– No, papá. Fue un golpe de aire.
Fue su primera mentira, o al menos la primera que recordaba haber dicho. Y seguramente será casualidad, pero desde el día en que tras el primer desengaño estrelló aquella bola de navidad contra la pared perdió la capacidad de sentir. Y sólo se quedó el frío.
La señal acústica le sacó de sus ensoñaciones. El avión iniciaba el descenso y Samuel Fontás miró por la ventanilla. A sus pies se extendía la ciudad que le vio nacer. Había transcurrido una eternidad desde que la abandonó en busca de una oportunidad laboral, y su promesa de regresar se fue diluyendo en Irlanda hasta transformarse en alguna visita puntual que tenía más que ver con los compromisos familiares que con la añoranza.
Nadie le esperaba en la estación, tal como había dejado dicho. Sorteó con evidente gesto de fastidio los emotivos grupúsculos que de manera espontánea rodeaban a los recién llegados, y adaptó su reloj a la hora peninsular española.
No había facturado equipaje, ya que llevaba puesto el traje que pensaba utilizar en el funeral de su padre y no pensaba hacer noche en la ciudad, así que le sobraba algo de tiempo. Se tomó un par de cervezas en el bar del aeropuerto, ajustó su corbata negra en el lavabo del aeropuerto y cogió un taxi.
El trayecto hacia el tanatorio discurrió por calles que una vez le fueron familiares, tachonadas aquí y allá por lugares que formaron parte del paisaje de buena parte de lo importante que una vez le aconteció. Mas si una vez robó un beso en ese portal, o supo en un banco de aquella plaza que la palabra imposible a veces se esconde tras un “quizás”, no lo denotó su semblante.
Finalmente llegó a su destino.
El primero en abrazarle fue su hermano. El pelo le raleaba y ya se enseñoreaba de su perfil la doble papada de los Fontás, ajena a dietas y generaciones. Con los ojos vidriosos, le condujo hasta donde se encontraba su madre. Ella soltó un grito apagado al ver a su primogénito, la emoción dándole similar respuesta a la alegría y el dolor que se le acumulaban. Samuel notó las cálidas lágrimas de la anciana en su mejilla cuando ella se derrumbó entre sus brazos. Mantuvo el contacto el tiempo que le pareció razonable y luego hizo las preguntas de rigor.
– Nos lo venían avisando los médicos desde hace meses, pero una nunca está preparada para esto. ¿Y tú cómo estás, hijo? Se te ve pálido.
– Dublín no es el mediterraneo, mamá. Pero estoy bien. Alison te manda recuerdos.
– Lástima que no pudiera venir.
– Fue todo muy precipitado. Y alguien tenía que cuidar de Ciara.
– ¿Y por qué no la trajísteis? Hace mucho que no veo a mi nieta.
– Está en época de exámenes. Ya vendremos en otras circunstancias y con más tiempo.
– ¿No te quedas unos días?
– No puedo. Regreso hoy a última hora. Las cosas en el trabajo están complicadas y no me puedo permitir ni un respiro.
La mujer hizo intención de responder, pero nada dijo. En su lugar cogió de la mano a Samuel y lo llevó hasta donde reposaba su padre. Le dejó unos metros de espacio, y el resto de familiares y amigos hizo lo propio. A la vista de todos, quedó a solas con el difunto, a solas con el dolor que debería asaltarle y que no llegaba. La enfermedad y el tiempo habían hecho estragos en el imponente aspecto de su progenitor, pero aún subyacía esa expresión entre terca y bonachona con que plantó cara al calendario. Trató el recién llegado de evocar algunos de esos momentos compartidos que permanecen hilachados de forma trasversal en nuestro devenir vital, pero no consiguió despertar sentimiento alguno ni acallar los murmullos del resto de deudos ante su frialdad.
Aún no había anochecido cuando un taxi le devolvió al aeropuerto. Sin nada que mejor que hacer hasta que despegara su vuelo, dio una vuelta por las tiendas duty free, por ver si encontraba algún detalle que llevarle a su hija. Con doce años, Ciara estaba en esa edad en que acertar con los regalos significaba saber aterrizar en esa breve franja entre lo infantil y lo inapropiado.
Y entonces vio en el escaparate una bola de navidad idéntica a la que tuvo una vez siendo niño.
Dublín le recibió a cinco grados bajo cero. Por suerte, su coche arrancó a la primera. Decidió pasar por su casa para cambiarse de ropa antes de ir al trabajo, así que condujo hasta la zona residencial de las afueras en que Alison y él habían adquirido un lujoso dúplex. Al reconocer el ruido de su automóvil, su mujer salió al porche.
– ¿Cómo estás? – le preguntó.
– Bien, supongo, dadas las circunstancias – se escabulló él. – ¿Ciara está en el colegio?
– Hoy le dije que se quedara en casa. Esta noche le vino su primer periodo.
Subió al dormitorio de su hija sin hacer ruido. Celia estaba acostada, pero despierta. Se le acentuaron las ojeras cuando le sonrió levemente.
– A la que falto un día te saltas las clases.
– Ya ves…
– Te he traído una cosa.
La niña desenvolvió el paquete con sus manos frágiles y al ver el contenido esbozó una sonrisa de compromiso, musitó un gracias y depositó la bola de navidad en su mesita de noche. No le había gustado.
– Te quiero, peque
– Y yo a ti, papá.
Abrazó a su hija, y sin saber por qué empezó a llorar. Ella aguantó el contacto y dejó resbalar las lágrimas de su padre por su mejilla, incómoda, durante un periodo de tiempo que le pareció razonable.
Autor : Erre Medina