martes, 14 de julio de 2015

LA YEGUA BLANCA




Según cuenta J. M. de Barandiaran en su obra Diccionario ilustrado de la mitología vasca, el caballo era un animal muy apreciado por los antiguos vascos, que incluso determinó algunas formas de expresión o símbolos de su vida espiritual. Ciertos genios subterráneos eran representados en forma de caballo.

En la región de Atharratze existe la creencia de que de la cueva de Laxarrigibele, cerca de Alzai, sale un genio en forma de caballo blanco. Existen varios relatos en los que aparecen caballos, casi siempre blancos, aunque también se dan casos de “suzko zaldiak” o caballos de fuego.

La siguiente narración se cuenta en la zona de Lapurdi.



Erase una vez un hombre que tenía tres hijas. Un día algo le molestó detrás de una oreja, y pidió a su hija más pequeña que mirase lo que era. La hija, Anderkina, encontró un piojo. El hombre ordenó que metiesen el piojo en un puchero pero, al poco tiempo, el piojo engordó tanto que reventó el puchero. Entonces metieron al piojo en una barrica, y también reventó la barrica. Entonces mataron al piojo y pusieron su piel colgando de una ventana.

El hombre hizo saber que daría la mano de una de sus hijas a quien adivinase a qué animal pertenecía la piel. Como era rico, no faltaron los pretendientes, pero ninguno supo dar la respuesta correcta

Finalmente, un día apareció un hombre extraño vestido con un traje de oro y, plantándose delante de la casa, gritó:

—¡Ésa es la piel de un piojo!

El padre, encantado de poder contar con un yerno tan listo, le pidió que eligiese por esposa a una de sus tres hijas, pero el hombre extraño vestido con un traje de oro contestó que lo haría después de la cena.

Algo más tarde, la joven Anderkina salió al jardín para coger unas flores con las que adornar la mesa. Al pasar por delante del establo oyó una voz que la llamaba. Sorprendida, miró y sólo vio a la yegua blanca de su padre.

—No te asombres —le dijo la yegua—. Sólo quiero advertirte que el hombre vestido con un traje de oro es el diablo, y es a ti a quien elegirá como esposa. ¡Acuérdate de lo que voy a decirte! Cuando tu padre te ofrezca dinero, dile que no lo quieres, que quieres la yegua blanca.

Y, en efecto, después de la cena, el diablo pidió a la hija más pequeña por esposa, y anunció que debían partir inmediatamente. Tal y como la yegua había dicho, el padre de la joven le ofreció todo el dinero que deseara, pero Anderkina le pidió la yegua blanca.

Al ira montarse en la carroza del diablo, la joven pidió que la dejasen hacer el viaje montada en la yegua, y así se hizo. Habían recorrido ya un trecho cuando la yegua pateó el suelo y la tierra se abrió en dos.

—¡Entra ahí durante siete años! —gritó la yegua.

Al instante, la carroza y el diablo desaparecieron en el interior de la tierra, quedando Anderkina y la yegua en la superficie.

—Tendrás paz durante siete años —le dijo el animal a la joven, y los dos continuaron el viaje.

Tras mucho caminar, divisaron un castillo.

—¿Qué te parece si nos detenemos aquí? —preguntó la yegua—. En este castillo vive un joven caballero con el que te casarás.

Como había profetizado la yegua blanca, el joven caballero se enamoró de Anderkina, y poco después se casó con ella en medio de grandes festejos.

—Es hora de que yo me marche —le dijo la yegua a la recién casada después de la boda—, pero, antes, quiero darte esta xirula como regalo. Tócala cuando tengas algún problema, y yo acudiré enseguida.

Anderkina se encontró con una pequeña flauta de oro en las manos, pero cuando levantó la vista del instrumento, el caballo había desaparecido.

La joven y el caballero vivieron felices y tuvieron dos hijos. Pero un día el marido tuvo que ir a la guerra. Anderkina y sus hijos se quedaron en el castillo esperando su vuelta.

Habían transcurrido ya siete años, y una mañana, el diablo se presentó ante la mujer.

—¡Sigúeme! —le ordenó—. Ahora tendré tres almas en lugar de una.

Anderkina no tuvo más remedio que seguirle con sus dos niños. Anduvieron un largo trecho y penetraron en un bosque muy oscuro.

—Aquí es donde vais a morir —le informó el diablo.

—Deja que antes toque la xirula para mis hijos —le rogó ella—. Será nuestra despedida.

El diablo aceptó la petición, y entonces Anderkina se llevó la flauta de oro a los labios. Había tocado un par de notas cuando apareció la yegua blanca.

—¡Ah! ¡Aquí estás de nuevo! —exclamó la yegua al ver al diablo—. ¡Ya no harás más daño a nadie!

Y golpeando la tierra con sus pezuñas, gritó:

—¡Tierra! ¡Ábrete y trágate al diablo para siempre!

La tierra se abrió y se tragó el diablo.

—Ahora puedes regresar a tu casa, querida amiga —dijo la yegua blanca—. Ya no me necesitarás nunca más.

El maravilloso animal desapareció, y Anderkina volvió al castillo con sus hijos. Allí esperaron el regreso del caballero, a quien relataron lo ocurrido y vivieron felices hasta el final de sus días.




lunes, 6 de julio de 2015

El hombre de la luna




 Ilargi o Ilazki, la Luna, es, según se lee en el «Diccionario ilustrado de mitología vasca» de J. M. de Barandiaran, de género femenino, al igual que el Sol.
    En fórmulas y plegarias se le llama “Ilargiko-amandre”, madre Luna, y cuando aparece 
encima de los montes orientales, le dicen: “Ilargi amandrea, zeruan ze berri?” (madre Luna, ¿qué noticias hay en el cielo?).
    Antiguamente, un día a la semana (el viernes) estaba dedicado a la Luna. El viernes es  
también el día en el que se reúnen los brujos. El mismo día, a la luz de la Luna y en las encrucijadas de los caminos, deben quemarse los objetos mágicos que hayan pertenecido a personas embrujadas.



  Hace mucho tiempo, vivía un ladrón en Antzuola. No era un ladrón importante, robaba cosas pequeñas: una gallina por aquí, un par de conejos por allá, tomates, lechugas...

    Una noche de invierno de ésas en las que hace mucho frío y el cielo está tan claro que 
pueden contarse las estrellas una a una, el ladrón decidió robar unas leñas recién cortadas 
que un vecino del pueblo tenía apiladas al lado de su puerta. El ladrón, aprovechando la oscuridad de la noche y que todo el mundo dormía, robó la pila de leña y se marchó 
presuroso a su casa. Iba muy contento porque nadie le había visto y su hazaña le había 
costado muy poco esfuerzo. En eso, se dio cuenta de que la Luna brillaba en el cielo y que, 
además, parecía seguirle. Enfadado con ella, le gritó:

—No necesito de ti, ¿me oyes? ¡Lárgate!

    Como la Luna seguía detrás de él sin hacerle caso, el hombre volvió a gritarle:

—¡Que te largues! ¿Me oyes? ¡Vete!

    El ladrón dejó la leña en el suelo y, cogiendo unas piedras, empezó a tirárselas a la Luna. De pronto, la Luna empezó a bajar y a bajar y, cuando se encontró cerca del hombre, lo agarró con su cuerno por la cintura y lo levantó. Después volvió a su lugar en el cielo.
    
    Desde entonces, el ladrón está allí y, en días de luna llena, puede verse perfectamente 
su cara si miramos con atención.