miércoles, 30 de mayo de 2018

Frío



– ¿La rompiste tú?
– No, papá. Fue un golpe de aire.

Fue su primera mentira, o al menos la primera que recordaba haber dicho. Y seguramente será casualidad, pero desde el día en que tras el primer desengaño estrelló aquella bola de navidad contra la pared perdió la capacidad de sentir. Y sólo se quedó el frío.

La señal acústica le sacó de sus ensoñaciones. El avión iniciaba el descenso y Samuel Fontás miró por la ventanilla. A sus pies se extendía la ciudad que le vio nacer. Había transcurrido una eternidad desde que la abandonó en busca de una oportunidad laboral, y su promesa de regresar se fue diluyendo en Irlanda hasta transformarse en alguna visita puntual que tenía más que ver con los compromisos familiares que con la añoranza.


Nadie le esperaba en la estación, tal como había dejado dicho. Sorteó con evidente gesto de fastidio los emotivos grupúsculos que de manera espontánea rodeaban a los recién llegados, y adaptó su reloj a la hora peninsular española.

No había facturado equipaje, ya que llevaba puesto el traje que pensaba utilizar en el funeral de su padre y no pensaba hacer noche en la ciudad, así que le sobraba algo de tiempo. Se tomó un par de cervezas en el bar del aeropuerto, ajustó su corbata negra en el lavabo del aeropuerto y cogió un taxi.

El trayecto hacia el tanatorio discurrió por calles que una vez le fueron familiares, tachonadas aquí y allá por lugares que formaron parte del paisaje de buena parte de lo importante que una vez le aconteció. Mas si una vez robó un beso en ese portal, o supo en un banco de aquella plaza que la palabra imposible a veces se esconde tras un “quizás”, no lo denotó su semblante.

Finalmente llegó a su destino.

El primero en abrazarle fue su hermano. El pelo le raleaba y ya se enseñoreaba de su perfil la doble papada de los Fontás, ajena a dietas y generaciones. Con los ojos vidriosos, le condujo hasta donde se encontraba su madre. Ella soltó un grito apagado al ver a su primogénito, la emoción dándole similar respuesta a la alegría y el dolor que se le acumulaban. Samuel notó las cálidas lágrimas de la anciana en su mejilla cuando ella se derrumbó entre sus brazos. Mantuvo el contacto el tiempo que le pareció razonable y luego hizo las preguntas de rigor.

– Nos lo venían avisando los médicos desde hace meses, pero una nunca está preparada para esto. ¿Y tú cómo estás, hijo? Se te ve pálido.
– Dublín no es el mediterraneo, mamá. Pero estoy bien. Alison te manda recuerdos.
– Lástima que no pudiera venir.
– Fue todo muy precipitado. Y alguien tenía que cuidar de Ciara.
– ¿Y por qué no la trajísteis? Hace mucho que no veo a mi nieta.
– Está en época de exámenes. Ya vendremos en otras circunstancias y con más tiempo.
– ¿No te quedas unos días?
– No puedo. Regreso hoy a última hora. Las cosas en el trabajo están complicadas y no me puedo permitir ni un respiro.

La mujer hizo intención de responder, pero nada dijo. En su lugar cogió de la mano a Samuel y lo llevó hasta donde reposaba su padre. Le dejó unos metros de espacio, y el resto de familiares y amigos hizo lo propio. A la vista de todos, quedó a solas con el difunto, a solas con el dolor que debería asaltarle y que no llegaba. La enfermedad y el tiempo habían hecho estragos en el imponente aspecto de su progenitor, pero aún subyacía esa expresión entre terca y bonachona con que plantó cara al calendario. Trató el recién llegado de evocar algunos de esos momentos compartidos que permanecen hilachados de forma trasversal en nuestro devenir vital, pero no consiguió despertar sentimiento alguno ni acallar los murmullos del resto de deudos ante su frialdad.

Aún no había anochecido cuando un taxi le devolvió al aeropuerto. Sin nada que mejor que hacer hasta que despegara su vuelo, dio una vuelta por las tiendas duty free, por ver si encontraba algún detalle que llevarle a su hija. Con doce años, Ciara estaba en esa edad en que acertar con los regalos significaba saber aterrizar en esa breve franja entre lo infantil y lo inapropiado.

Y entonces vio en el escaparate una bola de navidad idéntica a la que tuvo una vez siendo niño.

Dublín le recibió a cinco grados bajo cero. Por suerte, su coche arrancó a la primera. Decidió pasar por su casa para cambiarse de ropa antes de ir al trabajo, así que condujo hasta la zona residencial de las afueras en que Alison y él habían adquirido un lujoso dúplex. Al reconocer el ruido de su automóvil, su mujer salió al porche.

– ¿Cómo estás? – le preguntó.
– Bien, supongo, dadas las circunstancias – se escabulló él. – ¿Ciara está en el colegio?
– Hoy le dije que se quedara en casa. Esta noche le vino su primer periodo.

Subió al dormitorio de su hija sin hacer ruido. Celia estaba acostada, pero despierta. Se le acentuaron las ojeras cuando le sonrió levemente.

– A la que falto un día te saltas las clases.
– Ya ves…
– Te he traído una cosa.

La niña desenvolvió el paquete con sus manos frágiles y al ver el contenido esbozó una sonrisa de compromiso, musitó un gracias y depositó la bola de navidad en su mesita de noche. No le había gustado.

– Te quiero, peque
– Y yo a ti, papá.

Abrazó a su hija, y sin saber por qué empezó a llorar. Ella aguantó el contacto y dejó resbalar las lágrimas de su padre por su mejilla, incómoda, durante un periodo de tiempo que le pareció razonable.

Autor : Erre Medina

martes, 29 de mayo de 2018

El dilema



Al día siguiente los informativos hablarían de los casi cien litros por metro cuadrado que la tormenta descargó en poco más de una hora. Entrevistarían a vecinos que jurarían no recordar una lluvia tan intensa en toda su vida, emitirían imágenes impactantes de los devastadores efectos de la riada tomadas desde dispositivos móviles, y hasta es posible que más de un reportero tuviera que introducir en diferido sus botas en el fango para dar noticia de lo allí ocurrido con la debida implicación escénica.

Pero todo eso sucedería, como digo, al día siguiente, demasiado tarde para rescatar a las dos mujeres que piden auxilio desde el interior de un Citroën color gris antracita que la riada está arrastrando inexorablemente hasta el embalse de Arestes. Y mientras esto pasa, desde las orillas que ha conformado el caudal desbocado no son pocos los que observan: todos gritan, muchos aconsejan obviedades y algunos hacen llamadas a servicios de urgencias que no llegarán a tiempo. Sólo Adrián se lanza al agua.


Un bombero nunca está de vacaciones, aunque lo esté. Adrián bracea con toda la intensidad que sus muchos años de entrenamiento le permiten, pero no consigue llegar a tiempo de evitar que el vehículo –el habitáculo ya completamente inundado- desaparezca bajo las turbias aguas. Consciente de que a partir de ese momento el éxito del rescate se va a medir en segundos, el hombre se sumerge tratando de no perder de vista las caras asustadas de ambas mujeres tras la ventanilla del vehículo que se hunde. Una tendrá poco más de veinte años, la otra pasa holgadamente de los cuarenta; probablemente sean madre e hija, lo cual hará aún más difícil la decisión que sabe que deberá tomar. El coche, mientras, sigue descendiendo durante valiosos segundos hasta acabar posándose como una aparatosa polilla en el fondo del embalse.

¿Cómo se puede determinar quién debe morir y quién tiene una posibilidad de ser salvado? El bombero sabe que no podrá llegar a la superficie cargando con las dos mujeres, y que probablemente ninguna esté en disposición de remontar los más de cincuenta metros de profundidad a que se hallan por sus propios medios, así que adopta la decisión lógica y tras romper a golpes la luna delantera, introduce medio cuerpo en el habitáculo y ase por la cintura a la que tiene más posibilidades de sobrevivir y más vida por delante en caso de hacerlo. La mirada de la joven pasa del agradecimiento al dolor, desembocando rápidamente en la incrédula resignación que precede al vacío. Y pese a su entrenamiento en situaciones de riesgo, Adrián tarda en comprender que la mujer de más edad acaba de seccionar la yugular de su acompañante con un trozo del cristal desprendido.

Antes de que la sangre empiece a incorporar tonalidades carmesí al color chocolate del agua, Andrés constata que la joven está muerta, y el dilema subsiguiente se abre paso entre las escasas reservas de aire de sus doloridos pulmones: ¿debe salvar a quien acaba de negarle esa opción a otra persona? La mujer superviviente, consciente de que sus posibilidades pasan por una reacción rápida, se abraza al bombero con la fuerza de la desesperación, pero dejándole brazos y piernas libres. Este no lucha por desasirse, y con un vigoroso impulso inicia con ella un agónico ascenso.

A medida que la salvación va adquiriendo visos de realidad, el bombero se da cuenta con un escalofrío de que la desconocida sigue aferrando con su mano derecha el trozo de cristal con que asesinó a su compañera de viaje. Comprende asimismo que una vez ya no le sea útil, probablemente unos pocos metros antes de la superficie, ella se deshará del único testigo de su crimen. Le viene a la cabeza el cuento de la rana y el escorpión, pero ya es demasiado tarde para detenerse o para invertir energías en algo que no sea bracear con desespero en pos de una bocanada de aire.

Adrián nota la hiriente punzada que le perfora el costado cuando sus dedos casi rozan la meta. “Ahora me hundiré lentamente”, piensa, mientras la consciencia va pasando a un segundo plano. Pero, lejos de dejarle caer, la mujer le sujeta con una mano por el cuello de la camisa y da las últimas brazadas que les separan de la superficie. Tras boquear con desespero y reponer de oxígeno sus pulmones, el hombre se desvanece.

Cuando despierta está ya en la orilla. El sanitario que le está atendiendo le informa de que la herida no es grave, pero que por precaución le trasladarán en ambulancia al hospital más cercano. Junto a él, arrodillada, está la desconocida, mirándolo con expresión inefable. Cuando se quedan solos se acerca al bombero hasta casi rozar con sus labios su oreja.

– Gracias – le susurra.
– ¿Por qué no me has matado a mí también?
– Porque tú no te acuestas con mi marido.
– Sabes que te he de denunciar.
– ¿Por qué?

También quiso saber por qué el fiscal, y los abogados, en el juicio que siguió meses después. Por qué él sí estaba legitimado para decidir quién debía morir, pero en cambio considerabla penalmente reprochable que la afectada se rebelara contra dicha decisión. El multimillonario empresario marido de la acusada, por su parte y por supuesto, negó cualquier aventura con la pobre Mónica, que por lo demás además de su secretaria era como una segunda hija para su mujer. El jurado tuvo en cuenta en su veredicto que la acusada salvara la vida al testigo, no quedando probado que las lesiones del mismo se las provocara ella y resultando más verosímil –como mantenía la defensa- que éstas se produjeran durante el forcejeo de ambas mujeres por ser salvadas por Adrián. Finalmente se consideró probado que la mujer, de ser la autora de la puñalada mortal, había actuado en defensa propia y presa de un miedo invencible, y fue absuelta de todos los cargos.

Meses después se divorció de su marido. De mutuo acuerdo. Obtuvo en concepto de pensión compensatoria una cantidad obscena de dinero.

Autor : Erre Medina