lunes, 9 de septiembre de 2024

Septiembre


 

Había una vez un niño llamado Lucas que estaba a punto de comenzar su primer día de colegio. La noche anterior, Lucas estaba tan emocionado que apenas pudo dormir. Había preparado su mochila con todos los útiles escolares nuevos: lápices de colores, una regla, un cuaderno brillante y una lonchera con su nombre.

Por la mañana, su mamá le hizo un desayuno especial: panqueques con caritas sonrientes de frutas. Mientras comía, Lucas no dejaba de imaginar cómo sería su nuevo colegio. Se preguntaba si sus compañeros serían amigables y si la maestra sería simpática.

Cuando llegaron al colegio, Lucas vio a muchos niños en el patio, algunos corriendo y otros hablando nerviosos con sus padres. Su mamá lo tomó de la mano y lo acompañó hasta la puerta de la clase. Allí, una maestra sonriente los recibió. “¡Bienvenido, Lucas! Estoy muy contenta de conocerte”, dijo la maestra mientras le daba un abrazo.

Al entrar en clase, Lucas vio que había muchos niños como él, con sus mochilas nuevas y miradas curiosas. La maestra comenzó a presentarse y les explicó que ese día harían actividades divertidas para conocerse mejor. Lucas se sentó en su pupitre, rodeado de otros niños que parecían igual de nerviosos y emocionados.

Durante la mañana, Lucas jugó a un juego de presentación donde cada niño decía su nombre y algo que le gustaba hacer. Lucas conoció a Mateo, que también amaba los dinosaurios, y a Sofía, que era muy buena dibujando. Pronto, Lucas se sintió más relajado y comenzó a disfrutar de cada actividad.

En el recreo, Lucas y sus nuevos amigos jugaron en el tobogán y en los columpios. Se rieron, corrieron y se olvidaron de los nervios.

Al final del día, cuando Lucas vio a su mamá esperando en la puerta, corrió hacia ella con una gran sonrisa. “¡Fue increíble, mamá! ¡Tengo nuevos amigos y la maestra es genial!”.


Mientras caminaban de regreso a casa, Lucas no dejaba de contarle a su mamá todo lo que había hecho: los juegos, los amigos, la clase de música y cómo le habían dado una estrella dorada por participar.

Esa noche, Lucas durmió profundamente, contento y con ganas de regresar al colegio al día siguiente. Sabía que ese era solo el comienzo de muchas aventuras por venir.








domingo, 8 de septiembre de 2024

Un verano en Mallorca


 

Era un verano cálido y dorado en Mallorca, la isla  siempre parecía estar bañada por el sol. Los días empezaban con el sonido de las olas suaves acariciando la costa y el canto de los pájaros que se ocultaban entre los pinos y almendros en flor. El aire tenía un olor dulce a sal y a mar, mezclado con el aroma del azahar y las buganvillas que trepaban por las paredes blancas de las casas.

Mi familia y yo habíamos llegado a un pequeño pueblo costero, donde las calles eran estrechas y empedradas, y las fachadas de las casas lucían persianas de madera pintadas de verde. Alquilamos una casita que miraba hacia el Mediterráneo, con una terraza perfecta para ver los atardeceres que teñían el cielo de tonos naranjas y púrpuras.

Cada mañana, mi hermana y yo corríamos hacia la playa, descalzas sobre la arena aún fresca, con nuestras toallas a cuestas y una bolsa llena de bocadillos y frutas. El mar era nuestro reino. Pasábamos horas buceando y persiguiendo pececillos entre las rocas, mientras los mayores descansaban bajo las sombrillas de colores brillantes.

Por las tardes, explorábamos los alrededores. Subíamos colinas desde donde se podían ver las calas escondidas, pequeñas bahías de aguas cristalinas donde rara vez llegaba alguien más. Nos gustaba perdernos en las callejuelas del pueblo, descubriendo mercadillos llenos de artesanías y olores a especias exóticas. Los lugareños siempre nos recibían con una sonrisa y un "Bon dia", y a veces nos invitaban a probar alguna especialidad local: ensaimadas, sobrasada, o una copita de licor de hierbas a los adultos.

Un día, alquilamos una pequeña barca y navegamos hacia el mar abierto. Nos detuvimos cerca de unas cuevas marinas que parecían sacadas de un cuento de piratas. Nos lanzamos al agua desde la embarcación, sintiendo la adrenalina de la caída y el frescor del agua. Nos adentramos en las cuevas, donde el sol se filtraba a través de las aberturas, creando un juego de luces mágicas que iluminaba las paredes llenas de corales y anémonas.

Las noches eran igual de especiales. Cenábamos en el jardín bajo un cielo tachonado de estrellas, escuchando el murmullo del mar y el susurro del viento entre los árboles. A veces íbamos al pueblo para disfrutar de las fiestas locales: música en vivo, bailes tradicionales, y fuegos artificiales que iluminaban la costa.

Ese verano en Mallorca se quedó grabado en mi memoria como un tiempo perfecto y despreocupado, lleno de risas, aventuras y pequeños momentos de felicidad simple. Era un lugar donde el tiempo parecía detenerse, y donde cada rincón tenía una historia esperando a ser descubierta. Mallorca, con su mar azul y su sol eterno, siempre será el refugio de mis recuerdos más queridos de aquel verano inolvidable.