domingo, 18 de mayo de 2025

El Hijo del Monte


 

En las montañas del norte, donde la niebla baja como un susurro y los árboles hablan con el viento, un niño se perdió una tarde de otoño. Iker, con apenas cinco años, había salido con su familia a recoger castañas cerca de los hayedos de Peña Labra. Era curioso, ágil, demasiado valiente para su edad. Bastó un descuido —una ardilla que saltó entre ramas, un sendero que serpenteaba entre raíces— y se desvaneció entre los árboles.

Buscaron durante días. Llegaron cuadrillas de voluntarios, perros de rastreo, helicópteros. El monte fue peinado rama por rama, pero no hubo ni rastro: ni una huella, ni un trozo de ropa, ni un sonido que no fuera el susurro del bosque. Algunos dijeron que había caído a un barranco. Otros, que se lo llevó el río. Al cabo de semanas, la búsqueda cesó. Se rezaron misas. Se pusieron fotos en los tablones del ayuntamiento. Su madre envejeció de golpe.

Pero el monte no se lo tragó. El monte lo adoptó.

Una hembra de gato montés, vieja y herida, lo encontró la primera noche, acurrucado entre las raíces de un roble. Se acercó con cautela, oliéndolo. No lo atacó. Algo en la quietud del niño, en su temblor suave, en el brillo triste de sus ojos, tocó una fibra que ni ella sabía que tenía. En lugar de devorarlo, lo protegió. Lo llevó a su guarida —una grieta entre rocas, húmeda y oscura— y lo cubrió con su cuerpo.

Los días se convirtieron en semanas, luego en años. Iker aprendió el lenguaje del bosque: el zumbido de los insectos, el crujido de una rama como advertencia, el olor del agua limpia o de la carroña lejana. Comía lo que la gata le traía: ratones, conejos, aves pequeñas. Al principio lloraba al masticar carne cruda, pero con el tiempo lo aceptó como parte del mundo que lo había acogido. Se cubría de barro para el frío, imitaba los movimientos de su madre felina, se deslizaba entre la maleza como una sombra.

Pasó las estaciones. Los inviernos lo endurecieron, los veranos lo hicieron fuerte. Tenía el cuerpo ágil, el rostro marcado por el sol, y los ojos de un animal: atentos, salvajes, sin miedo. No sabía hablar, pero entendía todo lo que importaba. Cuando la gata murió —una noche de luna nueva, sin un quejido, en el mismo rincón donde lo había acogido— Iker no lloró. La observó en silencio, le cerró los ojos con dedos temblorosos, y permaneció junto a su cuerpo hasta el amanecer.

Entonces sintió algo nuevo. Un hueco. Una ausencia más grande que el bosque. Era hambre, pero no de carne; sed, pero no de agua. Era un impulso, un tirón hacia algo que no recordaba, pero que lo llamaba desde lo hondo. Y bajó.

Durante tres días caminó siguiendo el curso del río. Dormía entre helechos, cazaba lo justo. Se alejaba de los caminos y evitaba a los humanos, cuyos ruidos le eran ajenos y hostiles. Pero al final, llegó. Al amanecer del cuarto día, vio los tejados de un pueblo entre la bruma: San Miguel de las Peñas.

Entró descalzo, cubierto de barro, con el cabello como maleza y los músculos tensos como un ciervo alerta. Los primeros en verlo se santiguaron. Un anciano gritó. Una mujer salió corriendo. Pronto una pequeña multitud se reunió, rodeándolo con mezcla de miedo y curiosidad.

—¡Un salvaje! —murmuraban—. ¡Un hijo del bosque!

Pero entre ellos había una anciana, María, la hermana del padre de Iker. Ella no huyó. Se acercó despacio, como se acerca uno a un animal herido. Lo miró a los ojos. Entonces lo supo.

—Es él… —susurró, llevándose las manos a la boca—. Es Iker. Es el niño de Marina.

La cicatriz en su brazo, el lunar detrás de la oreja, la forma de las manos. Todo coincidía. Alguien corrió a buscar fotos viejas. Alguien lloró. Alguien cayó de rodillas.

El niño perdido había vuelto. No muerto. No loco. Transformado.

Al principio no hablaba. Gruñía, siseaba, miraba de reojo. Se acurrucaba en rincones, dormía en el suelo, y comía con las manos. Los médicos lo revisaron. Los psicólogos vinieron. Algunos no sabían qué decir. Otros lo llamaron milagro. Pero Iker no hablaba de milagros. Solo miraba por la ventana, hacia las montañas.

Le enseñaron palabras, gestos, nombres. Al principio, las rechazó. Pero algo en él empezó a abrirse. Recordó olores, fragmentos de canciones, la voz de su madre diciéndole su nombre. Lloró por primera vez desde que tenía memoria.

Pasaron los meses. Iker aprendió a vivir entre humanos, pero nunca del todo. Se vestía, asistía a clases especiales, caminaba por el pueblo… pero cada noche, su corazón escuchaba los susurros del monte.

Los aldeanos lo trataban con respeto, casi con temor. Era un muchacho callado, de mirada profunda, con una calma salvaje que imponía más que cualquier grito. Algunos decían que hablaba con los lobos. Otros, que entendía el lenguaje de los árboles.

Nunca se supo cómo sobrevivió exactamente. Algunos hablaron de intervención divina. Otros, de suerte, de instinto animal. Pero Iker no explicaba. Guardaba su historia como se guarda un fuego débil en el fondo del pecho: con cuidado, con reverencia.

Y cuando cumplió dieciocho años, se despidió.

Una madrugada, sin dejar nota ni palabra, partió hacia el bosque. Lo vieron por última vez cruzar el puente de madera, descalzo, con una mochila al hombro y los ojos brillando con una paz que no pertenecía al mundo de los hombres.

Desde entonces, algunos afirman haberlo visto entre la niebla, como una sombra. Los niños dicen que les deja frutas en los caminos. Los ancianos dejan pan en la ventana “por si vuelve”. Y cuando en las noches se oyen maullidos graves, profundos, como los de un gato enorme, todos en San Miguel de las Peñas saben que Iker —el hijo del monte— sigue cuidando el bosque que lo crió.

jueves, 15 de mayo de 2025

El último cumpleaños


 

Aquella mañana, el cielo de Santander se despertó con un azul sereno, como si supiera que era un día especial. El aire olía a sal, y una brisa suave entraba por la ventana entreabierta del salón, ondeando levemente las cortinas como si saludara. Desde su butaca junto al ventanal, veía el mar. Siempre el mar. Había vivido con él enfrente tantos años que ya no sabía si era una presencia externa o parte de sí mismo.

Era 17 de septiembre. Cumplía 75 años.

Se levantó temprano, como siempre. La costumbre de madrugar no se pierde aunque no haya relojes que apuren. A las ocho ya tenía el café humeando en su taza preferida, la que tenía una grieta disimulada en el borde, y un sobao pasiego sobre el plato. Afuera, las gaviotas ya gritaban su rutina, y las olas rompían en las rocas con ese ritmo constante que tanto lo consolaba.

Encendió la radio. Música suave, unas noticias, alguna efeméride absurda. Se quedó mirando una foto en blanco y negro sobre la repisa. Su madre, joven, con él de niño en brazos. Pensó en cuánto se parece ahora a su padre. Se permitió una sonrisa melancólica y levantó la taza, como brindando en silencio por los que ya no están.

Sabía que vendrían. Su hija le había dicho que no planeara nada, que se encargaban ellos. Él, como tantas veces en la vida, confió y esperó. En el fondo, había algo hermoso en ceder el timón por un día. Había aprendido que dejarse cuidar también es un acto de generosidad.

A media mañana salió a caminar. No muy lejos, solo hasta el mirador. Se apoyó en la barandilla de hierro frío y miró el horizonte. Los barcos pequeños parecían manchas móviles, como recuerdos flotantes. En su juventud, solía imaginar que cada uno llevaba una historia dentro. Ahora, simplemente les deseaba buen viaje.

Volvió a casa con las mejillas rojas del viento. Y entonces, el timbre sonó.

Primero llegaron los nietos. Uno corrió hacia él gritando “¡abueloooo!”, y se le aferró a la pierna como si no lo hubiera visto en meses. Los otros dos le entregaron dibujos de colores: un pastel, un sol enorme, una figura con bastón que decían era él. Se rió. Con ternura. Con plenitud.

Después entró su hija, cargando flores silvestres y un perfume de hogar. Se abrazaron largo, como si quisieran detener el tiempo unos segundos. “Las recogí esta mañana en el camino de la ermita”, le dijo. Las reconoció al instante: manzanilla, campanillas, algunas aún con rocío. Sintió un nudo dulce en la garganta.

Más tarde llegaron algunos amigos, pocos, pero de los verdaderos. Uno con bastón, otro con una carpeta llena de anécdotas, otro con vino. Se sentaron a la mesa como en los viejos tiempos. Cocido montañés, queso de Tresviso, anchoas en aceite, pan de pueblo. Vino tinto y, por supuesto, orujo al final.

Hablaron de todo y de nada. De lo que fue, de lo que nunca llegó a ser, y también de lo que aún podría ser. Rieron como si no pasaran los años. Hubo momentos de silencio, sí, pero de esos que no incomodan, los que se llenan de compañía.

La tarta llegó al final, sencilla pero honesta. Una sola vela encendida. “Una por cada década ya no cabe”, bromeó su yerno. Soplarla le costó más de lo que hubiera querido admitir, pero lo logró, entre aplausos y bromas. “¡Pide un deseo!”, gritó su nieta más pequeña. Ya lo he pedido, pensó. Y se me ha cumplido.

Cuando anocheció, el mar seguía rugiendo con su fuerza tranquila. Se sentó un rato en el balcón, envuelto en una manta, con la mirada perdida en la línea del horizonte. El silencio era tibio, como una caricia en la espalda. Cerró los ojos unos segundos. Escuchó, respiró, sintió.

Y pensó, sin tristeza: Si este fuera mi último cumpleaños, estaría en paz. Rodeado de los míos, en mi tierra, con el mar por testigo. Pero mientras no lo sea, pienso seguir celebrando cada uno como si lo fuera.

Porque hay días que no son solo un año más. Son el resumen de una vida entera.