martes, 29 de mayo de 2018

El dilema



Al día siguiente los informativos hablarían de los casi cien litros por metro cuadrado que la tormenta descargó en poco más de una hora. Entrevistarían a vecinos que jurarían no recordar una lluvia tan intensa en toda su vida, emitirían imágenes impactantes de los devastadores efectos de la riada tomadas desde dispositivos móviles, y hasta es posible que más de un reportero tuviera que introducir en diferido sus botas en el fango para dar noticia de lo allí ocurrido con la debida implicación escénica.

Pero todo eso sucedería, como digo, al día siguiente, demasiado tarde para rescatar a las dos mujeres que piden auxilio desde el interior de un Citroën color gris antracita que la riada está arrastrando inexorablemente hasta el embalse de Arestes. Y mientras esto pasa, desde las orillas que ha conformado el caudal desbocado no son pocos los que observan: todos gritan, muchos aconsejan obviedades y algunos hacen llamadas a servicios de urgencias que no llegarán a tiempo. Sólo Adrián se lanza al agua.


Un bombero nunca está de vacaciones, aunque lo esté. Adrián bracea con toda la intensidad que sus muchos años de entrenamiento le permiten, pero no consigue llegar a tiempo de evitar que el vehículo –el habitáculo ya completamente inundado- desaparezca bajo las turbias aguas. Consciente de que a partir de ese momento el éxito del rescate se va a medir en segundos, el hombre se sumerge tratando de no perder de vista las caras asustadas de ambas mujeres tras la ventanilla del vehículo que se hunde. Una tendrá poco más de veinte años, la otra pasa holgadamente de los cuarenta; probablemente sean madre e hija, lo cual hará aún más difícil la decisión que sabe que deberá tomar. El coche, mientras, sigue descendiendo durante valiosos segundos hasta acabar posándose como una aparatosa polilla en el fondo del embalse.

¿Cómo se puede determinar quién debe morir y quién tiene una posibilidad de ser salvado? El bombero sabe que no podrá llegar a la superficie cargando con las dos mujeres, y que probablemente ninguna esté en disposición de remontar los más de cincuenta metros de profundidad a que se hallan por sus propios medios, así que adopta la decisión lógica y tras romper a golpes la luna delantera, introduce medio cuerpo en el habitáculo y ase por la cintura a la que tiene más posibilidades de sobrevivir y más vida por delante en caso de hacerlo. La mirada de la joven pasa del agradecimiento al dolor, desembocando rápidamente en la incrédula resignación que precede al vacío. Y pese a su entrenamiento en situaciones de riesgo, Adrián tarda en comprender que la mujer de más edad acaba de seccionar la yugular de su acompañante con un trozo del cristal desprendido.

Antes de que la sangre empiece a incorporar tonalidades carmesí al color chocolate del agua, Andrés constata que la joven está muerta, y el dilema subsiguiente se abre paso entre las escasas reservas de aire de sus doloridos pulmones: ¿debe salvar a quien acaba de negarle esa opción a otra persona? La mujer superviviente, consciente de que sus posibilidades pasan por una reacción rápida, se abraza al bombero con la fuerza de la desesperación, pero dejándole brazos y piernas libres. Este no lucha por desasirse, y con un vigoroso impulso inicia con ella un agónico ascenso.

A medida que la salvación va adquiriendo visos de realidad, el bombero se da cuenta con un escalofrío de que la desconocida sigue aferrando con su mano derecha el trozo de cristal con que asesinó a su compañera de viaje. Comprende asimismo que una vez ya no le sea útil, probablemente unos pocos metros antes de la superficie, ella se deshará del único testigo de su crimen. Le viene a la cabeza el cuento de la rana y el escorpión, pero ya es demasiado tarde para detenerse o para invertir energías en algo que no sea bracear con desespero en pos de una bocanada de aire.

Adrián nota la hiriente punzada que le perfora el costado cuando sus dedos casi rozan la meta. “Ahora me hundiré lentamente”, piensa, mientras la consciencia va pasando a un segundo plano. Pero, lejos de dejarle caer, la mujer le sujeta con una mano por el cuello de la camisa y da las últimas brazadas que les separan de la superficie. Tras boquear con desespero y reponer de oxígeno sus pulmones, el hombre se desvanece.

Cuando despierta está ya en la orilla. El sanitario que le está atendiendo le informa de que la herida no es grave, pero que por precaución le trasladarán en ambulancia al hospital más cercano. Junto a él, arrodillada, está la desconocida, mirándolo con expresión inefable. Cuando se quedan solos se acerca al bombero hasta casi rozar con sus labios su oreja.

– Gracias – le susurra.
– ¿Por qué no me has matado a mí también?
– Porque tú no te acuestas con mi marido.
– Sabes que te he de denunciar.
– ¿Por qué?

También quiso saber por qué el fiscal, y los abogados, en el juicio que siguió meses después. Por qué él sí estaba legitimado para decidir quién debía morir, pero en cambio considerabla penalmente reprochable que la afectada se rebelara contra dicha decisión. El multimillonario empresario marido de la acusada, por su parte y por supuesto, negó cualquier aventura con la pobre Mónica, que por lo demás además de su secretaria era como una segunda hija para su mujer. El jurado tuvo en cuenta en su veredicto que la acusada salvara la vida al testigo, no quedando probado que las lesiones del mismo se las provocara ella y resultando más verosímil –como mantenía la defensa- que éstas se produjeran durante el forcejeo de ambas mujeres por ser salvadas por Adrián. Finalmente se consideró probado que la mujer, de ser la autora de la puñalada mortal, había actuado en defensa propia y presa de un miedo invencible, y fue absuelta de todos los cargos.

Meses después se divorció de su marido. De mutuo acuerdo. Obtuvo en concepto de pensión compensatoria una cantidad obscena de dinero.

Autor : Erre Medina

lunes, 28 de mayo de 2018

El polizón


– Así que no eran ratas – Dije en voz alta para que toda la tripulación me oyese.

El polizón me miraba desde la profundidad de la bodega, los ojos enormes y asustados queriendo desligarse de su rostro demacrado. Aún sostenía en su mano derecha un buen trozo de cecina, y no me hubiera sorprendido que el bribón hubiese tenido la indecencia de dar buena cuenta de él en nuestra presencia.

Cuando lo tuve frente a mí, constaté que era muy joven. Apenas un mozalbete imberbe que me miraba con una mezcla de recelo y curiosidad.


– ¿Dónde embarcaste? – le pregunté.

Hizo un gesto evidente de que no me entendía, así que ayudándome con los dedos traté de que me indicara cuántas jornadas llevaba escondido en la bodega de mi barco. Se encogió de hombros, al parecer estaba totalmente desorientado.

– ¿Qué hacemos con él, capitán?
– Vigiladlo y que ayude en las tareas menos cualificadas. Lo desembarcaremos en el próximo puerto.

Me olvidé del incidente… por poco tiempo.

Tres días después teníamos previsto avistar las costas de Filipinas, pero durante esa jornada sólo vimos el océano inmenso. Sucedió lo mismo al día siguiente, y al otro, y al otro. Por si fuera poco, una niebla pertinaz nos impedía utilizar el sextante para determinar la latitud en que nos hallábamos. Resultaba increíble de explicar, ya que habíamos realizado la misma ruta una docena de veces, pero nos habíamos perdido.

Buena parte de la comida, contribuyendo al desastre que se avecinaba, se corrompió, y hubo que racionar de forma severa las pocas provisiones en buen estado que nos restaban.

Huelga decir que el estado anímico de la tripulación no era el óptimo para sustraerse a las maledicencias. Empezaron a correr rumores, la mayoría referidos al polizón, donde el apelativo de gafe era el más liviano e inocente que se barajaba. Se sumaba al runrun contra el muchacho un acontecimiento que merece la pena ser consignado: desde que hizo su aparición en cubierta, todos los tripulantes del navío habíamos sufrido episodios más o menos frecuentes de dolor de cabeza, acompañados de un zumbido ininterrumpido y muy desagradable en los oídos.

Sea como fuere, no tardó el contramaestre en hacerme llegar de parte de la marinería la opción de confinar al polizón en la bodega, ya vacía. Pese a mis iniciales recelos, acabé aceptando. Sé por experiencia en qué momento un motín es una posibilidad cercana e irreversible. Otra parte de la tripulación, por otro lado, abogaba por tirar directamente el muchacho al mar, por lo que el encierro del recién llegado serviría sin duda para aplacar los ánimos y que la cosa no fuera a mayores.

Y en estas aconteció que cuando nos disponíamos a arrestar al joven polizón el vigía avistó tierra. Efectivamente, tras la bruma que por fin parecía despejarse se perfilaba una silueta imponente cuajada de vegetación. El contramaestre y yo nos miramos: aquello no era Filipinas, ni ninguna otra costa que nosotros conociéramos.

El polizón, en cambio, empezó a dar saltos entre la consternada tripulación, señalando con visibles muestras de alborozo el paisaje.

– Es sin duda su casa – me susurró mi segundo. – ¿Cómo cree que nos acogerán los nativos?

Era una buena pregunta. En los ojos de mis subordinados veía por un lado la aprensión que les suponía desembarcar en un lugar totalmente desconocido, pero por otro lado era consciente de que no había otra opción que tomar tierra y aprovisionarse de víveres si queríamos tener alguna posiblidad de sobrevivir.

Finalmente determiné que fletaríamos un bote y que el muchacho y yo desembarcaríamos. Si los nativos fueran amistosos daría la señal para que me siguiera parte de la tripulación. En caso contrario di la orden de que me abandonasen a mi suerte.

Así se hizo. A medida que nos acercábamos a una playa de un extraño color ópalo el nerviosismo del muchacho iba en aumento. Dejé de remar un instante, y vislumbré un centenar largo de hombres esperándonos. No iban armados ni parecían especialmente peligrosos, así que me relajé un tanto.

Llegué exhausto a la arena, donde fui recibido con amable deferencia por los isleños. Tras permitirme descansar, me condujeron a una choza donde almacenaban sus provisiones. Me hicieron un gesto elocuente y mi estómago, que llevaba tres días sin probar un bocado, hizo el resto. Me abalancé sobre los manjares con un ansia desprovista de cualquier etiqueta. Tan exasperado estaba por la ingesta que no me di cuenta de que me habían encerrado en la choza. Cuando me percaté, empecé a golpear la puerta de madera. Al pronto se abrió: el capitán y su tripulación me miraban con una mezcla de asombro y desprecio. Algo dijo el capitán en un idioma incomprensible mientras señalaba mi mano, que aún sostenía un trozo de cecina. Creo que fue en ese momento cuando dejaron de zumbarme los oídos.

Autor : Erre Medina