miércoles, 6 de mayo de 2015

La culpable



Elisa fue una mujer desgraciadísima durante toda su vida conyugal, y murió joven aún, minada por las penas. Es verdad que había cometido una falta muy grave, tan grave que para ella no hay perdón: escaparse con su marido antes de que éste lo fuese y pasar en su compañía veinticuatro horas de tren... Después sucedió lo de costumbre: la recogió la autoridad, la depositaron en un convento, y a los quince días se casó, sin que sus padres asistiesen a la boda; actitud muy digna, en opinión de las personas sensatas.

Ellos no se habían opuesto de frente a las relaciones de Elisa con Adolfo; mas como quiera que no les agradaba pizca el aspirante, y creían conocerle y presentían su condición moral, suscitaron mil dificultades menudas y consiguieron dar largas al asunto y entretenerlos por espacio de cinco años. Consintieron, eso sí, que Adolfo entrase en casa, porque tenía poco de seductor y era hasta antipático, y esperaron que Elisa perdiese toda ilusión al verle de cerca. Sucedió lo contrario; en los interminables coloquios junto a la chimenea, en el diario tortoleo, el amante corazón de Elisa se dejó cautivar para siempre, y Adolfo aseguró la presa de la acaudalada muchacha. Después de meditadas y estratégicas maniobras por parte del novio, llegó el instante de la fuga, preliminar del casamiento.

La familia de Elisa tomó muy a pecho el escándalo, por lo mismo que eran gente conocida, bien relacionada, preciada de correcta, intransigente en cuestiones de moralidad exterior. Hubo en la casa uno de esos períodos de disgusto, cerrados, serios, hondos, en que hasta los criados andan mohínos; períodos que a las personas entradas en edad les cavan una cuarta de sepultura. Las dos hermanas de la fugitiva se avergonzaron y corrieron de suerte que en muchos meses no se atrevieron a salir a la calle. Una, en especial, se afectó tanto, que fue preciso sacarla de Madrid para que no se alterase su salud. La madre jamás pronunció el nombre de Elisa sin suspirar, como cuando se nombra a los que fallecieron. El padre extremó el procedimiento: cerróse a la banda y no nombró a Elisa ya nunca. Si le preguntaban cuántas hijas tenía, contestaba que dos. «La otra la perdí», añadía, crispando los labios.

Unida ya Elisa con el que había elegido se propuso ser intachable y perfecta en todo para rescatar la falta. No hubo esposa más tierna y solícita que Elisa, ni casa mejor gobernada que la suya, ni señora que con mayor abnegación prescindiese de sí propia y se eclipsase más modestamente en la sombra del hogar. Como al fin tenía pocos años y a veces la sangre hervía en sus venas con ímpetu juvenil, cuando veía a otras casadas adornarse, cubrirse de joyas, ir a bailes y fiestas y sonreír al espejo, y ella se quedaba recluida y en bata casera, decía para sí: «Bueno pero esas no se escaparon con su marido antes de la boda.» Y aunque supiese que se escapaban después..., o cosa análoga..., con otros, siempre persistía en tenerlas por de mejor condición.

Hasta tal punto se consideró obligada a prestar fianza de su conducta, que nunca salió sola ni consintió recibir una visita estando ausente su marido. A los hombres, fuesen jóvenes o viejos, les hablaba fría y desabridamente, cortando en seguida la conversación. Su traje era oscuro, subido hasta las orejas, y su peinado, estudiadamente sencillo y sin coquetería. Aficionada a las esencias y aguas de tocador, las suprimió por completo desde que oyó decir que «la mujer de bien, ni ha de oler mal ni ha de oler bien». Ser tenida en concepto de mujer de bien fue su ambición y su sueño; pero desconfiaba de conseguirlo nunca por aquello de la escapatoria...

Pasada la corta luna de miel, Adolfo comenzó a distraerse, y so color de política, se acostumbró a retirarse tarde, a pasarse los días fuera, sin venir ni a comer. Elisa lloró en silencio: lloró mucho, porque le quería, le quería con toda su alma, y no podía vivir dichosa sino con él y por él, a quien todo lo había sacrificado.

Un día, registrando el ropero de su marido para limpiar o arreglar la ropa, encontró traspapelada en un chaqué de verano una carta inequívoca... El dolor fue tan agudo, que Elisa se metió en la cama y estuvo varios días sin querer comer y con gran deseo de morirse. Así que cobró algún ánimo, se levantó y siguió viviendo. No profirió una queja: ¿con qué derecho? ¡Le podían tapar la boca a las primeras palabras! ¡Y si salía a relucir lo de la fuga!

Vinieron hijos, un niño y una niña; pero Elisa, que sufrió todo el peso de la crianza, no intervino en la educación, ni ejerció jamás esa autoridad de la madre digna y altiva que lleva la maternidad como una corona. Sus hijos se habituaron a que «no mandaba mamá».

En cuanto a la hacienda, ya se infiere que la regía única y exclusivamente Adolfo, y Elisa no se hubiese arrojado a gastar cincuenta pesetas en nada extraordinario sin la venia necesaria. Muerto el padre de Elisa recogida la legítima, todavía pingue, aunque mermada por el enojo paternal, Adolfo se hizo cargo de todo y dedicó la mayor parte a sus goces, no sin que muchas veces oyese Elisa reconvenciones duras y alusiones amargas, fundadas en que su padre la había desheredado o punto menos.

La salud de Elisa se resintió: los médicos hablaron de lesiones al corazón, que degeneraban en hidropesía. Como la enferma se agravase, pidió confesor, y por centésima vez se acusó de su delito: la escapatoria fatal. El confesor le mandó que se acusase de pecados de la vida presente, porque Dios no acostumbra recontar los ya perdonados y absueltos. Mas la absolución del Cielo no bastaba a Elisa: ya se sabe que Dios es muy bueno; pero, en cambio, los hombres jamás olvidan ciertas cosas, y la mancha de vergüenza allí está, sobre la frente, hasta la última hora del vivir.

Con los ojos vidriados de lágrimas, Elisa pidió que viniese Adolfo, y así que le vio a su cabecera, echándose los brazos al cuello murmuró a su oído: «Alma mía, mi bien: ya sé que no tengo derecho ninguno a pedirte que... que no te vuelvas a casar..., ¡pero al menos.... mira, en esta hora solemne..., perdóname de veras aquello.... y no me olvides así..., tan pronto.... tan pronto.

Adolfo no contestó; no obstante, le pareció natural inclinarse y besarla... Y la culpable, dejando caer la cabeza sobre la almohada, expiró contenta.


martes, 5 de mayo de 2015

Más allá




Era un balneario elegante, pero no de esos en que la gente rica, antojadiza y maniática, cuida imaginarias dolencias, sino de los que reciben todos los años, desde principios de junio, retahílas de verdaderos enfermos pálidos y débiles, y donde, a la hora de la consulta, se ven a la puerta del consultorio gestos ansiosos, enrojecidos párpados y señoras de pelo gris, que dan el brazo y sostienen a señoritas demacradas, de trabajoso andar. Para decirlo pronto: aquellas aguas convenían a los tísicos.

Pared por medio estaban los dos. Ella, la niña apasionada y romántica, la interesante enfermita que, indiferente a la muerte como aniquilamiento del ser físico, no la aceptaba como abdicación de la gracia y la belleza; que a su paso por los salones, cuando los cruzaba con porte airoso de ninfa joven, solía levantar un rumor halagüeño, un murmuro pérfido de mar que acaricia y devora; y defendiendo hasta el último instante su corona de encantos, que iba a marchitarse en el sepulcro, se rodeaba de flores y perfumes, sonreía dulcemente, envolvía su cuerpo enflaquecido en finos crespones de China y delicados encajes, y calzaba su pie menudo de blanco tafilete, con igual coquetería que si fuese a dirigir alegre y raudo cotillón. Él, el mozo galán, que había derrochado sus fuerzas vitales con prodigalidad regia, despreciando las advertencias de la tierna e inquieta madre y la indicación hereditaria de los dos tíos maternos, arrebatados en lo mejor de la edad, hasta que un día sintió a su vez el golpe sordo que le hería el pecho y le disolvía lentamente el pulmón, avivando, en vez de extinguirlo, el incendio que siempre había consumido su alma.

Pared por medio estaban los dos sin conocerse ni saber que existían, y, sin embargo, el mal que los llevaba a la tumba tenía idéntico origen; el mismo anhelo insaciable había atacado en ellos las fuentes de la vida. Ella y él, fascinados por el propio sueño, hicieron de la pasión el único ideal de la existencia y aspiraron a un amor grande, profundamente estético, ardiente y resuelto como si fuese criminal; noble y altivo como si fuese legítimo; puro a fuerza de intensidad, abrasador a fuerza de pureza. Y como quien busca ave fénix o talismán poderoso, habían buscado ambos la encantada isla de sus ensueños: ella, entre los sosos incidentes del diario flirtage; él entre los episodios no menos vulgares de la calvatronería orgiástica; hasta que una serie de decepciones tristes, cómicas o indignas, les arruinó la salud, dejando intacto el tesoro de ilusiones y aspiraciones nunca satisfechas, la sed de amar inextinta, más bien exacerbada por la calentura y la alta tensión nerviosa, fruto del padecimiento.

¡Quién les dijera que allí, detrás del tabique en cuyo papel de caprichosos dibujos hallaban maquinal entretenimiento los aburridos ojos, se encontraba lo que habían buscado en balde tanto tiempo, lo que necesitaban para asirse otra vez a la existencia!

Porque ya ni él ni ella podían salir del cuarto, ni bajar las escaleras, ni comer en el comedor. Postrados y exánimes, les traían el agua mineral en un vaso puesto boca abajo sobre un platillo; últimamente, hasta no se atrevieron a beber, y el médico, presintiendo fatal desenlace, advirtió que convendría atender al alma, señal casi siempre funestísima para el pobre del cuerpo.

Él y ella se prepararon a recibir a Jesucristo con todo el agasajo que tal visita merece. No hubo fuerzas humanas que les impidiesen vestirse y engalanarse como para un sarao. Ella se lavó con esencias fragantes y jabones exquisitos, hizo peinar esmeradamente la negra mata de pelo, se puso traje de blanco gro, y con sonriente coquetería prendió en la mantilla sus agujas de turquesa; él atusó la bien recortada barba, eligió la camisa más bruñida y tersa, el chaleco de mejor caída, y de frac y corbata blanca esperó a su Dios. Y él y ella, al sentir en los labios la sagrada partícula, gozaron un momento de emoción deliciosa; les pareció que la efusión esperada en vano, el supremo arrobamiento del éxtasis vendría después de despojada la vestidura carnal, cuando el alma, libre y dichosa, volase al seno de su Criador...

Así fue que tuvieron unas últimas horas edificantes, ejemplares, de un ardor místico sublime que hacía derramar lágrimas a los que rodeaban el lecho. Sus palabras de esperanza sonaban conmovedoras y misteriosas, dichas desde el borde de la huesa. Hablaban del Cielo, y diríase que al nombrarlo lo veían ya; de tal suerte se iluminaban sus ojos y resplandecía en sus rostros la beatitud y la fe que transfigura.

A la misma hora fallecieron, y sus espíritus se encontraron en el camino del otro mundo, antes de tomar rumbos distintos, pues él se encaminaba al Purgatorio en forma de llama rojiza, y ella al Cielo, convertida en ligero fueguecillo azul. Entonces se vieron por primera vez, y, sorprendidos, detuviéronse a contemplarse. Como a aquellas alturas todo se adivinaba, inmediatamente adivinaron de qué habían muerto y la semejanza de sus destinos durante la vida terrenal. Y así como comprendieron claramente que los dos habían muerto de plétora de pasión no satisfecha ni entendida, advirtieron también con asombro que él era el alma nacida para ella, y ella el corazón capaz de encerrar aquel amor infinito de que él se sentía minado y consumido, como el árbol que todo se derrite en gomas. Y lo mismo fue advertirlo que juntarse impetuosamente los dos espíritus, mezclándose la llama rojiza con el fueguecillo azul, tan estrechamente, que se hicieron una luz sola.

Y sucedió que, unidos ya, él no pudo entrar en el Purgatorio por la parte que llevaba de Cielo, y ella tampoco pudo ingresar en el Cielo por la parte que llevaba de Purgatorio. Él, generoso, le propuso que se apartasen, yéndose ella a disfrutar la dichas del Empíreo; mas ella prefirió seguir unida a él, aun a costa de la eterna bienandanza; y desde entonces la luz anda errante, y los dos espíritus no hallan otro nido para sus amores póstumos sino la extremidad del palo de algún buque, donde los marinos los confunden con el fuego de Santelmo.