martes, 21 de julio de 2015

LA MORA DE ZALDIARAN




Los peines de oro tienen una gran importancia en las leyendas vascas. Mari se peina con un
peine de oro y también las lamias lo utilizan para peinar sus largos cabellos dorados al borde de las
fuentes y los arroyos. Es menos corriente que el peine de oro lo utilicen las brujas y las humanas,
aunque también se dan estos casos.
    La siguiente leyenda nos habla de una mora misteriosa que es, seguramente, resultado de la
larga convivencia entre vascos y musulmanes en las zonas del sur de Euskal Herria. La mención de
esta mora la recoge J. M. de Barandiaran en su libro «El mundo en la mente popular vasca».

    Hace muchos siglos había en Zaldiaran, en Araba, una hermosa torre, de la que hoy, desgraciadamente, sólo quedan las ruinas.
    Don Pedro, señor de la torre, era respetado y amado por sus gentes debido a su valor y buen hacer en la defensa y administración de las tierras que gobernaba. Estaba casado con doña Assona, y su vida transcurría sin muchos sobresaltos.
    Pero, después de un largo período de paz, los navarros musulmanes Banu Qasi, que ocupaban las tierras del Ebro, penetraron en Araba, y el señor de Zaldiaran, al igual que otros muchos, tuvo que disponer a sus hombres para la lucha.
    Don Pedro se distinguía por su bravura al entrar en combate contra el enemigo; siempre iba a la cabeza de los suyos y no permitía que otro ocupase su lugar en los momentos de peligro. Pero, un día, durante un combate especialmente duro, un soldado musulmán le atravesó el costado con su lanza y el caballero cayó del caballo sin sentido. Cuando sus hombres lo vieron en el suelo, cubierto de sangre, creyeron que estaba muerto y emprendieron la retirada. Pronto llegó la mala noticia a la torre de Zaldiaran, y todos
lloraron con doña Assona la muerte de tan querido señor.
    Pero don Pedro no había muerto. Abrió los ojos e intentó moverse.

—No te muevas, la herida no se ha cerrado —oyó que le decía una voz de mujer.

    La que así hablaba era una joven, hermosa como un sueño, que le sonreía mientras pasaba un paño mojado por su frente. El caballero intentó hablar, pero tenía la boca seca.

—No hables. Estás en una fortaleza de los Banu Qasi y temo que tendrás que quedarte aquí durante mucho tiempo.

    El señor de Zaldiaran se curó, pero lo mantuvieron como rehén, al igual que a otros
caballeros alaveses cogidos prisioneros.
    Durante cuatro largos años estuvo don Pedro en aquella fortaleza sin poder comunicarse con los suyos, pero la joven que lo había cuidado, cuyo nombre era Zaida, era tan dulce y tan hermosa que no tardó en enamorarse de ella. De aquellos amores nacieron dos niños, y el caballero llegó a olvidar su casa y su esposa, doña Assona, que, en Zaldiaran, lloraba todavía su pérdida.
    Pero, al igual que llegó la guerra, llegó la paz, y los rehenes fueron liberados. Don Pedro sintió una gran necesidad de regresar a su hogar. Partió, pues, no sin antes prometer a su amada que regresaría para buscarlos a ella y a los niños. Zaida lo vio marchar con lágrimas en los ojos desde las almenas de la fortaleza.
    El regreso del señor de la torre fue una fiesta. Doña Assona no cabía en sí de felicidad; los parientes y amigos y todas las personas de la torre festejaron durante muchos días el regreso del que creían muerto.
    Don Pedro no volvió a acordarse de su otra mujer, la joven mora, y de los hijos que había dejado en la fortaleza de los Banu Qasi. Abandonó su torre de Zaldiaran y se fue a vivir a Gasteiz, donde ocupó un cargo importante al lado del conde de Araba. Pero Zaida no había olvidado y continuaba esperando el regreso de su enamorado. Esperó y esperó, y pasaron otros cuatro años. Entonces, decidió ir en su busca. Cogió a sus
hijos y se encaminó por tierras alavesas hasta llegar a la torre de Zaldiaran, pero allí ya no
vivía nadie.

—Ésta es su casa y algún día volverá, y nosotros estaremos aquí esperándole —pensó Zaida, y se sentó a esperarle en los escalones de la entrada.

    Pero don Pedro no volvió.
    Pasaron los años y los siglos. Un día, una pastora que andaba con su rebaño por los alrededores de las ruinas de la torre vio algo que la dejó asombrada: allí, en los escalones de lo que una vez había sido la entrada principal, estaba sentada una señora, y dos niños jugaban tranquilamente a su lado. Llevaban ropas extrañas y la señora se peinaba sus largos cabellos negros con un peine de oro que brillaba al sol. La pastora se acercó llena de curiosidad, pero, en cuanto la vieron, los tres desaparecieron entre las ruinas. La joven
cogió el peine de oro que la extraña dama había perdido en la huida. Llamó, pero nadie le respondió, así que se guardó el peine y fue a recoger el rebaño para volver a casa.
    No había andado ni veinte pasos cuando oyó una voz que le decía:

—Dame mi peinedere.

    Al girarse, vio que la dama misteriosa le seguía. Sintió miedo y echó a correr, pero la dama también echó a correr, repitiendo sin cesar:

—Dame mi peinedere, dere, dere.

    La pastora tiró el peine al suelo y siguió corriendo sin volver la vista atrás.
    Desde entonces, muchos han sido los que han querido ver a Zaida y a sus hijos, aunque, que se sepa, hasta hoy nadie lo ha conseguido.

lunes, 20 de julio de 2015

EL CARBONERO Y LA MUERTE




La muerte suele ser protagonista de algunas leyendas, en las que suele adoptar el aspecto de un personaje o de un genio con el que se habla normalmente, como si fuera un ser humano.En un tiempo en el que la media de vida era más corta que la actual y en la que no había  preocupación más importante que la muerte, era lógico que las gentes sencillas explicaran ciertos  fenómenos luminosos o atmosféricos como señales del Más Allá. De ahí los relatos sobre aparecidos,  almas errantes, animales que de hecho eran espíritus que no habían encontrado el descanso, voces,  luces, etc.
R. Mª de Azkue recoge en su «Euskalerriaren Yakintza» numerosos ejemplos de prácticas  relacionadas con la muerte, de las cuales más de una subsiste aún en nuestros tiempos.


    Hace mucho, mucho tiempo vivía en Elbatea, en el valle del Baztan, un carbonero tan mísero que apenas si tenía un mendrugo de pan negro que llevarse a la boca. Vivía en el monte, en una chabola que él mismo había construido con ramas y pajas, y pasaba los días soñando con una vida mejor y renegando por su mala fortuna.

    Una noche llamaron a su puerta.

—¿Quién es? —preguntó.
—Soy Dios —respondió una voz.
—¿Y qué quieres? —preguntó de nuevo el carbonero.
—Cobijo para esta noche.

    El carbonero no se lo pensó dos veces.

—¡Márchate! —gritó muy enfadado—. ¡No te daré cobijo ni hoy ni nunca! No eres justo. A unos les das mucho y a otros, como yo, nos dejas morir de hambre. ¡Vete, te digo!

    Al poco rato volvieron a llamar a su puerta, y el hombre se sobresaltó.

—¿Será otra vez Dios? —pensó temeroso, y luego preguntó—: ¿Quién es?
—Soy la Muerte —le respondió una voz tenebrosa.
—¿Y qué quieres?
—Cobijo para esta noche.

    El carbonero abrió la puerta y se encontró con un personaje vestido de negro, cuya
mirada no tenía fin.

—¡Pasa! —le invitó el hombre con una sonrisa—. A ti sí te daré cobijo porque tú eres
igual para todos. Lo mismo te llevas al rico que al pobre. Pasa, pasa...

    La Muerte entró en la chabola, y juntos compartieron lo poco que el carbonero tenía.

    A la mañana siguiente, la Muerte se dispuso a proseguir su camino.

—¿Deseas que haga algo por ti? —preguntó al carbonero antes de despedirse.
—Bueno —respondió éste—, la verdad es que me gustaría vivir un poco mejor, dormir en una cama mullida y no tener que pensar cada día si tendré algo que comer. ¡Esto no es vida!
—Escucha bien —dijo la Muerte fijando en él su mirada sin fin—: cuando entres en la habitación de un enfermo y me veas sentada a la cabecera de la cama, ten por seguro que morirá. Si, por el contrario, me ves a los pies, el enfermo sanará con cualquier cosa que tú le des.

    Y la Muerte desapareció sin decir ni media palabra más.

    Pocos días después, el carbonero tuvo noticias de que la esposa del rey estaba muy enferma y que éste había prometido grandes riquezas a quien fuera capaz de curarla.

    El hombre se presentó en palacio, pero los soldados no quisieron dejarlo pasar. Tanto y tanto insistió que, finalmente, consiguió ver a la reina.
   
    La Muerte se hallaba sentada a los pies de la cama, así pues el carbonero pidió unas
cuantas hierbas inofensivas, hizo una tisana que la enferma bebió y enseguida sanó.

    El rey colmó de riquezas y poderes a su nuevo médico oficial, lo nombró consejero y le brindó su amistad más sincera. El antiguo carbonero se convirtió en un hombre famoso
y respetado, encantado con su nueva vida.

    Un día, poco tiempo después, paseando por los jardines de su propio palacio, vio que
la Muerte se dirigía hacia él.

—¡Vaya! —exclamó sorprendido—. ¿Cómo tú por aquí?
—Vengo a llevarte conmigo —le respondió la Muerte.
—¡Oh! ¡No me hagas eso! —suplicó el antiguo carbonero—. Me dejaste vivir muchos años en la miseria y ahora, que soy rico, vienes a buscarme...

    La Muerte miró al hombre con su mirada sin fin e hizo una mueca que quería ser una
sonrisa.

—Tú mismo dijiste que yo era igual para todos, ahora te ha tocado el turno. ¡Ven!

    Y la Muerte se llevó al carbonero, porque ella no hace diferencias entre los seres
humanos.