrutar mucho... y es que ahora, si es verdad que estás malita, también tienes más cosas bonitas que las otras niñas, más muñecas, más juguetes, más flores, unas cajas preciosas...

Callaba la enferma un minuto, cerrando sus pupilas de marchita violeta, y las abría luego para exclamar:

-Pues dales todo eso a los niños que no tienen... y ellos que me den no estar enferma un día... ¡Mamá, siquiera un día!

Al correr del tiempo, al multiplicarse los fenómenos del extraño padecimiento nervioso de Jesusa, arraigábase en su mente la idea de la sustitución, y la creía posible, o segura, mejor dicho. ¿Por qué no la complacían sus padres? ¿Había cosa más sencilla y natural? Que repartiesen a los golfos y a los mendigos sus joyas y sus muñecos caros; que les enviasen a cestos las golosinas; que les entregasen las sábanas de encaje y el edredón de plumón de cisne..., que ellos a su vez, la socorriesen con unas migajas de salud, de la riente salud que alegra el mundo, que calienta la sangre, que resplandece como el sol y hermosea el vivir. ¡Levantarse de aquella cama, andar, salir a la calle, respirar el aire libre, sin dolores, lista, ágil, contenta!

A fuerza de hablar de la sustitución, Jesusa acabó por contagiar a su padre. Los desgraciados tienen siempre los brazos abiertos para abrazar a la quimera. La esperanza es ingeniosa y supersticiosa.

-Verás, nena mía... Voy a darte gusto, voy a socorrer a los niñitos pobres... Así que les haga mucho bien, tú sanarás...

Y empezó su carrera de filántropo, descubriendo cada día, en la inagotable mina de la miseria, nuevas vetas que explotar, y soñando, a cada hallazgo, que allí podría estar la curación de su enferma. Subió a muchas buhardillas, llevando la bolsa llena y el médico prevenido; recogió y trajo en brazos a las altas horas de la noche, al golfo que dormía aterido y desfallecido de hambre sobre un banco o al través de una puerta y se gozó en el golpe mágico del despertar de la criatura ante una suculenta cena y con la perspectiva de un mullido lecho; redimió de la abyección a niñas que aún no tenían conciencia del pecado, y las llevó a establecimientos benéficos, donde las inculcasen el trabajo y la honestidad; pagó nodrizas a desvalidos huérfanos; desató un río de aceite de hígado de bacalao para los chiquitines escrofulosos, y en verano envió a las orillas del mar a hijos de obreros devorados por la anemia... Mas Jesusa, enterada de tan santas acciones, no cesaba de mover la cabeza macilenta, de cerrar dolorosamente las lánguidas violetas de sus ojos. No era bastante; no se contentaba Dios todavía con eso.

Mayor sacrificio pedía sin duda... Prueba de lo estéril del esfuerzo, era que Jesusa empeoraba, que redoblaban sus sufrimientos, que la fiebre la consumía, que su piel se pegaba a los huesos abrasada por el mal, y que en los accesos, a cada paso más frecuentes, sentía, o como un ascua en sus entrañas, o como un enorme témpano de hielo en su corazón, próximo a cesar de latir. ¿Iba a durar eternamente aquella infernal tortura? ¿No se apiadaría Dios? ¿No la sanaría de repente del todo, dejándola alzarse, fuerte y gozosa, en el ímpetu de la juventud, a disfrutar de la existencia, a reír, a correr, a saltar como los pájaros felices?

Llegó la Nochebuena, el cumpleaños de Jesusa. En tal día, sus padres la abrumaban a regalos, inventaban caprichos para darse el gusto de satisfacerlos. Se armaba el «belén», renovado siempre, siempre más lujoso, de más finas figuras, de más complicada topografía; pero aquel año, suponiendo que la enferma estaba cansada ya de tanto pastorcito, y tanta oveja, y tanto camello, discurrió la madre colocar un precioso Niño Jesús, de tamaño natural, joya de escultura, en un pesebre sobre un haz de paja. La sencilla imagen atrajo a la abatida enferma. Parecía una criatura humana, allí echada, desnudita. Y al mirarla, al pensar que tendría mucho frío, Jesusa creyó adivinar por qué no la sanaba a ella Dios... No bastaba dar a otros niños limosna y socorro: era preciso «ser como ellos», aceptar su estado, abrazarse a la humildad, a la necesidad, imitando al Jesús que reposaba entre paja, sobre unas tablas toscas... Afanosamente, la niña llamó a su madre y suplicó, trémula de ilusión y de deseo:

-Mamá, por Dios... Haz lo que te pido y verás si sano... Ponme como están los niñitos pobres... Echa paja en el suelo, acuéstame ahí... No me tapes con nada, déjame tiritar...

Resistíase la madre, temblando de miedo a la idea de su hija con frío y sobre unas tablas; pero, a pesar suyo, el loco ensueño también se apoderaba de su espíritu. ¿Quién sabe? ¿Quién sabe?... Las alas de la quimera batían misteriosamente el aire en derredor... Alejó a los criados, miró si nadie venía..., y cargando el leve peso de la enferma, la tendió sobre la paja esparcida, en el mismo pesebre donde sonreía y bendecía el Niño; Jesusa abrió los ojos, miró ansiosamente a la imagen, y después los cerró con lentitud. Su carita demacrada, crispada, expresó de pronto mayor serenidad: una especie de beatitud bañó las facciones, iluminó su frente; un ligero suspiro salió de la cárdena boca... La madre, aterrada, se inclinó, la llamó por su nombre, la palpó... No respondía; el sueño se realizaba; los dolores de Jesusa habían cesado; no volvería a sufrir.